En octubre próximo, el Museo Whitney de Nueva York
se despedirá de la que ha sido su sede durante 48 años.
El edificio de hormigón diseñado por Marcel Breuer en el Upper East Side pasará a ser una extensión del Metropolitan y el Whitney se mudará, en la primavera de 2015, a un espacio nuevo, más amplio y adecuado para las grandes dimensiones (y ambiciones) del arte contemporáneo.
Como un centro de exposiciones dedicadas al arte estadounidense, guarda cierta lógica que el canto del cisne del viejo Whitney sea una muestra de Jeff Koons, quintaesencia del creador americano de éxito, poseedor del récord en una subasta para un artista vivo, que logró el pasado noviembre cuando su escultura Balloon dog (Orange) se adjudicó en Christie’s por más de 58 millones de dólares (42,5 millones de euros). La muestra, titulada sencillamente Jeff Koons: a retrospective, se podrá ver hasta el 19 de octubre y viajará después al Pompidou y al Guggenheim de Bilbao.
Para que no decaigan los superlativos, la exposición quedará en los anales como la mayor retrospectiva dedicada a un único artista por el Whitney.
Y es la primera consagrada a su legado en la ciudad en que vive.
“No queríamos dejar el edificio mirando atrás con nostalgia. Queríamos hacer algo audaz que fuera nuevo para el Whitney, para Jeff y para Nueva York”, dice Scott Rothkopf, comisario de la antológica.
Cuatro años le ha costado organizar esta gran retrospectiva que recorre toda la carrera del artista, “desde su serie de 1978 hasta obras terminadas literalmente la semana pasada”, explica.
Han hecho falta tres semanas, con equipos trabajando los siete días en turnos de 11 horas, para meter y colocar las más de 150 piezas que se exhiben, cuyo coste, “millones de dólares”, el museo prefiere no revelar. Espera, además, que marque un récord de asistencia.
La faraónica tarea de encapsular la trayectoria de Koons ya la emprendió el Guggenheim de Nueva York a finales de los noventa, pero fracasó por el excesivo coste y las elevadas exigencias de Koons. El artista, que ha tardado 20 años en acabar su última obra, Play-Doh, porque no daba con el material correcto que imitara la famosa plastilina, tiene unos altos estándares de calidad. Y siempre quiere más.
Como dice Adam D. Weinberg, director del Whitney: “Jeff Koons es el Andy Warhol de su tiempo”. Y no solo porque también eleve el objeto cotidiano y los motivos populares —una aspiradora, una colchoneta, un Popeye— a piezas (carísimas) de museo, sino porque, además, ha sido un adelantado a su tiempo, al influir, por ejemplo, en Damien Hirst.
Y, como Warhol o Dalí, Koons ha hecho de él mismo su mejor obra.
“Esto es lo que quería en este momento de mi vida”, explicó el autor con su perenne sonrisa durante la presentación a la prensa.
“Tengo 59 años, y [con esta retrospectiva] puedo compartir mi diálogo con el arte con otros artistas jóvenes.
Creo de verdad en el arte; me ha enseñado a ser mejor persona”, dijo.
Cada serie de la obra de Jeff Koons corresponde a una etapa vital; nunca ha puesto límites entre lo personal y lo profesional. Celebration, por ejemplo, la más famosa, se la dedicó a su hijo, cuando su exesposa, ex actriz porno y expolítica, Cicciolina, se lo llevó a Italia.
Aprendió la lección de Dalí, su primer ídolo y por quien empezó a pintar:
“Mi experiencia con él me hizo sentir que podía hacer lo que quisiera. Puedes tener una vida y el arte puede ser el centro de tu vida”.
Por eso, la muestra se ha organizado de una manera “tradicional, cronológicamente”, dice Rothkopf. Y de abajo arriba: “Las salas de este edificio son más grandes según subes y la escala del trabajo de Koons también”.
Y está todo, desde las pequeñas Flores hinchables de 1978, su primera obra, o las aspiradoras en vitrinas de The new hasta Gorilla o la serie Balloon dog, pasando por Celebration o su época más controvertida, cuando creó, precisamente para el Whitney, Made in Heaven. En ella, interpretaba con Cicciolina una película porno.
“Es como juntar a la familia”, afirma al ver toda su obra desplegada cronológicamente por primera vez.
“Cada uno es como un hijo; cada uno es único, tienen su propio espíritu, pero comparten ADN”. En su obsesión por los materiales y por incluir al espectador en la obra está el código genético de su carrera, a la que no ve final.
“Esta exposición es una plataforma para el futuro.
Creo en el trabajo que hay aquí y espero que otra gente pueda encontrar un significado, pero para mí es el futuro. Espero tener otras tres décadas, quizá más, para crear arte, y ser capaz de hacer uso de mi libertad como individuo”, señala.
Esas son las esperanzas que los gerentes del museo cifran en el nuevo Whitney. Situado en el moderno barrio de Meatpacking, al sur de Manhattan, ha sido diseñado por Renzo Piano para albergar piezas de gran formato y otros sueños salvajes.
El edificio de hormigón diseñado por Marcel Breuer en el Upper East Side pasará a ser una extensión del Metropolitan y el Whitney se mudará, en la primavera de 2015, a un espacio nuevo, más amplio y adecuado para las grandes dimensiones (y ambiciones) del arte contemporáneo.
Como un centro de exposiciones dedicadas al arte estadounidense, guarda cierta lógica que el canto del cisne del viejo Whitney sea una muestra de Jeff Koons, quintaesencia del creador americano de éxito, poseedor del récord en una subasta para un artista vivo, que logró el pasado noviembre cuando su escultura Balloon dog (Orange) se adjudicó en Christie’s por más de 58 millones de dólares (42,5 millones de euros). La muestra, titulada sencillamente Jeff Koons: a retrospective, se podrá ver hasta el 19 de octubre y viajará después al Pompidou y al Guggenheim de Bilbao.
Para que no decaigan los superlativos, la exposición quedará en los anales como la mayor retrospectiva dedicada a un único artista por el Whitney.
Y es la primera consagrada a su legado en la ciudad en que vive.
“No queríamos dejar el edificio mirando atrás con nostalgia. Queríamos hacer algo audaz que fuera nuevo para el Whitney, para Jeff y para Nueva York”, dice Scott Rothkopf, comisario de la antológica.
Cuatro años le ha costado organizar esta gran retrospectiva que recorre toda la carrera del artista, “desde su serie de 1978 hasta obras terminadas literalmente la semana pasada”, explica.
Han hecho falta tres semanas, con equipos trabajando los siete días en turnos de 11 horas, para meter y colocar las más de 150 piezas que se exhiben, cuyo coste, “millones de dólares”, el museo prefiere no revelar. Espera, además, que marque un récord de asistencia.
La faraónica tarea de encapsular la trayectoria de Koons ya la emprendió el Guggenheim de Nueva York a finales de los noventa, pero fracasó por el excesivo coste y las elevadas exigencias de Koons. El artista, que ha tardado 20 años en acabar su última obra, Play-Doh, porque no daba con el material correcto que imitara la famosa plastilina, tiene unos altos estándares de calidad. Y siempre quiere más.
Como dice Adam D. Weinberg, director del Whitney: “Jeff Koons es el Andy Warhol de su tiempo”. Y no solo porque también eleve el objeto cotidiano y los motivos populares —una aspiradora, una colchoneta, un Popeye— a piezas (carísimas) de museo, sino porque, además, ha sido un adelantado a su tiempo, al influir, por ejemplo, en Damien Hirst.
Y, como Warhol o Dalí, Koons ha hecho de él mismo su mejor obra.
“Esto es lo que quería en este momento de mi vida”, explicó el autor con su perenne sonrisa durante la presentación a la prensa.
“Tengo 59 años, y [con esta retrospectiva] puedo compartir mi diálogo con el arte con otros artistas jóvenes.
Creo de verdad en el arte; me ha enseñado a ser mejor persona”, dijo.
Cada serie de la obra de Jeff Koons corresponde a una etapa vital; nunca ha puesto límites entre lo personal y lo profesional. Celebration, por ejemplo, la más famosa, se la dedicó a su hijo, cuando su exesposa, ex actriz porno y expolítica, Cicciolina, se lo llevó a Italia.
Aprendió la lección de Dalí, su primer ídolo y por quien empezó a pintar:
“Mi experiencia con él me hizo sentir que podía hacer lo que quisiera. Puedes tener una vida y el arte puede ser el centro de tu vida”.
Por eso, la muestra se ha organizado de una manera “tradicional, cronológicamente”, dice Rothkopf. Y de abajo arriba: “Las salas de este edificio son más grandes según subes y la escala del trabajo de Koons también”.
Y está todo, desde las pequeñas Flores hinchables de 1978, su primera obra, o las aspiradoras en vitrinas de The new hasta Gorilla o la serie Balloon dog, pasando por Celebration o su época más controvertida, cuando creó, precisamente para el Whitney, Made in Heaven. En ella, interpretaba con Cicciolina una película porno.
“Es como juntar a la familia”, afirma al ver toda su obra desplegada cronológicamente por primera vez.
“Cada uno es como un hijo; cada uno es único, tienen su propio espíritu, pero comparten ADN”. En su obsesión por los materiales y por incluir al espectador en la obra está el código genético de su carrera, a la que no ve final.
“Esta exposición es una plataforma para el futuro.
Creo en el trabajo que hay aquí y espero que otra gente pueda encontrar un significado, pero para mí es el futuro. Espero tener otras tres décadas, quizá más, para crear arte, y ser capaz de hacer uso de mi libertad como individuo”, señala.
Esas son las esperanzas que los gerentes del museo cifran en el nuevo Whitney. Situado en el moderno barrio de Meatpacking, al sur de Manhattan, ha sido diseñado por Renzo Piano para albergar piezas de gran formato y otros sueños salvajes.