Nicolás Sarkozy ha vuelto a la política.
Quizá su proyecto, expresado aún con medidas palabras, sobre su regreso a la cabeza de su partido, la Unión por un Movimiento Popular (UMP), no lleguen a buen término, pero esta semana el mediático expresidente de la República, el primero en la historia en ser detenido (y luego imputado) por corrupción, se ha adueñado del centro de la escena pública.
Su virulento ataque a las instituciones, sembrando las sospechas sobre la justicia y el poder ejecutivo, ha profundizado en la crisis que atraviesa el país y ha agravado, sobre todo, la de la formación conservadora a la que pertenece, hundida en la ruina económica —debe 46 millones de euros— y la ausencia de liderazgo y atrapada por los escándalos de corrupción.
Desde la izquierda se teme que la irrupción de Sarkozy beneficie a la ultraderecha.
El miércoles pasado, a las ocho de la tarde, medio país estaba atento a la televisión.
Y no era para seguir a la selección francesa de fútbol.
Solemne, de traje oscuro, recién afeitado y sin signos de haber pasado la peor noche de su vida en comisaría, el expresidente eligió a dos emisoras (TF1 y Europe1) para explicarse ante la opinión pública.
Los detalles de su detención los desgranó, indignado, él mismo. “Fui llevado en un vehículo policial escoltado por cinco policías, he sido interrogado durante 15 horas y después recibido por los jueces a las dos de la mañana”, dijo ante las cámaras, preguntándose si ello no tenía el único fin de humillarle.
Un importante sector social se ha subido al carro de la teoría de la conspiración
. Lo ha hecho la líder del ultraderechista Frente Nacional, Marine Le Pen, lo ha hecho la UMP (“¿Era una juez que se felicitó por la derrota de Sarkozy en 2012 la más adecuada para juzgarle imparcialmente?”, se pregunta el secretario general Luc Chatel) y algunos medios de comunicación, como Le Figaro, que no dudan en apuntar la posible revancha de la izquierda en busca de la “muerte política” del expresidente.
Sarkozy quedó imputado la madrugada del miércoles por presuntos delitos de tráfico influencias, violación de secretos y corrupción activa
. El caso se basa en las escuchas telefónicas a las que el expresidente y los suyos fueron sometidos en el curso de la investigación sobre la presunta financiación ilegal de su campaña electoral de 2007 por el que fuera dictador libio Muamar el Gadafi.
La policía cree que el abogado de Sarkozy tejió una red de informantes en los tribunales para seguir los casos contra su cliente y amigo
. Tanto su letrado, Thierry Herzog, como el magistrado del Tribunal Supremo Gilbert Azibert están también imputados.
Una de las jueces que le tomó declaración de madrugada es miembro del Sindicato de la Magistratura, alineado con la izquierda.
“¿Fue una casualidad?”, se preguntaba Sarkozy en la entrevista televisada
. Incidentes anteriores alimentan sus sospechas de compló. Uno de ellos es la torpe intervención de la ministra de Justicia, Christiane Taubira, en marzo pasado, cuando declaró que no estaba al corriente de las escuchas policiales para luego admitir lo contrario, una vez que el entonces primer ministro Jean-Marc Ayrault confesara que la fiscalía había informado al Gobierno
. Frente a las acusaciones de las que tiene que defenderse Sarkozy por corrupción (media docena de casos le acorralan), el enredo político-judicial está servido.
Es la estrategia habitual de Sarkozy, según el politólogo Pascal Perrineau, que “se defiende polemizando y dividiendo”. Su temperamento y sus problemas con la justicia han berlusconizado la vida política francesa, algo que no le perdona otra parte de la sociedad. El caso Sarkozy llega en un momento de desconfianza ciudadana hacia sus instituciones.
A ello contribuye el expresidente presentando al Gobierno como un equipo de conspiradores dispuesto a destruirle.
Los socialistas, incluido el primer ministro, Manuel Valls, hablan de acusaciones “graves” que hay que investigar. “Es irresponsable cuestionar la independencia judicial”, dice a EL PAÍS un diputado.
Incluso en las filas de su partido hay malestar. “No podemos seguir contando con gente como Nicolas Sarkozy o Jean-François Copé [líder dimisionario del partido conservador salpicado por un caso de corrupción]”, ha declarado a Le Monde Laurent Brosse, un joven alcalde de la UMP.
La UMP, la gran formación conservadora que ha controlado las riendas del país durante lustros, sale gravemente tocada.
Sin presidente desde que Copé dimitió hace un mes, sus arcas están en números rojos y la tensión interna es patente.
El propio Copé ha afeado públicamente al exministro de Exteriores Alain Juppé y posible candidato a liderar el partido ser demasiado tibio en su apoyo a Sarkozy.
Si la izquierda puede desaparecer, según Valls, atrapada en la parálisis, la derecha también puede sufrir otro severo castigo.
“Muchos franceses se preguntan ahora si la UMP será capaz de presentar un candidato con asuntos pendientes en la justicia”, dice Perrineau.
Quizá su proyecto, expresado aún con medidas palabras, sobre su regreso a la cabeza de su partido, la Unión por un Movimiento Popular (UMP), no lleguen a buen término, pero esta semana el mediático expresidente de la República, el primero en la historia en ser detenido (y luego imputado) por corrupción, se ha adueñado del centro de la escena pública.
Su virulento ataque a las instituciones, sembrando las sospechas sobre la justicia y el poder ejecutivo, ha profundizado en la crisis que atraviesa el país y ha agravado, sobre todo, la de la formación conservadora a la que pertenece, hundida en la ruina económica —debe 46 millones de euros— y la ausencia de liderazgo y atrapada por los escándalos de corrupción.
Desde la izquierda se teme que la irrupción de Sarkozy beneficie a la ultraderecha.
El miércoles pasado, a las ocho de la tarde, medio país estaba atento a la televisión.
Y no era para seguir a la selección francesa de fútbol.
Solemne, de traje oscuro, recién afeitado y sin signos de haber pasado la peor noche de su vida en comisaría, el expresidente eligió a dos emisoras (TF1 y Europe1) para explicarse ante la opinión pública.
Los detalles de su detención los desgranó, indignado, él mismo. “Fui llevado en un vehículo policial escoltado por cinco policías, he sido interrogado durante 15 horas y después recibido por los jueces a las dos de la mañana”, dijo ante las cámaras, preguntándose si ello no tenía el único fin de humillarle.
Un importante sector social se ha subido al carro de la teoría de la conspiración
. Lo ha hecho la líder del ultraderechista Frente Nacional, Marine Le Pen, lo ha hecho la UMP (“¿Era una juez que se felicitó por la derrota de Sarkozy en 2012 la más adecuada para juzgarle imparcialmente?”, se pregunta el secretario general Luc Chatel) y algunos medios de comunicación, como Le Figaro, que no dudan en apuntar la posible revancha de la izquierda en busca de la “muerte política” del expresidente.
Sarkozy quedó imputado la madrugada del miércoles por presuntos delitos de tráfico influencias, violación de secretos y corrupción activa
. El caso se basa en las escuchas telefónicas a las que el expresidente y los suyos fueron sometidos en el curso de la investigación sobre la presunta financiación ilegal de su campaña electoral de 2007 por el que fuera dictador libio Muamar el Gadafi.
La policía cree que el abogado de Sarkozy tejió una red de informantes en los tribunales para seguir los casos contra su cliente y amigo
. Tanto su letrado, Thierry Herzog, como el magistrado del Tribunal Supremo Gilbert Azibert están también imputados.
Una de las jueces que le tomó declaración de madrugada es miembro del Sindicato de la Magistratura, alineado con la izquierda.
“¿Fue una casualidad?”, se preguntaba Sarkozy en la entrevista televisada
. Incidentes anteriores alimentan sus sospechas de compló. Uno de ellos es la torpe intervención de la ministra de Justicia, Christiane Taubira, en marzo pasado, cuando declaró que no estaba al corriente de las escuchas policiales para luego admitir lo contrario, una vez que el entonces primer ministro Jean-Marc Ayrault confesara que la fiscalía había informado al Gobierno
. Frente a las acusaciones de las que tiene que defenderse Sarkozy por corrupción (media docena de casos le acorralan), el enredo político-judicial está servido.
Es la estrategia habitual de Sarkozy, según el politólogo Pascal Perrineau, que “se defiende polemizando y dividiendo”. Su temperamento y sus problemas con la justicia han berlusconizado la vida política francesa, algo que no le perdona otra parte de la sociedad. El caso Sarkozy llega en un momento de desconfianza ciudadana hacia sus instituciones.
A ello contribuye el expresidente presentando al Gobierno como un equipo de conspiradores dispuesto a destruirle.
Los socialistas, incluido el primer ministro, Manuel Valls, hablan de acusaciones “graves” que hay que investigar. “Es irresponsable cuestionar la independencia judicial”, dice a EL PAÍS un diputado.
Incluso en las filas de su partido hay malestar. “No podemos seguir contando con gente como Nicolas Sarkozy o Jean-François Copé [líder dimisionario del partido conservador salpicado por un caso de corrupción]”, ha declarado a Le Monde Laurent Brosse, un joven alcalde de la UMP.
La UMP, la gran formación conservadora que ha controlado las riendas del país durante lustros, sale gravemente tocada.
Sin presidente desde que Copé dimitió hace un mes, sus arcas están en números rojos y la tensión interna es patente.
El propio Copé ha afeado públicamente al exministro de Exteriores Alain Juppé y posible candidato a liderar el partido ser demasiado tibio en su apoyo a Sarkozy.
Si la izquierda puede desaparecer, según Valls, atrapada en la parálisis, la derecha también puede sufrir otro severo castigo.
“Muchos franceses se preguntan ahora si la UMP será capaz de presentar un candidato con asuntos pendientes en la justicia”, dice Perrineau.