Kirk Douglas recuerda, a sus 97 años, el rodaje de aquella mítica película que dirigió Kubrick.
Entra dentro de la lógica que una persona se despida de este mundo, a
ser posible sin sufrimiento, con resignación, con un poco de dulzura,
cuando ha cumplido la provecta edad de 89 años
. Le ocurrió en el mes de agosto a esa mujer y actriz excepcional llamada Lauren Bacall.
Pero era inevitable que aquello provocara en cualquier cinéfilo con canas la dolorosa sensación de que al morir esta anciana de lengua afilada, personalidad genuina e inmarchitable clase desaparecía uno de los escasos símbolos que quedaban vivos de una forma y una época de entender el cine, que el aroma de algo tan reconocible como fascinante, de un estrellato identificable y peculiar, de un universo abarrotado de talento y estilo, se había quedado muy solo con su defunción.
Y al hacer melancólica memoria sobre los grandes personajes de aquel mundo que todavía habitan la tierra, descubres que Bacall era la penúltima superviviente.
Y queda el último. Con todo mi respeto y admiración hacia gente legendaria como Gene Hackman y Clint Eastwood, que son octogenarios largos, no les incluiría como representantes del viejo Hollywood.
Son otra cosa
. El último y glorioso dinosaurio que aún se mantiene con vida fue bautizado con el nombre de Issur Danielovitch Demsky, pero, deduciendo que no era el más apropiado cuando la vocación o los sueños se han empeñado en alcanzar el estrellato cinematográfico, cambió esa identidad inconfundiblemente judía por el nombre tan rotundo y sajón de Kirk Douglas.
Y fue un actor especial, poderoso, cautivador, con nervio, con capacidad para que ninguno de sus espectadores se olvidara de su presencia desde la primera vez que le observaron en la pantalla
. En mi caso, me ocurre con él, al igual que con Cary Grant, John Wayne, Robert Mitchum (cuentan que éste y Douglas se detestaban, Mitchum le consideraba un farsante y un enredador) y algún otro ilustre habitante de esa época dorada, que independientemente del personaje que interpretaran no solo me los creía, sino que su presencia justificaba el precio de la entrada.
Douglas siempre es complejo, desprende sensación de peligro y tensión, su dureza es auténtica, pero puede emocionar sin necesidad de aspavientos o de sobreactuación al receptor, siempre hay algo épico y luminoso en él aunque interprete el reverso tenebroso de personajes complicados, con aristas, atormentados, temibles, su gama para expresar sentimientos intensos es muy amplia y lo resuelve con admirable sobriedad.
Es raro imaginarlo en la piel y en el corazón de gente cotidiana (lo suyo es la fascinación permanente), pero es tan buen actor que seguramente lo hubiera hecho sin esfuerzo.
A Douglas le sientan bien los géneros en los que ocurren muchas cosas, se mueve como pez en el agua en la negrura, el western, el cine histórico, la aventura, los enfrentamientos épicos, los matices, la epopeya, la violencia física y psicológica, las situaciones tensas.
El rubio del hoyuelo es igual de electrizante en primer plano y en plano general, y está claro que si en la pantalla aparecen varios personajes en una secuencia, lo más probable es que el espectador no pueda apartar la vista de su rostro, sus movimientos, su gestualidad, lo que muestra, oculta y sugiere. No solo tiene arte y fuerza.
También imán.
Kirk Douglas descubrió muy pronto que podría tener control sobre su
carrera y disponer de un notable pedazo de la tarta cuando sus
ambiciosas ofertas se vieran recompensadas con una gran demanda en la
taquilla si montaba su propia productora, si además de ejercer
modélicamente su trabajo delante de la cámara pudiera saber todo lo que
ocurría detrás de ella, levantar proyectos en los que sus gustos o su
instinto creían.
La llamó Bryna, el nombre de su madre, homenajeando a la sufrida esposa de aquel trapero borracho, lenguaraz, violento, irresponsable con sus deberes familiares, que amargó la vida de los suyos.
Los comienzos son brillantes. Douglas llega al convencimiento viendo Atraco perfecto de que el niño prodigio que la ha dirigido posee un arte singular y torrencial.
Se llama Stanley Kubrick.
Juntos harán la escalofriante Senderos de gloria, una película corrosiva que siempre provocará alergia a los jefes de los ejércitos, reivindicadora de aquella certidumbre de Valery convencida de que el patriotismo es el último refugio de los canallas.
Pero los descomunales egos del director y de la estrella, que además financia la creatividad del primero, chocan inevitablemente.
Nada hace sospechar que vuelvan a colaborar en el futuro
. Pero volverían a juntarse y a maldecirse.
Para engendrar una obra dotada de perdurable grandeza, un himno épico y lírico a la rebelión y la derrota de los que estaban destinados al sufrimiento extremo y la esclavitud desde su nacimiento.
Se titula Espartaco y después de 54 años mantiene intacta su belleza, su fuerza, su poder de conmoción, su sentimiento, su poesía.
Aunque la haya disfrutado infinitas veces, hay varios momentos en el que mis viejas sensaciones se repiten.
Mis ojos se humedecen cuando escucho a Espartaco decir esto: “Yo no sé nada, nada. Quiero saber. Todo. Por qué una estrella cae y un pájaro no. Dónde está el sol por la noche. Por qué la luna cambia de forma. Quiero saber dónde nace el viento”.
A Varinia suplicándole a Espartaco: “Prohíbeme que te abandone nunca”. Varinia enseñándole el hijo de ambos a Espartaco en medio de su crucifixión.
Hay otra secuencia inolvidable en la que todo el ejército de Espartaco repite
“Yo soy Espartaco” cuando el obsesivo Craso interroga a los vencidos para saber quién es su misterioso líder, ese esclavo que ha logrado aterrorizar a Roma.
Yo soy Espartaco, así ha titulado Kirk Douglas su libro de memorias de aquel rodaje.
No hay excelsa literatura en su prosa ni en su estilo narrativo, es dudoso que a los 97 años el autor tenga recuerdos tan abundantes y precisos, te asalta la sospecha de que puede haber tenido ayuda en su redacción, al igual que en su autobiografía El hijo del trapero tiene claro que él es el bueno de la tortuosa película casi siempre.
A pesar de estas razonables dudas, la lectura de testimonio tan apasionante es ineludible para la cinefilia.
También el agradecimiento a Douglas no solo por la obra de arte que él puso en marcha y protagonizó, sino por haber tenido la osadía y la decencia de poner el nombre del apestado guionista Dalton Trumbo en los títulos de crédito.
Las listas negras —impuestas por la siniestra caza de brujas en aquel duradero “tiempo de canallas”, en definición incontestable de Lillian Hellman— sufrieron por primera vez inapelable guerra. Douglas arriesgaba mucho.
Demostró coraje y honestidad.
Y le salió bien.
. Le ocurrió en el mes de agosto a esa mujer y actriz excepcional llamada Lauren Bacall.
Pero era inevitable que aquello provocara en cualquier cinéfilo con canas la dolorosa sensación de que al morir esta anciana de lengua afilada, personalidad genuina e inmarchitable clase desaparecía uno de los escasos símbolos que quedaban vivos de una forma y una época de entender el cine, que el aroma de algo tan reconocible como fascinante, de un estrellato identificable y peculiar, de un universo abarrotado de talento y estilo, se había quedado muy solo con su defunción.
Y al hacer melancólica memoria sobre los grandes personajes de aquel mundo que todavía habitan la tierra, descubres que Bacall era la penúltima superviviente.
Y queda el último. Con todo mi respeto y admiración hacia gente legendaria como Gene Hackman y Clint Eastwood, que son octogenarios largos, no les incluiría como representantes del viejo Hollywood.
Son otra cosa
. El último y glorioso dinosaurio que aún se mantiene con vida fue bautizado con el nombre de Issur Danielovitch Demsky, pero, deduciendo que no era el más apropiado cuando la vocación o los sueños se han empeñado en alcanzar el estrellato cinematográfico, cambió esa identidad inconfundiblemente judía por el nombre tan rotundo y sajón de Kirk Douglas.
Y fue un actor especial, poderoso, cautivador, con nervio, con capacidad para que ninguno de sus espectadores se olvidara de su presencia desde la primera vez que le observaron en la pantalla
. En mi caso, me ocurre con él, al igual que con Cary Grant, John Wayne, Robert Mitchum (cuentan que éste y Douglas se detestaban, Mitchum le consideraba un farsante y un enredador) y algún otro ilustre habitante de esa época dorada, que independientemente del personaje que interpretaran no solo me los creía, sino que su presencia justificaba el precio de la entrada.
Douglas siempre es complejo, desprende sensación de peligro y tensión, su dureza es auténtica, pero puede emocionar sin necesidad de aspavientos o de sobreactuación al receptor, siempre hay algo épico y luminoso en él aunque interprete el reverso tenebroso de personajes complicados, con aristas, atormentados, temibles, su gama para expresar sentimientos intensos es muy amplia y lo resuelve con admirable sobriedad.
Es raro imaginarlo en la piel y en el corazón de gente cotidiana (lo suyo es la fascinación permanente), pero es tan buen actor que seguramente lo hubiera hecho sin esfuerzo.
A Douglas le sientan bien los géneros en los que ocurren muchas cosas, se mueve como pez en el agua en la negrura, el western, el cine histórico, la aventura, los enfrentamientos épicos, los matices, la epopeya, la violencia física y psicológica, las situaciones tensas.
El rubio del hoyuelo es igual de electrizante en primer plano y en plano general, y está claro que si en la pantalla aparecen varios personajes en una secuencia, lo más probable es que el espectador no pueda apartar la vista de su rostro, sus movimientos, su gestualidad, lo que muestra, oculta y sugiere. No solo tiene arte y fuerza.
También imán.
A Douglas le sientan bien los géneros en los que ocurren muchas cosas, el western, el cine histórico, la aventura, la epopeya
La llamó Bryna, el nombre de su madre, homenajeando a la sufrida esposa de aquel trapero borracho, lenguaraz, violento, irresponsable con sus deberes familiares, que amargó la vida de los suyos.
Los comienzos son brillantes. Douglas llega al convencimiento viendo Atraco perfecto de que el niño prodigio que la ha dirigido posee un arte singular y torrencial.
Se llama Stanley Kubrick.
Juntos harán la escalofriante Senderos de gloria, una película corrosiva que siempre provocará alergia a los jefes de los ejércitos, reivindicadora de aquella certidumbre de Valery convencida de que el patriotismo es el último refugio de los canallas.
Pero los descomunales egos del director y de la estrella, que además financia la creatividad del primero, chocan inevitablemente.
Nada hace sospechar que vuelvan a colaborar en el futuro
. Pero volverían a juntarse y a maldecirse.
Para engendrar una obra dotada de perdurable grandeza, un himno épico y lírico a la rebelión y la derrota de los que estaban destinados al sufrimiento extremo y la esclavitud desde su nacimiento.
Se titula Espartaco y después de 54 años mantiene intacta su belleza, su fuerza, su poder de conmoción, su sentimiento, su poesía.
Aunque la haya disfrutado infinitas veces, hay varios momentos en el que mis viejas sensaciones se repiten.
Mis ojos se humedecen cuando escucho a Espartaco decir esto: “Yo no sé nada, nada. Quiero saber. Todo. Por qué una estrella cae y un pájaro no. Dónde está el sol por la noche. Por qué la luna cambia de forma. Quiero saber dónde nace el viento”.
A Varinia suplicándole a Espartaco: “Prohíbeme que te abandone nunca”. Varinia enseñándole el hijo de ambos a Espartaco en medio de su crucifixión.
Hay otra secuencia inolvidable en la que todo el ejército de Espartaco repite
“Yo soy Espartaco” cuando el obsesivo Craso interroga a los vencidos para saber quién es su misterioso líder, ese esclavo que ha logrado aterrorizar a Roma.
Yo soy Espartaco, así ha titulado Kirk Douglas su libro de memorias de aquel rodaje.
No hay excelsa literatura en su prosa ni en su estilo narrativo, es dudoso que a los 97 años el autor tenga recuerdos tan abundantes y precisos, te asalta la sospecha de que puede haber tenido ayuda en su redacción, al igual que en su autobiografía El hijo del trapero tiene claro que él es el bueno de la tortuosa película casi siempre.
A pesar de estas razonables dudas, la lectura de testimonio tan apasionante es ineludible para la cinefilia.
También el agradecimiento a Douglas no solo por la obra de arte que él puso en marcha y protagonizó, sino por haber tenido la osadía y la decencia de poner el nombre del apestado guionista Dalton Trumbo en los títulos de crédito.
Las listas negras —impuestas por la siniestra caza de brujas en aquel duradero “tiempo de canallas”, en definición incontestable de Lillian Hellman— sufrieron por primera vez inapelable guerra. Douglas arriesgaba mucho.
Demostró coraje y honestidad.
Y le salió bien.
Yo soy Espartaco. Kirk Douglas. Presentación de George Clooney. Traducción: Ricardo García Pérez. Capitán Swing. Madrid. 200 páginas. 17 euros.