13 oct 2014
12 oct 2014
PERDIDA
Título: Perdida
Título original: Gone Girl
País: USA
Estreno en USA: 03/10/2014
Estreno en España: 10/10/2014
Productora: 20th Century Fox, Pacific Standard, New Regency
Director: David Fincher
Guión: Gillian Flynn
Reparto: Ben Affleck, Rosamund Pike, Neil Patrick Harris, Tyler Perry, Kim Dickens, Patrick Fugit, Carrie Coon
Calificación: No recomendada para menores de 16 años
Título original: Gone Girl
País: USA
Estreno en USA: 03/10/2014
Estreno en España: 10/10/2014
Productora: 20th Century Fox, Pacific Standard, New Regency
Director: David Fincher
Guión: Gillian Flynn
Reparto: Ben Affleck, Rosamund Pike, Neil Patrick Harris, Tyler Perry, Kim Dickens, Patrick Fugit, Carrie Coon
Calificación: No recomendada para menores de 16 años
Sinopsis:
Una
mujer desaparece el día de su quinto aniversario, ¿es su marido un
asesino? Perdida es un thriller psicológico brillante con una trama tan
apasionante y giros tan inesperados que es absolutamente imposible parar
de leer. No has leído nada igual.
En un caluroso día de verano, Amy y Nick se disponen a celebrar su quinto aniversario de bodas en North Carthage, a orillas del río Mississippi. Pero Amy desaparece esa misma mañana sin dejar rastro. A medida que la investigación policial avanza las sospechas recaen sobre Nick. Sin embargo, Nick insiste en su inocencia. Es cierto que se muestra extrañamente evasivo y frío, pero ¿es un asesino?
Perdida arranca como todo buen thriller que se precie: una mujer desaparecida, una investigación policial... Pero es que Perdida no es solo un buen thriller. Es una obra maestra
. Un thriller psicológico brillante con una trama tan apasionante y giros tan inesperados que es absolutamente imposible parar de leer. Perdida es también una novela sobre el lado más oscuro del matrimonio, sobre los engaños, las decepciones, la obsesión, el miedo. Una radiografía completamente actual de los medios de comunicación y su capacidad para modelar la opinión pública. Pero sobre todo es la historia de amor de dos personas perdidamente enamoradas.
En un caluroso día de verano, Amy y Nick se disponen a celebrar su quinto aniversario de bodas en North Carthage, a orillas del río Mississippi. Pero Amy desaparece esa misma mañana sin dejar rastro. A medida que la investigación policial avanza las sospechas recaen sobre Nick. Sin embargo, Nick insiste en su inocencia. Es cierto que se muestra extrañamente evasivo y frío, pero ¿es un asesino?
Perdida arranca como todo buen thriller que se precie: una mujer desaparecida, una investigación policial... Pero es que Perdida no es solo un buen thriller. Es una obra maestra
. Un thriller psicológico brillante con una trama tan apasionante y giros tan inesperados que es absolutamente imposible parar de leer. Perdida es también una novela sobre el lado más oscuro del matrimonio, sobre los engaños, las decepciones, la obsesión, el miedo. Una radiografía completamente actual de los medios de comunicación y su capacidad para modelar la opinión pública. Pero sobre todo es la historia de amor de dos personas perdidamente enamoradas.
Notas de producción:
- Adaptación del best seller de Gillian Flynn editado en España por Mondadori bajo el título de 'Perdida'.De los astronautas a las sanguijuelas.......................................................................... Rosa Montero
El lanzamiento del Sputnik 1 fue primera vez que salimos de la cárcel de nuestro planeta. Fue como colocar una estrella en el cielo.
El otro día hablaba con una amiga muy joven de ciertos recuerdos de mi infancia.
Llega una edad en la que te empiezas a convertir en una especie de narradora legendaria, y lo desconcertante es que las remotas leyendas que relatas son meros fragmentos de tu propia vida.
En fin, el caso es que, por no sé qué razón, me puse a contarle aquel momento de absoluta magia en el que vi dar vueltas en el cielo, sobre mi cabeza, al Sputnik 1
. Lo lanzaron los rusos en octubre de 1957 y fue el primer satélite artificial de la historia, es decir, el primer objeto colocado en órbita por los humanos.
Hoy la órbita terrestre está infestada de basura espacial y toneladas de porquerías dan vueltas por ahí arriba, de modo que lo de enviar una pequeña bola metálica de 83 kilos a la estratosfera nos parece una verdadera nimiedad.
Pero debemos tener en cuenta que aquella fue la primera vez que la Humanidad consiguió superar el anillo de la gravedad terrestre. La primera vez que salimos de la cárcel de nuestro planeta.
Fue como colocar una estrella en el cielo.
Y es que era en verdad como una estrella. Me recuerdo en el invierno de aquel 1957, una noche muy fría, saliendo a la calle junto con mis padres y mi hermano a contemplar el paso del Sputnik. Era muy tarde, al menos inusualmente tarde para los seis años de edad que yo tenía; y a la excitación de salir de noche se unía la de poder ver ese prodigio.
Estábamos en la avenida de Reina Victoria de Madrid; yo colgaba de la mano de mi madre y los cuatro nos descoyuntábamos los cuellos escrutando el cielo.
Y no éramos sólo nosotros: la calle entera estaba llena de grupitos así, de padres con niños o personas solas.
Todos con la cerviz tronchada mirando el firmamento. Y entonces, en medio de esa noche radiante y despejada, de esa noche escarchada que lamía con lengua de hielo las mejillas, vimos una pequeña, pequeñísima estrella recorrer el cielo, arriba, muy arriba, un chispazo de luz que se movía entre los otros astros inmutables, mientras media avenida de Reina Victoria levantaba la mano y un centenar de índices señalaba hacia arriba.
Recuerdo perfectamente aquel instante; y la sensación de embeleso, de maravilla. Pese a mi edad, entendí perfectamente que aquel punto brillante era un logro de los humanos, que esa brizna de luz nos abría un mundo gigantesco. Deseé volar hasta allá lejos y en aquel mismo instante decidí ser astronauta de mayor.
En fin, ya sé que no lo he sido, pero por lo menos he escrito novelas de ciencia-ficción, y es muy probable que eso tenga que ver con aquel momento fundacional de mi existencia.
Le contaba todo esto a mi joven amiga y la vi boquiabierta y envidiosa.
Enardecida por mi éxito, me puse a relatarle entonces mi siguiente momento sideral, a saber: la llegada de los humanos a la Luna.
Por entonces, 21 de julio de 1969, yo tenía 18 años y estaba de vacaciones en Alicante en el pequeño piso de unas tías que carecían de televisor.
La salida de los astronautas de la cápsula estaba prevista para eso de las tres y media de la madrugada, de manera que puse el despertador en medio de la noche y bajé al bar de la esquina, que tenía tele y había anunciado que estaría abierto.
Era un barrio obrero y un bar bastante cutre, y el local estaba lleno de hombres sorbiendo carajillos. Bajo la luz de los neones y en una pantalla en blanco y negro vimos, a las 3.56 de la madrugada, la bamboleante salida de Armstrong, y escuchamos sus tensas, emocionadas palabras.
Recuerdo que me asomé a la puerta del bar y miré hacia arriba. Ahí estaba la Luna, como siempre, pero también estaban dos hombres que en ese preciso instante caminaban sobre ella. La idea era tan sobrecogedora, tan descomunal, que apenas se podía asimilar.
De ahí que muchos creyeran que era todo un montaje. Tras milenios de reverenciar y mitificar a nuestro satélite, nos resultaba inconcebible que hubiéramos logrado viajar hasta allí.
La envidia de mi casi adolescente amiga se redobló al escuchar todo esto, y yo celebré una vez más la suerte que he tenido de vivir la época que he vivido.
El optimismo de la contracultura, el amor libre sin sida, el frenesí de la Transición…
Ya había pensado en ello muchas veces, pero nunca antes me había dado cuenta de que mi generación creció mirando las estrellas. Y contemplar el cosmos nos da una medida más exacta de la pequeñez que somos
. Pero luego la carrera espacial entró en crisis y la Humanidad bajó los ojos. Hoy veo el auge de los extremismos y los fanatismos, veo las carnicerías del Estado Islámico, la creciente ferocidad y atomización de los humanos.
Hace algunas décadas nos cabía el Universo en la cabeza, pero hoy nos revolcamos en pequeños charcos de lodo como sanguijuelas hambrientas de sangre.
Estamos ciegos.
Pero hay quien aprendió que ese sueño sería verdad, así que no estamos ciegps.
Hasta cuándo esperan los libros.............................................................. Javier Marías
Al leer todo seguido sobre esos libros jaleados y encumbrados, que no obstante es como si no existieran, uno se pregunta por qué escribimos tanto.
Algunos agostos aprovecho para echar un vistazo a los numerosos Babelias
–suplemento cultural de este periódico– que durante el resto del año no
he tenido tiempo de leer, ni de hojear siquiera.
Como no descarto hallar algo interesante en ellos, los aparto para mejor ocasión, ahora llegada. Todos sabemos que la lectura de diarios atrasados provoca melancolía.
Cuán grave parecía tal noticia en el momento de producirse, pensamos, y al poco se quedó en nada, una gran falsa alarma
. O bien: nada ha cambiado, los políticos –sobre todo ellos– siguen hoy exactamente igual que hace un año, con sus sandeces, sus falacias, sus frases inconexas y vacuas, sus minúsculas querellas que a casi nadie importan pero a las que la prensa presta atención desmesurada
. O bien: qué ingenuos y optimistas fuimos, al creer que tal o cual cuestión estaba ya arreglada o amansada, y ahora está más virulenta que nunca. O bien (lo más evidente): qué nuevo era esto o aquello, y qué viejo se ha hecho en muy poco tiempo.
Qué novedosos resultaron Obama o Francisco I, y cuán velozmente nos saturamos de ellos; la anhelada independencia de Cataluña se ha convertido en asunto vetusto, como las ya descoloridas y casi raídas esteladas que proliferaron en los balcones en 2012: si algún día se alcanza esa independencia, parecerá un hecho anacrónico, anticuado, y es probable que la población lo acoja con indiferencia, si es que no con cansancio.
Hasta Felipe VI empieza a semejar rutinario, y en breve lo será Pedro Sánchez, flamante secretario general del PSOE.
Un suplemento literario, sin embargo, debería estar más a salvo de la fugacidad y del rápido envejecimiento de cuanto acontece.
Los libros siempre esperan, suelo decir a los lectores que se “disculpan” por no haber leído “todavía” tal o cual novela mía; los libros son pacientes y están acostumbrados a aguardar su turno, que a veces llega al cabo de décadas y a veces no llega nunca
. Así solía ser tradicionalmente, pero quizá ya no. Uno va mirando las críticas que aparecieron hace seis o doce o más meses
. Lamento decir que la mayoría no son en sí mismas atractivas: en poquísimas hay una idea, o una consideración llamativa sobre algún aspecto literario o sobre la literatura en su conjunto
. Tampoco logran invitar a asomarse a las obras objeto de su comentario.
En este agosto de Babelias esperaba elaborar una nutrida lista de títulos que me hubieran pasado inadvertidos o de cuya existencia no me hubiera enterado.
Lo cierto es que no he anotado ni uno. Apenas ha habido reseñas (con excepción de las que escribía Guelbenzu acaso, pero él hablaba casi siempre de obras traducidas y más bien clásicas que ya conocía; con la de algunas de Manguel y quizá de alguien más) que me hayan incitado a salir corriendo a la librería, sólo fuera por la curiosidad despertada.
Los apabullantes elogios que han recibido demasiadas novelas, poemarios y ensayos me han producido un efecto anestesiante, por sonarme a maquinales, o a “obligados”, o a insinceros, o a gratuitos, o a convenientes.
Alabanzas sin alma, por decirlo de manera cursi; palabras apasionadas escritas sin pasión reconocible, como si nos hubiéramos acostumbrado en exceso a manejar sólo envoltorios.
En esos Babelias ya viejos veo una desproporcionada atención a lo que viene de las dos principales Américas, la de nuestra lengua y la anglosajona
. En lo que respecta a la primera, da la impresión de que haya un voluntarismo rayano en la adulación, como si fuera forzoso insistir en que hay cien “genios” en México, en la Argentina, en Colombia, en el Perú, en Chile, en cada país de habla española.
Y no hay ni nunca ha habido cien genios a la vez, ni siquiera en el mundo entero.
En cuanto a lo procedente de los Estados Unidos, se trata casi todo ello con una especie de beatería, o de provincial papanatismo, cuando la literatura de ese país (con sus salvedades) lleva decenios alumbrando a menudo obras parecidas entre sí, repetitivas, casi clónicas.
Anticuadas para mi gusto, y sin embargo saludadas una y otra vez como lo más innovador del planeta.
Los genios estadounidenses no son cien, sino mil por lo menos.
Lo más desasosegante de este repaso es comprobar qué se ha hecho de todas esas obras maestras al cabo de unos meses.
La inmensa mayoría ha pasado sin pena ni gloria; sólo los exaltadores críticos han visto su importancia, y sus consejos han caído en el vacío para la población lectora.
Ni siquiera da la impresión de que esos libros esperen, como lo hacían antaño todos.
Más bien parece que la oportunidad se les haya pasado, para siempre.
O hasta que una película de éxito basada en ellos vuelva a señalarlos, pero contar con eso es como jugar a la lotería.
Al leer todo seguido sobre esos libros jaleados y encumbrados, que no obstante es como si no existieran, uno se pregunta por qué escribimos tantos y no puede por menos de acordarse de los casos contrarios: de Moby-Dick, por ejemplo, se imprimieron menos de tres mil ejemplares en 1851, y a la muerte de Melville, en 1891, era un título inencontrable, al que gran parte de la crítica había puesto verde.
Casos como el suyo son la única esperanza inútil a la que nos podemos aferrar los que hoy escribimos: a que un día un libro logre elevarse por encima de la confusión de denuestos y elogios y del magma siempre creciente.
Lo malo es que, si se produce, no lo veremos ni sabremos, como no lo vio ni supo Melville con su enorme ballena blanca. elpaissemanal@elpais.es
Como no descarto hallar algo interesante en ellos, los aparto para mejor ocasión, ahora llegada. Todos sabemos que la lectura de diarios atrasados provoca melancolía.
Cuán grave parecía tal noticia en el momento de producirse, pensamos, y al poco se quedó en nada, una gran falsa alarma
. O bien: nada ha cambiado, los políticos –sobre todo ellos– siguen hoy exactamente igual que hace un año, con sus sandeces, sus falacias, sus frases inconexas y vacuas, sus minúsculas querellas que a casi nadie importan pero a las que la prensa presta atención desmesurada
. O bien: qué ingenuos y optimistas fuimos, al creer que tal o cual cuestión estaba ya arreglada o amansada, y ahora está más virulenta que nunca. O bien (lo más evidente): qué nuevo era esto o aquello, y qué viejo se ha hecho en muy poco tiempo.
Qué novedosos resultaron Obama o Francisco I, y cuán velozmente nos saturamos de ellos; la anhelada independencia de Cataluña se ha convertido en asunto vetusto, como las ya descoloridas y casi raídas esteladas que proliferaron en los balcones en 2012: si algún día se alcanza esa independencia, parecerá un hecho anacrónico, anticuado, y es probable que la población lo acoja con indiferencia, si es que no con cansancio.
Hasta Felipe VI empieza a semejar rutinario, y en breve lo será Pedro Sánchez, flamante secretario general del PSOE.
Un suplemento literario, sin embargo, debería estar más a salvo de la fugacidad y del rápido envejecimiento de cuanto acontece.
Los libros siempre esperan, suelo decir a los lectores que se “disculpan” por no haber leído “todavía” tal o cual novela mía; los libros son pacientes y están acostumbrados a aguardar su turno, que a veces llega al cabo de décadas y a veces no llega nunca
. Así solía ser tradicionalmente, pero quizá ya no. Uno va mirando las críticas que aparecieron hace seis o doce o más meses
. Lamento decir que la mayoría no son en sí mismas atractivas: en poquísimas hay una idea, o una consideración llamativa sobre algún aspecto literario o sobre la literatura en su conjunto
. Tampoco logran invitar a asomarse a las obras objeto de su comentario.
En este agosto de Babelias esperaba elaborar una nutrida lista de títulos que me hubieran pasado inadvertidos o de cuya existencia no me hubiera enterado.
Lo cierto es que no he anotado ni uno. Apenas ha habido reseñas (con excepción de las que escribía Guelbenzu acaso, pero él hablaba casi siempre de obras traducidas y más bien clásicas que ya conocía; con la de algunas de Manguel y quizá de alguien más) que me hayan incitado a salir corriendo a la librería, sólo fuera por la curiosidad despertada.
Los apabullantes elogios que han recibido demasiadas novelas, poemarios y ensayos me han producido un efecto anestesiante, por sonarme a maquinales, o a “obligados”, o a insinceros, o a gratuitos, o a convenientes.
Alabanzas sin alma, por decirlo de manera cursi; palabras apasionadas escritas sin pasión reconocible, como si nos hubiéramos acostumbrado en exceso a manejar sólo envoltorios.
En esos Babelias ya viejos veo una desproporcionada atención a lo que viene de las dos principales Américas, la de nuestra lengua y la anglosajona
. En lo que respecta a la primera, da la impresión de que haya un voluntarismo rayano en la adulación, como si fuera forzoso insistir en que hay cien “genios” en México, en la Argentina, en Colombia, en el Perú, en Chile, en cada país de habla española.
Y no hay ni nunca ha habido cien genios a la vez, ni siquiera en el mundo entero.
En cuanto a lo procedente de los Estados Unidos, se trata casi todo ello con una especie de beatería, o de provincial papanatismo, cuando la literatura de ese país (con sus salvedades) lleva decenios alumbrando a menudo obras parecidas entre sí, repetitivas, casi clónicas.
Anticuadas para mi gusto, y sin embargo saludadas una y otra vez como lo más innovador del planeta.
Los genios estadounidenses no son cien, sino mil por lo menos.
Lo más desasosegante de este repaso es comprobar qué se ha hecho de todas esas obras maestras al cabo de unos meses.
La inmensa mayoría ha pasado sin pena ni gloria; sólo los exaltadores críticos han visto su importancia, y sus consejos han caído en el vacío para la población lectora.
Ni siquiera da la impresión de que esos libros esperen, como lo hacían antaño todos.
Más bien parece que la oportunidad se les haya pasado, para siempre.
O hasta que una película de éxito basada en ellos vuelva a señalarlos, pero contar con eso es como jugar a la lotería.
Al leer todo seguido sobre esos libros jaleados y encumbrados, que no obstante es como si no existieran, uno se pregunta por qué escribimos tantos y no puede por menos de acordarse de los casos contrarios: de Moby-Dick, por ejemplo, se imprimieron menos de tres mil ejemplares en 1851, y a la muerte de Melville, en 1891, era un título inencontrable, al que gran parte de la crítica había puesto verde.
Casos como el suyo son la única esperanza inútil a la que nos podemos aferrar los que hoy escribimos: a que un día un libro logre elevarse por encima de la confusión de denuestos y elogios y del magma siempre creciente.
Lo malo es que, si se produce, no lo veremos ni sabremos, como no lo vio ni supo Melville con su enorme ballena blanca. elpaissemanal@elpais.es
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