La lenta agonía del único reo argentino que lleva 20 años esperando la inyección letal en una cárcel de Texas.
Aquella vez puso la mano contra el vidrio y me dijo chau nos vemos y yo pensé que era un abuso de lenguaje: no volveríamos a vernos.
Fue hace 15 años; Víctor Hugo Saldaño ya había sido condenado y esperaba la ejecución en una cárcel de Texas.
Era –así les dicen– un hombre muerto caminando.
El 25 de noviembre de 1995 Víctor Hugo Saldaño y su amigo mexicano Jorge Chávez llevaban un par de días de juerga.
Saldaño, después, diría que estaban muy borrachos. En cualquier caso, su crimen fue de una torpeza casi ingenua: testigos los vieron entrar al negocio de las afueras de Dallas y salir encañonando a Paul Ray King, un vendedor de ordenadores de 46 años.
Testigos los vieron meterse con él en un bosque cercano y volver solos.
Dentro del bosque, King estaba muerto, con cinco tiros en el cuerpo. Cuando la policía lo detuvo, horas más tarde, Saldaño tenía el reloj de King en la muñeca y el arma en el bolsillo.
El botín del robo superaba los 50 dólares.
–¿Cómo fue que decidieron ese asalto?
–Nosotros nunca decidimos nada. Estábamos borrachos, y fue un accidente
. Qué sé yo… Fue una locura, porque yo siempre había trabajado honestamente, toda mi puta vida, y el loco que estaba conmigo también.
Me dijo, aquella vez. Él, entonces, seguía sorprendido:
Escucho en la radio música de discoteca. estoy solo, pero bailo igual. me da alegría. y algo de tristeza”
Creo que en el mundo de hoy día es así como pasan las cosas, ¿no?
Cuando lo arrestaron, Saldaño mandó una carta a su familia: les contaba que había caído por robo y homicidio, que le iban a dar pena de muerte y que se olvidaran de él porque ya estaba muerto. Faltaban muchos meses para el juicio.
Víctor Hugo Saldaño había nacido en Córdoba, Argentina, el 22 de octubre de 1972, en un hogar de clase media.
Cuando cumplió 18, secundaria incompleta, quiso salir a conocer el mundo. Su padre los había dejado mucho antes para irse al Brasil; Saldaño no sabía dónde estaba, pero marchó a buscarlo
. Lo encontró en Florianópolis, con otra esposa y otros hijos, y se quedó en su casa
. Al cabo de seis meses, sin medios, pura búsqueda, empezó un viaje de varios años: trabajó de tractorista en Brasil, de minero en la Guayana francesa, de albañil en México, de lavacopas en Nueva York, de jardinero en Dallas.
–Yo me vine desde Buenos Aires hasta Nueva York caminando por todo el continente sin pasaporte, sin documentos.
Si hubiera estado rompiendo las pelotas, robando a la gente, matando a la gente, me habrían agarrado mucho antes
. Yo nunca me metí en problemas, siempre anduve haciendo la mía, me tomaba mis cervezas, me cogía a unas putas, pero eso es normal, viste…
–¿Y pensás que habría sido mejor quedarte en la Argentina?
–Qué sé yo… Yo soy muy aventurero.
No sé si será paranoia, o qué, pero yo no me podía quedar en ningún lugar mucho tiempo.
Me dijo aquella vez, y yo le dije que qué chiste, que ahora sí que tenía que estar en un solo lugar y enseguida me arrepentí pero él se rio –y nos reímos.
–Cuando estaba ahí afuera no me paraba nadie. Ni una mujer ni nadie.
Saldaño, aquella vez, me había resultado cálido, nada temible. Era raro saber que había matado. Cualquiera puede matar a alguien, me dije aquella vez.
–¿Qué buscabas?
–Tenía ganas de aventura, de conocer, de dar vueltas por el mundo.
La prisión estatal de máxima seguridad Allan B. Polunsky está a cien kilómetros de
Houston, cerca de un lago agitado por el viento y la gasolinera de una familia hindú y un pueblo que no termina de empezar, vacas y pasto
. La prisión es enorme y está rodeada de alambradas, torretas, reflectores: la versión Hollywood 2020 de aquellos campos nazis
. El encargado de sus relaciones públicas se llama Robert Hurst.
El oficial Hurst es un hombre grandote, cincuentón, su panza de cerveza, sus maneras enérgicas, su sonrisa colgate.
Debe ser muy gentil con gente que viene a escribir en contra de lo que él defiende.
Él me explicó en un mail que las entrevistas con los condenados a muerte sólo se hacen los miércoles y duran una hora.
Le propuse el 16 de abril pero me contestó que ni ese miércoles ni el anterior podrían recibirme porque tenían ejecuciones.
Entre tantas excusas que me han dado para evitarme, era la primera vez que me decían no vengas que tengo que matar a alguien.
(El 9 de abril el ejecutado fue un mexicano de 45 años, 16 en el pasillo de la muerte. Ramiro Hernández trabajaba en una finca texana por casa y comida pero un día se enojó con su patrón y lo mató con una barra de metal; después violó a su patrona y se quedó dormido abrazándola. Allí fue donde lo detuvieron.
El 16 de abril el ejecutado fue un americano latino de 39 años, 11 en el pasillo de la muerte. José Villegas mató de 32 puñaladas a su novia, 35 a la madre de su novia, 19 al hijo de tres años de su novia porque decidió dejarlo. Después fue a empeñar el televisor de su suegra para comprarse cocaína; allí fue donde lo detuvieron.)
Ahora, Hurst me saluda con el mismo tono con que cualquier sargento de marines me mandaría a atacar esas trincheras ahí enfrente.
Y me explica las docenas de reglas; se le nota –en la voz, en la cara– el placer que le produce enunciar reglas.
Después me confirma que no, que la vez pasada no vine aquí, que el pasillo de la muerte estaba en Huntsville, a casi cien kilómetros, pero que lo mudaron porque hubo una fuga.Continuará)