Mi padre y mi madre, esos desconocidos
La literatura se alimenta con frecuencia del universo familiar para levantar acta de la inmensa complicación de vivir.
Cuando tenía nueve o siete años, una vecina le preguntó quién era.
Vivían entonces en Jackson, Mississippi, y el muchacho contestó: Richard
Ford.
“Sí, claro. Tu madre es esa mujer guapa de pelo negro que vive un
poco más arriba”, observó aquella señora, y el escritor estadounidense
escribe: “Eso me afectó entonces y me afecta todavía hoy. Creo que fue
la primera vez que tuve la idea de que mi madre era alguien más que mi
madre, alguien a quien los demás veían y juzgaban: una mujer guapa, cosa
que no era”.
Lo habían sacado un instante de sí mismo y le habían
permitido descubrir a otra mujer. “Pienso que, después de eso, nunca
volví a pensar en ella de otra manera que como Edna Ford, una persona
que era mi madre pero también alguien más”.
Es verdad que son demasiado próximos, padre y madre, están metidos
tan dentro que resulta difícil tratarlos como extraños
. Es como si
fueran una prolongación de nosotros mismos. O mejor, nosotros somos esa
prolongación, como una simple adherencia que en buena medida les
pertenece. Hasta que un día se produce la ruptura o surge después de
mucho tiempo una súbita curiosidad o se ve que tienen un peso en lo
nuestro que no se imaginó hasta entonces.
Nunca los tomamos en serio,
estaban simplemente ahí, demasiado mezclados en nuestra historia como
para observarlos con interés.
Primavera de 1923. J. R. Ackerley se dirige a París para encontrarse
con sus padres que han viajado allí a visitar a su hermana, que trabaja
como modelo en una casa de modas. Una tarde pasea con su padre por el
Bois de Boulogne, y se sientan en un banco a ver pasar a la gente
. El
escritor británico apunta:
“Si en aquel entonces hubiera sabido de él
todo lo que llegué a saber después de su muerte y hubiera pensado en él
tanto como he llegado después a pensar, ¡que conversación tan
interesante podríamos haber tenido!”.
Pero no hablaron de nada especial, se tenían muy vistos, repitieron
acaso los papeles que les habían tocado en su historia familiar y, por
tanto, aquella tarde sólo se dedicaron “a observar un gran excremento de
perro en medio del paseo en el que estábamos que él me acababa de
señalar.”, cuenta Ackerley.
“¿Qué persona de las que pasaban iba a ser
la primera en pisarlo? Eso era lo que provocaba nuestra curiosidad, y de
esa manera insensata, ya se tratara de excrementos de perro o de
‘historietas’ o de cualquier otra trivialidad , pasó toda nuestra vida
en común sin que nos diéramos cuenta”.
Richard Ford explica al principio de Mi madre:
“Los padres nos
conectan —por encerrados que estemos en nuestras vidas— con algo que
nosotros no somos pero ellos sí; una ajenidad, tal vez un misterio, que
hace que, aun juntos, estemos solos”. Por eso en aquel breve libro se
empeña en ir más lejos y se toma el trabajo de rascar en unos cuantos
fragmentos, y tira de ahí para poder darse cuenta de que, efectivamente,
su padre y su madre tuvieron otra vida, que existió otro mundo
anterior, relaciones diferentes, viajes, lo que sea: esa ajenidad.
Así que lo primero que hizo Richard Ford fue irse hacia atrás y
explorar lo que pasaba en el Sur en los años treinta: “una especie de
torbellino que no ofrecía en realidad un sitio adonde ir”.
El escritor
nació en 1944 cuando su madre tenía 33 años y su padre, 39.
Tuvieron por
tanto tiempo de ser otros, y se acuerda de que su madre sólo hizo
fugaces referencias a aquellos años (“demasiada bebida, desenfreno,
desarraigo”) como si en aquel tiempo hubiera existido sobre todo “una
cierta ligereza de espíritu, algo en lo que, aunque no se lo pudiera
llamar maldad, era preferible que un hijo no pensara demasiado, algo por
lo que no tuviera que preocuparse. En esencia había sido su tiempo, un
tiempo para sus fines y no para los míos.
Y había quedado atrás”.
También J. R. Ackerley se dedica en Mi Padre y yo todo el rato a
husmear, preguntando, procurando saber quién diablos era su padre, qué
fue lo que le pasó en ese tiempo anterior, en esa especie de pleistoceno
donde los mayores aún son libres y tienen todas las posibilidades
abiertas por delante y pueden equivocarse y no son todavía esos rostros
severos y cariñosos que apuntan el camino por el que nos toca discurrir.
La primera frase de Mi padre y yo ya establece desde el principio la
medida del desafío de J. R. Ackerley: “Yo nací en 1896 y mis padres se
casaron en 1919”
. ¿Qué hicieron hasta entonces? ¿Cuál fue su historia?
En la nota introductoria de su fascinante exploración sobre el pasado
de su padre y sobre su homosexualidad —ambos planos se van cruzando y
es como si tuvieran en algún sitio una conexión profunda—, J. R.
Ackerley reconoce que ha prescindido de seguir un orden cronológico y
que decididó adoptar “el método de excavar aquí y allá (...)
descubriendo en cada golpe de azada alguna cosa nueva bajo tierra”.
Así
que empieza por la juventud de su padre, las dos amistades íntimas que
le facilitaron la vida, el encuentro con su primera mujer, el noviazgo
con su madre, las dificultades con el primer hijo, su nacimiento, la
relación con su hermana pequeña, el ocultamiento de la pareja y los
críos. Seguramente el capítulo que te deja más turulato sea el que
dedica a la guerra de 1914
. “Cuando al fin salimos de las trincheras y
nos lanzamos al ataque en plena luz del día, el aire estaba plagado de
murmullos, zumbidos y plañidos que sonaban como enjambres de avispas y
avispones, pero eran, naturalmente, balas”.
Le tocó primero ir a él al
frente. Su hermano, enfermo, sólo consiguió que lo alistaran después.
Coincidieron en unas trincheras.
Al hermano le encargaron una misión, lo
hirieron, casi se queda ahí, pero consiguió sobrevivir a ese percance.
No al siguiente:
“El 7 de agosto de 1918, justo antes de que cesaran las
hostilidades, estaba en la trinchera llenándose la pipa y, al volverse a
saludar a un amigo, una granada lo decapitó”.
Cuando Richard Ford se refiere a la relación de sus padres comenta
que no se planteaban grandes cosas: “Descubrieron, si no lo sabían ya,
que habían firmado para todo el viaje”
. Se instalaron en Jackson, el
padre trabajaba vendiendo almidón para una compañía de las afueras de
Texas, así que salía los lunes de casa y volvía los viernes.
Aquello
duró quince años. “Un hombre agradable, corpulento, cariñoso, que nos
visitaba. Feliz de volver a casa. Feliz de marcharse”.
El 20 de febrero
de 1960, cuando Richard Ford tenía 16 años, su padre se levantó una
mañana jadeando y murió unas horas después.
Es curioso que, a la hora de reconstruir las vidas de aquellos que
han estado más cerca de nosotros, y de los que debería existir una
multitud de pistas y de recuerdos y de viejas historias compartidas, al
final no queden sino unos cuantos momentos. Richard Ford se acuerda sólo
de un par de cosas, y de algunas broncas de sus padres
. Una vez, por
ejemplo, iban de viaje y pincharon en el puente de Greenville.
Era
pequeño y su madre debió asustarse tanto, o vaya usted a saber, que lo
apretó tanto que casi lo asfixia. Cuenta también dos peleas.
Sus padres
estaban borrachos. Se acuerda de que la segunda fue peor, que se
gritaron y forcejearon, pero que luego se les pasó.
“Y después de un
rato, recuerdo, estábamos todos otra vez en la cama, yo en el medio, y
mi padre llorando. ‘Bua, bua, bua. Bua, bua, bua’. Éstos eran los
sonidos que emitía, como si hubiera leído en algún sitio cómo se llora”.
Cuando J. R. Ackerley y su hermano eran adolescentes, un día de 1912
su padre decidió hablarles seriamente cuando estaban en la sala de
billar de una de las casas que habitaron por aquella época. “Recuerdo
que confesó haberse iniciado a una edad temprana en la práctica con
respecto a la cual le parecía conveniente aconsejar moderación, y luego
aprovechó la oportunidad para añadir (...) que en materia de sexo no
había cosa que no hubiera hecho, experiencia que no hubiera tenido ni
lío en el que no se hubiera metido y del que no hubiera salido, de modo
que si alguna vez teníamos necesidad de ayuda o consejo no nos debería
dar ninguna vergüenza acudir a él y podíamos siempre contar con su
comprensión y solidaridad”
. Conviene retener la observación que hace
inmediatamente el escritor británico, que tanto abominó al terminar la
guerra de la vida ordenada y regular de su padre y cuánto quiso que la
suya fuera libre y sin ataduras, y terminó sin embargo trabajando en la
BBC durante treinta años
. Escribe: “De que sus palabras fueron
magníficas y amistosas no me di cuenta hasta que fui mayor; el hecho de
que nunca las tuviera en cuenta es precisamente la razón de este
libro...”.
Así pueden ser las cosas con tu padre y con tu madre, que se pierde
el tiempo de manera insensata, un día ves que uno llora como si
estuviera aprendiendo a hacerlo con un manual, o te toca padecer algún
discurso solemne, del que no vas a sacar ningún partido.
Y sin embargo
ahí, en la órbita familiar, se va cociendo a fuego lento tu carácter y
tus maneras y tu forma de tratar con el mundo y con los demás. Freud
convirtió la familia en el laboratorio de sus investigaciones, y hurgó
hasta donde pudo en los ríos internos que ahí se desbocan y estallan y
terminan por marcarte el rumbo.
Quién sabe lo que queda de esas
relaciones peligrosas, que parecen sin embargo tan rutinarias, y que
resultan tan poco especiales hasta mucho después, cuando ya es
irremediable cuanto ha ocurrido y no hay mecanismo alguno para restaurar
lo que pasó. Richard Ford termina su libro comentando que en la vida de
su madre no hubo “nada particularmente brillante, nada notable
. Nada
heroico. Ningún logro honorífico que ensanchara el corazón”.
Luego, sin
embargo, añade que lo ayudó a hacer viables sus “afectos más
verdaderos”. “Y conocí con ella ese momento que todos querríamos
conocer, el momento de decir: ‘Sí, las cosas son así’.
Un acto de
conocimiento, que confirma el amor. Conocí eso”.
J. R. Ackerley, por su parte, fue descubriendo cada vez episodios más
inexplicables de la vida de su padre y hay un momento en que,
desarmado, no tiene otro remedio que reconocer que fue “un misterio”.
Buena parte de sus afanes los orienta a desvelar qué fue lo que
realmente le pasó, qué hizo, en qué anduvo cuando era joven y también
después.
No tiene sentido recoger aquí los líos en que se metió. Cuando
la madre de Ackerley muere, su hermana y él van abriendo todos sus
cofres y baúles para saber también más de su vida y averiguar si hay ahí
algo que arroje un poco más de luz sobre los asuntos del padre. No han
encontrado nada y sólo les queda un maletín negro. “Lo primero que
vieron mis ojos fue una página escrita a lápiz con la letra de mi madre
:
‘Privado. Quémenlo sin leerlo’. ¡Al fin! Debajo había diversos paquetes
atados con cinta. Estaban llenos de deshecho. No había nada más en el
maletín”.
Poco despues, J. R. Ackerley sentencia: “Se han hecho muchas
preguntas, a pocas se les ha dado respuesta. Se han establecido algunos
hechos, muchas otras cosas tal vez sean ficción, el resto es silencio.
De mi padre, de mi madre, de mí mismo, no sé al final prácticamente
nada”.
También Luis Landero se ha visto arrastrado en su último libro,
El balcón en invierno,
a tirar del hilo de los asuntos familiares y también asoman ahí su
padre y su madre como dos de los personajes de mayor relieve en la trama
de su vida
. A veces se los ve de escorzo, lejanos y desdibujados; otras
veces, pasan a primer plano y lo llenan todo. Landero va contando, a
saltos y de manera fragmentaria, unos cuantos momentos que dan cuenta de
su biografía, pero que son también retazos de la historia de España, y
que hablan de ese salto vertiginoso que le tocó dar a un país que venía
de las tenebrosas sombras de una larga dictadura y que se metió de
pronto en la modernidad sin que diera tiempo a darse cuenta de lo que de
verdad estaba pasando.
Por eso uno de los grandes protagonistas del
libro es el campo, la vida de una familia de labradores en Alburquerque,
Extremadura ,y hay algunas largas relaciones que son un prodigio de
precisión a la hora de construir un mundo.
“Comíamos casi a diario
garbanzos con repollo, tocino y morcilla, migas, y a veces bacalao con
arroz, con patatas, con tomate, frijones, sopa de fideos con hormigas,
sopa de tomate, sopa sorda de poleo, sopa de trapos, guisos de caza,
ancas de rana, pan con aceitunas, pan con tomate, pan con quesadilla de
cabra, pan con queso de oveja, queso de oveja con café negro portugués,
aceitunas con troncho de col, buche, cachuelo, pestorejo, chanfaina,
chorizo de oveja modorra, caldereta, peces de la rivera, perrunillas,
bolluelas, rosquillas, dulces recios y nutritivos hechos en horno de
leño, pepitas tostadas de melón”.
Una larga lista que resume un mundo.
Ni tenían estudios en su familia
y casi ninguno había visto el mar.
Y de ahí saltaron a un piso en un
edificio en el barrio de Prosperidad, Madrid, años sesenta. Emigraron
del campo, llegaron a la ciudad, que todo lo promete y que va birlándolo
todo. Fue el padre de Landero el que acusó de manera más rotunda el
cambio.
Para él, “éramos héroes épicos a los que el destino no les
concede apenas la festividad de un descanso”. Inadaptado, con un
desgarro remoto e incomprensible, aquel padre sólo infundía miedo cuando
lo que quería era, seguramente, ser cariñoso, y facilitarles un futuro a
aquellos hijos que había traído a un mundo tan hostil.
El día que el padre muere, a Landero le empieza una nueva vida
. El
libro salta de las ocupaciones a las que tuvo que dedicarse a su
formación como escritor, con una época larga entregado a la guitarra.
Todo el rato, la complicidad con su madre, con la que habla de todo y a
la que no deja de preguntarle por el pasado. “Van quedando muy pocos de
su generación, y pronto no habrá nadie a quien preguntar sobre aquellas
vidas anónimas y humildes, y a punto de extinguirse del todo en la
memoria colectiva”. Siempre quedan pocas cosas para reconstruir la vida
de esos extraños que son los más próximos.
El padre, la madre, las
hermanas, el primo Paco, todos los que vivieron siempre allí, en el
pueblo. Landero cuenta de las dificultades de tratar con su padre y
escribe: “Sí, aquel hombre era demasiado padre para mí. O yo poco hijo
para él”. Pero nada obedece a plan alguno, nada es permanente, y llega
el día en que el hijo se acerca al lugar donde el padre se está
muriendo. La escritura está seguramente para eso, para salvar algunos
gestos de la demolición del olvido:
“Yo no le había visto nunca aquella
mirada”, apunta Luis Landero. “Era una mirada de miedo, indefensa, y
sobre todo implorante. Me miraba implorando algo, quizá mi cuidado, mi
cariño, mi protección”
. Un poco más tarde se había marchado
definitivamente.