Un Blues

Un Blues
Del material conque están hechos los sueños

21 sept 2014

‘La isla mínima’: negruras perturbadoras en el Guadalquivir............................................................ Carlos Boyero


Antonio de la Torre y Nerea Barros en la presentación de 'La isla mínima' en San Sebastián. / Carlos Alvarez/ Getty Images

Sospecho que a ese brillante y genuino director español llamado Alberto Rodríguez —este hombre tan inteligente y complejo, con nombre y apellido tan poco adecuados para tirarse el rollo de prima donna en el cine español, también tiene pinta de normal, de legal, de buen tío—, autor de La isla mínima, le zumban los oídos, se le agota la paciencia, percibe la cercanía del ataque de nervios y está a punto de agredir al pesado de turno cada vez que tiene que aclarar no haber visto esa obra de arte con formato de serie de televisión titulada True detective.
 Y por supuesto, él no tiene la culpa de que cualquier cinéfilo que haya saboreado la larga inmersión de dos policías en sus infiernos íntimos y su escalofriante constatación de que el mal anda por todas partes y está desbocado, todo ello ambientado en los pantanos y las marismas de Luisiana, piense en esa inevitable referencia y constate parecidos argumentales, ambientales, de atmósfera, entre la obra maestra que inventó el inquietante Nic Pizzolatto al ver la película de Rodríguez.
 Mala suerte esa jodida coincidencia. Pablo Berger, creador de la muy meritoria Blancanieves, debió de pillar idéntico rebote en el estreno de The artist, ante la seguridad de que los tiempos actuales no son tan milagrosos para que el gran público pierda el sueño ante la posibilidad de disfrutar sucesivamente de dos películas en blanco y negro y mudas.
Aclarada esa indeseada comparación, les puedo asegurar, tanto a los fascinados por la última joya de HBO como a los que la desconocen, que no saldrán defraudados de La isla mínima. Alberto Rodríguez te engancha a su historia con los anzuelos más sólidos y menos tramposos.
  Te hace pensar a lo largo de la tenebrosa intriga, te desasosiega, reinan los matices, hace turbias y creíbles las situaciones y los personajes, hay doble fondo hasta en lo que parece transparente, ni los diálogos ni el gesto más leve tienen desperdicio, la cámara posee estilo y un lenguaje poderoso, deja cierto poso.
 También apuesta muy fuerte por la ambigüedad, un profesional de la abyección puede albergar también al compañero que te protege en una situación límite, que te salva la vida, el demonio tiene anverso y reverso.
 Los actores clavan sus frases, sus gestos, sus miradas, sus silencios. Encuentro admirable el trabajo de Javier Gutiérrez.
Con Raúl Arévalo no tengo demasiada química, siempre me resulta demasiado intenso, pretende ser tan natural que me resulta artificioso, no me despierta una fobia comparable a la que siento por Javier Cámara o Marisa Paredes, pero hasta el momento no le pillo el punto a un actor tan unánimemente alabado
. En cualquier caso, estoy dispuesto siempre a recibir el rayo de luz que borre mi ofuscación
. Hago memoria con la obra de Alberto Rodríguez y descubro que me gustan todas sus películas, siempre me interesa su mundo, me fascina su sabiduría al trasladarlo a imágenes y sonidos.
Con Urbizu me ocurre algo parecido y que en el caso de La vida mancha me enamora
. Y, por supuesto, alguien como el firmante de esta crónica, que siente alergia hacia los sentimientos patrióticos y el corporativismo, celebra que en el cine español se hayan realizado este año dos películas como El niño y La isla mínima.
 Sería justo y necesario que la filmografía de un director tan bueno como Alberto Rodríguez tuviera continuidad, que no dependiera excesivamente de su último resultado en la taquilla.
 Ojalá que el gran público reconozca ese talento, esa calidad.
Los actores clavan sus frases, sus gestos, sus miradas, sus silencios
La personalidad del director francés François Ozon siempre se ha sentido seducida por las temáticas retorcidas, por la transgresión, por la indesmayable vocación de provocar al espectador con tramas y desenlaces enemistados con las convenciones.
 Y a veces, como en el caso de En la casa y Joven y bonita, sus deseos mantienen armonía con el notable resultado artístico.
 Pero exprimirse tanto el cerebro en función del sorprendente “más difícil todavía” en cuestiones psicológicas y sexuales tiene sus riesgos.
 O afinas o puedes caer en lo grotesco. Su última entrega, Una nueva amiga, a pesar de sus revolucionarias pretensiones, solo es ridícula.
 La colitis mental de Ozon y su osada certidumbre (como la de Almodóvar en esa cosita bochornosa titulada Los amantes pasajeros) de que la heterosexualidad es un invento de la moral burguesa, de que en el fondo todos somos homosexuales, lesbianas, travestidos, transexuales o bisexuales en el más convencional de los casos, es una teoría que debería admitir la negociación como mínimo. Estaría dispuesto a creérmela mientras que dura la película a condición de que me lo intentaran demostrar con inteligencia, agudeza y gracia, virtudes ausentes en este alarde de estupidez complacida, de inútil osadía expositiva, de situaciones cochambrosas, de interpretaciones lamentables
. No les voy a narrar los delirios de Ozon. Solo les prevengo.
Pero seguro que él se siente como la reencarnación del espíritu de Buñuel.
Sé que la forma ideal de comenzar el día no consiste precisamente en ser testigo de una trama en la que una mujer cuya enfermad es irreparable y letal decide juntar durante un fin de semana a toda su familia y a una amiga para despedirse de ellos y largarse por voluntad propia a la tumba.
 Un tema tan doloroso y sombrío está desarrollado en Silent heart con extrema delicadeza, verosimilitud, sensaciones reconocibles, humanidad nada postiza ni sensiblera e intérpretes convincentes por Bille August, un director que llevaba mucho tiempo perdido después de haber firmado la tan dura como emocionante Las mejores intenciones, aquel guion de Bergman en el que este ajustaba feroces cuentas con sus recuerdos, su sentido de culpa, sus demonios.

Guarrería................................................................................. Javier Marías

No hay la menor exageración si se afirma que la capital del Reino es la ciudad más guarra de Europa.

Hace ya nueve años publiqué aquí un artículo titulado “La vergüenza de regresar”, y aunque la memoria de los lectores es corta, no quisiera repetirme en exceso. 
 Pero lo he dicho otras veces: la realidad es tan repetitiva que a todos nos obliga a serlo, sobre todo cuando se trata de una reiteración siempre a peor.
 Cada vez que uno se ausenta de Madrid, e independientemente de los lugares que visite, al volver no da crédito. 
 Ya lo era en 2005, y eso que entonces aún no había crisis ni gobernaba Rajoy con el deterioro intencionado como meta –de todo lo que aprecian los ciudadanos–; en 2014 no hay la menor exageración si se afirma que la capital del Reino es la ciudad más guarra de Europa, una pocilga repugnante (y eso que entre los sitios por los que he pasado este verano está Palermo, con fama de descuidada y ruinosa).
 No hay nada comparable a la guarrería de aquí, sobre todo en los barrios del Centro, incluido Malasaña
. Los anteriores alcaldes, Manzano y Gallardón, se dedicaron a poner granito en todas partes, y cualquiera sabe que la mancha sobre granito no sale jamás, de manera que los suelos tienen acumulada la suciedad imborrable de más de un decenio: verdaderos churretones de meadas, vómitos y quién sabe qué son ya una huella indeleble que además va siempre en aumento
 Y la porquería atrae la porquería. Si algo está muy pulcro y limpio, da reparo estropearlo. Si está hecho una inmundicia, en cambio, los ciudadanos y turistas piensan: “Total, qué más da, para como está”
. Así que lo tiran todo a la acera, vuelcan las papeleras que nadie vacía, orinan contra arcos y fachadas. La Plaza Mayor y sus aledaños despiden un hedor que la alcaldesa Botella, como nos recordó en Buenos Aires en supuesto e hilarante inglés, encuentra ideal para tomarse un café con leche con gran relajación y entre ratas que corretean por las mesas, como ya conté.
Churretones de meadas, vómitos y quién sabe qué son ya una huella indeleble"
Pero no es sólo esto
. Los alcaldes suelen ser canallas en casi todas partes, y tienden a utilizar las ciudades para hacer negocios y arrinconar a la población.
 Los barceloneses están ahogados por el turismo salvaje, y la sublevación de los vecinos de La Barceloneta espero que sea el anuncio de un amotinamiento general.
 Soria, que bien conozco, ha sido destrozada e indeciblemente afeada por las obras que me impelieron a largarme hace casi tres años… y que aún no han concluido
. Todo para hacer un parking subterráneo que nadie necesitaba
. Y sin duda no ignoran ustedes por qué en tantos paseos y plazas españolas ya no hay ni un solo árbol ni un banco, o éstos han sido “sustituidos” por cubos de piedra sin respaldo, ardientes en verano y en invierno helados: para que quien quiera darse un respiro deba entrar en un bar o sentarse en una terraza y pagar una consumición
. Muchas ciudades están secuestradas por sus ayuntamientos; literalmente se ha producido una expropiación.
 La invasión y aprovechamiento del espacio público no conoce límites: puestos de ferias, chiringuitos, escenarios, terrazas, ocupan hasta los paisajes más nobles (la Plaza de Oriente madrileña está a menudo plagada de adefesios varios). 
Pero vamos con la Rana. En pleno Paseo de Recoletos, enfrente de la Biblioteca Nacional, el Gran Casino de Madrid ha instalado una gigantesca y espantosa estatua de rana.
 Mide casi cinco metros, su bronce verdín pesa unas toneladas, y creo no haber visto algo tan feo desde las vidrieras de Kiko el de los “kikos” en la Catedral de La Almudena (pero éstas, al menos, no invaden la calle). 
Cinco metros de espanto, se dice pronto
. Creo que el Casino la ha ofrecido en “agradecimiento” a la capital, pero su colocación parece más bien producto del odio
. Es obra de un escultor que se hace llamar dEmo, al que Madrid ya ha premiado con otras afrentas para la vista, y que en mi opinión merecería sólo destierro.
 La rana permanecerá ahí un año o dos, y luego –creo– se quedará para siempre si a “la gente” le gusta. Como “la gente” tiene con frecuencia el gusto estragado por la televisión y ya se hace selfies batrácicos junto a las ancas, podemos hospedar ese agravio indefinidamente.
 ¿Cómo ha permitido la alcaldesa la mera instalación del armatoste en un paseo emblemático? Sólo por cuanto llevo enumerado,
 Botella debería haber sido destituida hace tiempo.
En este contexto resulta desvergonzada (y cómica) la intención del PP de alterar las reglas para la elección de alcaldes: que lo sea el más votado, ea.
 Veamos: aunque a un alcalde lo elija el 40% de los votantes, eso significa que el 60% no lo quiere, por mucho que ese 60% reparta sus papeletas entre varios candidatos.
 Pero lo más esperpéntico es que el PP (que tan sólo ansía conservar así ayuntamientos que en mayo próximo podría perder) insiste en que este nuevo método sería “más democrático”.
 Ojo, lo dice un partido que, en la ciudad más habitada, lleva tres años con una alcaldesa y un Presidente de Comunidad a los que no votó nadie.
 Los votados, recuerden, fueron Gallardón y Aguirre, que nada más ser elegidos se largaron de sus puestos como almas que llevara el diablo
. Si esa modificación se confirma, contra el criterio de toda la oposición menos la honrada CiU, ya saben lo que toca hacer para que el PP no culmine la destrucción de Madrid (lleva veintitantos años ininterrumpidos en ello): votar masivamente a otro candidato, sólo a uno.
 No creo que obligarnos a concentrar el voto sea precisamente lo más democrático.
Pero no habrá más remedio si queremos acabar por fin con las guarrerías, monstruosa rana incluida. elpaissemanal@elpais.es