Se cumple una década de la muerte del protagonista de ‘El padrino'.
En los tranvías cabalgan los deseos y en los pisos vacíos crujen
tarimas bajo el atropello carnal de lo prohibido. Mucho de eso saben los
ángeles exterminadores, esa taxonomía que viaja a bordo del odio, el
tormento, el sudor y el sexo.
Animales salvajes sueltos en la tundra, estirpe inconfundible: aquí un coronel entre las sombras de la selva y de la locura, allí un macho otoñal entrando por el culo de una hembra extraviada, allá el irresistible pater familias del crimen organizado disfrazado de glamur, a lo lejos el caudillo de Roma en el laberinto del poder y al fondo del túnel los puños de Terry Malloy machacando las cabezas y las almas de los estibadores en los barracones del puerto.
En todas y cada una de esas escenas y de esas composiciones machihembradas en la muy fascinante aunque muy discutible fábrica del Actors Studio y a partir de ahí catapultadas directamente a la gloria, Marlon Brando (Omaha, 1924-Los Ángeles, 2004) nos interpela, nos seduce y nos interroga sobre nuestras miserias, que también son nuestras grandezas, a veces. Brando nos lleva al huerto y logra —como algunos elegidos, como Cary Grant, como Paul Newman, como Warren Beatty, como Al Pacino, como Jeremy Irons— que la sombra de una duda llegue a planear sobre la heterosexualidad de ciertos varones y sobre la homosexualidad de algunas señoras.
No fue el más guapo, tampoco el más alto, pero su camiseta sudada en Un tranvía llamado deseo confirma en cada visionado el inagotable magma de morbo y hechizo que desprende una y otra vez este actor.
Marlon Brando, de cuya muerte se cumplieron diez años el lunes, ganó dos oscars, que es mucho, pero solo ganó dos oscars.
Podía haber conquistado varios más. La siempre caprichosa (en el mejor de los casos) Academia decidió otorgárselos por sus trabajos en La ley del silencio (1954) y El padrino (1972).
Sin el oro se quedaron joyas del calibre de El último tango (1973), Julio César (1953), ¡Viva Zapata! (1952) o Un tranvía llamado deseo (1951)... aunque por todas ellas resultó nominado a la estatuilla.
Solo su furibunda vocación activista en defensa de los derechos de los indios norteamericanos puede ser comparada a su talento ante las cámaras.
Cuando Hollywood lo ungió con su dedo y le dio el Oscar por El padrino, Brando decidió no ir a recogerlo y envió a una actriz amiga suya de origen indio para que defendiera la causa delante de los esmóquines, las limusinas y otros símbolos del poder.
Se casó tres veces y tuvo 16 hijos, tres de ellos adoptados
. El suicidio de su hija Cheyenne en 1995 —después de que otro hijo suyo, Christian, fuera enviado a la cárcel por asesinar al novio de esta— fue el golpe más duro de una vida destilada entre las luces de una embrujadora vis actoral y las sombras de una personalidad volcánica
. La personalidad de un actor llamado deseo.
Animales salvajes sueltos en la tundra, estirpe inconfundible: aquí un coronel entre las sombras de la selva y de la locura, allí un macho otoñal entrando por el culo de una hembra extraviada, allá el irresistible pater familias del crimen organizado disfrazado de glamur, a lo lejos el caudillo de Roma en el laberinto del poder y al fondo del túnel los puños de Terry Malloy machacando las cabezas y las almas de los estibadores en los barracones del puerto.
En todas y cada una de esas escenas y de esas composiciones machihembradas en la muy fascinante aunque muy discutible fábrica del Actors Studio y a partir de ahí catapultadas directamente a la gloria, Marlon Brando (Omaha, 1924-Los Ángeles, 2004) nos interpela, nos seduce y nos interroga sobre nuestras miserias, que también son nuestras grandezas, a veces. Brando nos lleva al huerto y logra —como algunos elegidos, como Cary Grant, como Paul Newman, como Warren Beatty, como Al Pacino, como Jeremy Irons— que la sombra de una duda llegue a planear sobre la heterosexualidad de ciertos varones y sobre la homosexualidad de algunas señoras.
No fue el más guapo, tampoco el más alto, pero su camiseta sudada en Un tranvía llamado deseo confirma en cada visionado el inagotable magma de morbo y hechizo que desprende una y otra vez este actor.
Marlon Brando, de cuya muerte se cumplieron diez años el lunes, ganó dos oscars, que es mucho, pero solo ganó dos oscars.
Podía haber conquistado varios más. La siempre caprichosa (en el mejor de los casos) Academia decidió otorgárselos por sus trabajos en La ley del silencio (1954) y El padrino (1972).
Sin el oro se quedaron joyas del calibre de El último tango (1973), Julio César (1953), ¡Viva Zapata! (1952) o Un tranvía llamado deseo (1951)... aunque por todas ellas resultó nominado a la estatuilla.
Solo su furibunda vocación activista en defensa de los derechos de los indios norteamericanos puede ser comparada a su talento ante las cámaras.
Cuando Hollywood lo ungió con su dedo y le dio el Oscar por El padrino, Brando decidió no ir a recogerlo y envió a una actriz amiga suya de origen indio para que defendiera la causa delante de los esmóquines, las limusinas y otros símbolos del poder.
Se casó tres veces y tuvo 16 hijos, tres de ellos adoptados
. El suicidio de su hija Cheyenne en 1995 —después de que otro hijo suyo, Christian, fuera enviado a la cárcel por asesinar al novio de esta— fue el golpe más duro de una vida destilada entre las luces de una embrujadora vis actoral y las sombras de una personalidad volcánica
. La personalidad de un actor llamado deseo.