16 feb 2014
Celia en el Congreso...............................Dice Elvira Lindo
Los aplausos a Gallardón por la ley del aborto responden a lo que llaman la disciplina de partido.
Aplaudieron. Las diputadas del PP se levantaron de sus asientos para
aplaudir al ministro menos popular entre los populares, o para
entendernos, al menos querido por los votantes españoles según dicen las
encuestas, a Gallardón
. Y a cuenta de ese aplauso femenino, irritante para aquellos que defendemos la ley del aborto aprobada por los socialistas, se establecieron en las redes conexiones muy discutibles en mi opinión. Sucedía que el miércoles Google dedicaba su doodle (perdón por adoptar la palabreja) a la política española Clara Campoamor, y muchos internautas, seducidos por la estética googleliana y movidos sin dudas por buenas intenciones, vinieron a acordarse de la mujer que luchó para conseguir el derecho al voto de las españolas.
De todas las mujeres. Ese precisamente fue el problema con el que tropezó la diputada Campoamor, que la derecha no creía en una sociedad igualitaria, pero la izquierda, incluyendo a líderes tan significativas como Victoria Kent, temía que una mayoría del voto femenino se dejara influir por el peso de la Iglesia y la reacción.
La derecha no creía en la presencia de la mujer en la vida pública y
la izquierda deseaba postergar ese derecho para un momento más adecuado;
de forma que entre unos y otros convirtieron a Campoamor en una heroína
a la que hay que admirar casi en solitario, sin que haya quien ahora
mismo pueda adornarse con una medalla por ello.
Así que cuando esta semana leía furiosos comentarios hacia esas mujeres que aplaudían a Gallardón considerándolas traidoras a la causa de la Campoamor, pensaba que si se defiende la libertad de opinión de las mujeres, si se nos considera personas adultas, habrá que respetar que seamos soberanas, apoyemos una política como la contraria
. Lo demás, en el fondo, es condescendencia y paternalismo
. Esto me hace recordar aquel viejo dicho de la Transición que rezaba que no hay nadie más gilipollas que un obrero de derechas.
El caso es que la igualdad de derechos consiste en que los obreros, los inmigrantes, las mujeres, los negros, los gais, puedan expresar su voluntad por muy contradictoria que sea a través de su voto, como cualquiera.
Por otra parte, ¿qué significaban los aplausos de esas mujeres que jaleaban al hombre que trata de cercenar un derecho ya adquirido y asumido?, ¿una victoria?
No exactamente. Los aplausos respondían a eso que se llama la disciplina de partido. Una disciplina en la que se basa el sistema político español y que convierte a todas las voluntades individuales en una sola; una disciplina que obedecería cualquier otra formación si se encontrara en parecida circunstancia
. Sirvió, por apuntar algo, para que el señor Gallardón sacara pecho, para que su soberbia no se viera herida.
Todo fue una gran representación de unidad que muestra, una vez más, el escaso valor que el Partido Popular concede a lo que la sociedad brama más allá de los muros del Congreso.
Les ocurrió con la guerra de Irak
. Y les ocurrirá con esta china en el zapato en la que se ha convertido la reforma de la ley del aborto, una ocurrencia de algún estratega imbécil que imaginó que distraería de los temas económicos, sin detenerse a contemplar la reacción social que se puede desencadenar cuando se legisla en contra de un derecho ya adquirido.
Alguien debe saber, si es que no están ciegos (Aznar lo estuvo, ciego y sordo), que el clamor en contra de la reforma no ha de parar, que esos aplausos del congreso, más que acallarlo, lo estimulan.
Y a todo esto, Celia. Celia Villalobos.
Una mujer de derechas, como así lo confirma su pertenencia al Partido Popular, pero que no se siente, en su condición de mujer, en sintonía con esta gallardonada. Conozco a mujeres como ella, conservadoras en lo político y prácticas y abiertas en lo personal, algo tan habitual en la España del sur de la que ella viene. Celia dijo que sí y que no al mismo tiempo
. Dijo que no pensaba castigar a su partido por orden de las socialistas, pero también avisó que seguirá mostrando su desacuerdo con la reforma
. Esto es difícil de digerir por los ciudadanos, que de pronto vemos escenificado algo que es moneda común en nuestro sistema: los políticos se deben más a su partido que a los ciudadanos, y los ciudadanos votamos a un partido, no a un político en concreto.
Lo que presiento es que el Partido Popular, muy sibilinamente, intentará que el asunto se dilate y se diluya en la espesura de la actualidad
. Tratarán de hacer un Rajoy, como viene siendo costumbre. Pero esto se les puede enredar más de lo que esperan, porque las complicaciones derivadas de la fertilidad de las mujeres se renuevan a diario, empecinadamente, generación tras generación, para amargarle la vida al señor Gallardón, que tan orgulloso parece de sus convicciones morales, y a las señoras y señores diputados que a favor o en contra de su conciencia se han dejado las manos esta semana aplaudiendo.
Y entre ellos, Celia, que debería tomar ejemplo del personaje de la Fortún, y actuar con arrojo.
Puede que hasta se lo acabaran agradeciendo en su propio partido.
De vez en cuando, como la Celia del cuento, hay que atreverse a ser distinta e indisciplinada, para que al lector o al votante se le haga la lectura de lo que ocurre más comprensible.
. Y a cuenta de ese aplauso femenino, irritante para aquellos que defendemos la ley del aborto aprobada por los socialistas, se establecieron en las redes conexiones muy discutibles en mi opinión. Sucedía que el miércoles Google dedicaba su doodle (perdón por adoptar la palabreja) a la política española Clara Campoamor, y muchos internautas, seducidos por la estética googleliana y movidos sin dudas por buenas intenciones, vinieron a acordarse de la mujer que luchó para conseguir el derecho al voto de las españolas.
De todas las mujeres. Ese precisamente fue el problema con el que tropezó la diputada Campoamor, que la derecha no creía en una sociedad igualitaria, pero la izquierda, incluyendo a líderes tan significativas como Victoria Kent, temía que una mayoría del voto femenino se dejara influir por el peso de la Iglesia y la reacción.
Había un dicho de la Transición que rezaba que no hay nadie más gilipollas que un obrero de derechas
Así que cuando esta semana leía furiosos comentarios hacia esas mujeres que aplaudían a Gallardón considerándolas traidoras a la causa de la Campoamor, pensaba que si se defiende la libertad de opinión de las mujeres, si se nos considera personas adultas, habrá que respetar que seamos soberanas, apoyemos una política como la contraria
. Lo demás, en el fondo, es condescendencia y paternalismo
. Esto me hace recordar aquel viejo dicho de la Transición que rezaba que no hay nadie más gilipollas que un obrero de derechas.
El caso es que la igualdad de derechos consiste en que los obreros, los inmigrantes, las mujeres, los negros, los gais, puedan expresar su voluntad por muy contradictoria que sea a través de su voto, como cualquiera.
Por otra parte, ¿qué significaban los aplausos de esas mujeres que jaleaban al hombre que trata de cercenar un derecho ya adquirido y asumido?, ¿una victoria?
No exactamente. Los aplausos respondían a eso que se llama la disciplina de partido. Una disciplina en la que se basa el sistema político español y que convierte a todas las voluntades individuales en una sola; una disciplina que obedecería cualquier otra formación si se encontrara en parecida circunstancia
. Sirvió, por apuntar algo, para que el señor Gallardón sacara pecho, para que su soberbia no se viera herida.
Todo fue una gran representación de unidad que muestra, una vez más, el escaso valor que el Partido Popular concede a lo que la sociedad brama más allá de los muros del Congreso.
Celia Villalobos, mujer de derechas, no se siente en sintonía con esta gallardonada de la ley del aborto
. Y les ocurrirá con esta china en el zapato en la que se ha convertido la reforma de la ley del aborto, una ocurrencia de algún estratega imbécil que imaginó que distraería de los temas económicos, sin detenerse a contemplar la reacción social que se puede desencadenar cuando se legisla en contra de un derecho ya adquirido.
Alguien debe saber, si es que no están ciegos (Aznar lo estuvo, ciego y sordo), que el clamor en contra de la reforma no ha de parar, que esos aplausos del congreso, más que acallarlo, lo estimulan.
Y a todo esto, Celia. Celia Villalobos.
Una mujer de derechas, como así lo confirma su pertenencia al Partido Popular, pero que no se siente, en su condición de mujer, en sintonía con esta gallardonada. Conozco a mujeres como ella, conservadoras en lo político y prácticas y abiertas en lo personal, algo tan habitual en la España del sur de la que ella viene. Celia dijo que sí y que no al mismo tiempo
. Dijo que no pensaba castigar a su partido por orden de las socialistas, pero también avisó que seguirá mostrando su desacuerdo con la reforma
. Esto es difícil de digerir por los ciudadanos, que de pronto vemos escenificado algo que es moneda común en nuestro sistema: los políticos se deben más a su partido que a los ciudadanos, y los ciudadanos votamos a un partido, no a un político en concreto.
Lo que presiento es que el Partido Popular, muy sibilinamente, intentará que el asunto se dilate y se diluya en la espesura de la actualidad
. Tratarán de hacer un Rajoy, como viene siendo costumbre. Pero esto se les puede enredar más de lo que esperan, porque las complicaciones derivadas de la fertilidad de las mujeres se renuevan a diario, empecinadamente, generación tras generación, para amargarle la vida al señor Gallardón, que tan orgulloso parece de sus convicciones morales, y a las señoras y señores diputados que a favor o en contra de su conciencia se han dejado las manos esta semana aplaudiendo.
Y entre ellos, Celia, que debería tomar ejemplo del personaje de la Fortún, y actuar con arrojo.
Puede que hasta se lo acabaran agradeciendo en su propio partido.
De vez en cuando, como la Celia del cuento, hay que atreverse a ser distinta e indisciplinada, para que al lector o al votante se le haga la lectura de lo que ocurre más comprensible.
15 feb 2014
La factoría de la nostalgia.................................De Antonio MM
Cualquier cosa, bien macerada y caramelizada por el tiempo, puede
manufacturarse en forma de nostalgia.
El blanco y negro de las fotografías y los documentales puede volver memorable cualquier episodio del pasado, por muy mediocre, superfluo, incluso deleznable que fuera. En sus fotos de los años cincuenta, de los primeros sesenta, nuestros padres parecen jóvenes actores de cine.
“Existe en la naturaleza humana una fuerte propensión a devaluar las ventajas y a magnificar los males del tiempo presente”, dice Gibbon.
Nueva York es ahora una ciudad más limpia, más segura y más próspera que hace treinta o cuarenta años, pero cuando uno habla con personas que recuerdan el tiempo de los atracos en el metro, los apuñalamientos en Central Park, los campamentos de mendigos, drogadictos y traficantes en Tompkins Square o en Washington Square, junto al alivio de que todo aquello pasara hay con frecuencia un tono de nostalgia.
Un amigo me contaba que uno no podía permitirse el lujo de ir abstraído por la calle: había que estar siempre alerta, como con un radar siempre moviéndose para detectar signos de peligro, y eso hacía que uno viviera más pegado a lo real, mucho más despierto que ahora, cuando las aceras están pobladas casi exclusivamente por sonámbulos que hablan gesticulando por sus teléfonos de manos libres o miran absortos y teclean en la pantalla de los iphones
“Había que andar de una cierta manera”, me dijo mi amigo, “para que se supiera que uno no era un turista, que no estaba perdido ni era una presa fácil; había que andar rápido, mirando al frente, y al mismo tiempo vigilando de soslayo a un lado y a otro, aunque con la precaución de que la mirada no chocara con la de quien no debía”. Un volumen entero de las memorias de Edmund White, City Boy, está dedicado a la época de libertad desaforada que conocieron los homosexuales de Nueva York precisamente en los mismos años en los que la ciudad se hundía en la catástrofe, cuando el Gobierno federal se negaba a salvarla de la quiebra y no había dinero ni para limpiar la basura
. Entre el motín de Stonewall en 1969 y la irrupción del sida como una epidemia medieval en los primeros ochenta, la Nueva York que recuerda White fue una fiesta de promiscuidad y desahogo que no acababa nunca.
También era la ciudad de las bocas de metro cegadas por escombros
como tumbas egipcias y el de los trenes tachonados completamente con
manchas, figuras y garabatos de grafitis
. Casi cualquiera que ya no sea joven tiene un recuerdo muy vivo de la pesadilla y el peligro de aventurarse en el metro. Había asientos arrancados, cristales escarchados por pedradas, charcos de líquidos alarmantes, restos de comida, gente trastornada de mirada retadora.
En verano no había aire acondicionado y en los túneles y en los trenes el calor adquiría una cualidad cenagosa. Y, para muchas de las personas a las que les he preguntado, una parte grande del suplicio del metro eran los grafitis: su proliferación angustiosa, la claustrofobia de que no hubiera un espacio, dentro o fuera de los trenes, no ocupado y saturado por ellos.
De lejos, cuando se veía desde la calle un tren emergiendo de un túnel por un paso elevado o atravesando uno de los puentes sobre el East River, había a veces un efecto inesperado de belleza, una complicación de colorido barroco.
Nadie que yo conozca prefiere el metro de aquellos años al de ahora, pero la nostalgia es una planta capaz de arraigar en los suelos más inhóspitos.
El Museo de la Ciudad acaba de inaugurar una gran exposición dedicada a lo que ahora resulta que fue la edad de oro del grafiti.
En ella no hay vagones de verdad cubiertos de policromías, pero sí fotos apaisadas y muy bien enmarcadas de aquellos trenes desfilando como convoyes de color entre edificios desmoronados, a través de barriadas que parecen ciudades en las que nunca comenzó la reconstrucción de una posguerra. En una magnífica galería de Chelsea especializada en fotos, Steven Kasher, se repiten imágenes parecidas de trenes, tomadas en los últimos setenta y primeros ochenta por Henry Chalfant. En ellas los vagones forman frisos que ocupan todo el espacio. En cualquier parte destaca sin dificultad el talento.
En la exposición del Museo de la Ciudad deslumbran artistas callejeros que trasmutaban la prisa y el peligro en virtudes estéticas: Daze, Dondi, Futura, Lee Quiñones, Lady Pink; y en esa atmósfera se comprende mejor la capacidad de aprender y absorber y darle la vuelta en beneficio propio a toda aquella imaginería que tuvieron Keith Haring y Jean-Michel Basquiat, sobre todo Basquiat.
En la Nueva York opulenta y socialmente escindida de ahora la
nostalgia es una mercancía y también un indicio de la incomodidad que
despierta en la gente la omnipotencia obscena del dinero
. En Steven Kasher la sala principal la ocupa estos días una selección de las fotos que Fred McDarrah hizo en los sesenta y los setenta para el Village Voice
. Aquí la nostalgia es en blanco y negro. McDarrah iba por las calles, los cafés, los apartamentos destartalados del Village, como un minutero ambulante que retrató a los mayores de la generación que se estaba extinguiendo y a los más jóvenes y más de la siguiente, los que empezaban a brillar y los que estaban perdiendo brillo, los expresionistas abstractos con sus blusas y pantalones manchados y su fatiga de viejos pintores de brocha gorda y los jóvenes pop con sus caras aniñadas de estudiantes precoces, los poetas beat y los mendigos, los que miraban sabiendo desde muy jóvenes lo que querían y los que prometían mucho y no llegaron a nada
. Retrató a Dustin Hoffman con veinte años y con cara de comer mal y casi no dormir, a Bob Dylan sentado al sol como un indigente en un banco de Sheridan Square, a Norman Mailer como un león en una jaula llena de montones de periódicos, con el cigarrillo y la máquina de escribir que entonces parecían las herramientas naturales de un novelista, a Jack Kerouac recitando poemas en la sala de estar de un apartamento lamentable, a Robert Mapplethorpe con un corte de pelo y una cara chupada y una mirada fulgurante que le hacían muy parecido a Camarón de la Isla, a Mark Rothko como un gordo viejo y demolido, muy solo entre los invitados a una fies
ta. Parece que no hubo protesta contra la guerra de Vietnam o a favor de los derechos de las mujeres o los homosexuales a la que Fred McDarrah no acudiera con su cámara.
Gente rara y muy joven con mucho talento o solo con un talento fantasioso para la extravagancia podía buscarse la vida en una ciudad que era pobre y peligrosa, pero también era barata y estaba llena de oportunidades.
Ahora que hay sucursales de bancos o de Starbucks en casi cada esquina, y que sobre las terrazas de los vecindarios destartalados de entonces se levantan torres de vidrio para oligarcas rusos y chinos y escualos financieros de Wall Street, la nostalgia tiene una médula de protesta política.
El blanco y negro de las fotografías y los documentales puede volver memorable cualquier episodio del pasado, por muy mediocre, superfluo, incluso deleznable que fuera. En sus fotos de los años cincuenta, de los primeros sesenta, nuestros padres parecen jóvenes actores de cine.
“Existe en la naturaleza humana una fuerte propensión a devaluar las ventajas y a magnificar los males del tiempo presente”, dice Gibbon.
Nueva York es ahora una ciudad más limpia, más segura y más próspera que hace treinta o cuarenta años, pero cuando uno habla con personas que recuerdan el tiempo de los atracos en el metro, los apuñalamientos en Central Park, los campamentos de mendigos, drogadictos y traficantes en Tompkins Square o en Washington Square, junto al alivio de que todo aquello pasara hay con frecuencia un tono de nostalgia.
Un amigo me contaba que uno no podía permitirse el lujo de ir abstraído por la calle: había que estar siempre alerta, como con un radar siempre moviéndose para detectar signos de peligro, y eso hacía que uno viviera más pegado a lo real, mucho más despierto que ahora, cuando las aceras están pobladas casi exclusivamente por sonámbulos que hablan gesticulando por sus teléfonos de manos libres o miran absortos y teclean en la pantalla de los iphones
“Había que andar de una cierta manera”, me dijo mi amigo, “para que se supiera que uno no era un turista, que no estaba perdido ni era una presa fácil; había que andar rápido, mirando al frente, y al mismo tiempo vigilando de soslayo a un lado y a otro, aunque con la precaución de que la mirada no chocara con la de quien no debía”. Un volumen entero de las memorias de Edmund White, City Boy, está dedicado a la época de libertad desaforada que conocieron los homosexuales de Nueva York precisamente en los mismos años en los que la ciudad se hundía en la catástrofe, cuando el Gobierno federal se negaba a salvarla de la quiebra y no había dinero ni para limpiar la basura
. Entre el motín de Stonewall en 1969 y la irrupción del sida como una epidemia medieval en los primeros ochenta, la Nueva York que recuerda White fue una fiesta de promiscuidad y desahogo que no acababa nunca.
Existe en la naturaleza humana una propensión a devaluar las ventajas y a magnificar los males del presente”, dice Gibbon
. Casi cualquiera que ya no sea joven tiene un recuerdo muy vivo de la pesadilla y el peligro de aventurarse en el metro. Había asientos arrancados, cristales escarchados por pedradas, charcos de líquidos alarmantes, restos de comida, gente trastornada de mirada retadora.
En verano no había aire acondicionado y en los túneles y en los trenes el calor adquiría una cualidad cenagosa. Y, para muchas de las personas a las que les he preguntado, una parte grande del suplicio del metro eran los grafitis: su proliferación angustiosa, la claustrofobia de que no hubiera un espacio, dentro o fuera de los trenes, no ocupado y saturado por ellos.
De lejos, cuando se veía desde la calle un tren emergiendo de un túnel por un paso elevado o atravesando uno de los puentes sobre el East River, había a veces un efecto inesperado de belleza, una complicación de colorido barroco.
Nadie que yo conozca prefiere el metro de aquellos años al de ahora, pero la nostalgia es una planta capaz de arraigar en los suelos más inhóspitos.
El Museo de la Ciudad acaba de inaugurar una gran exposición dedicada a lo que ahora resulta que fue la edad de oro del grafiti.
En ella no hay vagones de verdad cubiertos de policromías, pero sí fotos apaisadas y muy bien enmarcadas de aquellos trenes desfilando como convoyes de color entre edificios desmoronados, a través de barriadas que parecen ciudades en las que nunca comenzó la reconstrucción de una posguerra. En una magnífica galería de Chelsea especializada en fotos, Steven Kasher, se repiten imágenes parecidas de trenes, tomadas en los últimos setenta y primeros ochenta por Henry Chalfant. En ellas los vagones forman frisos que ocupan todo el espacio. En cualquier parte destaca sin dificultad el talento.
En la exposición del Museo de la Ciudad deslumbran artistas callejeros que trasmutaban la prisa y el peligro en virtudes estéticas: Daze, Dondi, Futura, Lee Quiñones, Lady Pink; y en esa atmósfera se comprende mejor la capacidad de aprender y absorber y darle la vuelta en beneficio propio a toda aquella imaginería que tuvieron Keith Haring y Jean-Michel Basquiat, sobre todo Basquiat.
Gente joven con talento podía buscarse la vida en una ciudad que era pobre y peligrosa, pero también barata y con oportunidades
. En Steven Kasher la sala principal la ocupa estos días una selección de las fotos que Fred McDarrah hizo en los sesenta y los setenta para el Village Voice
. Aquí la nostalgia es en blanco y negro. McDarrah iba por las calles, los cafés, los apartamentos destartalados del Village, como un minutero ambulante que retrató a los mayores de la generación que se estaba extinguiendo y a los más jóvenes y más de la siguiente, los que empezaban a brillar y los que estaban perdiendo brillo, los expresionistas abstractos con sus blusas y pantalones manchados y su fatiga de viejos pintores de brocha gorda y los jóvenes pop con sus caras aniñadas de estudiantes precoces, los poetas beat y los mendigos, los que miraban sabiendo desde muy jóvenes lo que querían y los que prometían mucho y no llegaron a nada
. Retrató a Dustin Hoffman con veinte años y con cara de comer mal y casi no dormir, a Bob Dylan sentado al sol como un indigente en un banco de Sheridan Square, a Norman Mailer como un león en una jaula llena de montones de periódicos, con el cigarrillo y la máquina de escribir que entonces parecían las herramientas naturales de un novelista, a Jack Kerouac recitando poemas en la sala de estar de un apartamento lamentable, a Robert Mapplethorpe con un corte de pelo y una cara chupada y una mirada fulgurante que le hacían muy parecido a Camarón de la Isla, a Mark Rothko como un gordo viejo y demolido, muy solo entre los invitados a una fies
ta. Parece que no hubo protesta contra la guerra de Vietnam o a favor de los derechos de las mujeres o los homosexuales a la que Fred McDarrah no acudiera con su cámara.
Gente rara y muy joven con mucho talento o solo con un talento fantasioso para la extravagancia podía buscarse la vida en una ciudad que era pobre y peligrosa, pero también era barata y estaba llena de oportunidades.
Ahora que hay sucursales de bancos o de Starbucks en casi cada esquina, y que sobre las terrazas de los vecindarios destartalados de entonces se levantan torres de vidrio para oligarcas rusos y chinos y escualos financieros de Wall Street, la nostalgia tiene una médula de protesta política.
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