El 26 de mayo de 2013 Edu decidió dar un paseo andando desde Madrid
hasta Zaragoza.
No tenía mucho que hacer por entonces.
Si ya cuesta
encontrar trabajo, no digamos recién salido de pagar diez años de
cárcel
. Calculó que, yendo ligerito, el peregrinaje le llevaría unos 20
días. Pero en la primera jornada se le hizo de noche buscando la
carretera de Barcelona a la altura de Barajas y se refugió en la T4.
Ahí
se quedó. Fin del viaje.
Justo donde el resto comienza el suyo y donde
él, vigués chaparrito de espaldas anchas, sigue esta mañana después de
un año y medio rodeado de un montón de maletas que guarda a un euro el
bulto. Resulta que no está solo.
En esta misma terminal, construida por
la rutilante estrella de la arquitectura
Richard Rogers
y Antonio Lamela a cambio de 6.200 millones de euros, viven una
treintena de personas sin hogar. Algunos desde hace años.
Pero la
mayoría son invisibles para los viajeros.
El truco está en parecer uno de ellos.
Visten correctamente, van
aseados, transportan bultos en carritos como si fueran turistas y
algunos dan vueltas todo el día alrededor de los mostradores, como a la
espera de un avión que no termina de despegar.
El aeropuerto alberga un
ecosistema de personas sin hogar que han encontrado ahí un techo, aseos
limpios y amplios, calefacción, 15 minutos gratis al día de Internet,
seguridad, subsistencia gracias a pequeños trapicheos con viajeros (no
todos lo hacen), anonimato y cafeterías abiertas las 24 horas.
La terminal es un espacio público y AENA deriva el asunto al Samur social
Un aeropuerto es a todos los efectos legales un espacio público y
AENA, si no hay ninguna alteración del orden, convive con estos inquilinos.
Sucede así en toda España. Barcelona reubicó a sus
huéspedes
en 2011 cuando empezaron las peleas. Así que la única norma aquí es no
montar líos.
De este modo, y con las prisas del viaje, se confunden con
los 110.000 usuarios que pasan cada día por Barajas
. Si uno se fija
bien, es fácil ver a alguno sentarse en la mesa y apurar los restos de
comida y bebida abandonados
. O a otro arrastrando una maleta y pidiendo
algo de dinero envuelto en el drama ficticio de un avión perdido o un
pasaporte extraviado
. Estos últimos son pocos y siempre los mismos.
Y
muchas veces repiten la función con el mismo viajero. Eso les delata.
Luego están los búlgaros y algunos moldavos, como André (así dice que
se llama), que viven del negocio de los carritos
. Sacan las fichas con
un gancho y las cambian por un euro a los viajeros. “Nos buscamos la
vida como podemos”, defiende él.
Todos los servicios legales del
aeropuerto (carritos, maleteros o plastificadores) ya tienen su
competencia ilegal surgida en este submundo. El aeropuerto se ha llenado
estos días de pancartas de los sindicatos protestando por este asunto.
"Estamos hartos. La situación es insostenible", se queja uno de los
empleados de la empresa plastificadora que tiene la concesión en
Barajas.
Los viajeros van con orejeras. Aquí somos invisibles”, señala Manuel
Cuando anochece y el frío aprieta en la calle, los invisibles
empiezan a ser mayoría en la enorme terminal, en la que apenas se operan
ya a esa hora algunos vuelos a América del Sur. Manuel (nombre
ficticio, porque no quiere aparecer con el suyo propio alegando posibles
“daños”) habla con todos ellos.
Define la T4 como un microcosmos donde
pasa de todo sin que nadie se de cuenta. “¿Los viajeros? Van con
orejeras
. Podrías hacerles andar sobre un sendero de billetes de 500
euros y ni lo verían. Aquí somos invisibles”, señala vestido con
pantalones de pinza, mocasín castellano, camisa a cuadritos y dos
móviles en el bolsillo
. Va impecable. Es alguien respetado en este
ambiente. Conoce la cotización de las divisas y da la impresión de haber
visto más mundo que la mayoría de los que se cruzan con él a diario
.
Alto y elegante, extremadamente educado, su cara huesuda delata algún
percance biográfico años atrás.
Mala vida. O muchos disgustos
. Aparte de
eso, imposible imaginar la increíble historia de corruptelas políticas
en el sur español en la que cuenta que estuvo envuelto no hace tanto.
O
las aventuras que relata en los mares del Índico protegiendo barcos
españoles de piratas somalíes. Todo ello como antesala a su estancia en
este gran hotel construido sobre 470.000 metros cuadrados.
La calle en Madrid
El Ayuntamiento de Madrid realiza cada dos años un recuento de
personas sin hogar.
El pasado jueves un grupo de voluntarios coordinados
por el Samur Social salió a la calle, sin embargo las cifras todavía no
están listas.
Las de 2012 son las siguientes:
En Madrid hay 701 personas viviendo sin techo en las calles de Madrid. La cifra ha subido en los últimos años acompasada con el crecmiento de la crisis.
Un 23,6% tienen estudios universitarios o superiores y el 52% de las personas 'sin techo' entrevistadas en la ciudad de Madrid llevan dos años o más en esa situación.
Manuel, que asegura estar aquí de paso, suele ir acompañado de Juan
José Lorenzo, que lleva media vida en la calle y alrededor de dos años
durmiendo en el aeropuerto.
Durante el día se va a Madrid, de donde va y
viene en el metro con su abono, y colabora en la ONG
ATD Cuarto Mundo.
Va a clases de teatro, participa en tertulias en la parroquia de San
Carlos Borromeo y recibe una pensión de algo más de 300 euros al mes,
como el 17% de personas en su situación en la capital. Podría pagarse
una habitación o ir a un albergue, pero dice que en la T4 está caliente,
puede desayunar cada día en el McDonalds (un café y una hamburguesa por
dos euros) y navegar a diario sus 15 minutos gratis con el WiFi del
aeropuerto y el portátil que lleva a cuestas
. Pero, sobre todo, cuenta,
mantiene ese punto de libertad que otorga hacer lo que a uno le da la
gana. Quizá lo único bueno de vivir en la calle.
Juanjo duerme con un compañero en uno de los recovecos de la terminal
de salidas de la T4
. Justo a lado de la tienda de lotería, sobre unos
papeles de periódico que transporta.
Algún día tendrá que recuperar el
saco que dejó olvidado en la consigna de un albergue.
Tiene 56 años y
lleva 21 en la calle, desde que perdió su empleo en una empresa
metalúrgica. Viene al aeropuerto porque es un sitio seguro, caliente y
con comodidades como buenos aseos cada 50 metros donde puede limpiarse
un poco las axilas y el cuerpo.
O el bar de la planta de llegadas, donde
algunos se juntan a veces para ver los partidos. Juanjo solo baja
contadas noches de Champions
. Ahí es fácil encontrar a uno que llaman
“el inglés”, siempre algo bebido, que lleva ya una buena temporada en la
T4.
Pero Juanjo, que ha cogido un par de aviones en su vida, es muy
discreto.
“Nos camuflamos un poco. Aquí no puedes venir hecho un
desastre porque no te dejan ni entrar. El que monta un lío se va a la
calle y perjudica a todos los demás”, dice sentado en la barra del
McDonalds, su cantina habitual.
Por las noches, cuentan muchos de quienes duermen ahí, empleados de
AENA con guardias de seguridad pasan lista para estar al tanto de los
huéspedes diarios del gran hotel.
También los hay en la T1 y en la T2,
aunque son menos y aquí se les considera más “raros”
. Podría decirse que
cada terminal tiene sus características sociológicas.
Para cuestiones
sanitarias y sociales, el aeropuerto mantiene un convenio de
colaboración con el Samur social para tratar de ayudar a quien lo
necesite
. Dos días a la semana los trabajadores de este departamento del
Ayuntamiento pasan por Barajas.
“El aeropuerto les permite el
anonimato”, dice Darío Pérez, jefe del departamento de Samur Social.
“Nadie les ve. Pero tienen seguridad, alimentación, aseos…
Es un lugar
cómodo y accesible”.
Muchos de ellos (también algunas mujeres) son auténticos
profesionales del funcionamiento de este aeropuerto en el que operan 75
compañías aéreas y 1.000 vuelos diarios.
Conocen cualquier detalle,
cuentan historias de mafias, de empresas que alteran su volumen de
vuelos, de
mulas que quedaron por el camino.
También saben que
Barajas pierde potencia, que Barcelona lo superó hace un año por primera
vez en número de pasajeros y que cualquier día lo van a privatizar
entero. Y en ese momento se acabará lo de dormir aquí, asumen. Ellos lo
ven todo y están callados.
Forman parte del escaso ecosistema estático
de un lugar de tránsito continuo.
Si en el próximo viaje se para un
segundo, les verá.