Las mujeres implicadas en el asesinato de Isabel Carrasco Lorenzo,
la presidenta de la Diputación de León, podrían formar parte de una
tragedia griega.
Como en las obras de Eurípides y Sófocles, las mujeres de León aparecen como personajes tortuosos, atormentados y marcados por un destino fatal.
Monserrat González, su hija Monserrat Triana Martínez y la policía local Raquel Gago Rodríguez tienen una vida interior atribulada, a veces oscura, llena de recovecos.
Componen un extraño triángulo cuajado de aristas.
Un retablo del que son personajes principales de un sumario judicial, que acaba de dejar de ser secreto, y que se completa con otras muchas mujeres a su alrededor.
Los caprichos del destino.
Carrasco, nacida en Santibáñez del Bernesga (León), dura y cortante como el pedernal, murió a sus 58 años por los tres balazos que le asestó el pasado 12 de marzo Monserrat González en la pasarela sobre el río Bernesga que une el paseo de la Condesa Sagasta con el de Salamanca
. Con un tiro por la espalda, que le afectó al corazón, nada pudo hacer por ella una mujer —la enfermera Teresa Fernández García— que casualmente caminaba a pocos pasos de distancia.
Un policía retirado, Pedro Mielgo Silván, que pasaba por la zona, siguió a la presunta asesina hasta que fue detenida en las inmediaciones, junto con su hija Triana.
Al día siguiente fue arrestada la policía local Raquel Gago, tras hallarse en su coche el revólver Taurus, calibre 32, empleado en el crimen.
Desde entonces, las tres supuestas implicadas en el homicidio están en prisión por orden de la juez Sonia González Pérez.
Otra mujer en el caso
. Igual que la inspectora Elena Martínez Robles, la detective responsable de la investigación. Igual que la jefa de la policía de León, la comisaria María Marcos Salvador. Igual que la secretaria del Juzgado de Instrucción número 4, María Ángeles Quintas Álvarez.
Monserrat González está casada con Pablo Antonio Martínez García, un leonés de Santa Marina del Rey, ahora inspector jefe de la comisaría de Astorga.
Como ocurre con muchos matrimonios añejos, la pasión inicial había ido languideciendo y ahora sus relaciones eran gélidas.
Desde hace diez años viven en Astorga, donde su marido ocupa la jefatura de la comisaría de policía, aunque ella pasa largas temporadas con su hija Triana en León.
Unas veces porque va a consulta médica, otras simplemente para hacer compras.
Cualquier excusa es buena. Las dos son uña y carne. Están tan unidas que su mutua dependencia resulta un tanto enfermiza ante los ojos ajenos.
“Mi mujer y mi hija no me hacen ni puñetero caso”, ha comentado el policía más de una vez.
El domingo anterior al crimen, Monserrat, su esposo y su hija comieron con la abuela en la casa de Carrizo, el pueblo natal de las mujeres.
Después, madre e hija se fueron a León, mientras que Pablo se marchó a Astorga.
Una vez más solo.
Triana y la policía Raquel Gago eran íntimas desde que esta, muchos años atrás, había trabajado de socorrista en la piscina de Carrizo.
Desde entonces se hicieron casi inseparables. Así que en la mañana del lunes día 12, Triana telefoneó a su amiga Raquel por si le apetecía comer en su casa algo que a ella le encanta: mejillones. Sin embargo, esta rechazó la invitación y prefirió juntarse para tomar café tras el almuerzo
. La agente estuvo en un coche patrulla con su compañero Manuel Chávez Jaramillo hasta las tres de la tarde.
Salió del trabajo y llegó poco después de las cuatro al piso de la calle de la Cruz Roja, donde permaneció 15 o 20 minutos con Triana en la cocina, mientras la madre veía la televisión en el salón. Eso es lo que Raquel ha declarado: que charlaron de todo y de nada y que no hubo ningún complot para dar muerte a Isabel Carrasco, la todopoderosa presidenta de la Diputación, a quien Triana, a sus 34 años, culpaba de haberle truncado un futuro otrora prometedor.
Tras despedirse de su amiga, la policía local subió a su Volkswagen Golf y enfiló hacia el centro de la ciudad.
Según ella, quería comprar en la tienda El Rincón del Arte unos materiales para arreglar un mueble en las clases de restauración a las que solía acudir en Trobajo del Cerecedo.
Aparcó en la calle de Lucas de Tuy, entre la Gran Vía de San Marcos y la calle de Sampiro.
La tienda estaba cerrada.
Aprovechó la espera para ojear una revista y hacer varias llamadas con su móvil: a Desguaces LJM Hermanos García, de León; a la Herboristería Pepe Navarro de la calle de Fuencarral de Madrid; otra llamada para felicitar a una amiga que ese día celebraba su cumpleaños…
Además, pasó un buen rato charlando con Julio Mozo, un controlador de los parquímetros callejeros.
A las 17.19 recibió una llamada de Triana de solo 17 segundos de duración.
¿Llegaron a hablar? ¿Qué es lo que le dijo? Nadie lo sabe.
Pero resulta harto sospechoso que ese telefonazo coincidiera con el instante exacto en que el 091 de la policía recibía el aviso de un ciudadano alertando del tiroteo ocurrido en la pasarela.
Si realmente estaba compinchada en el asesinato de Isabel Carrasco, resulta difícil de entender que se dedicase a conversar con el controlador y a hablar por teléfono en vez de estar en tensión.
Salvo que tenga nervios de acero, cosa que muchos de sus compañeros de la policía desmienten: “Raquel se ponía muy alterada si había que hacer una intervención complicada. Odiaba las armas”.
¿Fue simplemente fruto de la casualidad que estuviera a unos pocos metros de donde Monserrat acababa de descerrajar cuatro tiros a la presidenta de la Diputación? ¿Estaba en el lugar equivocado a la hora equivocada? ¿Fue el azar lo que hizo caer sobre ella una maldición de tragedia griega? Porque estando a esa hora y en esa calle, apareció Triana. Esta le preguntó si tenía abierto su coche y en un abrir y cerrar de ojos tiró un bolso grande tras el asiento del copiloto, antes de marcharse diciéndole que iba a comprar fruta.
En vista de que pasaba el tiempo y que la amiga no regresaba, Raquel le telefoneó a las 17.36.
Pero aquella le contestó, azorada, que le llamaría más tarde.
Así que arrancó el coche
. A los pocos metros vio un tumulto de gente y policías, pero no se paró a ver qué sucedía. Resulta extraño que no le picase la curiosidad.
Enfiló hacia su clase de restauración en Trobajo del Cerecedo, una pedanía a dos kilómetros de León.
El alboroto estaba causado por los policías que tenían cercada a Monserrat, la cual se había subido al coche de su hija después de haberle entregado a esta, en una calle próxima, el bolso que contenía el revólver con el que acababa de matar a su odiada Isabel Carrasco.
“Deshazte de esto”, le ordenó
. Por eso, Triana —siempre dócil, siempre uña y carne con su madre— había ido y había cumplido a rajatabla.
Y cuando regresó a su propio vehículo, los policías también le arrestaron por su relación con el crimen.
Monserrat tardó poco en cantar de plano.
Estaba atrapada. Sin escapatoria. Justificó el asesinato trazando un retrato cruel y despiadado de la víctima
: “Llevaba un año queriendo encontrarme con Isabel Carrasco. Mi hija lo estaba pasando muy mal por su culpa
. Lo que le ha hecho no tiene nombre. Yo me estaba volviendo loca”.
Triana, ingeniera de Telecomunicaciones, había trabajado de interina en la Diputación entre 2006 y 2011 y allí hizo buenas migas con Isabel Carrasco, la presidenta, la dama de hierro de León.
Pero las cosas empezaron a torcerse cuando la joven se presentó a unas oposiciones y, en su opinión, hubo una especie de pucherazo que hizo que el aprobado fuera otro aspirante al puesto.
Cuando este quedó nuevamente vacante, Triana tampoco logró ser nominada.
Como tampoco fue designada concejal de Astorga por el PP en sustitución de un compañero de lista que causó baja.
Y el colmo fue cuando la Diputación se empecinó en hacerle devolver 12.000 euros que presuntamente había cobrado indebidamente.
Detrás de todos estos avatares, según la muchacha y su madre, estaba la mano negra de Isabel Carrasco.
Y eso les fue envenenando la sangre y acrecentando el rencor hacia una mujer que gobernaba León a su antojo.
“No sé por qué quería joderme. Ella quería ser el centro de todo. Pero para mí era un demonio”, declaró Triana a la juez.
En esa misma declaración, la ingeniera intentó engañar a la magistrada diciéndole que no había visto a Raquel Gago hasta que metió el revólver en su coche.
Pero tuvo que admitir que se vieron ese mismo día en su casa: “Raquel sabía lo que yo estaba pasando y mi situación en el trabajo. Mi vida es un sinvivir”.
La policía municipal, de 40 años, había conocido hace 20 años a Triana, pero hasta hace 10 no volvieron a reencontrarse.
Se hicieron inseparables. “Desde entonces hablábamos de los problemas del trabajo, de las preocupaciones familiares, salíamos a comer o a cenar, teníamos amigas comunes (mi hermana Beatriz, Lorena, Leticia, Silvia). Yo hablaba con Triana todos los días, a no ser que alguna de nosotras estuviese fuera. No tenemos amigos en común que sean chicos”.
Vivían en un mundo femenino.
Precisamente la aparente ausencia de hombres en el alambicado círculo de Triana y Raquel venía siendo objeto de cuchicheos y rumores sobre una presunta relación lésbica entre ambas
. Los propios investigadores del caso creyeron ver ahí, en una pasión irrefrenable y encubierta, una posible explicación a la conducta de ambas.
Sin embargo, la verdad es que Raquel tiene una vida oculta y complicada: desde hace 15 años mantiene una relación secreta con un hombre casado, con el que solía hablar por teléfono muchas veces al día.
Un amor a escondidas. Y eso, para una persona introvertida y hermética como ella, le estaba causando más de un quebranto.
Pero ¿por qué tras enterarse de la detención de su amiga no corrió a contar que habían estado juntas poco antes del crimen?
¿Cómo se explica que Raquel, siendo policía local desde hace 17 años, no fuera rauda a la comisaría?
“No me podía creer lo que estaba pasando. Me quedé bloqueada.
En estado de shock. Esa noche no dormí”, declaró ante la juez Sonia González.
Pero ese olvido es lo que le ha llevado a la cárcel.
Todavía hoy, un mes después del asesinato, está por aclarar cómo es posible que Raquel no viera hasta 30 horas después que Triana había dejado en su coche un bolso con el revólver homicida.
Lo vio el martes 13 de mayo por la tarde, cuando trataba de meter en su Volkswagen Golf una bicicleta de su hermana para llevarla a reparar.
“Al ir a meter la bici, se salió el tapón de una garrafa de agua y empapó todo el coche y lo que tenía dentro.
En ese momento vi tras el asiento del copiloto el bolso que le había prestado a Triana.
Lo abrí y vi unos fulares grandes y otro bolso más pequeño. Toqué las cachas de un revólver y me puse muy nerviosa.
Me quedé sin respiración. No podía hablar.
Mi hermana y mis amigas me preguntaban qué ocurría. Al final pedí a mi hermana que llamara a Nacho García Prieto, un policía nacional que conozco”.
Nacho llegó volando a su casa y abroncó a Raquel: “¡Hostias, cómo no llamaste antes, si se ha enterado toda España...!”. Se la llevó a comisaría.
“Si hubiera sabido que Triana me había metido el arma en el coche, habría tenido tiempo suficiente para deshacerme de ella.
Y, como ven, no lo he hecho. Nadie me ha coaccionado, ni yo tengo ninguna dependencia de nadie que me obligara a colaborar en una cosa así”, declaró
. Tras tomarle declaración, los agentes encargados de la investigación la dejaron libre al considerar que no había riesgo de que se fugara.
La juez ordenó posteriormente su detención e ingreso en prisión por su presunta implicación en el homicidio
. El fiscal considera que “Raquel se concertó con Monserrat y Triana para dar muerte a Isabel Carrasco” y que “tuvo una intervención relevante en el plan, consistente en la ocultación del arma”. Sería, por tanto, “cooperadora necesaria de los delitos cometidos por aquellas”.
A la magistrada no le convenció que la sospechosa asegurase: “Yo no tenía ninguna enemistad con Isabel Carrasco. Ni siquiera la conocía
. No la deseaba nada malo porque nada malo ha hecho a mi familia, ni directa ni indirectamente”.
De nada valió que su abogado, Fermín Guerrero Faura, argumentara que su clienta tuvo tiempo más que suficiente para desprenderse del revólver comprometedor y que si no lo hizo es porque ignoraba su existencia y porque era ajena a cualquier conjura criminal.
Monserrat, Triana y Raquel, atrapadas en una espiral de tragedia griega, esperan entre rejas el dictamen de la justicia.
Como en las obras de Eurípides y Sófocles, las mujeres de León aparecen como personajes tortuosos, atormentados y marcados por un destino fatal.
Monserrat González, su hija Monserrat Triana Martínez y la policía local Raquel Gago Rodríguez tienen una vida interior atribulada, a veces oscura, llena de recovecos.
Componen un extraño triángulo cuajado de aristas.
Un retablo del que son personajes principales de un sumario judicial, que acaba de dejar de ser secreto, y que se completa con otras muchas mujeres a su alrededor.
Los caprichos del destino.
Carrasco, nacida en Santibáñez del Bernesga (León), dura y cortante como el pedernal, murió a sus 58 años por los tres balazos que le asestó el pasado 12 de marzo Monserrat González en la pasarela sobre el río Bernesga que une el paseo de la Condesa Sagasta con el de Salamanca
. Con un tiro por la espalda, que le afectó al corazón, nada pudo hacer por ella una mujer —la enfermera Teresa Fernández García— que casualmente caminaba a pocos pasos de distancia.
Un policía retirado, Pedro Mielgo Silván, que pasaba por la zona, siguió a la presunta asesina hasta que fue detenida en las inmediaciones, junto con su hija Triana.
Al día siguiente fue arrestada la policía local Raquel Gago, tras hallarse en su coche el revólver Taurus, calibre 32, empleado en el crimen.
Desde entonces, las tres supuestas implicadas en el homicidio están en prisión por orden de la juez Sonia González Pérez.
Otra mujer en el caso
. Igual que la inspectora Elena Martínez Robles, la detective responsable de la investigación. Igual que la jefa de la policía de León, la comisaria María Marcos Salvador. Igual que la secretaria del Juzgado de Instrucción número 4, María Ángeles Quintas Álvarez.
La policía Raquel Gago no aclara por qué ocultó que estuvo con Monserrat y Triana antes del homicidio
Como ocurre con muchos matrimonios añejos, la pasión inicial había ido languideciendo y ahora sus relaciones eran gélidas.
Desde hace diez años viven en Astorga, donde su marido ocupa la jefatura de la comisaría de policía, aunque ella pasa largas temporadas con su hija Triana en León.
Unas veces porque va a consulta médica, otras simplemente para hacer compras.
Cualquier excusa es buena. Las dos son uña y carne. Están tan unidas que su mutua dependencia resulta un tanto enfermiza ante los ojos ajenos.
“Mi mujer y mi hija no me hacen ni puñetero caso”, ha comentado el policía más de una vez.
El domingo anterior al crimen, Monserrat, su esposo y su hija comieron con la abuela en la casa de Carrizo, el pueblo natal de las mujeres.
Después, madre e hija se fueron a León, mientras que Pablo se marchó a Astorga.
Una vez más solo.
Triana y la policía Raquel Gago eran íntimas desde que esta, muchos años atrás, había trabajado de socorrista en la piscina de Carrizo.
Desde entonces se hicieron casi inseparables. Así que en la mañana del lunes día 12, Triana telefoneó a su amiga Raquel por si le apetecía comer en su casa algo que a ella le encanta: mejillones. Sin embargo, esta rechazó la invitación y prefirió juntarse para tomar café tras el almuerzo
. La agente estuvo en un coche patrulla con su compañero Manuel Chávez Jaramillo hasta las tres de la tarde.
Salió del trabajo y llegó poco después de las cuatro al piso de la calle de la Cruz Roja, donde permaneció 15 o 20 minutos con Triana en la cocina, mientras la madre veía la televisión en el salón. Eso es lo que Raquel ha declarado: que charlaron de todo y de nada y que no hubo ningún complot para dar muerte a Isabel Carrasco, la todopoderosa presidenta de la Diputación, a quien Triana, a sus 34 años, culpaba de haberle truncado un futuro otrora prometedor.
Tras despedirse de su amiga, la policía local subió a su Volkswagen Golf y enfiló hacia el centro de la ciudad.
Según ella, quería comprar en la tienda El Rincón del Arte unos materiales para arreglar un mueble en las clases de restauración a las que solía acudir en Trobajo del Cerecedo.
Aparcó en la calle de Lucas de Tuy, entre la Gran Vía de San Marcos y la calle de Sampiro.
La tienda estaba cerrada.
Aprovechó la espera para ojear una revista y hacer varias llamadas con su móvil: a Desguaces LJM Hermanos García, de León; a la Herboristería Pepe Navarro de la calle de Fuencarral de Madrid; otra llamada para felicitar a una amiga que ese día celebraba su cumpleaños…
Además, pasó un buen rato charlando con Julio Mozo, un controlador de los parquímetros callejeros.
A las 17.19 recibió una llamada de Triana de solo 17 segundos de duración.
¿Llegaron a hablar? ¿Qué es lo que le dijo? Nadie lo sabe.
Pero resulta harto sospechoso que ese telefonazo coincidiera con el instante exacto en que el 091 de la policía recibía el aviso de un ciudadano alertando del tiroteo ocurrido en la pasarela.
Si realmente estaba compinchada en el asesinato de Isabel Carrasco, resulta difícil de entender que se dedicase a conversar con el controlador y a hablar por teléfono en vez de estar en tensión.
Salvo que tenga nervios de acero, cosa que muchos de sus compañeros de la policía desmienten: “Raquel se ponía muy alterada si había que hacer una intervención complicada. Odiaba las armas”.
¿Fue simplemente fruto de la casualidad que estuviera a unos pocos metros de donde Monserrat acababa de descerrajar cuatro tiros a la presidenta de la Diputación? ¿Estaba en el lugar equivocado a la hora equivocada? ¿Fue el azar lo que hizo caer sobre ella una maldición de tragedia griega? Porque estando a esa hora y en esa calle, apareció Triana. Esta le preguntó si tenía abierto su coche y en un abrir y cerrar de ojos tiró un bolso grande tras el asiento del copiloto, antes de marcharse diciéndole que iba a comprar fruta.
En vista de que pasaba el tiempo y que la amiga no regresaba, Raquel le telefoneó a las 17.36.
Pero aquella le contestó, azorada, que le llamaría más tarde.
Así que arrancó el coche
. A los pocos metros vio un tumulto de gente y policías, pero no se paró a ver qué sucedía. Resulta extraño que no le picase la curiosidad.
Enfiló hacia su clase de restauración en Trobajo del Cerecedo, una pedanía a dos kilómetros de León.
El alboroto estaba causado por los policías que tenían cercada a Monserrat, la cual se había subido al coche de su hija después de haberle entregado a esta, en una calle próxima, el bolso que contenía el revólver con el que acababa de matar a su odiada Isabel Carrasco.
“Deshazte de esto”, le ordenó
. Por eso, Triana —siempre dócil, siempre uña y carne con su madre— había ido y había cumplido a rajatabla.
Y cuando regresó a su propio vehículo, los policías también le arrestaron por su relación con el crimen.
Monserrat tardó poco en cantar de plano.
Estaba atrapada. Sin escapatoria. Justificó el asesinato trazando un retrato cruel y despiadado de la víctima
: “Llevaba un año queriendo encontrarme con Isabel Carrasco. Mi hija lo estaba pasando muy mal por su culpa
. Lo que le ha hecho no tiene nombre. Yo me estaba volviendo loca”.
Triana, ingeniera de Telecomunicaciones, había trabajado de interina en la Diputación entre 2006 y 2011 y allí hizo buenas migas con Isabel Carrasco, la presidenta, la dama de hierro de León.
Pero las cosas empezaron a torcerse cuando la joven se presentó a unas oposiciones y, en su opinión, hubo una especie de pucherazo que hizo que el aprobado fuera otro aspirante al puesto.
Cuando este quedó nuevamente vacante, Triana tampoco logró ser nominada.
Como tampoco fue designada concejal de Astorga por el PP en sustitución de un compañero de lista que causó baja.
Y el colmo fue cuando la Diputación se empecinó en hacerle devolver 12.000 euros que presuntamente había cobrado indebidamente.
Detrás de todos estos avatares, según la muchacha y su madre, estaba la mano negra de Isabel Carrasco.
Y eso les fue envenenando la sangre y acrecentando el rencor hacia una mujer que gobernaba León a su antojo.
“No sé por qué quería joderme. Ella quería ser el centro de todo. Pero para mí era un demonio”, declaró Triana a la juez.
En esa misma declaración, la ingeniera intentó engañar a la magistrada diciéndole que no había visto a Raquel Gago hasta que metió el revólver en su coche.
Pero tuvo que admitir que se vieron ese mismo día en su casa: “Raquel sabía lo que yo estaba pasando y mi situación en el trabajo. Mi vida es un sinvivir”.
La policía municipal, de 40 años, había conocido hace 20 años a Triana, pero hasta hace 10 no volvieron a reencontrarse.
Se hicieron inseparables. “Desde entonces hablábamos de los problemas del trabajo, de las preocupaciones familiares, salíamos a comer o a cenar, teníamos amigas comunes (mi hermana Beatriz, Lorena, Leticia, Silvia). Yo hablaba con Triana todos los días, a no ser que alguna de nosotras estuviese fuera. No tenemos amigos en común que sean chicos”.
Vivían en un mundo femenino.
Precisamente la aparente ausencia de hombres en el alambicado círculo de Triana y Raquel venía siendo objeto de cuchicheos y rumores sobre una presunta relación lésbica entre ambas
. Los propios investigadores del caso creyeron ver ahí, en una pasión irrefrenable y encubierta, una posible explicación a la conducta de ambas.
Sin embargo, la verdad es que Raquel tiene una vida oculta y complicada: desde hace 15 años mantiene una relación secreta con un hombre casado, con el que solía hablar por teléfono muchas veces al día.
Un amor a escondidas. Y eso, para una persona introvertida y hermética como ella, le estaba causando más de un quebranto.
Pero ¿por qué tras enterarse de la detención de su amiga no corrió a contar que habían estado juntas poco antes del crimen?
¿Cómo se explica que Raquel, siendo policía local desde hace 17 años, no fuera rauda a la comisaría?
“No me podía creer lo que estaba pasando. Me quedé bloqueada.
En estado de shock. Esa noche no dormí”, declaró ante la juez Sonia González.
Pero ese olvido es lo que le ha llevado a la cárcel.
Todavía hoy, un mes después del asesinato, está por aclarar cómo es posible que Raquel no viera hasta 30 horas después que Triana había dejado en su coche un bolso con el revólver homicida.
Lo vio el martes 13 de mayo por la tarde, cuando trataba de meter en su Volkswagen Golf una bicicleta de su hermana para llevarla a reparar.
“Al ir a meter la bici, se salió el tapón de una garrafa de agua y empapó todo el coche y lo que tenía dentro.
En ese momento vi tras el asiento del copiloto el bolso que le había prestado a Triana.
Lo abrí y vi unos fulares grandes y otro bolso más pequeño. Toqué las cachas de un revólver y me puse muy nerviosa.
Me quedé sin respiración. No podía hablar.
Mi hermana y mis amigas me preguntaban qué ocurría. Al final pedí a mi hermana que llamara a Nacho García Prieto, un policía nacional que conozco”.
Nacho llegó volando a su casa y abroncó a Raquel: “¡Hostias, cómo no llamaste antes, si se ha enterado toda España...!”. Se la llevó a comisaría.
“Si hubiera sabido que Triana me había metido el arma en el coche, habría tenido tiempo suficiente para deshacerme de ella.
Y, como ven, no lo he hecho. Nadie me ha coaccionado, ni yo tengo ninguna dependencia de nadie que me obligara a colaborar en una cosa así”, declaró
. Tras tomarle declaración, los agentes encargados de la investigación la dejaron libre al considerar que no había riesgo de que se fugara.
La juez ordenó posteriormente su detención e ingreso en prisión por su presunta implicación en el homicidio
. El fiscal considera que “Raquel se concertó con Monserrat y Triana para dar muerte a Isabel Carrasco” y que “tuvo una intervención relevante en el plan, consistente en la ocultación del arma”. Sería, por tanto, “cooperadora necesaria de los delitos cometidos por aquellas”.
A la magistrada no le convenció que la sospechosa asegurase: “Yo no tenía ninguna enemistad con Isabel Carrasco. Ni siquiera la conocía
. No la deseaba nada malo porque nada malo ha hecho a mi familia, ni directa ni indirectamente”.
De nada valió que su abogado, Fermín Guerrero Faura, argumentara que su clienta tuvo tiempo más que suficiente para desprenderse del revólver comprometedor y que si no lo hizo es porque ignoraba su existencia y porque era ajena a cualquier conjura criminal.
Monserrat, Triana y Raquel, atrapadas en una espiral de tragedia griega, esperan entre rejas el dictamen de la justicia.