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Boyer entra en la biblioteca y, de inmediato, la química cambia en la
habitación. Se gustan muchísimo, se divierten juntos, siempre tienen algo que recordar y compartir. Boyer comenta la poca iluminación que Isabel dispone en toda la casa, a ella le encanta que el ambiente sea acogedor. “Puedes quedarte ciego”, bromea dispuesto a dejarnos solos para esta entrevista.
La besa en la frente, se coloca detrás de ella en el sillón Eames, sonríe y mira con esa agudísima inteligencia que no necesita más palabras. Isabel le coge la mano. Igual que Jonathan Becker, no puedo evitar pensar en el largo camino recorrido por esta fantástica pareja para estar así, como están ahora, frente a mis ojos.
Siempre he intentado actuar con sentido común, pero en algunas ocasiones me hubiera encantado no hacerlo.Todos creemos que Boyer y Preysler se conocieron y convirtieron en historia de amor y fenómeno mediático cuando los dos acudieron a recoger unos Premios Limón en la mitad de los años ochenta
. “No, no, nos conocimos antes”, aclara veintitantos años después la propia Preysler. Isabel había inaugurado esa década casándose con Carlos Falcó, marqués de Griñón.
¿Conserva aquel traje amarillo y negro de superhombreras que se inmortalizó en esas fotos?
“No lo sé…”, responde brevísima, subrayando la tensión que aún implica analizar el principio de su relación con Boyer
. Intento suavizarla señalando que el resto de los mortales vemos su historia de amor como una película.
“Yo creo que es una historia de amor importante. Con obstáculos, claro, como muchas otras. La primera vez que salimos me llevó a comer a un restaurante a las afueras de Madrid.
Yo le dije: ‘oye, vamos a tener cuidado, ¿eh?, que me conoce mucha gente’.
Estaba muy nerviosa y no sabía ni qué pedir del menú, del apuro que me daba que me reconociera alguien. ¡Y de repente entró un autobús entero de señoras que me miraban y se daban codazos!”. “La Presley, la Presley,” exclamaban las señoras, diciendo mal su apellido (“siempre puede más Elvis Presley”, bromea Isabel), un hecho más que frecuente en España y que en cierta manera ilustra la gran contradicción en la vida de esta mujer: creemos conocer a la Presley, pero sólo Isabel sabe quién es Preysler.
Sentados en la biblioteca, escuchándola hablar sobre su romance con Boyer, es inevitable el ataque de risa. Pero igualmente inevitable es también pensar en cómo se sentiría él entrando en ese universo raro de fama, curiosidad y morbo. Preysler tiene más anécdotas.
“Una vez volvíamos de un viaje juntos pero pasamos la aduana por separado.
Como en esa época yo llevaba escoltas, pude esquivar la larguísima cola y le dije a uno de ellos que fuera a recoger a Miguel. Cuando él se acercó, me miró y dijo muy alto: ‘Todavía como en el franquismo”.
En una escapada a las Bahamas, Preysler hacía la maleta con prendas de invierno delante de la seño de los niños, a quien había dicho que viajaría a Nueva York.
Metió también varios trajes de baño. “Señora, pero ¿qué va a hacer con esos trajes de baño en Nueva York con el frío que hace allí?”. “Nunca se sabe, seño. Nunca se sabe…”, esgrimió la rapidísima Isabel.
Las risas que provocan ahora estas historias no disimulan su esfuerzo gigantesco para evitar que uno de los grandes romances nacionales fuera descubierto por la prensa. ¿Cómo lo hizo, siendo una de las personas mas perseguidas del país? “Mucha organización”, confiesa.
El romance Boyer-Preysler no sólo alimentó páginas de la prensa rosa y política; inauguró un estilo de información enfocado al debate y el rumor, la construcción de leyendas urbanas, el cruce de análisis social con la proliferación de injurias,epítetos y mentiras
. Durante el largo chaparrón, los dos mantenían una calma crucial que terminó por convertir a Preysler en una esfinge incapaz de saltarse el papel. Cuando la conversación se dirige hacia ese momento de su vida, ella cruza los brazos y las piernas, refugiándose en la butaca Eames.
¿Es cierto que Boyer la invitó al ministerio de Hacienda para una pequeña fiesta de cumpleaños? “Sí. Éramos doce invitados. Fue la única vez que pisé el Ministerio”. ¿No estaba en el despacho de Miguel cuando renunció como ministro en el primer gobierno de Felipe González? “No, no estaba allí”
. La historia periodística de esa época la sitúa como la culpable de esa renuncia. “Eso es falso. Miguel tomó la decisión por razones políticas”, zanja rotunda.
¿Volvería a hacer lo mismo? “Desde luego. Lo repetiría todo otra vez, pero sintiendo mucho el daño que hice a otros
. Siempre pienso que es injusto que la felicidad de unos sea a costa de la infelicidad de otros.
Me gustaría que no fuera así, pero es una trágica ley de vida…”.