La chaqueta cerrada con cremallera, los pantalones a juego.
Dos piezas de colores chillones realizadas en nailon: el tracksuit es ese chándal que llevan con olímpica dignidad los deportistas para hacer su trabajo y que ha adquirido un carácter distinto en las actuaciones de hip-hop o sobre dirigentes políticos como Nicolás Maduro.
Y, sin embargo, es un traje.
Dos piezas de colores chillones realizadas en nailon: el tracksuit es ese chándal que llevan con olímpica dignidad los deportistas para hacer su trabajo y que ha adquirido un carácter distinto en las actuaciones de hip-hop o sobre dirigentes políticos como Nicolás Maduro.
Y, sin embargo, es un traje.
Durante un curso de moda masculina organizado por el Museo del Traje de Madrid,
se planteó un interesante debate sobre la influencia de la ropa
deportiva en el resto del guardarropa y su responsabilidad en la pérdida
de formalidad. En él, emergió una pregunta, ¿el chándal es un elemento
democratizador o individualizador? ¿Uno se lo pone para rebelarse contra
los códigos tradicionales o para diluirse entre una multitud homogénea,
despojada de símbolos de estatus?
La obsesión por el deporte y su impacto
en ropa que se lleva para estar sentado en una oficina es un asunto
relativamente reciente en la historia del vestir.
Se remonta al periodo
de entreguerras cuando Estados Unidos vivió la emergencia de la
generación de jóvenes lustrosos que tan bien retrató Scott Fitzgerald. Exhibían su hedonismo con sport jackets
que se convirtieron en la génesis de la experimentación estilística
masculina.
“La elegancia neoyorquina de la época equivalía a aparentar
comodidad”, escribe Alan Flusser en Dressing the man. “Desde ese momento, tal virtud se convertiría en una constante en la moda masculina”.
Sociología del chándal
En los años cincuenta, parte de ese
atrevimiento se perdió tras la uniformidad de un traje gris, promovido
por el conservadurismo que imperaba en Estados Unidos, pero los sesenta
trajeron una nueva turbulencia que favoreció a la moda como elemento de
expresión.
Precisamente en esa década, Adidas empezó a fabricar su tracksuit.
Pero fue la locura por el gimnasio de los ochenta la que cimentó su
conversión en un fenómeno masivo
. Y, en paralelo a su conversión en
paradigma de lo popular, el chándal y las zapatillas fueron
reivindicados por la juventud y la cultura del hip-hop como elementos de ruptura contra lo establecido.
La búsqueda de la comodidad
Las dos grandes revoluciones en la moda masculina
de las últimas décadas han sido la introducción de prendas y materiales
procedentes del deporte y la emergencia de un vestuario laboral
desprovisto de códigos como el traje y la corbata.
Curiosamente, ambos
cambios van en una dirección común, la misma que dirigía los primeros
pasos de la experimentación masculina, la búsqueda de la comodidad.
Como
si desde hace un siglo los hombres estuvieran persiguiendo una quimera:
congeniar sus ansias de libertad con los requisitos sociales.
En el entorno laboral, relajar las
imposiciones estilísticas estaba destinado a promover una atmósfera de
trabajo más distendida.
Abandonar el uniforme del traje y llevar la
renovación tan lejos como para aceptar las sudaderas de Mark Zuckerberg
en despachos de Wall Street tiene ventajas, pero también ha complicado
la vida de muchos hombres.
Francamente, las cosas eran mucho más simples
cuando estaba establecido qué llevar. Ahora las posibilidades se han
multiplicado y ni siquiera se ofrecen disyuntivas simples, es decir, de
extremos. La cuestión no es elegir entre corbata o zapatillas.
Este
invierno, tras varias temporadas especialmente fértiles en el trasvase
entre moda y deporte debido a los Juegos Olímpicos de Londres, la zona
de grises continúa.
En Louis Vuitton, Kim Jones
combina los trajes con plumíferos y Veronique Nichanian usa jerséis de
esquiar con pantalones en Hermès. No son fórmulas sencillas de
gestionar.
Al final, la búsqueda de comodidad trae pareja una
indefinición de las reglas que deja mucho más en manos de la
sensibilidad del usuario
. Hay que tener cuidado con lo que se desea.