El concepto de
autor aplicado a un director de cine
es algo con lo que siempre he tenido mis más y mis menos —no podría
parecerme más ridícula la idea de que la peor cinta de un autor será
mejor que aquella de cualquiera que no lo sea—, ya que parece que sólo
puede usarse para los realizadores que hacen cierto tipo de películas
cuando a la hora de la verdad sería perfectamente aplicable con
creadores más conflictivos como
Michael Bay.
Sin embargo, el caso que nos interesa ahora es el de
Wes Anderson, un autor indiscutible más allá de la calidad individual de cada una de sus películas.
Me consta que Anderson tiene fervientes defensores y acérrimos
detractores de su estilo
. Por mi parte, me sitúo en un punto intermedio
que ha hecho que me encanten títulos como ‘
Academia Rushmore‘ (‘Rushmore’, 1998) o ‘
Moonrise Kingdom‘ (2012), pero también acabé bastante insatisfecho tras el visionado de ‘
Life Aquatic‘ (2004) y ‘
Viaje a Darjeeling‘ (‘The Darjeeling Limited’, 2007). Con ‘
El Gran Hotel Budapest‘
(‘The Grand Hotel Budapest’, 2014) se ha quedado a mitad de camino de
ambas realidades, aunque lo positivo sea bastante más abundante que lo
negativo.
El encanto de ‘El Gran Hotel Budapest’
Una cosa que he ido notando en el cine de Anderson es
su creciente optimismo a la hora de contarnos sus particulares historias,
algo que alcanza una nueva cima con ‘El Gran Hotel Budapest’ sin
renunciar en ningún momento a su muy personal estilo.
Mi compañera Lucía
ya
nos habló
del mismo para mostrar si ligero descontento hacia la película, pero yo
sí que he notado, aunque en algunos casos haya sido tiempo después de
verla, ciertas diferencias respecto a sus anteriores trabajos que merece
la pena destacar.
Lo más llamativo es el uso de unos colores mucho más vivos que
transmiten una constante sensación de felicidad que hasta ahora Anderson
había ido moderando de forma más o menos pronunciada según el caso.
Aquí no hay límite alguno y toda ocasión es buena para saturar cualquier
plano con un explosión de colores que recalquen ese elogio de lo
absurdo que
apuntaba Sergio y sobre el que se asientan las raíces de una obra que rehuye lo trascendental en beneficio de
un relato ágil en el que el principal objetivo es conseguir la sonrisa del espectador.
Otro rasgo habitual de Anderson es confiar en un grupo de actores que
han demostrado su valía dentro de su universo cinematográfico, pero en
el caso de ‘El Gran Hotel Budapest’ su eficacia es mucho más moderada,
ya que hay ocasiones en las que únicamente sirven para ralentizar y
complicar innecesariamente la ligera historia que se nos está contando.
No faltan varios cameos deliciosos —mi favorito personal es el de
Willem Dafoe—, pero hay
tal saturación que llegué a desconectar de lo que sucedía en pantalla, un error imperdonable para cualquier película.
Una película mucha más compleja de lo que parece
Más acertados son las nuevas inclusiones, en especial el dúo
protagonista interpretado por un exquisito, carismático y encantador
Ralph Fiennes y un solvente
Tony Relovori
como contrapunto del primero en la que supone su primera aparición en
la gran pantalla.
Impecable resulta también la química entre ambos y la
capacidad para hacernos olvidar lo intrascendente de muchas cosas que
se nos cuentan por mucho que haya ciertas reflexiones subyacentes
interesantes en sí mismas, pero más estimulantes por hacernos pensar a
posteriori en ellas que por su acertada integración en el relato, ya
que, por ejemplo, creo que todo hubiese funcionado mejor de no haber
optado por convertir la trama central en un gigantesco flashback.
Todo ello controlado con
una precisión impresionante por parte de Anderson,
cuyo trabajo de puesta en escena en ‘El Gran Hotel Budapest’ alcanza
tal nivel de perfección obsesiva componiendo cada uno de los planos
—sabida es su debilidad por la importancia de lo que hay en el centro de
la imagen— y utilizando diversos formatos según el momento histórico
que nadie debería tener problemas en admitir que es su obra más lograda
en ese apartado.
Esto también se contagia a otros aspectos técnicos que
él mismo supervisó hasta
límites casi enfermizos para que nadie pueda osar discutir su reconstrucción histórica.
La cuestión es que por mucho que la forma sea inapelable,
el contenido es mucho más débil de lo habitual en él
y eso se nota mucho en el momento en el que su capacidad como ejercicio
de estilo pierda su capacidad de mantenernos en trance.
Llamadlo
fascinación o necesidad de dejarse llevar, pero Anderson abusa demasiado
de ella en este caso y es ahí donde queda claro que su perfeccionismo
técnico no encuentra el apoyo necesario en el guión escrito por él mismo
inspirándose en la obra de
Stefan Zweig.
Con todo, ‘El Gran Hotel Budapest’ es una película con
suficientes virtudes para que prácticamente cualquier espectador
—-y no solamente los hipsters con los que tanto se ha querido vincular,
a veces con acierto y otras no tanto, el cine de Anderson—
pueda disfrutar de una forma u otra con su visionado, y no me costará entender que haya quien, como sucede
en el caso de mi compañero Pablo, celebre su llegada con gran entusiasmo.
Mucho más modesto es mi parecer, eso sí.