. Se retiró en silencio, del mismo modo en que había llegado.
.
Lo recuerda la hija de la pareja, Lizzie Himmel. “Mi
padre había sido más radical que mi madre. Ambos se desencantaron en la
misma época de la fotografía profesional, pero él sí que cogió dos cubos
de basura y, literalmente, destruyó dentro de ellos casi toda su obra
.
Ella se limitó a abandonarla para centrarse en proyectos más
personales”
Harrison
promovió sus primeras exhibiciones en Nueva York y
en Europa.
Pronto surgió todo un movimiento reivindicándola. “Su técnica y
espíritu es lo que yo quiero para mi propio proceso creativo cuando hago
vestidos”, reclamaba John Galliano. “Fue uno de los primeros fotógrafos
en pintar directamente sobre la copia para otorgar una nueva dimensión a
la imagen”, ensalzaba Paul Smith.
Bassman falleció hace dos años, a los 94.
Hoy, su hija Lizzie ha
dejado de lado su propia carrera como fotógrafa para centrarse en
ordenar, preservar y administrar su archivo (y lo que queda del de su
padre, muerto también en 2009). Le gustaría montar con todo ello un
centro fotográfico.
“Mi madre no quería una fundación como la de Richard
Avedon, no se consideraba lo suficientemente grande o importante. Pero
mi hermano [el editor literario Eric Himmel] y yo pensamos que debería
pertenecer a alguna institución docente, que la gente pueda estudiar las
inventivas técnicas con las que trabajaba en el laboratorio”.
Veintiséis de sus fotografías viajarán a la tienda Loewe de la calle de
Serrano de Madrid entre el 30 de mayo y el 31 de agosto, en una
exposición enmarcada en PhotoEspaña y comisariada por María Millán (en
septiembre irán a Barcelona)
. Esta creadora ya pasó por el festival en
2002, en una colectiva.
Quienes estuvieran en aquella inauguración la
recordarán por pasear del brazo de la reina Sofía explicándole su
trabajo en voz baja, con su habitual tono sosegado.
No siempre fue así. Como ha recordado su amigo Harrison, “Lillian ha jugado al póquer, bebido, fumado y bailado el
lindy hop
en Harlem
”. Quería ser bailarina, pero una lesión temprana frustró ese
sueño.
Descendiente de inmigrantes judíos rusos, encarnó a esa creciente
clase media que saltó de Brooklyn a Greenwich Village.
Eran bohemios.
Contaba que ella y su hermana dormían “en colchones sobre el suelo
cubiertos por telas africanas.
Tan solo se nos exigían dos cosas: que
plancháramos nuestros uniformes y que nos laváramos el pelo los sábados.
Por lo demás, éramos libres como pájaros”. Su madre trabajaba los
veranos en una casa de huéspedes en Coney Island
. En una de esas
excursiones playeras conoció al que sería su futuro marido, Paul Himmel,
hijo de inmigrantes ucranios.
Ella tenía seis años; él, nueve.
A los 15
convenció a sus padres para que les dejaran vivir en pareja.
Su
matrimonio duraría 73 años.
“Lillian Bassman hizo visible ese desgarrador
espacio invisible entre la apariencia y la desaparición de las cosas”,
dijo de ella su amigo Avedon
Juntos aprovechaban las entradas gratuitas a museos
. “Pasé mi vida en
exposiciones estudiando a los maestros clásicos de distintos periodos”,
recordaría en una de sus últimas entrevistas. “El concepto de elegancia
se retrotrae a esas primeras pinturas. Cuellos largos. La posición de
la cabeza. Cómo funcionan los dedos posados sobre los tejidos. Todo eso
está en mi bagaje pictórico”
. Él estudió en la universidad (y
finalmente, cuando desdeñó seguir siendo fotógrafo, acabaría ejerciendo
de psicoterapeuta); ella, optó por el diseño textil.
Hacía de modelo a
tiempo parcial (“era la mejor manera de ganar 50 centavos en esa época”)
para los artistas empleados por la Works Progress Administration, el
programa que daba trabajo a los desempleados durante la Gran Depresión;
así se pagaba las clases nocturnas de ilustración de moda. Sería fichada
por el exigente director de arte de
Harper’s Bazaar. “Hizo en
cada momento lo que quería”, rememora su hija. “Solía decir: ‘No
entiendo el feminismo’. Porque ella nunca tuvo ningún problema.
Siempre
se habla de que el mundo de la moda está dominado por hombres, pero
conviene recordar que aquel célebre editor, Alexey Brodovitch, en
realidad, era el único en una redacción llena de mujeres”.
Brodovitch, también hijo de inmigrantes rusos, supo ver el diamante
sin pulir en Lillian Bassman. Hasta el extremo de que la convirtió en su
primera asistente pagada cuando vio que volaba a la firma cosmética
Elizabeth Arden en busca de un trabajo remunerado.
A mediados de los cuarenta, la puso al frente de la dirección artística de
Harper’s Junior,
una de las primeras revistas de moda de la historia dirigidas
específicamente a las adolescentes
. Repartía instrucciones tan
específicas a los encargados del laboratorio –“oscurece aquí”, “difumina
allá”– que a menudo se encontraba con la misma respuesta: “¿Por qué no
lo haces tú misma?”.
En las horas del almuerzo, comenzó a colarse en el
cuarto oscuro para trabajar personalmente las copias de George
Hoyningen-Huene, su retratista estrella, que terminaría trabajando en
Hollywood para George Cukor. Mientras, fichaba a una nueva generación
que lo significaría todo: Richard Avedon, Robert Frank, Arnold Newman.
Avedon, que evolucionaría a fotógrafo de cabecera en
Harper’s Bazaar,
fue también el responsable de que se animase a empezar a tomar sus
propias fotos
. En 1947, cuando se marchó a documentar las pasarelas de
París, le dejó el estudio que se acababa de montar, equipo y asistentes
incluidos
. Sería de los primeros en piropearla públicamente: “Lillian
hizo visible ese desgarrador espacio invisible entre la apariencia y la
desaparición de las cosas”.
A la vuelta de los desfiles, se encontró con
que su futura íntima amiga ya se había hecho con su primer contrato
como fotógrafa publicitaria. Estamos hablando de la era de
Mad men,
en que cuando una agencia te fichaba podías hacer cualquier cosa.
Productos para niños, comida, licores, cigarrillos, cosmética, lencería.
Bassman lo hizo todo, pero fue con esto último con lo que dio un
vuelco a su carrera.
Por entonces, las campañas de ropa interior
femenina consistían en imágenes de robustas mujeres de mediana edad con
la cabeza cortada y evidentemente incómodas embutidas en fajas
antiergonómicas. Bassman reclamó a las mismas modelos que hacían modas,
para susto de la agente Eileen Ford, que le rogó que siguiera
preservando el anonimato de sus chicas oscureciendo los rostro
s.
Consigna que no hizo sino realzar el misterio y la naturaleza onírica y
sensual de las creaciones de Bassman.
En realidad, solía presumir de que ser mujer le había dado cierta
ventaja como fotógrafa.
“Había una energía sexual muy diferente cuando
las modelos trabajaban con hombres. Sentían el deber de seducirles,
estaban posando para ellos
. Y conmigo no. Yo las fotografiaba relajadas,
naturales, les hablaba y les preguntaba por sus maridos, sus amantes,
sus hijos, hasta que el resto del mundo se desvanecía, incluso yo misma,
y solo quedaban ellas ante la cámara”. De hecho, antes de que la modelo
se desnudara, Lillian enviaba a su asistente –hombre– a tomarse un café
al bar de la esquina… y le pedía que no volviera hasta el final de la
sesión.
Acabaría desarrollando una amistad cercana con las
top de la época: Barbara Mullen (lo más parecido que tuvo a una musa), Dovima, Lisa Fonssagrives o Suzy Parker.
El cambio de guardia precipitó su retiro. Lo dijo bien claro a
The New York Times:
“Yo ya no era la estrella.
Lo era la modelo, lo era el peluquero, lo
era el maquillador. Habían tomado ellos el mando. Y me estaba volviendo
loca.
Me sentaba a un lado y contemplaba toda esta
performance hasta que me aburrí”. En privado, dio a su hija una explicación aún más contundente: “Mi madre era lo menos
starfucker
[expresión para referirse a las personas que buscan rodearse de gente
famosa o poderosa a toda costa] del mundo.
No le interesaba nada ese
ambiente. Incluso cuando sacaba fotos le gustaba crear una atmósfera lo
más íntima posible y evitaba que la gente se quedara a pasar el rato en
el estudio una vez terminada la sesión. Y le molestaba, particularmente,
el fenómeno de las modelos jovencitas.
Ella estaba acostumbrada a fotografiar a mujeres trabajadoras y que
habían adquirido una seguridad en sí mismas
. Y de repente se topó con
todo esto. Me decía, ‘¿por qué poner un vestido de 6.000 dólares a una
niña de 12 años y tratar de que aparente 24?’
. No tenía la energía ni le
hacía la suficiente gracia como para soportarlo”. Ella misma resultaba
poco domable. Su tendencia
arty le valió alguna que otra bronca
con Carmel Snow, su directora.
Cuando la envió a cubrir las colecciones
de París, en 1949, fotografió a Barbara Mullen a contraluz provocando
un efecto mágico con las transparencias de su vestido de chifón. Un
homenaje a uno de los fotógrafos de moda primigenios que tanto la habían
influido, Adolph de Meyer, que se topó con la árida respuesta de Snow:
“No te he traído a París para que te dediques a hacer arte, sino para
que saques botones y lazos”.
Quizás por eso se escoró tanto a la
abstracción en sus años perdidos. En los setenta y ochenta, se consagró a
series peculiares
. Capturó en detalle grietas en el asfalto. “Es algo
que siempre le fascinó”, dice su hija.
“A lo mejor estaba retratando a una modelo en la calle para una moda,
bajaba la mirada un segundo y ahí estaba, la grieta. Y pensaba: ‘Tengo
que fotografiar esto algún día’. Fue muy concienzuda con estas series,
anotaba los lugares exactos donde las hizo en los bordes del negativo y
conservaba cuadernos con datos tan concretos como su tamaño, el día, la
hora…”. También desarrolló series deformando a lo Francis Bacon cuerpos
de culturistas. En 2002, cuando su triunfal regreso la tenía trabajando
de nuevo para
Vogue, hizo una exposición con estas últimas en
Nueva York. Ella misma lo recordaba: “Todo el mundo vino
superemocionado. Y una vez que las veían, me decían: ‘Pero… no es moda’.
No vendí ni una”. Y algo hace pensar que su espíritu de antiestrella
afloraba con orgullo al contarlo.