Un Blues

Un Blues
Del material conque están hechos los sueños

19 ene 2014

Amor o codicia....................................................Elvira Lindo.....¿No dijo que se iba de este Periódico?

¿Cómo ha podido seguir apoyando la Infanta a quien se supone que puede echar por tierra una institución a la que ella debía lealtad desde la misma cuna? El amor no es compatible con eso.

 

De aquí a que la infanta Cristina haga el paseíllo, exterior o intrauterino, lo habremos dicho todo.
 Habremos dicho tanto y tan confuso que cuando esto acabe, los opinadores recordaremos que teníamos razón aunque no sepamos muy bien lo que habíamos defendido.
 Cuando el pastel se descubra y sepamos lo que va a ser de uno y lo que será de la otra, los hay que dirán: “no, si yo ya…”, o los que añadirán: “no, si ya yo…”.
 De aquí a que la Infanta se vea en ese trance que jamás ella imaginó para sí, la institución monárquica habrá estado en boca del pueblo soberano: en bares y mercados, en tertulias televisivas, que vienen a ser lo mismo; en taxis y en peluquerías, y en tertulias televisivas, que para el caso vienen a ser lo mismo.
Así que antes de que este asunto llegue a cualquiera que sea su final, quiero dejar aquí mi particular visión de los hechos.
 Las cosas, por escrito.
La clave es que en España siempre acabamos discutiendo sobre lo accesorio y tendemos a obviar lo fundamental.
 Ahora andamos a vueltas con el paseíllo de la Infanta. Una España dividida: los que quieren evitárselo y los que se toman como algo personal el que esta señora vaya por la calle para que se la pueda increpar.
 Yo no he entendido jamás a los que acuden a los juzgados para insultar a los imputados o a los acusados.
 Si por mí fuera, le evitaría a cualquiera el trago. No me gusta ese espectáculo medieval que nos remite a un pueblo brutal celebrando la pena del otro. Pero lo que es terrible es que dediquemos tanta energía a un detalle que nos aleja del asunto fundamental.
Da la impresión  de que en la Casa Real se educó a los descendientes de una manera desigual
Aquí lo que ha habido es un problema de educación, lo cual, lo sé, podría parecer una obviedad hablando de España, pero no lo es tanto si las protagonistas son mujeres que han tenido la posibilidad y también la obligación de adquirir una cultura excelsa
. Da la impresión de que en esa casa, que es la Casa Real, se educó a los descendientes de una manera desigual, siguiendo criterios contradictorios y rancios: por un lado, hubo un esmero en la educación del Príncipe, que por varón era el que estaba destinado a reinar; por otro, se descuidó la formación de las dos chicas, que en mayor o menor medida también tendrían que representar a su país en actos institucionales. Obtuvieron sus privilegios como princesas, pero no hasta el punto de saber elegir maridos que no fueran rapaces y aprovecharan su nueva situación para beneficiarse de la manera más marrullera posible.
Les faltaron lecciones de ética, algo más allá de vestir un traje largo en fiestas de la aristocracia europea o de presidir actos de caridad.
 Tenían que haber sabido que su posición estaba condicionada por el servicio a su país y que si ese servicio fallaba o se vulneraba, no habría pueblo que aprobara una institución basada en los vínculos de sangre. Quien más necesitaba la asignatura de Educación para la Ciudadanía eran ellas, amén de otros representantes públicos.
Como nunca hablo en tertulias y similares, hace un tiempo que en los pasillos de mi casa me oyen rumiar la siguiente teoría: la única manera que tenía esta señora de cumplir con la patria que le paga, con la institución a la que representa, y de demostrar su inocencia (no hablo de inocencia penal, sino ética) era haberse separado de su señor esposo desde el primer momento y haber renunciado a su título de Infanta. ¿Cómo ha podido seguir apoyando a quien se supone que puede echar por tierra una institución a la que ella debía lealtad desde la misma cuna? El amor no es compatible con eso
. Y un abogado aduciendo las razones del corazón, en este caso en particular, es patético.
 Quien tuvo el derecho a paralizar una ciudad como Barcelona para que la vitorearan el día de su boda ha de tener después la decencia de renunciar a sus privilegios cuando se hace público que ese señor que eligió para pasear de su brazo era un farsante que se dedicaría a transformar el presunto amor en pingües beneficios.
Alguien debería explicarle a la Infanta que, más allá de sus responsabilidades ante la justicia, está la falta de ejemplaridad en su comportamiento
Alguien debería explicarle a la Infanta que, más allá de sus responsabilidades ante la justicia, está la falta de ejemplaridad en su comportamiento.
 Alguien debería reprocharle a sus educadores, fueran quienes fueran los que se encargaron de una formación tan coja, que a las mujeres, por muy alta que sea su cuna, ya no se nos educa como a señoritas del XIX, cuyo encanto estaba basado en la ignorancia de esos burdos asuntos con los que las demás nos manchamos las manos todos los días, apechugando por fortuna con las consecuencias de nuestros actos.
 Ya no hay lugar para la mujer que se hace la tonta, menos aún para aquellas a quienes la vida les proporcionó tantas posibilidades de conocimiento.
Permanecer junto a un hombre que timó al Estado, gracias a que algunos miembros de la clase política perdieron el culo por meterle dinero en el bolsillo, es aprobar su falta de decencia. ¿No hay nadie en todo ese equipo de asesores, viejos profesores o jefe de la Casa que tenga el coraje de explicarle que esto no es una conspiración contra ella, sino que es la consecuencia de un mal comportamiento?
 ¿Se lo han dicho sus padres?
Porque ahí radica todo.
 Nunca es tarde para corregir a quien fue educada de manera tan arcaica que aún no sabe distinguir en la mirada de un hombre lo que es amor y lo que es codicia.

De las trincheras a Internet

Los Archivos Nacionales británicos se suman al centenario de la Gran Guerra al colgar en la Red 300.000 páginas con escalofriantes relatos de soldados.

Soldados británicos durante la I Guerra Mundial / Mansell (Getty Images)

“Aquí estoy, sentado al sol en la trinchera de nuestro cuartel general.
 La lluvia que hemos tenido sin parar durante dos días ya ha cesado y ahora el mundo debería parecer la gloria”, escribió un día de principios de septiembre de 1914 el capitán C. J. Paterson, del regimiento británico de infantería South Wales Borderers, durante un alto en la primera confrontación del Marne.
 “La batalla se ha parado aquí por un momento, aunque se pueden oír en la distancia los disparos del segundo cuerpo del ejército inglés y la batalla en general. Como digo, todo debería ser hermoso y pacífico y bonito.
 Pero en realidad es imposible describirlo”, añade el texto.
 “Trincheras, pedazos de equipamiento, ropa (seguramente con manchas de sangre), munición, herramientas, sombreros, etc., etc., por todas partes.
 Pobres desgraciados yaciendo muertos por todas partes.
 Algunos son de los nuestros, otros son de la Primera Brigada de Guardias que pasaron por aquí antes que nosotros, y muchos son alemanes”, relata.
“Todos los setos están rotos y pisoteados, toda la hierba está pisoteada de barro, agujeros allí donde han estallado los proyectiles, ramas separadas de su tronco por las explosiones.
 En todas partes las mismas señales terribles, sombrías y despiadadas de la batalla y de la guerra. Ya tengo el estómago lleno de todo eso”, concluye. Paterson moriría a las pocas semanas de escribir ese testimonio, el 1 de noviembre de 1914.
Su relato es uno entre cientos de miles que se pueden consultar desde cualquier punto del planeta a través de la página web de los Archivos Nacionales británicos.
 No son en sí mismos una primicia: estaban desde hace más de 50 años a disposición del público y de los historiadores en el Imperial War Museum de Londres.
 La novedad es que ahora, con la ayuda durante meses de un puñado de voluntarios, los Archivos Nacionales han escaneado y colgado en la Red 300.000 páginas de documentos como ese, que suponen solo una quinta parte del material disponible y que van a ir poniéndose a disposición de los internautas en los próximos meses.
 La meta es que a final de año estén digitalizadas la totalidad de los 1,5 millones de páginas que conforman el fondo documental.
Colgar esos cientos de miles de documentos en Internet forma parte de las conmemoraciones por el centenario de la I Guerra Mundial, que en Reino Unido tienen una especial importancia.
Los archivos colgados no son cartas de los reclutas a sus familias o sus amigos
. Son los relatos de los oficiales en el campo de batalla, “a veces fascinantes, a veces horripilantes”, los diarios de la guerra en el frente occidental, en Francia y Bélgica.
 El retrato del día a día de una guerra que se pensaba que iba a ser corta y definitiva y que fue larga, cruel y transitoria: tan solo el pórtico de la II Guerra Mundial.
 Una guerra en la que murieron 16 millones de personas y otros 20 millones resultaron heridas.
 Quizás la última guerra de soldados, la última gran guerra de trincheras y bayonetas caladas en Europa. Luego llegaría la aviación, las bombas teledirigidas, los misiles, los drones.
 Y con el avance de la técnica, las víctimas colaterales: los civiles muertos por error o como escudos humanos.
Los archivos están a disposición del planeta.
 Basta con ser capaz de superar el entramado de registros, tutoriales y aprendizajes varios que conforman el alma de los Archivos Nacionales británicos y disponer además de una conexión de banda ancha para navegar por los archivos.
 Pero su consulta no es gratuita: aunque la página web de los archivos no menciona cantidades y solo explica que el acceso a alguno de los documentos puede ser de pago, los medios británicos afirman que cuesta en torno a cuatro euros consultar un solo documento
. Aunque se entiende que cada archivo tiene una media de 150 páginas.
En esta primera entrega se han colgado un total de 1.944 documentos digitalizados que cubren desde los primeros días de la guerra, como la primera batalla del Marne en la que el capitán Paterson describía el horror de la guerra de trincheras, hasta el final de la confrontación en junio de 1919.
 No todo son trágicos relatos de sangre, barro y muerte.
 Hay también detalles de encuentros deportivos y hasta de cenas de despedida al final de la guerra.
En opinión de William Spencer, escritor y especialista en documentos militares de los Archivos Nacionales, colgar esos diarios en Internet “permite a gente de todo el mundo descubrir por sí mismos las actividades diarias, historias y batallas de cada unidad”.
Se trata, sostiene, de “un gran avance” tanto en la forma de distribuir información como en la manera de entenderla. “
Es interesante porque es una forma de humanizar algo que es en sí mismo inhumano”, sostiene.
Spencer ha explicado que los documentos, que en muchos casos llevaban 45 años metidos en sus cajas, han sido digitalizados con la ayuda de 25 voluntarios que han trabajado de forma gratuita durante meses.
Ahora, los Archivos Nacionales han lanzado un llamamiento buscando voluntarios para leer esos cientos de miles de páginas y rastrear e introducir las etiquetas, los tags que permitirán a millones de personas realizar búsquedas más precisas entre cientos de miles de páginas y desmenuzar de verdad cómo esos oficiales vieron y describieron la I Guerra Mundial. “Operación Diario de Guerra: ¡Tu país te necesita!”, proclama el blog de los archivos.
 “El objetivo es abrir la información que ahora mismo está encerrada en los diarios de guerra y estamos buscando voluntarios que quieran etiquetar cualquier dato que encuentren, desde una persona a un lugar o una actividad”, proclaman.
“No necesitas saber nada sobre los diarios para poder participar aunque si eres bueno leyendo textos escritos a mano puede ser una ventaja”, ironiza el llamamiento de los Archivos, que han puesto en la web un tutorial de 10 minutos explicando paso a paso a los posibles voluntarios qué tendrían que hacer y cómo
. El objetivo no es otro que crear una herramienta para que público, historiadores y familiares de los soldados que participaron en aquella guerra puedan saber qué pasó, día a día, en el frente occidental.

 

18 ene 2014

Yo tengo razón, tú estás equivocado

Somos adictos a "tener razón", pero quedar cautivos de nuestras opiniones es un trampa

Escuchar a los demás es prueba de empatía y respeto, claves para crecer y estar en paz.

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Ilustración de João Fazenda

La mayoría de nosotros creemos que podemos cambiar lo que los demás piensan; de otro modo, no pasaríamos tanto tiempo en la vida dándole vueltas a “qué opinan los demás de nosotros” y tratando de mejorar su juicio sobre nuestra persona.
 Eleanor Roosevelt dijo: “Nadie puede hacer que te sientas inferior si tú no lo permites”.
 Esta afirmación pone el foco de atención hacia nosotros mismos y no en los demás; por ello, quizá el único pensamiento que precisa ser cambiado es la creencia de que “los demás deberían pensar diferente”.
Querer tener razón es la enfermedad crónica de la humanidad, seguramente una de las causas que han enfrentado más a las personas, las naciones y las religiones organizadas del planeta.
 La posesión de las personas por sus propias ideas es siempre una causa de sufrimiento.
 El problema, al consistir las creencias en “posesiones mentales” no visibles, ha sido buscar la solución a nuestras diferencias tratando de cambiar a los demás antes que examinar la causa real de los conflictos (la necesidad de tener razón).
En demasiadas ocasiones comprobamos cómo querer imponer nuestras razones y opiniones a los demás nos cuesta caro.
 Tal vez logremos desautorizar las ideas de alguien, pero al final acabamos con una razón más y un amigo menos. ¿Vale la pena? Seguramente no.
 El resultado es que querer estar siempre en posesión de la verdad consume una gran cantidad de energía y tiempo que nos impide disfrutar de los demás y de la paz mental de saber que en el fondo todos tenemos nuestra propia lógica.
¿Es mejor tener razón a toda costa antes que ser feliz? Que cada uno responda esta pregunta con sinceridad.
Una creencia es algo a lo que te aferras
porque crees que es verdad”
Deepak Chopra
La perspectiva materialista o newtoniana del universo nos conduce a cosificar todo con lo que entramos en contacto, ya sea algo material o inmaterial.
 Incluso lo no material, como un pensamiento, acaba tomando forma y se convierte en objeto de conflicto
. Así, una idea o una creencia se acaban convirtiendo en una posesión, una propiedad, algo que debe ser defendido para que no perezca.
Todo pensamiento consciente, repetido durante un tiempo, se convierte en un programa mental invisible. Con el tiempo acumulamos opiniones, creencias, que pasan a conformar lo que llamamos identidad construida o ego
. Si alguien agrede esas posesiones mentales, en realidad es como si lanzara un ataque personal, porque confundimos pensamiento e identidad.
 No parece sensato confundir lo que somos con lo que pensamos, pero esto no lo tienen tan claro quienes se aferran a sus creencias con desesperación.
Tener opiniones es normal, también tener gustos y preferencias… pero que esas ideas y predilecciones le tengan a uno cautivo o secuestrado es una trampa
. El libre pensamiento es una conquista humana, pero la libertad de opinión se convierte en una desventaja cuando las posiciones mentales impiden abrirse a nuevas perspectivas o puntos de vista que no concuerdan con las propias.
La pregunta ¿somos nuestras creencias? se responde con un rotundo no.
 Desde luego, tenemos convicciones, pero en esencia no somos lo que pensamos; a un nivel profundo y esencial, nuestras opiniones no pueden definirnos.
 Pero llegar a esta claridad no es sencillo ni rápido.
 De hecho, los conflictos del mundo son tanto disputas por pertenencias materiales (cosas) como por posesiones inmateriales (ideales).
 Cuando entendemos que tenemos una mente y la usamos, pero que no somos esta, nos liberamos de su contenido y nos autoexcluimos de cualquier conflicto y, por tanto, sufrimiento.

No somos nuestras historias

“Con frecuencia utilizo la palabra historia para referirme a los pensamientos o secuencias de pensamientos que tenemos el convencimiento de que son reales. Una historia puede ser sobre el pasado, el presente o el futuro; sobre cómo deberían ser las cosas, como podrían ser o por qué son
. Las historias aparecen en nuestra mente cientos de veces al día.
 Las historias son teorías que no han sido probadas ni investigadas y que nos explican el significado de estas cosas. Ni tan siquiera nos damos cuenta de que son teorías.
 ¿En qué medida tu mundo está construido por historias que no has examinado?”.
Amar lo que es, Byron Katie
LIBROS
‘Amar lo que es’ Byron Katie. (Ediciones Urano)
‘El combustible espiritual: cómo dejar de querer tener razón y empezar a tener paz’, Ari Paluch. (Planeta)

Todos mantenemos un diálogo interior que reafirma continuamente lo que creemos, y después nos pasamos la vida buscando personas y situaciones en las que encajen nuestras creencias para poder así reafirmarlas
. El objetivo de toda creencia no es, como debería ser, contrastarse, sino validarse una y otra vez aunque sea a la fuerza. Estas creencias o historias mentales no cuestionadas acaban por suponer un problema: no tienen ninguna relación con la realidad.
 ¿Qué pasaría si no tuviéramos ningún criterio mental no validado que contarnos?
Seríamos libres de la necesidad de dividir el mundo entre los que están de acuerdo y los que no lo están. Y sobre todo, no estaríamos condicionados por cosas que creemos, pero no son verdad.
O bien nos apegamos a los pensamientos, sin más examen, o bien los cuestionamos en busca de la verdad. No hay más opciones.
Cuando una creencia nos domina, llegamos a pensar que todo el mundo piensa, o debería pensar, lo mismo. Pero hay opiniones para todos los gustos, la diversidad construye el mundo, y aunque parezca extraño, hay personas que creen cosas muy diferentes a las que nos parecen normales.
Ver las cosas desde distintas perspectivas no es fruto de un lavado de cerebro, sino de preferencias, cultura, contextos… Sin duda, aquellos que no esperan que todo el mundo esté de acuerdo con ellos gozan de una mayor tranquilidad mental, que es de lo que va la vida.
¿Pero cómo liberarse del apego a las creencias?
No es el apego el problema real, sino la identificación.
Pelear contra una creencia o un hábito no tiene sentido, es una lucha perdida
. En cambio, dejar de identificarse con esa forma de pensar, cuestionarla, examinarla, soltarla, incluso sacrificarla, es el principio de la libertad o de cómo librarse de esta par­ticular tiranía.
No reaccionar con hostilidad a las ideas de los demás es una de las maneras más sencillas de superar el apego a las propias.
 Pero solo se puede no reaccionar a sus creencias si se entiende que estas no son su identidad, sino una posesión mental, que además siempre se puede cambiar por otra.
Una vez más, todos tenemos opiniones y criterios, pero eso no significa que sean lo que somos.
 Cuando lo comprendemos, la distancia entre las personas es exactamente… cero.
Aceptar las ideas de otros es en realidad más sencillo de lo que parece.
 Basta con tener presente que aceptarlas no significa adoptarlas o validarlas (no significa estar de acuerdo)
. Es más bien aceptar que no entendemos a todo el mundo, ni que todo el mundo nos entenderá
. Es más sencillo aceptarlos a ellos (aunque tal vez no sus ideas) porque no hacerlo complica la vida de todos. Resistirse, negarlos, es luchar, y vivir así es verdaderamente muy, muy difícil.
Una de las mejores maneras de persuadir
a los demás es escuchándolos”
Dean Rusk
El disgusto que sentimos ante las ideas que no nos son afines es proporcional al grado de apego que tenemos a las propias (o la poca disponibilidad para cambiarlas por otras).
 Cuanto más apego tenemos a una creencia, más disgusto sentiremos cuando nos enfrentemos a las contrarias. Es fácil deducir que no es la idea del otro lo que nos causa molestia, sino nuestro rechazo a aceptar puntos de vista diferentes
. No es su creencia el problema, sino nuestra posición contraria a ella.
Para llevar todo lo anterior a la práctica sirve recordar que cada vez que alguien exprese una creencia alejada de las propias, y ello genere un cierto disgusto, podemos preguntarnos: “¿qué está sucediendo ahora en mi mente?”. Y “¿en qué parte de mi cuerpo siento el rechazo?”.
 No se trata de cambiar nada, sino simplemente de observar lo que sucede.
 La observación desapegada y neutral hará posible la aceptación.
Disponemos de una técnica para aceptar comportamiento y creencias ajenas, y se llama asertividad. Consiste en no reaccionar al pensamiento o comportamiento de los demás de forma vehemente, pero sí con autorrespeto y autoestima
. Es decir, no adoptando una actitud defensiva o agresiva (ambas son el mismo error), sino reafirmando y expresando la posición personal sin tratar de imponerla al otro.
Y una palabra final: escuche.
 Escuchar con interés a las personas, aunque lo que digan esté en contra de la propia opinión, es la prueba máxima de la empatía, el respeto y la aceptación, claves todas ellas para la paz en el mundo.
 Escuchar a los demás les hace sentir valorados, entendidos, importantes.
 Tal vez eso sea todo lo que necesitan de verdad, y al conseguirlo podría ser que renunciaran a imponer sus opiniones y creencias.

 

'La ladrona de libros': Ataque sin piedad al corazón

Casi siempre se suele decir que una película no llega a hacer justicia al libro en el que se ha basado
. Aunque existen casos en los que sí se ha llegado a considerar la adaptación cinematográfica superior a la novela, los lectores/espectadores suelen acabar prefiriendo las palabras a las imágenes.
 Con 'La ladrona de libros' queda muy bien reflejado cuál podría ser una de las razones de esta tendencia.

La ladrona de libros

Brian Percival se encarga de trasladar al lenguaje cinematográfico la novela escrita por Markus Zusak, y está claro que visión no le falta, pero en esta ocasión queda muy patente que hay historias que no son tan fáciles de traducir a fotogramas como puede parecer. 'La ladrona de libros' convierte la sutileza narrativa de la literatura en un despliegue gratuito de melodrama que no hace justicia a la historia de Liesel Meminger.

Esta joven es hija de una familia comunista que, a comienzos de la II Guerra Mundial, es abandonada por su madre y dada en adopción a una pareja de alemanes, un pintor con tendencia a darse a la bebida y su gruñona esposa
. El padre adoptivo demuestra su gran corazón cuando Liesel admite que no sabe leer ni escribir, comenzando a enseñarle en casa poco a poco y despertando su amor por la palabra escrita.
 Un día, la pareja acogerá a Max, un judío a la fuga que hará muy buenas migas con Liesel y que le invitará no solo a leer más, sino a escribir y a amar las palabras.

La novela escrita por Markus Zusak no llega a esconder en ningún momento que no pretende contarnos una época tan injusta como la de la Alemania nazi entre algodones.
 De hecho, la historia está narrada por la mismísima Muerte, fascinada por la condición humana, y por la historia particular de la protagonista.
 Sin embargo, la película confunde este hecho como una oportunidad para buscar la lágrima del espectador, le guste o no. Las situaciones presentadas son tan intensas, sentimentaloides y lacrimógenas que terminan saturando al espectador, haciéndole casi inmune a las verdaderas emociones que debería transmitir la película.

Resulta bastante sorprendente que, a lo largo de dos tercios de la película, el ritmo sea bastante pausado, quizás hasta demasiado monótono, lastrando la historia y perdiendo la oportunidad de ver crecer el amor de Liesel por los libros con un poco más de cuidado.
 Pero más sorprendente es el último tramo del largometraje, en el que comienza un ataque sin tregua a nuestra cabeza y nuestro corazón, aturdiéndonos con unas escenas tan tramposas y manipuladoras que no casan nada con la tranquilidad que se le había otorgado a la película hasta ese momento.

La ladrona de libros
No es que la adaptación haya optado por saltarse a la torera el libro, casi todo lo que veremos en la gran pantalla ocurre también en el texto original, pero es cada lector el que da forma a la historia de una novela en su imaginación, y el excesivo detalle con el que se deleita el director en las últimas escenas no solo mata la narrativa delicada del libro, sino que hace que una película hasta ahora bastante aceptable se convierta en un telefilme para ver rodeado de pañuelos, y que deja con la sensación de haber sido bombardeado con escenas gratuitas e innecesarias.
 De hecho, hay un momento al final en el que se explica de una forma preciosa lo que se vuelve a presentar minutos después con un lujo totalmente innecesario de detalles.

A la hora de desgranar la película, lo que no se le puede quitar es la factura técnica que presentan, con pocos momentos en los que el escenario parezca falso.
 La elección de vestuario y la fotografía destacan con mucha soltura, y a pesar de lo crudo de la situación, conseguiremos trasladarnos a una villa casi de cuento, uno de los puntos más fuertes que tiene la película.
También es bastante notable la composición de John Williams, pero está utilizada de una forma tan tramposa, apretando las pocas tuercas emocionales que quedaban por apretar, que al final parece como si estuviera solamente para señalarnos cuando deberíamos abrir las glándulas lacrimales.

Hay que destacar, sin embargo, que el reparto realiza un trabajo muy bueno, sobre todo unos enternecedores Geoffrey Rush y Emily Watson, los padres adoptivos de la protagonista.
 Ambos mantienen el alto nivel de sus longevas carreras interpretativas, y sabrán ganarse al espectador sin problemas
. También cumplen con las expectativas los jóvenes Sophie Nélisse y Nico Liersch, que saben cautivar con su carisma y sus inmensos ojos claros, aunque se les note la infancia en los momentos más intensos de la película, y que no termine de casar la imagen de muñecos de porcelana con la situación que viven a su alrededor.
 Ben Schnetzer interpreta a Max, el judío al que esconden, quizás el personaje más desaprovechado del elenco, aunque tenga el tiempo suficiente para dejar patente su química de hermano mayor con Liesel.
 Sin embargo, no es explotado lo suficiente el papel que tiene en esa pasión que Liesel siente y vive por los libros.

Mismo mensaje, diferente resultado


'La ladrona de libros' quiere aspirar a ser una buena película, y en la factura técnica e interpretativa lo consigue de una forma bastante holgada. Sin embargo, semejante carga melodramática e irregularidad narrativa acaban ahogando una historia muy bonita en un mar de lágrimas traidoras que se podrían haber ahorrado. La II Guerra Mundial no es una época fácil de plasmar sin caer en la tragedia, pero tampoco es necesario mostrarla como si fuese un folletín o una telenovela. No puedo evitar señalar que adaptar esta novela no era tarea fácil, y es precisamente por una razón por la que muchas películas basadas en libros no llegan al nivel de su material original: el mismo beso que en las páginas nos deja noqueados no tiene el mismo efecto en una película si no se sabe mostrar con la misma sutileza, y eso es algo muy difícil de lograr.