No sé cómo se las
gasta la gente en las demás ciudades
. O bueno, sí en alguna que otra,
pero como no vivo en ellas ni son la mía, será más prudente y
diplomático dejarlas de lado.
En Madrid prolifera cada vez más una fauna
para mi insólita, y eso que, con excepciones, llevo viviendo aquí desde
mi nacimiento en los años cincuenta, cuando había mucha más pobreza,
analfabetismo y burricie, o eso parecía
. Con la llegada de la democracia
hubo un periodo en el que todo mejoró bastante. No sólo en lo político,
claro, también en lo cívico.
Se deseaba equipararse con los otros
países europeos, los ciudadanos mantenían el suelo de sus calles un poco
menos guarro, los bares empezaron a no estar tan sembrados de colillas,
huesos de aceitunas y cáscaras varias, hombres y mujeres hicieron un
pequeño esfuerzo por mejorar su aspecto y por tratarse con algo
semejante a la cortesía; la policía, que durante décadas había
desplegado autoritarismo y malas maneras, cuando no brutalidad a secas,
procuró hacerse educada y amable y ponerse al servicio de quienes le
pagaban el sueldo, no por encima de ellos; lo mismo los políticos, a
diferencia de los actuales.
Nunca se nos fue, con todo, cierto elemento
de zafiedad y grosería que parece consustancial a una buena porción de
españoles. Nunca la televisión ha dejado de emitir mil programas soeces,
hasta hoy mismo. Nunca ha dejado de haber humoristas que, por muy
“inteligentes” que a sí mismos se llamen, son herederos directos de
Martínez Soria y de Mariano Ozores y tienen la misma gracia que ellos,
más o menos
. Nunca ha dejado de haber mastuerzos y cabestros por
nuestras calles, pero durante un tiempo breve se ejerció cierta presión
tácita contra ellos.
A veces basta con que la mayoría mire mal
actitudes, para que quienes las observan se cohíban un poco, se
abstengan otro poco y, en el peor de los casos, incurran en ellas medio a
escondidas y con disimulo.
Hace mucho que
esto ha acabado. He aquí un ejemplo ilustrativo: llevo años viendo cómo
en el callejón de Felipe III, que desemboca en la Plaza Mayor –en pleno
centro, en la zona más turística de la capital–, legiones de individuos,
una noche sí y otra también, mean contra sus arcos con desparpajo
absoluto
. Disculpen la ingrata imagen, pero, al tener ese callejón leve
cuesta, permanentes chorros bajan hasta la calle Mayor, y como los
alcaldes nos han puesto granito –que no se limpia– hasta donde había
hierba o tierra, los repugnantes churretones, una vez secos, jamás
desaparecen sino que van en bochornoso aumento.
No hace falta decir que
los meadores, ahí y en otros sitios, solían ser varones.
Hasta hace
poco, y esto, para mí, pertenece a lo insólito.
Las mujeres no hacían
eso, no sólo porque la operación les resulta más dificultosa, sino
porque tradicionalmente han sido más pudorosas y civilizadas.
Hará un
mes vi, sin embargo, por vez primera, a una joven hacer sus necesidades
en ese desdichado meadero
. Estaba claramente “cocida”, lo tomé por
excepcional. Pero un par de semanas más tarde pillé a otra en la misma
postura animalesca.
Dos veces puede ser coincidencia, me dije, tres ya
serían tendencia.
Pues bien, un reciente jueves a las nueve de la noche,
ni siquiera muy tarde ni en fin de semana de borracheras, en la calle
del Puñonrostro, casi en la Plaza del Conde de Miranda –es decir, no en
hueco discreto sino en espacio abierto–, veo a una mujer, no una
jovenzuela, que se ha bajado los pantalones tranquilamente y evacúa su
líquido en cuclillas, casi delante de un convento de las Jerónimas en el
que se venden dulces.
Me dieron ganas de hacer honor al nombre de la
calle, pero jamás sería violento con una mujer, etc. A continuación las
ganas fueron de afearle la conducta (no era yo el único transeúnte y
testigo obligado), pero me di cuenta de que eso tampoco es ya posible.
Se ha llegado a tal grado de consentimiento de los comportamientos
inciviles que hoy, si uno chista a quienes arman bulla de madrugada,
corre el riesgo de que éstos se indignen y le den una paliza; si mira
mal a quien tira algo al suelo con papelera a mano, recibirá una sarta
de improperios; si en un cine ruega a alguien que no sorba ni mastique
hasta el punto de convertir en inaudible la película, le contestará que
hace lo que le sale del puro y lo mandará a la mierda (eso con suerte);
si se queja al que ha aparcado en doble fila, es probable que éste salga
con una llave inglesa y le parta el cráneo; si llama la atención a
quien se ha colado en una cola, éste lo pondrá de vuelta y media …
Los
groseros, los infractores no sólo infringen, sino que sienten que la
razón está de su parte. Su reacción habitual es: “Sí, ¿qué pasa? Cállese
usted la boca”.
Así que, a la altura de la meadora de Puñonrostro,
apartándome lo más posible de ella y su flamante charco, sólo me atreví a
decir “Jóder”, como quien lo dice para sí mismo.
La brutalidad sólo
crece –ha alcanzado a las mujeres– en esta ciudad gobernada por el PP
desde hace veintitantos años
. Por supuesto jamás hay un guardia que le
haga la menor observación a nadie.
Ni educado y amable como los de hace
dos o tres décadas ni tampoco autoritario
. Bueno, estos últimos abundan
cada vez más, pero suelen estar todos ocupados con los manifestantes
pacíficos, en preaplicación de la Ley de Seguridad neofranquista que nos
va a aprobar el actual Gobierno, el cual también alberga unos cuantos
mastuerzos.
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