Un Blues

Un Blues
Del material conque están hechos los sueños

24 sept 2014

Espartaco también se rebeló contra la lista negra............................................................... Carlos Boyero

Kirk Douglas recuerda, a sus 97 años, el rodaje de aquella mítica película que dirigió Kubrick.

Kirk Douglas en una escena de 'Espartaco', dirigida por Stanley Kubrick en 1960

Entra dentro de la lógica que una persona se despida de este mundo, a ser posible sin sufrimiento, con resignación, con un poco de dulzura, cuando ha cumplido la provecta edad de 89 años
. Le ocurrió en el mes de agosto a esa mujer y actriz excepcional llamada Lauren Bacall.
 Pero era inevitable que aquello provocara en cualquier cinéfilo con canas la dolorosa sensación de que al morir esta anciana de lengua afilada, personalidad genuina e inmarchitable clase desaparecía uno de los escasos símbolos que quedaban vivos de una forma y una época de entender el cine, que el aroma de algo tan reconocible como fascinante, de un estrellato identificable y peculiar, de un universo abarrotado de talento y estilo, se había quedado muy solo con su defunción.
Y al hacer melancólica memoria sobre los grandes personajes de aquel mundo que todavía habitan la tierra, descubres que Bacall era la penúltima superviviente.
 Y queda el último. Con todo mi respeto y admiración hacia gente legendaria como Gene Hackman y Clint Eastwood, que son octogenarios largos, no les incluiría como representantes del viejo Hollywood.
 Son otra cosa
. El último y glorioso dinosaurio que aún se mantiene con vida fue bautizado con el nombre de Issur Danielovitch Demsky, pero, deduciendo que no era el más apropiado cuando la vocación o los sueños se han empeñado en alcanzar el estrellato cinematográfico, cambió esa identidad inconfundiblemente judía por el nombre tan rotundo y sajón de Kirk Douglas.
Y fue un actor especial, poderoso, cautivador, con nervio, con capacidad para que ninguno de sus espectadores se olvidara de su presencia desde la primera vez que le observaron en la pantalla
. En mi caso, me ocurre con él, al igual que con Cary Grant, John Wayne, Robert Mitchum (cuentan que éste y Douglas se detestaban, Mitchum le consideraba un farsante y un enredador) y algún otro ilustre habitante de esa época dorada, que independientemente del personaje que interpretaran no solo me los creía, sino que su presencia justificaba el precio de la entrada.
 Douglas siempre es complejo, desprende sensación de peligro y tensión, su dureza es auténtica, pero puede emocionar sin necesidad de aspavientos o de sobreactuación al receptor, siempre hay algo épico y luminoso en él aunque interprete el reverso tenebroso de personajes complicados, con aristas, atormentados, temibles, su gama para expresar sentimientos intensos es muy amplia y lo resuelve con admirable sobriedad.
 Es raro imaginarlo en la piel y en el corazón de gente cotidiana (lo suyo es la fascinación permanente), pero es tan buen actor que seguramente lo hubiera hecho sin esfuerzo.
 A Douglas le sientan bien los géneros en los que ocurren muchas cosas, se mueve como pez en el agua en la negrura, el western, el cine histórico, la aventura, los enfrentamientos épicos, los matices, la epopeya, la violencia física y psicológica, las situaciones tensas.
 El rubio del hoyuelo es igual de electrizante en primer plano y en plano general, y está claro que si en la pantalla aparecen varios personajes en una secuencia, lo más probable es que el espectador no pueda apartar la vista de su rostro, sus movimientos, su gestualidad, lo que muestra, oculta y sugiere. No solo tiene arte y fuerza.
 También imán.
A Douglas le sientan bien los géneros en los que ocurren muchas cosas, el western, el cine histórico, la aventura, la epopeya
Kirk Douglas descubrió muy pronto que podría tener control sobre su carrera y disponer de un notable pedazo de la tarta cuando sus ambiciosas ofertas se vieran recompensadas con una gran demanda en la taquilla si montaba su propia productora, si además de ejercer modélicamente su trabajo delante de la cámara pudiera saber todo lo que ocurría detrás de ella, levantar proyectos en los que sus gustos o su instinto creían.
 La llamó Bryna, el nombre de su madre, homenajeando a la sufrida esposa de aquel trapero borracho, lenguaraz, violento, irresponsable con sus deberes familiares, que amargó la vida de los suyos.
Los comienzos son brillantes. Douglas llega al convencimiento viendo Atraco perfecto de que el niño prodigio que la ha dirigido posee un arte singular y torrencial.
 Se llama Stanley Kubrick.
Juntos harán la escalofriante Senderos de gloria, una película corrosiva que siempre provocará alergia a los jefes de los ejércitos, reivindicadora de aquella certidumbre de Valery convencida de que el patriotismo es el último refugio de los canallas.
 Pero los descomunales egos del director y de la estrella, que además financia la creatividad del primero, chocan inevitablemente.
 Nada hace sospechar que vuelvan a colaborar en el futuro
. Pero volverían a juntarse y a maldecirse.
Para engendrar una obra dotada de perdurable grandeza, un himno épico y lírico a la rebelión y la derrota de los que estaban destinados al sufrimiento extremo y la esclavitud desde su nacimiento.
 Se titula Espartaco y después de 54 años mantiene intacta su belleza, su fuerza, su poder de conmoción, su sentimiento, su poesía.
 Aunque la haya disfrutado infinitas veces, hay varios momentos en el que mis viejas sensaciones se repiten.
Mis ojos se humedecen cuando escucho a Espartaco decir esto: “Yo no sé nada, nada. Quiero saber. Todo. Por qué una estrella cae y un pájaro no. Dónde está el sol por la noche. Por qué la luna cambia de forma. Quiero saber dónde nace el viento”.
A Varinia suplicándole a Espartaco: “Prohíbeme que te abandone nunca”. Varinia enseñándole el hijo de ambos a Espartaco en medio de su crucifixión.
Hay otra secuencia inolvidable en la que todo el ejército de Espartaco repite
 “Yo soy Espartaco” cuando el obsesivo Craso interroga a los vencidos para saber quién es su misterioso líder, ese esclavo que ha logrado aterrorizar a Roma.
 Yo soy Espartaco, así ha titulado Kirk Douglas su libro de memorias de aquel rodaje.
 No hay excelsa literatura en su prosa ni en su estilo narrativo, es dudoso que a los 97 años el autor tenga recuerdos tan abundantes y precisos, te asalta la sospecha de que puede haber tenido ayuda en su redacción, al igual que en su autobiografía El hijo del trapero tiene claro que él es el bueno de la tortuosa película casi siempre.
A pesar de estas razonables dudas, la lectura de testimonio tan apasionante es ineludible para la cinefilia.
 También el agradecimiento a Douglas no solo por la obra de arte que él puso en marcha y protagonizó, sino por haber tenido la osadía y la decencia de poner el nombre del apestado guionista Dalton Trumbo en los títulos de crédito.
 Las listas negras —impuestas por la siniestra caza de brujas en aquel duradero “tiempo de canallas”, en definición incontestable de Lillian Hellman— sufrieron por primera vez inapelable guerra. Douglas arriesgaba mucho.
 Demostró coraje y honestidad.
 Y le salió bien.
Yo soy Espartaco. Kirk Douglas. Presentación de George Clooney. Traducción: Ricardo García Pérez. Capitán Swing. Madrid. 200 páginas. 17 euros.

 

Rose Ausländer y la poesía después de Auschwitz............................................................. Cecilia Dreymüller

Una cuidada selección y traducción de los versos de la poeta muestra su progresivo acercamiento a Paul Celan.

 

La poeta Rose Ausländer en 1931.

La poesía escrita por los supervivientes del Holocausto, como búsqueda de un lenguaje no contaminado, como intento de guardar la memoria del sufrimiento, supone uno de los más altos retos de la creación literaria.
 Su dificultad no estriba sólo en la imposibilidad de adecuar la expresión poética a la experiencia de Auschwitz, como sentenciaba Adorno, sino en la resistencia del poeta contra la culpa de haber sobrevivido, contra el silencio que impone el legado de los muertos
. Desde los años sesenta, esta resistencia y resurrección poética desde el dolor, a los que cada autor, cada autora, se enfrenta desde sus propias circunstancias y posibilidades, están indisolublemente asociados a los nombres de Paul Celan y de Nelly Sachs.
Entre estos dos polos generacionales y estéticos se halla justamente la obra poética de Rose Ausländer, nacida en 1901 en Czernowitz, emigrada a EE UU ya en los años veinte y fallecida en 1988 en Düsseldorf.
 Con Sachs comparte la educación literaria rilkeana; al 20 años más joven Celan le une el origen de la multicultural Bukovina.
Y probablemente le deba la conciencia para la lucha por la expresión poética.
 "Majestuosamente pobre / el léxico / en boca sangrante // A los caídos / los levantamos / los cubrimos / con el paño de lágrimas // nos rebelamos / contra los tiradores en el campo / por todoeluniverso // Patriambrientos // La muerte nuestra de cada día / la enterramos en la palabra / resurrección".
La poeta nació en 1901 en Czernowitz, emigró a EE UU en los años veinte y falleció en 1988 en Düsseldorf
El caso es que tras el encuentro con Paul Celan, en la obra de la ya casi sexagenaria Ausländer se observa un recomienzo estilístico, un giro de 180 grados, hacia la técnica de reducción y elipsis tan característica de la poesía de Celan
. A partir de allí, los sonetos de los años treinta —incluidos en esta selección de poemas de diferentes épocas estupendamente traducida por Teresa y José Ruiz Rosas—, con la pomposa artificialidad de versos como "unges mi pesar de astrodiamantes", quedan a años luz.
 La apuesta por la esencia de la palabra es tan radical como segura. "Escribe / tu propio mundo / hasta el final // antes que el final / te tache".
 El poema se titula ‘El final’, y si bien la depuración extrema de estos poemas de los años sesenta y setenta apunta a trascendencia y penetración espiritual, a menudo se queda en lo evidente.
 El prólogo de Helmut Braun apenas aporta nada al conocimiento de la obra de Ausländer, pues versa principalmente sobre su relación con la obra del tan admirado Paul Celan.
Mi aliento se llama ahora (y otros poemas). Rose Ausländer. Selección y traducción del alemán de Teresa Ruiz Rosas y José Ruiz Rosas. Prólogo de Helmut Braun. Igitur. Montblanc. Tarragona, 2014. 207 páginas. 17 euros

Que la vida iba en serio................................................................................... Carlos Zanón

'Felices los felices', de Yasmina Reza, encierra acción, nervio y pensamiento, pero su estructura nos lleva a la rutina.

 


“Felices los amados y los amantes y los que pueden prescindir del amor. Felices los felices”.
 La cita de Jorge Luis Borges le sirve a Yasmina Reza (París, 1959) como título y como arco bajo el que pasamos al empezar a leerla
. La escritora francesa parece gozar de uno de esos extraños idilios con público y crítica desde el primer día. Siendo además una creadora capaz de destacar en diferentes especialidades y —rara avis— mostrando una elogiosa y lúcida mirada sobre su propio éxito.
 Brilló como dramaturga (suya es Arte, de 1994), guionista, directora de cine (en 2009 dirigió Chicas, con Carmen Maura), y sus tentativas en la narrativa fueron recibidas con espléndidas críticas (Una desolación o En el trineo de Schopenhauer). También se acercó al relato periodístico con El alba la tarde o la noche, sobre la figura de Nicolas Sarkozy en la campaña de las elecciones de 2007.
Para redondear el cuadro, una novela suya —Un dios salvaje— fue adaptada al cine por Roman Polanski con buenos frutos y mejores interpretaciones de Kate Winslet, Jodie Foster y Christoph Waltz.
Yasmina Reza es lúcida,
divertida y cruel,
pero sobre todo humanista
Yasmina Reza es hija de padre medio ruso medio iraní.
 A tenor de la solapa del libro, descendiente de familia judía expulsada de España por la Inquisición —dada la memoria proverbial familiar, dan ganas de preguntar si conocieron a Spinoza en Holanda y qué tal fue el Siglo de las Luces—. Su madre húngara y —¡oh là là!— violinista. Ambos se conocieron en París
. Casi estoy viendo a los Aristogatos en los tejados y a Robert Doisneau haciendo fotos.
Felices los felices se sirve como un híbrido entre dramaturgia y novela.
 Un pastillero con 21 grageas y 18 personajes.
 Cada monólogo —que encierra acción y pensamiento, nervio y sentido de humor— es breve, pero te deja ver un mundo muy amplio, casi inabarcable, que hace que la novela —con o sin prescripción médica— te la automediques a dosis de dos o tres pastillas.
 Personajes algunas de cuyas vidas se cruzan con las de otros personajes.
 Reza es lúcida, divertida y cruel, pero sobre todo humanista. Entiende y no moraliza a sus personajes, que no son nunca engendros robóticos.
 Abre el monólogo/pastillero y deja caer una canica desde arriba hasta abajo
. La bola se acomoda en todos los agujeros, en las situaciones, pensamientos y lugares trascendentes y/o superfluos que son la vida.
 La operación quirúrgica de Reza —ese tubo con una luz— nos muestra de lo que estamos hechos por dentro: de sadismo, bondad, risas, miedo, necesidad de calor y de dolor, de compañía y de víctimas. Una diosa que no juzga ni sabemos si se compadece, pero sí que permite y comprende
. Un retrato de clases medias acomodadas, de parejas atadas a la guerra matrimonial, bostezos y adulterios low cost, insatisfacciones, armisticios y hasta un hijo que se cree Céline Dion.
El libro se sirve se como un híbrido entre dramaturgia y novela.
 Un pastillero con 21 grageas
Felices los felices tiene en su virtud —ramalazos, regates breves, goles en el minuto 90— su propio talón de Aquiles
. El planteamiento estructural acaba por llevarnos a una cierta rutina que se extiende a lo que nos explica la autora. Las últimas voces nos da igual qué nos digan, lo sabemos todo, no nos importa. Ya están agotados los fuegos artificiales.

Ello no debe ocultar todo lo bueno que tiene y se propone en este libro.
 El escáner de la autora hace que la difícil incisión se realice sin que perdamos al paciente, que éste siga vivo, como si tal la cosa.
 Pero a lo largo del libro se nos instala una determinada melancolía.
 Es como si los 18 personajes hayan intentado distraer a la Vida, engañarla, ir más deprisa que ella, refugiarse tras un montón de casas, amores, éxitos y cenas con amigos.
 Pero que la Vida, como pasa siempre, les diera alcance.
 Agotados y sin recursos para seguir ilusionándose, mintiéndose o simplemente seguir corriendo. Y cuando les atrapa la Vida, les pone la mano en los hombros, les sienta en una silla y les pide que la miren a los ojos
. Que hagan el favor de escuchar, al menos por una vez.
 Que traten de entender que la Vida va en serio y es mortal y sin sentido
. Pero al cabo de unos segundos, ellos, nosotros, seguimos a lo de siempre.
 A vivir, a contarnos la vida, a creernos que lo del fin no va del todo con nosotros.
Felices los felices. Yasmina Reza. Traducción de Javier Albiñana. Anagrama. Barcelona, 2014. 192 páginas. 14,90 euros

La verdad imprudente..............................................................................Jordi Gracia

Ambientada en la Transición, la nueva novela de Javier Marías utiliza los secretos de un matrimonio para reflexionar sobre la oportunidad de la memoria histórica.

 


Javier Marías, visto por Sciammarella

Ésta es la historia de dos desgracias y un final feliz: la desdicha de una mujer, la desdicha de un "país sucio" (que es España, y así lo llama un personaje) y la felicidad de un espectador escarmentado, reflexivo y egoísta, que es el narrador de la historia.
Pero Eduardo Muriel es el maestro: un prolífico director de cine raro, supongo que con elementos de Jesús Franco o Jess Frank (tío de Javier Marías), y quizá algún reflejo de Juan Benet, que contrata a un joven de 23 años para asesorarlo en tareas de traducción y secretaría en 1980.
 Mucho tiempo después, ese joven necesita contar esa breve temporada de convivencia con Muriel y su mujer (dos desgracias juntas), tan decisiva en su vida y también en su modo de asumir y entender la madurez. Así empieza lo malo es quizá la novela de Marías con trama más compacta, y quizá por eso se remata con un epílogo que recapitula y acaba la historia: la vida del narrador ha venido a reproducir diabólicamente las condiciones de la vida de Muriel y su mujer, aunque sin los errores ni el dolor de ellos: callando.
 Pero no hay sermón ni doctrina, obviamente: este Marías es Marías, impávido y suculento, incluidos algunos de sus manierismos (en particular en la primera mitad de la novela) e incluidas esas magistrales suspensiones narrativas que dejan absorto al lector mientras nada sucede pero todo está pasando.
El centro de la novela es la verdad y sus trampas, los secretos y sus desvelos: saberlos y descubrirlos, saberlos y callarlos
. Suena a chismografía barata, pero es la vida de cada día, y por descontado la vida de cada día de cada uno de nosotros con sus secretos dispuestos a convertirse, a la mínima oportunidad, en seísmos devastadores: tú no eres quien dices, la razón de aquel acto fue otra, lo hice por lo que no has imaginado nunca, no quise que lo supieras y ya lo sabes.
 Lo que redime esta dimensión sumisa es el tejido verbal de la novela, su arquitectura desveladora y la conformidad del narrador en ser espía e interlocutor reflexivo de otros, sobre todo de Muriel
. Supo lo que no quería saber, y su mujer, una irresistible Beatriz, lamentará hasta su muy próxima muerte haber desvelado, en un ataque de furia, un secreto antiguo
. Ese será el motor que amasará de amargura la vida de ella y en gran medida la de su marido. ¿Con los secretos del pasado colectivo sucede lo mismo?
El centro de la novela es la verdad y sus trampas, los secretos y sus desvelos: saberlos y descubrirlos, saberlos y callarlos
Porque la historia de Muriel y su mujer es sólo el ángulo privado para un enfoque colectivo sobre la España que sale de la dictadura con una reconversión acelerada de múltiples biografías ligadas al franquismo y, de golpe y en apariencia, desligadas de él y hasta prestigiosamente antifranquistas.
 La novela desvela unos cuantos camelos y camelistas con ensañamiento pero sin nombres propios, aunque sí alusiones.
 Hacia 1980 se saben demasiadas cosas de demasiados médicos, abogados, arquitectos, profesores como para que todos comulguen con la versión naíf y disfrazada de su pasado.
 Verdades omitidas y mentiras consentidas fueron parte de la Transición, y no hay reprobación en la novela de ese enjuague.
 Pero no todos los secretos y silencios fueron iguales ni todos actuaron como ese médico que dota a la novela de una dimensión trágica y maldita que a ratos se hace turbadora: quién sabe dónde está lo más justo en ese caso, en cada caso conocido de primera mano y con detalle.
Con todo, la novela decae hacia la mitad de sus páginas —las que ceden a la pasión cinéfila del autor, las que se acercan al retrato de costumbres, aunque brille de nuevo algún personaje real, como Francisco Rico o, mejor, la caricatura socarrona y fantasiosa que de él saca Marías.
 Se resiente el engarce entre los motivos iniciales y las 200 páginas últimas, pero éstas son trepidantes narrativa y reflexivamente, con el lector entregado a la agobiante espiral de la verdad y de lo justo: la verdad secuestrada por interés espurio, la verdad oculta por razones legítimas, la verdad callada por los efectos canallescos de revelarla, la verdad protectora, la verdad imprudente.
 Y el rencor que desata no haber sabido antes.
 La novela desafía así el ardor juvenil por la verdad a toda costa para cavilar sobre episodios que pueden merecer el olvido, al menos cuando desempolvarlos comporta tantas dosis de venganza o de rencor como de consuelo pacificador.
Por supuesto, Marías no está por silenciar el pasado ni enterrar a los historiadores, sino por sacar de encima de esa pasión su falsa inocencia, su esquematismo o incluso su uso "desaprensivo", como lo llama Mainer en la edición actualizada de Breve historia de la literatura española, a propósito de Ayer no más, de Andrés Trapiello.
 Por eso Marías narra las condiciones de lo real vivido e íntimo con meditaciones que emparentan esta novela con otras espléndidas y recientes de autores algo más jóvenes que él, como el citado Trapiello, Javier Cercas o Ignacio Martínez de Pisón. Tu rostro mañana ya estaba entre las mejores; hoy lo está también esta desazonante, valiente y a menudo turbadora Así empieza lo malo.
Así empieza lo malo. Javier Marías. Alfaguara. Madrid, 2014. 534 páginas. 21,50 euros (electrónico, 9,99)