Grabado de 1823 sobre la compañía de milicianas creada en Barcelona.
Por Juan Francisco Fuentes y Pilar Garí
En 1814, las
liberalas -así denominadas a veces por sus
enemigos– no pasaban de ser una exigua minoría a la que la monarquía
absoluta prestó escasa atención, salvo que se empeñaran en ayudar a los
presos y en importunar a las autoridades con sus quejas.
Si la
propaganda servil se fijó en ellas fue para señalar los desvaríos a los
que había llegado el liberalismo en aquellos años en que todo anduvo
revuelto. Por el contrario, a partir de 1823 la represión fue implacable
también con ellas.
Las cárceles, galeras y casas de arrecogidas fueron
recibiendo a las más comprometidas o a las más infelices, aquellas que
no habían podido huir a tiempo o que no contaban con ningún tipo de
protección en las altas esferas. Otras se vieron más o menos libres de
la persecución oficial, pero no del acoso de sus vecinos más exaltados.
En algunos casos, la presión ambiental sobre una mujer conocida por sus
ideas liberales podía llevarla a cambiar de residencia e incluso a huir
al extranjero, como hizo
Tecla López de Angulo, monja
del convento de las Huelgas, secularizada en 1822, que tuvo que
abandonar Burgos y buscar refugio en Francia al no poder soportar por
más tiempo los atropellos y las amenazas de los serviles.
En el origen del
terror blanco, con los voluntarios
realistas como su principal brazo ejecutor, había a menudo una
motivación social, porque el absolutismo popular tendía a identificar a
los liberales con los propietarios, y a éstos con las nuevas formas de
propiedad.
Para ellos, ser
negro era cosa de ricos
. Algunas señoras liberales, por su parte, pensaban que bajo la monarquía absoluta el
populacho
se sentía como pez en el agua.
En realidad, esas dos visiones
antagónicas del conflicto no estaban tan alejadas una de otra.
El hecho
es que, como denunció la propia policía, la gente de cierta posición se
veía acosada, y a veces despojada, por la plebe absolutista, que actuaba
movida por el odio de clase y por la propaganda clerical. El lamento,
en 1823, del autor de
El Tío tremenda abundaba
también en las implicaciones sociales del liberalismo femenino: ¡cuánto
daño le hacían a la causa del altar y del trono esas “señoras de más
alto rango” que se dedicaban a propagar la doctrina constitucional!
Hay casos dramáticos de mujeres perseguidas hasta el ensañamiento por sus ideas liberales, como
Rosa Zamora,
imputada en la intentona de Pablo Iglesias en Almería en 1824 y
encerrada por tiempo indefinido en la Real Cárcel de Granada, en un
cubículo infecto calificado como “un sitio destinado para matar gente”
por los dos médicos que la visitaron a instancias del tribunal.
No era
sólo la inhumanidad del aparato judicial y carcelario absolutista, sino
la falta de medios de un sistema que no estaba preparado para castigar a
las mujeres por delitos de naturaleza política, máxime tratándose, como
ocurría a menudo, de señoras de la “clase y estado” de la propia Rosa
Zamora, como dijo el responsable de Real Cárcel de Granada para
justificar los problemas irresolubles que planteaba su reclusión.
Las casas galera y cárceles femeninas habían sido pensadas para
mujeres de la plebe acusadas de delitos comunes, como prostitución, robo
o infanticidio, una circunstancia que motivó frecuentes quejas de las
presas políticas, condenadas a compartir su infortunio, en palabras de
una de ellas, con “mujeres prostitutas y disolutas sin vestigio alguno
de pudor y educación”, que constituían a todas luces una compañía
inadecuada para “una mujer de clase”.
En otras ocasiones, esa carencia
de medios resultó providencial para salvar de la cárcel a alguna
sospechosa, como
Francisca Tentor, implicada en la
trama conspirativa de Málaga en 1831.
Así le constaba al gobernador
militar, González Moreno –el verdugo de Torrijos–, quien, sin embargo,
prefirió demorar su detención, entre otras razones, por no disponer “del
local proporcionado en que constituirla, y en que se halle (…) con la
decencia y decoro que exigen su sexo, su estado y la calidad de su
persona”.
Aunque atenuada en algunos casos por las carencias materiales del
sistema y cierta inercia paternalista, la represión absolutista alcanzó
de lleno al liberalismo femenino desde el principio hasta el final de
la Década Ominosa.
La intensidad y las formas variaron según el momento.
Primero fueron
las Comisiones Militares y las Juntas de Purificación; posteriormente, a
partir de 1830, la iniciativa la llevó sobre todo la policía de
Calomarde.

La
magnitud de la represión permite calibrar tanto la importancia del
Trienio en la socialización del liberalismo entre las españolas como la
disposición de muchas de ellas a luchar por las libertades tras el
triunfo de la reacción
. En ocasiones, se trataba simplemente de esconder
un ejemplar de la Constitución, un uniforme de miliciano o un trozo de
una lápida constitucional. Este tipo de prácticas, frecuentes a lo largo
de toda la década –recuérdese que
Mariana Pineda fue
ejecutada por el “detestable delito” de guardar una bandera–, definen
dos características del liberalismo femenino que en la clandestinidad
iban a resultar de enorme importancia: la estrecha relación de la mujer
con los elementos simbólicos de la revolución y su dominio del espacio
privado, ámbito fundamental de la actividad conspirativa
. La mujer
liberal –la viuda sobre todo– desempeñó en él una labor impagable
protegiendo a prófugos de la justicia, recibiendo y repartiendo
correspondencia, auspiciando reuniones, escribiendo ella misma cartas e
informes con tinta invisible y a veces participando en los núcleos
conspirativos que fueron surgiendo por toda España, especialmente en
Andalucía y Levante.
Corrieron suerte muy diversa
. Algunas, con graves responsabilidades
políticas, escaparon milagrosamente a la represión, mientras otras
fueron detenidas y condenadas a duras penas de cárcel, cuando no a la
muerte. (…)
Eran las nuevas
“amazonas de la libertad”,
según la imagen utilizada por el italiano conde Pecchio en una de sus
cartas desde la España del Trienio, en la que se refiere a la juventud y
la belleza de las partidarias del régimen constitucional español.
Lo de las “amazonas de la libertad” circulaba ya por Francia en
tiempo de la revolución, lo mismo que otras locuciones asociadas al mito
de las amazonas.
Hay frecuentes alusiones a ellas en las guerras de
independencia de principios del siglo XIX, como la española o la griega,
y en las luchas revolucionarias en que intervienen las mujeres.
El Trienio liberal,
en cambio, pese a la referencia de Pecchio a Cádiz y Valencia como
lugares en los que habitan “les plus belles amazones de la liberté”, no
resultó especialmente propicio a la imagen de mujer belicosa e
intrépida
. Era lógico que, una vez alcanzada la libertad, el mito
sufriera un cierto eclipse, por más que en alguna ocasión alguien se
acordara de las guerreras de la Antigüedad y las citara de pasada.
La
razón de ello la encontramos en un artículo de prensa, publicado en
1820, en el que se encomia el patriotismo de las “jóvenes solteras” de
Cangas de Onís que se han ofrecido para adornar la lápida de la
Constitución con vistas a los festejos cívicos organizados por el
ayuntamiento
. Si el despotismo se hubiese prolongado por más tiempo,
afirma el autor, “hubiéramos visto amazonas en defensa de la
Constitución”. “Mas”, añade, “ya que su brazo no ha podido manejar la
espada de la patria, ahora desean emplear sus delicadas manos en
embellecer el monumento o lápida del
hermoso Código”.
En suma, el tiempo del sacrificio y el heroísmo había pasado; al menos, de momento.

La
hora de las amazonas volvió a sonar con la restauración absolutista de
1823 y en especial con la gran ofensiva lanzada por los liberales tras
el triunfo de la revolución francesa de 1830. Es entonces cuando, según
el marqués de Custine,
el gobierno de Fernando VII
[en la imagen, en un óleo de Goya del Museo del Prado] piensa que el
liberalismo español ha dotado a su organización clandestina –su
“ejército invisible”– de “escuadrones de amazonas” listos para el asalto
final contra la monarquía absoluta.
La expresión, registrada ya en la Guerra de la Independencia española
y años después en la Polonia sublevada contra los rusos, refleja en
esta etapa final del reinado de Fernando VII una doble realidad. Por un
lado, la notable participación femenina en las redes conspirativas de
los años 1830–1832, aprovechando su mejor adaptación a la actividad
clandestina –¿no tenía un punto de clandestinidad la vida de la mujer en
el ámbito privado?– y su –hasta entonces– menor vulnerabilidad a la
represión absolutista. Por otro, la decisión del régimen y, según
Custine, del propio monarca de dar un
escarmiento –“faire un example”– que pusiera fin a tanta conspiración y a tanta amazona suelta. La propia
Gaceta de Madrid hablaría de “escarmiento” al informar de
la ejecución de Mariana Pineda,
y lo justificaría por la necesidad de contrarrestar la táctica adoptada
por los revolucionarios de involucrar en sus planes “al sexo menos
cauto y más capaz de interesar la ajena compasión”. Ser mujer y liberal
en España se estaba poniendo cada vez más peligroso.
Juan Francisco Fuentes, catedrático de Historia Contemporánea en la Universidad Complutense, y Pilar Garí, traductora y escritora, son autores de Amazonas de la libertad. Mujeres liberales contra Fernando VII (Marcial Pons), que saldrá a la venta el 15 de enero. Este texto es un extracto de sus conclusiones.