31 ago 2014
Narcos entre dos aguas................................................................... Jesús Ruiz Mantilla
Después del taquillazo ‘Celda 211’, Daniel Monzón ha dedicado cinco años a ‘El niño’. Con la explosiva novedad de un talento joven: el de Jesús Castro
Recorremos con el director los escenarios de su nueva obra.
Tu padre, ¿a qué se dedica?
–¿Mi padre? Es un poquito traficante…
La respuesta, aparentemente simple, resultó una fuente reveladora para Daniel Monzón cuando se la escuchó a alguien al borde del Estrecho. Preparaba el guion de El niño, su regreso al cine como director después de haber dado un salto con pértiga en su trayectoria tras el éxito de la memorable Celda 211 (ocho goyas), y trataba de entender la complejidad de las mareas del contrabando a todas las escalas posibles en lo que iba a ser su nuevo paisaje.
El siguiente capítulo en su carrera no podía dejar al público al pairo ni frío tras la aventura que nos hizo vivir en aquella cárcel de Zamora, donde se agolpaban dentro de un motín gentes con códigos fuera de la ley liderados por la voz carbonizada de Malamadre, etarras con el colmillo torcido y a lo suyo, infiltrados primerizos con las mejores intenciones y funcionarios de prisiones de dudosa altura moral.
Monzón de nuevo no ha escogido la comedia romántica, sino ni más ni menos que desentrañar el logaritmo con telarañas que da como resultado el tráfico de drogas en el estrecho de Gibraltar.
Este hábitat en el que dominan los posmodernos molinos de viento de la energía eólica en mitad de un monte que, al frente, como viniéndose encima, a tiro de piedra, tiene África de cara, el Peñón a un lado y la bahía de Algeciras como matriz al otro.
Allí, entre dos aguas rasgadas por las olas, se entrecruzan a diario cargueros del modelo Triple E, con capacidad para alojar en su vientre 36.000 coches y 800 millones de latas de conserva; windsurfistas con ansias voladoras, lanchas de goma a motor que se cuidan de no romper las redes de la almadraba ni ahuyentar a los atunes cuyos lomos acabarán en los mejores platos de sushi en Japón, despojos humanos en pateras, motos acuáticas conducidas por macarras de los que se meten los fajos de 100 euros en la entrepierna y vigilancia con guardacostas sujetos al despiste permanente.
Ese es el nuevo cuadro de su película: “Un espacio fascinante para la ficción, donde se cruzan tres países, dos continentes, tráfico a pequeña y gran escala, desde tabaco y hachís con delincuentes de medio pelo a mafias dispuestas a todo por introducir coca al por mayor en Europa…”, comenta el director.
“Por no hablar de la inmigración, la desesperación que se vive en la frontera…”.
Allí justo es donde desembarcaron él y Jorge Guerricaechevarría, en connivencia con Álvaro Augustin, el veterano productor de Telecinco Cinema de plena confianza para Monzón, con quien colabora desde La caja Kovak, con el fin de preparar una investigación de campo que diera lugar a este guion imbricado y complejo.
Un trabajo en el que, “sin juicios morales”, comenta Monzón, debían traslucirse en diferentes planos pero bien masticados el trapicheo de los pequeños contrabandistas de playa y chiringuito y la maña con listas negras de los rusos o los albanokosovares
. En medio, el blanqueo de dinero lavado en Gibraltar, la pericia de los vigilantes de aduanas, el acoso kamikaze en helicóptero de los maderos entre avisos y salpicones de salitre, los vicios y virtudes de la policía expuesta permanentemente bien al soborno o bien a la gloria efímera del héroe sin grandes alharacas.
Los que se conforman, como comenta uno de los agentes que han asesorado al director, “con la satisfacción del trabajo bien hecho”.
Todo eso en pleno pulmón del caos ordenado en mitad del puerto mediterráneo más importante (100.000 barcos al año en la zona) y el quinto en el ámbito europeo; el cultivo de la mercancía al otro lado, su buena dosis de romanticismo realista aromatizado por la resina de hachís…
El lío, en fin, de una tarea que a muchos les resulta incontrolable y que se equilibra con el empeño de quienes, a fin de cuentas, creen que merece la pena seguir combatiendo desde la primera línea.
Así es como se fue fraguando un proyecto que ha costado a Monzón al menos cinco años de trabajo intenso en los que no sólo entraba la elaboración de un guion que integrara una trepidante y honda película de acción junto a una tarea rigurosamente documental, sino también la búsqueda de rostros nuevos que refrescaran un tanto el escaparate del cine español.
Es el caso del puro descubrimiento de Jesús Castro, a la vera de su compi ya más experimentado Jesús Carroza (Goya al mejor actor revelación por 7 vírgenes en 2005) y también de Miriam Bachir o Moussa Maaskri, junto a la veteranía de los valores seguros si hablamos del siempre contundente Luis Tosar, la ascendente Bárbara Lennie y los seguros a todo riesgo de Sergi López y Eduard Fernández.
Telecinco Cinema, esa máquina de levantar éxitos entre superproducciones y taquillazos que van de Lo imposible a 8 apellidos vascos, se alió en otra nueva colaboración con Monzón tras Celda 211 y aquí anda ya lista para su estreno el 29 de agosto la nueva obra de un director que apunta alto de nuevo.
Primero se abalanzó en busca del clima de la historia
. O los climas. El puerto, los traficantes de poca monta, la policía, los de aduanas, las mafias con sus métodos expeditivos, los campos de marihuana en Ketama retumbando entre sus tambores mientras a dúo, desde su Algeciras natal, llegan los ecos de Paco de Lucía, los pasos fronterizos…
En ese periodo trató con casi todos los lados: agentes que se han dejado la vida en pistas válidas o en laberintos falsos, trapicheadores que quizás se conformaban con algún golpe para una supervivencia tranquila, soñadores al otro lado del Estrecho, incorruptibles y pringados…
Después resultaba necesario un casting superlativo para encontrar al
protagonista.
Monzón no quería jóvenes consagrados, ni estrellas emergentes, sino jugársela a la carta de la autenticidad salida del propio entorno que deseaba plasmar
. Le encargó el marrón a Eva Leira y Yolanda Serrano, expertas en repartos de apuesta y cazar talentos: “Me dijeron que había que buscar en colegios, institutos, plazas, clubes deportivos, que aun así daríamos con alguien que no se presentaría voluntariamente sino porque cayera por allí, acompañando a un amigo”, comenta Monzón.
Aunque aquello llegó a parecerle misión imposible, así fue
. Cuando a Jesús Castro, estudiante de electrónica, se le agotó un día la paciencia en la espera y se dio media vuelta en plena cola antes de entrar a una prueba, casualmente le vieron y le dijeron: “¿Adónde vas? Quédate que te metemos ahora mismo”.
Podría ser el intenso de sus ojos azules, que le provocan lágrimas si está demasiado tiempo expuesto a la claridad mientras le retratan, también la planta de estrella anónima y cierto aire de suficiencia que iba con el pronto de un personaje convencido de ser capaz de todo menos de dejar tirada a su peña
. El caso es que no les falló el instinto al cerrarle el paso antes de que se fuera.
Así es como encontraron este diamante en bruto: con inmejorable disposición, talento natural, presencia de astro y desparpajo gaditano que entra por todo lo alto a sus 21 años en un mundo que le hará olvidar, con alta probabilidad, los circuitos y los cables para enchufarse a la interpretación. “
¿Yo, actor? Ni lo soñaba. A mí me gusta el fútbol –de hecho llegó hasta la selección gaditana–, pero, por no salir, no salía ni en los vídeos de cumpleaños de mis amigos”.
Sin embargo, fue meterse y… engancharse.
“En este trabajo yo no miraba la hora de terminar”. No sólo aprendió a que le quisiera la cámara y a degustar como espectador el cine con buen criterio, una certeza palpable cuando le escuchas decir que su película favorita es El padrino.
También le ha servido como curso acelerado para conducir a toda pastilla motos y lanchas por el Estrecho.
“Sobre todo cuando fuimos a rodar esa secuencia en la que a una goma de 12 metros se le iba a plantar un helicóptero encima. ¡Esa la hago yo!”, dice que le soltó Castro al director.
No tardó mucho tiempo Monzón en convencerse de que aquel chaval de 18 años –los que tenía en el momento de la selección– era justo lo que buscaban.
“Daba la talla al cien por cien. No sólo tenía un don natural, también una actitud y esa sana chulería que iba completamente con el personaje”.
Pero, ante todo, Monzón ha acabado admirando su madurez y su determinación a la hora de rodar lo que fuera.
Le queda la prueba de una segura fama que ya anda metiéndole en los hogares a golpe de pantallazo en la intensa campaña de promoción que la productora está haciendo por medio de Telecinco
. “No se le subirá la fama a la cabeza, estoy seguro, aunque el riesgo de caer en la tontería cada vez es mayor en según qué círculos
. Jesús está bien vacunado contra eso”, advierte Monzón.
El tráfico y el contrabando definen el Estrecho desde hace siglos.
Los abuelos metían café o harina, los padres tabaco, los hermanos mayores hachís.
Todo eso continúa a diario, como la cosa más natural, proporciona una economía sumergida a la zona que la ha librado –por culpa de las espantosas cifras de paro, un 55,4% en el primer trimestre de 2014, una de las mayores en el ámbito juvenil de toda Europa– de un incendio más que probable
. Lo malo es que ahora, esos conductos, rutas y pericias de hace siglos sirven también para la coca.
Castro dice saber de algunos niños.
Chavales como él, que, ante el panorama de paro o salir pitando, deciden probar metiendo una mochila de hachís primero y después una lancha.
“En esta zona, a eso, puedes entrar cuando quieras.
Pero, para mí, dormir en mi cama, tranquilo, no tiene precio.
Además, me imagino a mi madre abriendo la puerta de casa a la policía, teniéndoles que indicar que soy yo a quien buscan y sólo del disgusto que se llevaría se me quitan las ganas”.
Uno de los asesores de Monzón para el guion y el rodaje sí se pringó en eso… Prefiere no dar su nombre, pero no le importa contarnos su historia.
“Mis abuelos y mis padres metían carne, azúcar, café y leche condensada. Eran gente dura, capaces de arrancarse los dientes ellos solos”
. Corrían otros tiempos, imperaban otros códigos. “Ahora se sigue haciendo casi todos los días. Hoy con poco viento y luna llena, va a haber trasiego”, comenta con la arena a los pies de La Atunara, el Peñón al fondo y una luz cobre de atardecer suavizado por la brisa cómplice de La Línea.
“El negocio se ha visto afectado por fantoches, a mí no me va, si decides hacer esto, no alardeas ni eres tan idiota como para gritar en plena playa: ¡Viva el contrabando en La línea!
¡Mueran los chivatos! ¡Viva El brillantina!, que es un teniente de la guardia civil… En fin, ya puedes imaginarte la que se montó”.
Cuando estaba dentro, prosigue este asesor de Monzón, decidió empezar al comprobar en su primer viaje que tenía templanza.
“Sangre fría para hacerlo, cierto coraje”. En el primer viaje introdujo 9 paquetes, unos 270 kilos de hachís, en una lancha de 5 metros y 105 caballos.
“Al alcanzar la costa salieron 8 o 9 tíos de la nada, unos bosquimanos, que decimos aquí, y se lo llevaron a otra parte”.
Esa acción de cálculo y minucia contrarreloj se la relató él mismo a Monzón y así lo ha rodado. Como también cogió prestada la evolución en la escala del tráfico que su asesor le contó: “Para el segundo viaje ya me hice con un barco de 9 metros y 400 caballos”
. Con cada entrada podía llegar a ganar 60.000 euros. Pero se llevó dos sustos, uno le obligó a tirar la mercancía por la borda –en España si no hay alijo, no hay delito– y decidió dejarlo. “
Tenía dinero, pero me encontraba vacío, además, hoy, el mercado es de lo más sucio, pueden no pagarte: para eso no voy a arriesgar yo mi vida ni mi libertad”.
Llevar además atado al cogote a alguno de los policías que ha utilizado también Monzón para asesorarse debe tener su gracia como juego un tiempo, pero también seguro que agota la paciencia y los nervios.
La esencia de Jesús, personaje incorruptible y callado que encarna Luis Tosar en la película, por ejemplo, con sus pausas y su mosca detrás de la oreja permanente, puede tener que ver con uno de los comisarios al que presenta el cineasta.
Tampoco quiere que figure su nombre. “El contrabando es una cultura en el Estrecho”, comenta el policía.
Una contundente conclusión que le dejan 22 años de servicio en la zona y que otros corroboran sin muchos complejos.
Entonces, este policía perseguía el tabaco y el hachís. “Por lo primero, que con la crisis ha vuelto a aumentar después de haber prácticamente desaparecido en los años noventa, pueden llevarse 50 o 60 euros en cada cargamento. Pero por un kilo de coca, les caen entre 20.000 y 25.000 euros”.
Los últimos cuatro años se ha incrementado el tráfico de dicha
sustancia en la zona.
A juicio de este policía, es muy difícil de controlar.
Con una simple vista desde las grúas más altas de la terminal Maersk, uno cae en la sensación de imposibilidad de mantener a raya ese laberinto donde se depositan 3,2 millones de contenedores al año guiados por 1.900 estibadores.
Un entramado que directa o indirectamente supone un 15% en el mercado laboral gaditano y del que se derivan 30.000 puestos de trabajo en la provincia.
En dicho enjambre superlativo, los traficantes se las apañan para pasar la mercancía camuflada en todo tipo de maniobras de despiste, incluso para el escáner camuflado en un camión que tiene la Guardia Civil en el puerto.
Los agentes se exponen a sus dosis de radiación permanente, advirtiendo al visitante del peligro.
Lisardo Capote y Miguel Ángel Pin, responsables de aduanas, están contentos.
En estos días han descubierto alijos de 700 kilos de cocaína. Aun así, ya no saben cómo atajarlo. “Hemos registrado mercancías a las que mirábamos y que, a su vez, parecían devolvernos la mirada ellas, retándonos”, afirman.
La droga puede andar en las puertas de los contenedores –un buen truco, porque rompe la barrera psicológica de quien rastrea ya que va directo a la mercancía–, dentro de las piñas agujereadas provenientes de América, África o en plátanos decorativos. Los carteles colombianos, por ejemplo, se las apañan para transportarla al continente vecino y de ahí, por Algeciras, para Europa. “La de los contenedores es la vía más rentable para entrar en la Unión”, afirman los agentes de aduanas.
También podría serlo creativamente para un cine un tanto huérfano de historias incómodas.
Monzón, una vez más, convencido de que la dureza y el realismo de sus argumentos no ahuyentan al público sino que lo enganchan, se ha involucrado hasta el tuétano en el alumbramiento de El niño.
Cineasta de historias duras y cruzadas con maestría cristalina –como demuestra en este caso–, que no de estilos rimbombantes ni manierismos epatantes, ha rodado esta nueva película al natural. “En escenarios reales, sin trampas, tanto en Algeciras como en La Línea o en Gibraltar y Marruecos corriendo muchos riesgos allí”, comenta.
Lo ha dado todo por un plano de plantaciones en Ketama y algo que nos dejara el aroma de polvorín que son hoy las inmediaciones de Ceuta y Melilla.
Se ha ganado la complicidad de los barrios más conflictivos de Algeciras. Se ha adentrado también en los pasadizos del Peñón, donde un día se jugaron unas cuantas cartas del espionaje y las telecomunicaciones que resolvieron parte de la Segunda Guerra Mundial y hoy merodean en las casas de apuestas, rodeados por los monos, los evasores de impuestos.
El resultado es un preclaro análisis llevado hacia la cumbre por medio de la ficción
. El cuadro de una de las realidades más complejas, imbricadas e inquietantes que se dan hoy en ese triángulo que une España a Europa y África. El cruce de unos continentes cuyas fronteras entre la delincuencia, la necesidad, la ley y sus resortes resaltan la delicada piel contemporánea de nuestra época.
–¿Mi padre? Es un poquito traficante…
La respuesta, aparentemente simple, resultó una fuente reveladora para Daniel Monzón cuando se la escuchó a alguien al borde del Estrecho. Preparaba el guion de El niño, su regreso al cine como director después de haber dado un salto con pértiga en su trayectoria tras el éxito de la memorable Celda 211 (ocho goyas), y trataba de entender la complejidad de las mareas del contrabando a todas las escalas posibles en lo que iba a ser su nuevo paisaje.
El siguiente capítulo en su carrera no podía dejar al público al pairo ni frío tras la aventura que nos hizo vivir en aquella cárcel de Zamora, donde se agolpaban dentro de un motín gentes con códigos fuera de la ley liderados por la voz carbonizada de Malamadre, etarras con el colmillo torcido y a lo suyo, infiltrados primerizos con las mejores intenciones y funcionarios de prisiones de dudosa altura moral.
Monzón de nuevo no ha escogido la comedia romántica, sino ni más ni menos que desentrañar el logaritmo con telarañas que da como resultado el tráfico de drogas en el estrecho de Gibraltar.
Este hábitat en el que dominan los posmodernos molinos de viento de la energía eólica en mitad de un monte que, al frente, como viniéndose encima, a tiro de piedra, tiene África de cara, el Peñón a un lado y la bahía de Algeciras como matriz al otro.
Allí, entre dos aguas rasgadas por las olas, se entrecruzan a diario cargueros del modelo Triple E, con capacidad para alojar en su vientre 36.000 coches y 800 millones de latas de conserva; windsurfistas con ansias voladoras, lanchas de goma a motor que se cuidan de no romper las redes de la almadraba ni ahuyentar a los atunes cuyos lomos acabarán en los mejores platos de sushi en Japón, despojos humanos en pateras, motos acuáticas conducidas por macarras de los que se meten los fajos de 100 euros en la entrepierna y vigilancia con guardacostas sujetos al despiste permanente.
Ese es el nuevo cuadro de su película: “Un espacio fascinante para la ficción, donde se cruzan tres países, dos continentes, tráfico a pequeña y gran escala, desde tabaco y hachís con delincuentes de medio pelo a mafias dispuestas a todo por introducir coca al por mayor en Europa…”, comenta el director.
“Por no hablar de la inmigración, la desesperación que se vive en la frontera…”.
Allí justo es donde desembarcaron él y Jorge Guerricaechevarría, en connivencia con Álvaro Augustin, el veterano productor de Telecinco Cinema de plena confianza para Monzón, con quien colabora desde La caja Kovak, con el fin de preparar una investigación de campo que diera lugar a este guion imbricado y complejo.
Un trabajo en el que, “sin juicios morales”, comenta Monzón, debían traslucirse en diferentes planos pero bien masticados el trapicheo de los pequeños contrabandistas de playa y chiringuito y la maña con listas negras de los rusos o los albanokosovares
. En medio, el blanqueo de dinero lavado en Gibraltar, la pericia de los vigilantes de aduanas, el acoso kamikaze en helicóptero de los maderos entre avisos y salpicones de salitre, los vicios y virtudes de la policía expuesta permanentemente bien al soborno o bien a la gloria efímera del héroe sin grandes alharacas.
Los que se conforman, como comenta uno de los agentes que han asesorado al director, “con la satisfacción del trabajo bien hecho”.
Todo eso en pleno pulmón del caos ordenado en mitad del puerto mediterráneo más importante (100.000 barcos al año en la zona) y el quinto en el ámbito europeo; el cultivo de la mercancía al otro lado, su buena dosis de romanticismo realista aromatizado por la resina de hachís…
El lío, en fin, de una tarea que a muchos les resulta incontrolable y que se equilibra con el empeño de quienes, a fin de cuentas, creen que merece la pena seguir combatiendo desde la primera línea.
Así es como se fue fraguando un proyecto que ha costado a Monzón al menos cinco años de trabajo intenso en los que no sólo entraba la elaboración de un guion que integrara una trepidante y honda película de acción junto a una tarea rigurosamente documental, sino también la búsqueda de rostros nuevos que refrescaran un tanto el escaparate del cine español.
Es el caso del puro descubrimiento de Jesús Castro, a la vera de su compi ya más experimentado Jesús Carroza (Goya al mejor actor revelación por 7 vírgenes en 2005) y también de Miriam Bachir o Moussa Maaskri, junto a la veteranía de los valores seguros si hablamos del siempre contundente Luis Tosar, la ascendente Bárbara Lennie y los seguros a todo riesgo de Sergi López y Eduard Fernández.
Telecinco Cinema, esa máquina de levantar éxitos entre superproducciones y taquillazos que van de Lo imposible a 8 apellidos vascos, se alió en otra nueva colaboración con Monzón tras Celda 211 y aquí anda ya lista para su estreno el 29 de agosto la nueva obra de un director que apunta alto de nuevo.
Primero se abalanzó en busca del clima de la historia
. O los climas. El puerto, los traficantes de poca monta, la policía, los de aduanas, las mafias con sus métodos expeditivos, los campos de marihuana en Ketama retumbando entre sus tambores mientras a dúo, desde su Algeciras natal, llegan los ecos de Paco de Lucía, los pasos fronterizos…
En ese periodo trató con casi todos los lados: agentes que se han dejado la vida en pistas válidas o en laberintos falsos, trapicheadores que quizás se conformaban con algún golpe para una supervivencia tranquila, soñadores al otro lado del Estrecho, incorruptibles y pringados…
El estrecho es un espacio fascinante para la ficción. tres países, dos continentes, tráfico a gran y pequeña escala”, dice daniel monzón
Monzón no quería jóvenes consagrados, ni estrellas emergentes, sino jugársela a la carta de la autenticidad salida del propio entorno que deseaba plasmar
. Le encargó el marrón a Eva Leira y Yolanda Serrano, expertas en repartos de apuesta y cazar talentos: “Me dijeron que había que buscar en colegios, institutos, plazas, clubes deportivos, que aun así daríamos con alguien que no se presentaría voluntariamente sino porque cayera por allí, acompañando a un amigo”, comenta Monzón.
Aunque aquello llegó a parecerle misión imposible, así fue
. Cuando a Jesús Castro, estudiante de electrónica, se le agotó un día la paciencia en la espera y se dio media vuelta en plena cola antes de entrar a una prueba, casualmente le vieron y le dijeron: “¿Adónde vas? Quédate que te metemos ahora mismo”.
Podría ser el intenso de sus ojos azules, que le provocan lágrimas si está demasiado tiempo expuesto a la claridad mientras le retratan, también la planta de estrella anónima y cierto aire de suficiencia que iba con el pronto de un personaje convencido de ser capaz de todo menos de dejar tirada a su peña
. El caso es que no les falló el instinto al cerrarle el paso antes de que se fuera.
Así es como encontraron este diamante en bruto: con inmejorable disposición, talento natural, presencia de astro y desparpajo gaditano que entra por todo lo alto a sus 21 años en un mundo que le hará olvidar, con alta probabilidad, los circuitos y los cables para enchufarse a la interpretación. “
¿Yo, actor? Ni lo soñaba. A mí me gusta el fútbol –de hecho llegó hasta la selección gaditana–, pero, por no salir, no salía ni en los vídeos de cumpleaños de mis amigos”.
Sin embargo, fue meterse y… engancharse.
“En este trabajo yo no miraba la hora de terminar”. No sólo aprendió a que le quisiera la cámara y a degustar como espectador el cine con buen criterio, una certeza palpable cuando le escuchas decir que su película favorita es El padrino.
También le ha servido como curso acelerado para conducir a toda pastilla motos y lanchas por el Estrecho.
“Sobre todo cuando fuimos a rodar esa secuencia en la que a una goma de 12 metros se le iba a plantar un helicóptero encima. ¡Esa la hago yo!”, dice que le soltó Castro al director.
No tardó mucho tiempo Monzón en convencerse de que aquel chaval de 18 años –los que tenía en el momento de la selección– era justo lo que buscaban.
“Daba la talla al cien por cien. No sólo tenía un don natural, también una actitud y esa sana chulería que iba completamente con el personaje”.
Pero, ante todo, Monzón ha acabado admirando su madurez y su determinación a la hora de rodar lo que fuera.
Le queda la prueba de una segura fama que ya anda metiéndole en los hogares a golpe de pantallazo en la intensa campaña de promoción que la productora está haciendo por medio de Telecinco
. “No se le subirá la fama a la cabeza, estoy seguro, aunque el riesgo de caer en la tontería cada vez es mayor en según qué círculos
. Jesús está bien vacunado contra eso”, advierte Monzón.
El tráfico y el contrabando definen el Estrecho desde hace siglos.
Los abuelos metían café o harina, los padres tabaco, los hermanos mayores hachís.
Todo eso continúa a diario, como la cosa más natural, proporciona una economía sumergida a la zona que la ha librado –por culpa de las espantosas cifras de paro, un 55,4% en el primer trimestre de 2014, una de las mayores en el ámbito juvenil de toda Europa– de un incendio más que probable
. Lo malo es que ahora, esos conductos, rutas y pericias de hace siglos sirven también para la coca.
Castro dice saber de algunos niños.
Chavales como él, que, ante el panorama de paro o salir pitando, deciden probar metiendo una mochila de hachís primero y después una lancha.
“En esta zona, a eso, puedes entrar cuando quieras.
Pero, para mí, dormir en mi cama, tranquilo, no tiene precio.
Además, me imagino a mi madre abriendo la puerta de casa a la policía, teniéndoles que indicar que soy yo a quien buscan y sólo del disgusto que se llevaría se me quitan las ganas”.
Uno de los asesores de Monzón para el guion y el rodaje sí se pringó en eso… Prefiere no dar su nombre, pero no le importa contarnos su historia.
“Mis abuelos y mis padres metían carne, azúcar, café y leche condensada. Eran gente dura, capaces de arrancarse los dientes ellos solos”
. Corrían otros tiempos, imperaban otros códigos. “Ahora se sigue haciendo casi todos los días. Hoy con poco viento y luna llena, va a haber trasiego”, comenta con la arena a los pies de La Atunara, el Peñón al fondo y una luz cobre de atardecer suavizado por la brisa cómplice de La Línea.
“El negocio se ha visto afectado por fantoches, a mí no me va, si decides hacer esto, no alardeas ni eres tan idiota como para gritar en plena playa: ¡Viva el contrabando en La línea!
¡Mueran los chivatos! ¡Viva El brillantina!, que es un teniente de la guardia civil… En fin, ya puedes imaginarte la que se montó”.
Cuando estaba dentro, prosigue este asesor de Monzón, decidió empezar al comprobar en su primer viaje que tenía templanza.
“Sangre fría para hacerlo, cierto coraje”. En el primer viaje introdujo 9 paquetes, unos 270 kilos de hachís, en una lancha de 5 metros y 105 caballos.
“Al alcanzar la costa salieron 8 o 9 tíos de la nada, unos bosquimanos, que decimos aquí, y se lo llevaron a otra parte”.
Esa acción de cálculo y minucia contrarreloj se la relató él mismo a Monzón y así lo ha rodado. Como también cogió prestada la evolución en la escala del tráfico que su asesor le contó: “Para el segundo viaje ya me hice con un barco de 9 metros y 400 caballos”
. Con cada entrada podía llegar a ganar 60.000 euros. Pero se llevó dos sustos, uno le obligó a tirar la mercancía por la borda –en España si no hay alijo, no hay delito– y decidió dejarlo. “
Tenía dinero, pero me encontraba vacío, además, hoy, el mercado es de lo más sucio, pueden no pagarte: para eso no voy a arriesgar yo mi vida ni mi libertad”.
Llevar además atado al cogote a alguno de los policías que ha utilizado también Monzón para asesorarse debe tener su gracia como juego un tiempo, pero también seguro que agota la paciencia y los nervios.
La esencia de Jesús, personaje incorruptible y callado que encarna Luis Tosar en la película, por ejemplo, con sus pausas y su mosca detrás de la oreja permanente, puede tener que ver con uno de los comisarios al que presenta el cineasta.
Tampoco quiere que figure su nombre. “El contrabando es una cultura en el Estrecho”, comenta el policía.
Una contundente conclusión que le dejan 22 años de servicio en la zona y que otros corroboran sin muchos complejos.
Entonces, este policía perseguía el tabaco y el hachís. “Por lo primero, que con la crisis ha vuelto a aumentar después de haber prácticamente desaparecido en los años noventa, pueden llevarse 50 o 60 euros en cada cargamento. Pero por un kilo de coca, les caen entre 20.000 y 25.000 euros”.
En esta zona puedes acceder al tráfico cuando quiEras.pero dormir en mi cama tranquilo, para mí, no tiene precio”, dice Jesús Castro
A juicio de este policía, es muy difícil de controlar.
Con una simple vista desde las grúas más altas de la terminal Maersk, uno cae en la sensación de imposibilidad de mantener a raya ese laberinto donde se depositan 3,2 millones de contenedores al año guiados por 1.900 estibadores.
Un entramado que directa o indirectamente supone un 15% en el mercado laboral gaditano y del que se derivan 30.000 puestos de trabajo en la provincia.
En dicho enjambre superlativo, los traficantes se las apañan para pasar la mercancía camuflada en todo tipo de maniobras de despiste, incluso para el escáner camuflado en un camión que tiene la Guardia Civil en el puerto.
Los agentes se exponen a sus dosis de radiación permanente, advirtiendo al visitante del peligro.
Lisardo Capote y Miguel Ángel Pin, responsables de aduanas, están contentos.
En estos días han descubierto alijos de 700 kilos de cocaína. Aun así, ya no saben cómo atajarlo. “Hemos registrado mercancías a las que mirábamos y que, a su vez, parecían devolvernos la mirada ellas, retándonos”, afirman.
La droga puede andar en las puertas de los contenedores –un buen truco, porque rompe la barrera psicológica de quien rastrea ya que va directo a la mercancía–, dentro de las piñas agujereadas provenientes de América, África o en plátanos decorativos. Los carteles colombianos, por ejemplo, se las apañan para transportarla al continente vecino y de ahí, por Algeciras, para Europa. “La de los contenedores es la vía más rentable para entrar en la Unión”, afirman los agentes de aduanas.
También podría serlo creativamente para un cine un tanto huérfano de historias incómodas.
Monzón, una vez más, convencido de que la dureza y el realismo de sus argumentos no ahuyentan al público sino que lo enganchan, se ha involucrado hasta el tuétano en el alumbramiento de El niño.
Cineasta de historias duras y cruzadas con maestría cristalina –como demuestra en este caso–, que no de estilos rimbombantes ni manierismos epatantes, ha rodado esta nueva película al natural. “En escenarios reales, sin trampas, tanto en Algeciras como en La Línea o en Gibraltar y Marruecos corriendo muchos riesgos allí”, comenta.
Lo ha dado todo por un plano de plantaciones en Ketama y algo que nos dejara el aroma de polvorín que son hoy las inmediaciones de Ceuta y Melilla.
Se ha ganado la complicidad de los barrios más conflictivos de Algeciras. Se ha adentrado también en los pasadizos del Peñón, donde un día se jugaron unas cuantas cartas del espionaje y las telecomunicaciones que resolvieron parte de la Segunda Guerra Mundial y hoy merodean en las casas de apuestas, rodeados por los monos, los evasores de impuestos.
El resultado es un preclaro análisis llevado hacia la cumbre por medio de la ficción
. El cuadro de una de las realidades más complejas, imbricadas e inquietantes que se dan hoy en ese triángulo que une España a Europa y África. El cruce de unos continentes cuyas fronteras entre la delincuencia, la necesidad, la ley y sus resortes resaltan la delicada piel contemporánea de nuestra época.
Una de espías y muchas de risa..................................................................................... Tereixa Constenla
Pilar Millán Astray, prolífica autora de comedias y hermana del fundador de la Legión, perteneció a la red que tejió el servicio secreto alemán en Barcelona.
Pilar Millán Astray (A Coruña 1879-Madrid, 1949) nunca habría dicho
que muera la inteligencia.
O al menos cuesta aventurar lo contrario teniendo en cuenta que la hermana mayor del fundador de la Legión, José Millán Astray y Terreros, escribió cerca de medio centenar de libros, dirigió el Teatro Muñoz Seca de Madrid durante la República y sacó adelante a sus hijos en los años malos de la Primera Guerra Mundial trabajando para el espionaje alemán en Barcelona.
Una circunstancia que destapó el historiador Fernando García Sanz y que detalla en su libro España en la Gran Guerra, publicado este año por Galaxia Gutenberg.
“En el periodo de entreguerras se convirtió en la escritora y, principalmente, comediógrafa más popular del panorama literario español, llegando su fama hasta nuestros días sobre todo por una de sus primeras obras de éxito, La tonta del bote.
Sin embargo, algo que no cuenta ninguna de sus biografías es que su situación personal durante la guerra llegara a ser tan dura o tan difícil: viuda y con tres hijos, decidió dar un paso adelante y ponerse al servicio de la red de espionaje alemán radicada en Barcelona
. El trabajo era delicado, pero podía conseguir beneficios rápidos y abundantes”, escribe García Sanz.
Los alemanes habían esparcido agentes por los hoteles para controlar la llegada de personajes vitales para sus servicios de información.
Mujeres como Pilar Millán Astray —culta, elegante y atractiva: véase el retrato de Julio Romero de Torres que ilustró la cubierta de su obra La mercería de la dalia roja— eran el prototipo idóneo para sonsacar datos de interés a políticos y militares de alto rango
. En el hotel Colón, de Barcelona, contactó con el embajador británico en España, sir Arthur Henry Hardinge
. Su relación debió ser lo bastante estrecha para que ella pudiese acceder a su habitación y copiar todos los informes de su cartera.
“Cada vez que realizaba este trabajo, debía entregar los documentos en casa de Manuel Bravo Portillo [comisario que había trabajado en el pasado a las órdenes del padre de Pilar Millán Astray] a Alberto Hornemann, alemán naturalizado español, uno de los principales dirigentes del espionaje alemán y directo colaborador del agregado naval en la Embajada en Madrid, Hans von Krohn.
A cambio de la entrega de la copia de documentos, Pilar Millán Astray recibía en cada ocasión la importante suma de mil pesetas”, cuenta el historiador.
El final de la Gran Guerra coincidió con el despegue de la carrera literaria de Millán Astray, que hasta entonces se había limitado a colaboraciones en prensa.
Con la novela La hermana Teresa ganó el premio Blanco y Negro en 1919 y, a partir de entonces, se convirtió en una prolífica autora.
Jacinto Benavente detectó en seguida su talento: “Hay en usted una gran dramaturga. Haga una cosa para el teatro”.
De esta sugerencia salió su primera obra teatral, El rugir del león (1923), inicio de una carrera de éxitos con sainetes y comedias costumbristas como La galana, Una chula de corazón o La tonta del bote, que se representó durante 310 días consecutivos, según Claudia Echazarreta, profesora de la Universidad Autónoma de Baja California Ensenada en México, que investigó a la escritora.
“Sus obras se encontraban en un momento de transición entre lo tradicional y lo moderno en la mujer y responden a esas características: inculcan los valores morales sobre la sociedad y la familia al tiempo que muestran la importancia del papel de la mujer tanto en la economía como en la política”, explica por correo electrónico.
A pesar de la singularidad de su biografía —tanto por su triunfo profesional en tiempos difíciles para las creadoras como sus agallas como espía en tiempos duros para sus hijos—, Millán Astray se mantuvo fiel a los valores conservadores que le inculcaron como joven de la alta sociedad. En 1936 ingresó en la prisión para “damas de España” que el Gobierno republicano organizó en la casa de ejercicios espirituales La Purísima, en Alaquàs (Valencia), por apoyar a los militares sublevados el 18 de julio.
Aquella experiencia, que compartió con otros grandes apellidos del régimen franquista como Rosario Queipo de Llano, Carmen Primo de Rivera o Pilar Jaraiz Franco, se recogió en el libro Cautivas. 32 meses en las prisiones rojas, en 1940.
Falleció nueve años más tarde durante el homenaje a una actriz.
O al menos cuesta aventurar lo contrario teniendo en cuenta que la hermana mayor del fundador de la Legión, José Millán Astray y Terreros, escribió cerca de medio centenar de libros, dirigió el Teatro Muñoz Seca de Madrid durante la República y sacó adelante a sus hijos en los años malos de la Primera Guerra Mundial trabajando para el espionaje alemán en Barcelona.
Una circunstancia que destapó el historiador Fernando García Sanz y que detalla en su libro España en la Gran Guerra, publicado este año por Galaxia Gutenberg.
“En el periodo de entreguerras se convirtió en la escritora y, principalmente, comediógrafa más popular del panorama literario español, llegando su fama hasta nuestros días sobre todo por una de sus primeras obras de éxito, La tonta del bote.
Sin embargo, algo que no cuenta ninguna de sus biografías es que su situación personal durante la guerra llegara a ser tan dura o tan difícil: viuda y con tres hijos, decidió dar un paso adelante y ponerse al servicio de la red de espionaje alemán radicada en Barcelona
. El trabajo era delicado, pero podía conseguir beneficios rápidos y abundantes”, escribe García Sanz.
Los alemanes habían esparcido agentes por los hoteles para controlar la llegada de personajes vitales para sus servicios de información.
Mujeres como Pilar Millán Astray —culta, elegante y atractiva: véase el retrato de Julio Romero de Torres que ilustró la cubierta de su obra La mercería de la dalia roja— eran el prototipo idóneo para sonsacar datos de interés a políticos y militares de alto rango
. En el hotel Colón, de Barcelona, contactó con el embajador británico en España, sir Arthur Henry Hardinge
. Su relación debió ser lo bastante estrecha para que ella pudiese acceder a su habitación y copiar todos los informes de su cartera.
“Cada vez que realizaba este trabajo, debía entregar los documentos en casa de Manuel Bravo Portillo [comisario que había trabajado en el pasado a las órdenes del padre de Pilar Millán Astray] a Alberto Hornemann, alemán naturalizado español, uno de los principales dirigentes del espionaje alemán y directo colaborador del agregado naval en la Embajada en Madrid, Hans von Krohn.
A cambio de la entrega de la copia de documentos, Pilar Millán Astray recibía en cada ocasión la importante suma de mil pesetas”, cuenta el historiador.
El final de la Gran Guerra coincidió con el despegue de la carrera literaria de Millán Astray, que hasta entonces se había limitado a colaboraciones en prensa.
Con la novela La hermana Teresa ganó el premio Blanco y Negro en 1919 y, a partir de entonces, se convirtió en una prolífica autora.
Jacinto Benavente detectó en seguida su talento: “Hay en usted una gran dramaturga. Haga una cosa para el teatro”.
De esta sugerencia salió su primera obra teatral, El rugir del león (1923), inicio de una carrera de éxitos con sainetes y comedias costumbristas como La galana, Una chula de corazón o La tonta del bote, que se representó durante 310 días consecutivos, según Claudia Echazarreta, profesora de la Universidad Autónoma de Baja California Ensenada en México, que investigó a la escritora.
“Sus obras se encontraban en un momento de transición entre lo tradicional y lo moderno en la mujer y responden a esas características: inculcan los valores morales sobre la sociedad y la familia al tiempo que muestran la importancia del papel de la mujer tanto en la economía como en la política”, explica por correo electrónico.
A pesar de la singularidad de su biografía —tanto por su triunfo profesional en tiempos difíciles para las creadoras como sus agallas como espía en tiempos duros para sus hijos—, Millán Astray se mantuvo fiel a los valores conservadores que le inculcaron como joven de la alta sociedad. En 1936 ingresó en la prisión para “damas de España” que el Gobierno republicano organizó en la casa de ejercicios espirituales La Purísima, en Alaquàs (Valencia), por apoyar a los militares sublevados el 18 de julio.
Aquella experiencia, que compartió con otros grandes apellidos del régimen franquista como Rosario Queipo de Llano, Carmen Primo de Rivera o Pilar Jaraiz Franco, se recogió en el libro Cautivas. 32 meses en las prisiones rojas, en 1940.
Falleció nueve años más tarde durante el homenaje a una actriz.
Mentes asesinas » El placer de asesinar.................................................... Rebeca Carranco
El celador de Olot se sentía una mujer atrapado en un cuerpo de hombre. Con sus crímenes de ancianos buscaba una satisfacción personal que nunca tuvo en su vida.
Joan Vila se sentía mujer pero nunca lo dijo. “De pequeño jugaba con
muñecas y a las cocinitas, saltaba a la cuerda con las niñas, hacía de
mamá... En casa no ha entrado una pelota”, contó a los psiquiatras que
le visitaron en prisión.
De adolescente, solía peinar a sus amigas al estilo del grupo de música de Mecano.
Y ya de adulto, cuando era celador de la residencia geriátrica La Caritat, en Olot (Girona), compraba lacas de uñas para acicalar a las ancianas.
“En mi fantasía siempre me he visto como una mujer, formando una familia, cuidándola”.
Un secreto que el conocido como celador de Olot, de 49 años, mantuvo consigo hasta que fue detenido por matar a 11 ancianos de la residencia con cócteles de barbitúricos, insulina y productos cáusticos.
Acomplejado, confundido por su orientación sexual, poco adaptado en su pueblo, Castellfollit de la Roca, en el interior de Girona, y con la obsesión de agradar a los demás, Vila se convirtió en un asiduo del diván durante más de dos décadas
. En ese tiempo, ninguno de los especialistas que le trató detectó que tenía delante a un asesino en serie.
Y es que ni es un psicópata, ni tiene problemas para distinguir lo que está bien de lo que está mal ni sufre ningún tipo de desdoblamiento de personalidad que le haya servido como atenuante para explicar por qué envenenó a los ancianos (nueve mujeres y dos hombres).
Con sus crímenes buscaba la satisfacción que le daba controlar el tránsito de la vida a la muerte, según los peritos psiquiátricos y psicológicos que le examinaron.
“A los 10 años, me veía una mujer, una mujer que va a la escuela.
A los 13 o 14, me ponía los tacones o la ropa de mi madre en casa.
A los 14 años, me veía como una niña.
Las miraba con sus novios y soñaba que yo tenía uno con moto, que me llevaba a la discoteca, bailaba con él...”, relató a los dos psiquiatras forenses Miguel Ángel Soria y Lluís Borràs, contratados para su defensa, que alegó que Vila quería “ayudar a morir a sus víctimas” sin ser consciente del mal que causaba, y pidió para él 20 años de libertad vigilada
. La tesis que peleó el abogado Carles Monguilod no cuajó y Vila fue condenado a 127 años de prisión, con el agravante de ensañamiento y alevosía en sus asesinatos.
Los psiquiatras sostienen que su identificación con una mujer le causó un “elevado sufrimiento”, una “agonía vital” debido a su “incapacidad para estructurar su sexualidad femenina”.
Su primer enamoramiento llegó a los 18 años, pero “basado en una fuerte fantasía”, como si fuese una joven.
“Me veía guapa, deseada... Cuando nadie miraba, ponía los pies sobre la moto, como si fuese una chica”, refirió el celador.
Todavía tardaría 10 años en mantener su primera relación sexual con un hombre (jamás mantuvo relaciones con mujeres).
En aquella época salía por la noche, acudía a bares de ambiente gay y se refugiaba en un diminuto piso familiar, de 20 metros cuadrados, que poseían en Castelló d‘Empúries, una zona muy turística, que en verano garantizaba el anonimato.
Pero no logró nunca mantener una relación sentimental larga; la que más, duró tres meses.
Lo que le llevó por primera vez al psiquiatra no fue el amor, sino el cierre de la peluquería Tons Cabell-Moda, que había montado dos años antes en Figueres, y la sensación de fracaso y angustia. Vila sufrió un torbellino de cambios de trabajo (empresa de plásticos, sector textil, hostelería...) y de cursos (quiromasaje, cocina, modisto, masajes, reflexología podal...) y una obsesión que le acompañaría casi para siempre: un temblor de manos, imperceptible para las personas que le conocían.
Cambió varias veces de psiquiatra, probó con ir únicamente a psicólogos, o una combinación de ambos en los 15 años que tardó en encontrar una profesión estable: el cuidado de ancianos.
Empezó en Banyoles, en la clínica El Mirador, en mayo de 2005 y ocho meses después dio el salto a La Caritat, que dirigía precisamente uno de sus psicólogos, Joan Sala, que jamás le vio como un peligro para nadie.
Su perfil responde al de un “inmaduro emocional” que “carece de empatía”, “introvertido, obsesivo con pocas habilidades sociales e interpersonales”, según los informes que constan en el sumario.
Era un maniático del orden, consumía muchas bebidas energizantes, en ocasiones mezcladas con alcohol y ansiolíticos, comía compulsivamente y tenía una leve depresión.
Vila empezó matando a los ancianos en agosto de 2009 con barbitúricos e insulina para “sentirse bien”, como un “dios” que decide sobre la vida y la muerte, según los especialistas que le trataron en prisión por orden del juez.
Primero los asesinatos eran espaciados (cada dos o tres meses).
Pero el ritmo se fue acelerando hasta que cometió sus tres últimos asesinatos en una semana (entre el 12 y el 17 de octubre de 2010) y con un método mucho más cruel: quemó a las ancianas por dentro obligándolas a beber lejía o ácido desincrustante.
Al inicio buscaba “tener el control”, pero cuando ya no le llenaba “hubo una segunda etapa en la que buscaba la sensación de infringir sufrimiento”, explicó Álvaro Muro, el coordinador de la Unidad de Hospitalización Psiquiátrica de Cataluña.
Lo comparó con “tener hambre y buscar comida”. “La subida de endorfinas que produce la sensación de tener poder sobre la vida y la muerte cada vez se busca más y con la repetición se produce menos, por lo que hay que buscar otros métodos para que esa sensación se produzca”, explicó el especialista, para quien La Caritat se convirtió en “el laboratorio de la muerte” de Vila.
Una visión muy distinta a la del celador, que calificó su etapa en el geriátrico como la “más feliz de su vida”.
“Me sentía muy querido y valorado”, dijo durante el juicio, en el que no pudo reprimir un “¡pobre!” cada vez que el fiscal Enrique Barata le preguntaba por sus víctimas.
“Formaban parte de mi vida, los necesitaba... Eran más que personas, eran mi familia”, dijo.
Al verlas “agonizar” quiso “ahorrarles sufrimiento y darles paz”, sostuvo el celador, en contra del testimonio de muchos de los familiares de los ancianos, que destacaban su buen estado de salud.
“No pensé que estaba cometiendo un asesinato”, insistió Vila, que incluso asistió al entierro de algunas de sus víctimas, mostrándose afectado.
“Es bondadoso y buena persona con la gente, pero dentro de su privacidad va volviéndose más peligroso hacia los demás”, aseguró Muro
. Tras conocer sus asesinatos, algunas de las palabras de Vila cobraron especial importancia para sus compañeros en la residencia.
“Qué mala suerte, se me mueren todas a mí”, les dijo tras las últimas muertes. “Se está despidiendo de todo el mundo. Es como si oliera a muerte”, comentó sobre Joan Canal, otra de sus víctimas. Después de ver cómo Sabina Masllorens, a la que abrasó por dentro con cáusticos, se retorcía y expulsaba sangre por la boca, contó a los psicólogos que se fue a casa, se duchó y se puso a ver la tele.
“No me sentía culpable”, admitió.
Y aseguró que lo volvería a hacer.
De adolescente, solía peinar a sus amigas al estilo del grupo de música de Mecano.
Y ya de adulto, cuando era celador de la residencia geriátrica La Caritat, en Olot (Girona), compraba lacas de uñas para acicalar a las ancianas.
“En mi fantasía siempre me he visto como una mujer, formando una familia, cuidándola”.
Un secreto que el conocido como celador de Olot, de 49 años, mantuvo consigo hasta que fue detenido por matar a 11 ancianos de la residencia con cócteles de barbitúricos, insulina y productos cáusticos.
Acomplejado, confundido por su orientación sexual, poco adaptado en su pueblo, Castellfollit de la Roca, en el interior de Girona, y con la obsesión de agradar a los demás, Vila se convirtió en un asiduo del diván durante más de dos décadas
. En ese tiempo, ninguno de los especialistas que le trató detectó que tenía delante a un asesino en serie.
Y es que ni es un psicópata, ni tiene problemas para distinguir lo que está bien de lo que está mal ni sufre ningún tipo de desdoblamiento de personalidad que le haya servido como atenuante para explicar por qué envenenó a los ancianos (nueve mujeres y dos hombres).
Con sus crímenes buscaba la satisfacción que le daba controlar el tránsito de la vida a la muerte, según los peritos psiquiátricos y psicológicos que le examinaron.
“A los 10 años, me veía una mujer, una mujer que va a la escuela.
A los 13 o 14, me ponía los tacones o la ropa de mi madre en casa.
A los 14 años, me veía como una niña.
Las miraba con sus novios y soñaba que yo tenía uno con moto, que me llevaba a la discoteca, bailaba con él...”, relató a los dos psiquiatras forenses Miguel Ángel Soria y Lluís Borràs, contratados para su defensa, que alegó que Vila quería “ayudar a morir a sus víctimas” sin ser consciente del mal que causaba, y pidió para él 20 años de libertad vigilada
. La tesis que peleó el abogado Carles Monguilod no cuajó y Vila fue condenado a 127 años de prisión, con el agravante de ensañamiento y alevosía en sus asesinatos.
Los psiquiatras sostienen que su identificación con una mujer le causó un “elevado sufrimiento”, una “agonía vital” debido a su “incapacidad para estructurar su sexualidad femenina”.
Su primer enamoramiento llegó a los 18 años, pero “basado en una fuerte fantasía”, como si fuese una joven.
“Me veía guapa, deseada... Cuando nadie miraba, ponía los pies sobre la moto, como si fuese una chica”, refirió el celador.
Todavía tardaría 10 años en mantener su primera relación sexual con un hombre (jamás mantuvo relaciones con mujeres).
En aquella época salía por la noche, acudía a bares de ambiente gay y se refugiaba en un diminuto piso familiar, de 20 metros cuadrados, que poseían en Castelló d‘Empúries, una zona muy turística, que en verano garantizaba el anonimato.
Pero no logró nunca mantener una relación sentimental larga; la que más, duró tres meses.
Lo que le llevó por primera vez al psiquiatra no fue el amor, sino el cierre de la peluquería Tons Cabell-Moda, que había montado dos años antes en Figueres, y la sensación de fracaso y angustia. Vila sufrió un torbellino de cambios de trabajo (empresa de plásticos, sector textil, hostelería...) y de cursos (quiromasaje, cocina, modisto, masajes, reflexología podal...) y una obsesión que le acompañaría casi para siempre: un temblor de manos, imperceptible para las personas que le conocían.
Cambió varias veces de psiquiatra, probó con ir únicamente a psicólogos, o una combinación de ambos en los 15 años que tardó en encontrar una profesión estable: el cuidado de ancianos.
Empezó en Banyoles, en la clínica El Mirador, en mayo de 2005 y ocho meses después dio el salto a La Caritat, que dirigía precisamente uno de sus psicólogos, Joan Sala, que jamás le vio como un peligro para nadie.
Su perfil responde al de un “inmaduro emocional” que “carece de empatía”, “introvertido, obsesivo con pocas habilidades sociales e interpersonales”, según los informes que constan en el sumario.
Era un maniático del orden, consumía muchas bebidas energizantes, en ocasiones mezcladas con alcohol y ansiolíticos, comía compulsivamente y tenía una leve depresión.
Vila empezó matando a los ancianos en agosto de 2009 con barbitúricos e insulina para “sentirse bien”, como un “dios” que decide sobre la vida y la muerte, según los especialistas que le trataron en prisión por orden del juez.
Primero los asesinatos eran espaciados (cada dos o tres meses).
Pero el ritmo se fue acelerando hasta que cometió sus tres últimos asesinatos en una semana (entre el 12 y el 17 de octubre de 2010) y con un método mucho más cruel: quemó a las ancianas por dentro obligándolas a beber lejía o ácido desincrustante.
Al inicio buscaba “tener el control”, pero cuando ya no le llenaba “hubo una segunda etapa en la que buscaba la sensación de infringir sufrimiento”, explicó Álvaro Muro, el coordinador de la Unidad de Hospitalización Psiquiátrica de Cataluña.
Lo comparó con “tener hambre y buscar comida”. “La subida de endorfinas que produce la sensación de tener poder sobre la vida y la muerte cada vez se busca más y con la repetición se produce menos, por lo que hay que buscar otros métodos para que esa sensación se produzca”, explicó el especialista, para quien La Caritat se convirtió en “el laboratorio de la muerte” de Vila.
Una visión muy distinta a la del celador, que calificó su etapa en el geriátrico como la “más feliz de su vida”.
“Me sentía muy querido y valorado”, dijo durante el juicio, en el que no pudo reprimir un “¡pobre!” cada vez que el fiscal Enrique Barata le preguntaba por sus víctimas.
“Formaban parte de mi vida, los necesitaba... Eran más que personas, eran mi familia”, dijo.
Al verlas “agonizar” quiso “ahorrarles sufrimiento y darles paz”, sostuvo el celador, en contra del testimonio de muchos de los familiares de los ancianos, que destacaban su buen estado de salud.
“No pensé que estaba cometiendo un asesinato”, insistió Vila, que incluso asistió al entierro de algunas de sus víctimas, mostrándose afectado.
“Es bondadoso y buena persona con la gente, pero dentro de su privacidad va volviéndose más peligroso hacia los demás”, aseguró Muro
. Tras conocer sus asesinatos, algunas de las palabras de Vila cobraron especial importancia para sus compañeros en la residencia.
“Qué mala suerte, se me mueren todas a mí”, les dijo tras las últimas muertes. “Se está despidiendo de todo el mundo. Es como si oliera a muerte”, comentó sobre Joan Canal, otra de sus víctimas. Después de ver cómo Sabina Masllorens, a la que abrasó por dentro con cáusticos, se retorcía y expulsaba sangre por la boca, contó a los psicólogos que se fue a casa, se duchó y se puso a ver la tele.
“No me sentía culpable”, admitió.
Y aseguró que lo volvería a hacer.
Suscribirse a:
Entradas (Atom)