Sospecho que a ese brillante y genuino director español llamado
Alberto Rodríguez —este hombre tan inteligente y complejo, con nombre y apellido tan poco adecuados para tirarse el rollo de
prima donna en el cine español, también tiene pinta de normal, de legal, de buen tío—,
autor de La isla mínima,
le zumban los oídos, se le agota la paciencia, percibe la cercanía del
ataque de nervios y está a punto de agredir al pesado de turno cada vez
que tiene que aclarar no haber visto
esa obra de arte con formato de serie de televisión titulada True detective.
Y por supuesto, él no tiene la culpa de que cualquier cinéfilo que haya
saboreado la larga inmersión de dos policías en sus infiernos íntimos y
su escalofriante constatación de que el mal anda por todas partes y
está desbocado, todo ello ambientado en los pantanos y las marismas de
Luisiana, piense en esa inevitable referencia y constate parecidos
argumentales, ambientales, de atmósfera, entre la obra maestra que
inventó el inquietante Nic Pizzolatto al ver la película de Rodríguez.
Mala suerte esa jodida coincidencia. Pablo Berger, creador de la muy
meritoria
Blancanieves, debió de pillar idéntico rebote en el estreno de
The artist,
ante la seguridad de que los tiempos actuales no son tan milagrosos
para que el gran público pierda el sueño ante la posibilidad de
disfrutar sucesivamente de dos películas en blanco y negro y mudas.
Aclarada esa indeseada comparación, les puedo asegurar, tanto a los
fascinados por la última joya de HBO como a los que la desconocen, que
no saldrán defraudados de
La isla mínima. Alberto Rodríguez te
engancha a su historia con los anzuelos más sólidos y menos tramposos.
Te hace pensar a lo largo de la tenebrosa intriga, te desasosiega,
reinan los matices, hace turbias y creíbles las situaciones y los
personajes, hay doble fondo hasta en lo que parece transparente, ni los
diálogos ni el gesto más leve tienen desperdicio, la cámara posee estilo
y un lenguaje poderoso, deja cierto poso.
También apuesta muy fuerte
por la ambigüedad, un profesional de la abyección puede albergar también
al compañero que te protege en una situación límite, que te salva la
vida, el demonio tiene anverso y reverso.
Los actores clavan sus frases,
sus gestos, sus miradas, sus silencios. Encuentro admirable el trabajo
de Javier Gutiérrez.
Con Raúl Arévalo no tengo demasiada química,
siempre me resulta demasiado intenso, pretende ser tan natural que me
resulta artificioso, no me despierta una fobia comparable a la que
siento por Javier Cámara o Marisa Paredes, pero hasta el momento no le
pillo el punto a un actor tan unánimemente alabado
. En cualquier caso,
estoy dispuesto siempre a recibir el rayo de luz que borre mi
ofuscación
. Hago memoria con la obra de Alberto Rodríguez y descubro que
me gustan todas sus películas, siempre me interesa su mundo, me fascina
su sabiduría al trasladarlo a imágenes y sonidos.
Con Urbizu me ocurre
algo parecido y que en el caso de
La vida mancha me enamora
. Y,
por supuesto, alguien como el firmante de esta crónica, que siente
alergia hacia los sentimientos patrióticos y el corporativismo, celebra
que en el cine español se hayan realizado este año dos películas como
El niño y
La isla mínima.
Sería justo y necesario que la filmografía de un director tan bueno
como Alberto Rodríguez tuviera continuidad, que no dependiera
excesivamente de su último resultado en la taquilla.
Ojalá que el gran
público reconozca ese talento, esa calidad.
Los actores clavan sus frases, sus gestos, sus miradas, sus silencios
La personalidad
del director francés François Ozon
siempre se ha sentido seducida por las temáticas retorcidas, por la
transgresión, por la indesmayable vocación de provocar al espectador con
tramas y desenlaces enemistados con las convenciones.
Y a veces, como
en el caso de
En la casa y
Joven y bonita, sus deseos
mantienen armonía con el notable resultado artístico.
Pero exprimirse
tanto el cerebro en función del sorprendente “más difícil todavía” en
cuestiones psicológicas y sexuales tiene sus riesgos.
O afinas o puedes
caer en lo grotesco. Su última entrega,
Una nueva amiga, a
pesar de sus revolucionarias pretensiones, solo es ridícula.
La colitis
mental de Ozon y su osada certidumbre (como la de Almodóvar en esa
cosita bochornosa titulada
Los amantes pasajeros) de que la
heterosexualidad es un invento de la moral burguesa, de que en el fondo
todos somos homosexuales, lesbianas, travestidos, transexuales o
bisexuales en el más convencional de los casos, es una teoría que
debería admitir la negociación como mínimo. Estaría dispuesto a
creérmela mientras que dura la película a condición de que me lo
intentaran demostrar con inteligencia, agudeza y gracia, virtudes
ausentes en este alarde de estupidez complacida, de inútil osadía
expositiva, de situaciones cochambrosas, de interpretaciones
lamentables
. No les voy a narrar los delirios de Ozon. Solo les
prevengo.
Pero seguro que él se siente como la reencarnación del
espíritu de Buñuel.
Sé que la forma ideal de comenzar el día no consiste precisamente en
ser testigo de una trama en la que una mujer cuya enfermad es
irreparable y letal decide juntar durante un fin de semana a toda su
familia y a una amiga para despedirse de ellos y largarse por voluntad
propia a la tumba.
Un tema tan doloroso y sombrío está desarrollado en
Silent heart
con extrema delicadeza, verosimilitud, sensaciones reconocibles,
humanidad nada postiza ni sensiblera e intérpretes convincentes por
Bille August, un director que llevaba mucho tiempo perdido después de
haber firmado la tan dura como emocionante
Las mejores intenciones, aquel guion de Bergman en el que este ajustaba feroces cuentas con sus recuerdos, su sentido de culpa, sus demonios.