Mármol, parqué, alfombras, banderas, sillones de piel, retratos de
los antecesores que en alguna ocasión incluyen al ocupante actual –e
incluso a su padre–, tapices, bargueños, arte moderno…
La visita a los
despachos de los poderes públicos es un recorrido por un mundo aparte,
el que cobija a quienes tienen la última palabra
. Un mundo mullido,
silencioso –las llamadas son cosa de las nutridas secretarias, el filtro
obligado–, y abundante en relojes. Porque el tiempo también es una
herramienta del mando
. “El reloj simboliza el poder, cuyo atributo más
importante es el tiempo.
Se concede un lapso determinado a quienes
visitan al poderoso”, explica Ceferí Soler, profesor de recursos humanos
de la escuela de negocios
ESADE.
La mirada a las manecillas equivale a la palabra fin.
Los metros cuadrados son otra medida de poder –“cuanto más se manda,
mayor es el despacho”, apostilla el experto–, pero esta pauta rige sobre
todo en las empresas –El País Semanal contactó con media docena de las
compañías del Ibex 35, de las cuales solo una accedió, con condiciones, a
mostrar el despacho de su máximo responsable–.
En los despachos
públicos, el tamaño y el lujo es el que el alto cargo se encuentra.
Lejos quedan las épocas en las que podía tener la tentación de cambiar
de arriba abajo la dependencia sin sonrojo: crisis manda, y se hereda lo
que hay.
El presidente Rajoy lo hizo así con el despacho de Zapatero –
La Moncloa no ha permitido fotografiarlo; tampoco
La Zarzuela
se prestó a permitir el acceso al del Rey–. El jefe del Ejecutivo
incluso ha mantenido el mismo cuadro junto a la mesa, según las fotos
que circulan de ambas épocas.
Con todo, algunos responsables, incómodos en el escenario pomposo,
optan por dedicarlo a recibir visitas y se refugian en un cuartito anejo
para trabajar.
Estas trastiendas del poder tienen a veces un aire
descabalado, como el cuarto donde se arrumban los muebles que ya no
pegan en otras estancias.
Aquí no hay glamour, ni teléfono rojo, el otro
atributo de los grandes poderes públicos.
Es el aparato para
situaciones de crisis que admite comunicaciones cifradas y está
conectado a la sala de alertas de la Presidencia del Gobierno.
La historia de cada institución marca el despacho.
En algunos, el
esplendor decimonónico contrasta muchos días con la realidad de tiempos
duros. En uno de ellos, con ventanas a la plaza de las Cortes, trabaja
la tercera autoridad del Estado –por detrás del Rey y el jefe del
Gobierno–, el presidente del Congreso.
Las frecuentes protestas en ese
escenario se cuelan en esta sala de paredes enteladas, suelo alfombrado y
dos crucifijos –José Bono hizo colocar uno antiguo de marfil en la
pared, que se suma al de plata situado sobre un mueble–. Su
autodenominado “inquilino”, Jesús Posada, oye los gritos cuando los hay,
y se dice “especialmente afectado” por el desapego ciudadano, hijo de
“la crisis y de la corrupción de algunos políticos”.
Pero hoy todo es
silencio, un silencio de décadas, alfombras y tapices: ni hay pleno, ni
hay manifestación. Tampoco hay ordenador.
“Este despacho impresiona, da cierta
superioridad recibir en él. Es como jugar en casa”, reflexiona Jesús
Posada, presidente del Congreso
En este despacho con un sorolla y un reloj de pared parisiense, el
aparato más moderno es el teléfono –incluido el rojo, negro en este
caso, ese cuyo silencio es la mejor señal–
. La sala, de unos 32 metros
cuadrados, está presidida por una mesa de 1,84 metros por 0,90.
El
tablero está despejado. Poco más que un volumen muy usado de la
Constitución y el reglamento del Congreso, el orden del día de la
próxima semana, las iniciativas presentadas en la jornada y abundante
recado de escribir con membrete.
“Este sitio da intimidad y categoría”,
dice Posada, cuya entrada advierten los ujieres con un discreto
timbrazo. Los únicos objetos personales son sus fotos: del Rey, de Rajoy
–dedicada– y con Aznar.
Aquí prepara los plenos, gestiona el día a día,
recibe a los diputados y también a las visitas de fuera de la casa.
“Este despacho impresiona, es una baza a mi favor.
Da cierta
superioridad recibir en él. Es como jugar en casa”, asegura.
Para la vida pública, el verdadero despacho del presidente del
Congreso está unos metros más allá
. Es la presidencia del hemiciclo,
desde la que, amén de diputados, público, taquígrafos y hasta golpes de
Estado, uno puede llegar a ver mujeres a pecho descubierto y copiosas
goteras –los dos momentos “más desconcertantes” para el titular actual–.
Allí, al frente de esta Cámara legislativa, es el hombre del tiempo,
cuyo reparto mide y controla desde una pantalla táctil situada sobre el
tablero. A la derecha, dos botones clave: el que activa su micro y el
que silencia a quien él ha mandado antes callar.
Silencio también y un número no apto para supersticiosos: 13013, se
lee a la entrada de la secretaría del presidente del Tribunal
Constitucional (TC), la quinta autoridad en el orden de precedencia del
protocolo del Estado, tras los presidentes de las Cámaras.
Por esta sala
que ocupan tres empleadas suele acceder a su puesto de trabajo
Francisco Pérez de los Cobos, la novena cabeza de esta institución,
nacida de la Ley Fundamental de 1978.
El suyo es un despacho “malo de
guardar” según la literatura: tiene tres puertas. La segunda da al salón
de plenos, el lugar donde los magistrados debaten los asuntos de
inconstitucionalidad –tienen unos 300 pendientes–.
Las visitas acceden
por la tercera, desde una antesala con sofás y un canogar en la pared.
El presidente del
Tribunal Constitucional,
el hombre que en caso de empate inclina la balanza con su voto de
calidad –el organismo que interpreta la Ley Fundamental tiene en total
12 miembros–, dispone de una amplia dependencia.
Es algo mayor que el
salón de plenos donde se dirimen los fallos y donde él tiene la última
palabra: 72 metros cuadrados frente a 65
. El poder se traduce en mayor
extensión de parqué de Guinea de tres centímetros de grosor y cubierto
por mullidas alfombras.
En esta sala de aspecto setentero, la mesa de trabajo tiene 33 años,
tantos como esta lleva en funcionamiento
. El tablero de madera noble,
dos metros de largo por uno de ancho, está ordenado y bastante
despejado. Sobre él, papeles, tres libros –un tomo de las obras
completas de su predecesor
Francisco Tomás y Valiente, asesinado por ETA; una edición rústica de la Constitución Española y
The penguin guide to the United States Constitution–, una agenda, la funda de las gafas, bolígrafos, dos gomas de borrar… El ordenador se sitúa en un mueble auxiliar.
Bajo la mesa, una de las incógnitas de la casa: la estufa que
incorporó “algún predecesor de más edad”, dicen las secretarias,
molestas porque no logran hacerla retirar. “Don Francisco es un hombre
joven”, insisten
. La estufa tiene algo de metáfora del cargo: la cabeza
caliente y los pies fríos, o viceversa, a la hora de tomar decisiones
que marcan la vida de un país
. Decisiones que han ido desde la
legalización del aborto hasta el visto bueno del matrimonio entre
personas del mismo sexo, pasando por el Estatuto de Cataluña o la ley de
partidos (ilegalizó a Herri Batasuna).
Tras la mesa y el sillón de cuero negro, el inequívoco símbolo de
poder institucional: el teléfono rojo. Sobre el aparato, uno de los
cuadros relevantes de la estancia, un martínez novillo. Los otros dos
están en torno a las estanterías oscuras que cuajan el muro frente a los
cinco ventanales.
Uno es de Eusebio Sempere, y otro, una serigrafía de
Picasso propiedad del presidente.
Porque
Pérez de los Cobos
es de los que traen objetos personales al despacho; una forma de
humanizarlo y también de tapar huecos o favorecer la empatía.
Amén de la
lámina de los acróbatas picassianos, de su casa han venido varias
decenas de libros en varios idiomas, poesía incluida. Primo Levi, José
Bergamín, Joan Fuster, Alfred de Vigny, Ibsen, Cunqueiro, Shakespeare,
Delibes, Guillén, Cela… Eclecticismo literario y gusto por la música que
se traduce en una minicadena y una pila de CD de ópera y música
clásica, con espacio para el rock de Radiohead.
En el salón de plenos, el sanctasanctórum del Constitucional, una
gran mesa, sillas, un ejemplar enorme de la Ley Fundamental, un juego de
libros de derecho para cada magistrado, muchos tomos de jurisprudencia y
tres diccionarios de español, incluido el de María Moliner, con aspecto
de recibir pocas consultas.
La sala se llena una semana sí y una no:
ese es el ritmo de los plenos de una institución en el ojo del huracán
de una lucha partidaria que ha llegado a paralizar su renovación –un
tercio de los miembros debe cambiar cada tres años–.
En los próximos
meses o años –tiene algún recurso en espera desde 2003–, el pleno deberá
decidir de nuevo sobre el aborto y también sobre la reforma laboral y
de las pensiones, los recortes en educación y sanidad o el soberanismo
catalán. Solo los recursos de amparo electoral tienen un plazo máximo de
tiempo para resolver: 48 horas.
También de conflictos saben mucho en la institución que el protocolo del Estado coloca en sexto lugar: la presidencia del
Consejo General del Poder Judicial (CGPJ). Aquí reina el dios Jano. Una cabeza, dos caras: una rige el órgano de gobierno de los jueces y otra preside el
Tribunal Supremo.
Dos despachos para una sola persona.
Del funcionalismo tristón,
precedido por una garita blindada donde se instala el escolta, al
esplendor de sedas y dorados. Con solo bajar seis escalones y cruzar la
calle del Marqués de la Ensenada se pasa del cargo más político al más
técnico.
El Consejo, como el TC, es un escenario de pugna para lograr mayorías
afines, pero el número de miembros es impar –21– y no existe voto de
calidad presidencial.
Las batallas se sustancian en el salón de plenos
–73 m2 frente a los 56 del despacho presidencial–, en torno a una mesa
de ocho por dos donde se acomodan los vocales por orden de nacimiento.
Aquí se dice la última palabra sobre nombramientos de altos cargos de la
administración de justicia, informes de ciertas leyes, disciplina
interna… Son las misiones de un órgano creado para proteger la
independencia del tercer poder del Estado, la judicatura.
El pleno se
reúne al menos una vez al mes en este salón adornado con dos plantas
artificiales.
La dependencia, separada del despacho presidencial por una
antesala, comparte con él parqué de haya e impolutas paredes de color
crema.
La oficina del presidente, sin objetos personales, tiene un aire
aséptico. Ha desaparecido el crucifijo que trajo Carlos Dívar, el sexto
responsable de la institución que dimitió por el escándalo de los largos
viajes de fin de semana abonados con dinero público.
El tablero sobre
el que trabaja el que es su presidente cuando se realiza este reportaje,
Gonzalo Moliner, mide 2,10 metros por 1. Sobre él, un ejemplar pequeño y
en rústica de la Constitución y varias leyes. Expedientes, bolígrafos,
tijeras. Una radio es la única sorpresa junto con un ambientador con
olor de melocotón situado en un mueble a la espalda, muy cerca del
‘teléfono rojo’.
Al cruzar la calle, Moliner retrocede más de un siglo. Desde 1876, el
Tribunal Supremo ocupa un monasterio dieciochesco y desamortizado, el
de las Salesas, pasto de las llamas en 1915. El despacho del presidente,
35 metros cuadrados con paredes de seda, es un túnel del tiempo.
Aquí
no hay ordenador ni teléfono rojo, pero sí unos muebles impresionantes.
Son los que, “sin ajustar antes un presupuesto”, encargó la reina Isabel
II para su propio despacho, han detallado en un estudio María Paz
Aguiló, del
Instituto de Historia del CSIC,
y José Luis Sancho Gaspar, de Patrimonio Nacional. Llevó casi una
década tenerlos listos, la factura se disparó y la reina nunca los usó:
acabaron en el Supremo.
El mobiliario de la monarca, cuyo retrato de niña ocupa el despacho,
se reparte entre esta dependencia y la espectacular antesala, llamada La
Rotonda, donde cuelga el original del retrato del Rey con toga pintado
por Ricardo Macarrón, cuyas copias menudean en otros despachos
judiciales.
La mesa de Isabel II, de 1,50 metros de largo y 0,88 de
ancho, como las sillas y los dos bargueños, está profusamente decorada,
escudo real incluido. Marquetería manda.
Fueron en su día muebles
distintos para tiempos diferentes.
Si el despacho y La Rotonda son ahora espacios de representación, no
ocurre lo mismo con el salón de plenos del Supremo, otra dependencia de
época con un gran Cristo donde se ha juzgado a Baltasar Garzón o se ha
decidido la ilegalización de algunas formaciones abertzales. Aquí se
reúne la sala del 61, que reúne a representantes de las salas en las que
trabajan 82 magistrados.
“A más poder, menos papel”, afirma Ceferí Soler, profesor de ESADE. Y añade: “Cuanto más se manda, mayor es el despacho”
Del esplendor antiguo a los indicadores económicos.
Los brotes verdes sí se ven en el despacho del
ministro de Economía y Competitividad,
Luis de Guindos
. Al menos en sentido literal: son los de las cuatro
macetas que lo adornan, ficus incluido.
Es una sala espaciosa y
funcional (52 metros cuadrados), de parqué brillante, paredes claras y
mesa moderna en diagonal.
Está vacía, salvo el ordenador y algún
artilugio de oficina.
Ni rastro de las conversaciones sobre el rescate
financiero que en 2012 se oían en esta dependencia moderna del paseo de
la Castellana.
Cuando le nombraron, De Guindos comenzó a trabajar en la gran sala,
pero al poco tomó la misma decisión que su colega –y a veces rival– de
Hacienda: mudarse a un cuarto más pequeño y acogedor.
Así que solo usa
el despacho formal para recibir a esas visitas que reparan en el objeto
más chocante de la sala: un enorme reloj rococó dorado que una ayudante
del ministro logrará que retiren poco después de la visita de El País
Semanal.
El despacho de verdad está en una sala contigua de 19 metros
cuadrados.
Una mesa de 1,70 por 1,20 metros, otra más pequeña con
ordenador –el ministro prefiere el iPad–, cuatro sillas, una televisión y
un par de estanterías
. Ese es el reducto de trabajo del responsable de
un ministerio clave.
Sobre el tablero está el portafirmas, el estuche de
las gafas, un lápiz usado con su nombre y la prensa económica
anglófona.
No hay papeles a la vista.
En un par de estanterías, los escasos objetos personales: una foto de
los padres de De Guindos, otra descolorida de su equipo de fútbol en la
universidad y un libro sobre el tenista Rafael Nadal. Sobre las baldas
han caído estatuillas y distinciones; libros como
Las setas en la
naturaleza –tres tomos–;
Obras en verso, de Luis de Góngora, o
El crac de 2008, y siete carteras, incluida la oficial –pesada, vacía y muy poco usada.
También la cartera del ministro de Hacienda está arrumbada en un
cuartito.
Sin estrenar en un caserón histórico, el del fisco. “Real Casa
Aduana”. Mandada construir por el rey Carlos III y concluida en 1769.
Tras esa placa en la fachada se cobija desde entonces el despacho donde
se manejan los dineros públicos. Es el escenario del tira y afloja del
poder político, ese pedir-conceder-denegar que siempre se plasma en los
Presupuestos del Estado
. Aquí, las tijeras, literales y figuradas, son
herramienta habitual.
Las de Cristóbal Montoro tienen el mango recubierto de plástico azul.
Están bastante a mano pese al enorme tamaño de la mesa –2,20 por 1,10
metros–, por lo demás semivacía.
El ministro solo usa este despacho –sin
ordenador– para recibir a las visitas. La impresión suntuosa que causan
mármoles –forman una rosa de los vientos en el suelo–, araña de
cristal, chimenea y cuadros de época de esta estancia de 50 metros
cuadrados juega a favor de su inquilino, cree el actual.
“A la gente le
gusta entrar en la guarida”, sostiene el ministro, aunque lo hacen para
dar “malas noticias” –“y si alguien cuenta algo bueno, a continuación
pide”–. Califica esta dependencia como una “trinchera”. El verdadero
puesto de mando donde se gobiernan impuestos y presupuestos está al otro
lado de la puerta. Es una trastienda de 18 metros donde la palabra
glamour resulta impronunciable
. Suelo de parqué, estanterías, una
anticuada y pequeña mesa de ordenador, otra mesa redonda de 1,30 de
diámetro, un cuadro de la Virgen del Perpetuo Socorro… Y un solo objeto
personal: un tronco de madera. Apenas hay papeles más allá del libro
amarillo de los presupuestos. Todo está en el iPad blanco que el
ministro lleva y trae y en la gastada cartera marrón que ha dejado sobre
una silla.
De recortes también saben mucho en otro despacho imponente, el de la presidencia del
Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC).
Aquí ocurre como en Hacienda: el alto cargo actual, Emilio Lora-Tamayo,
lo es por segunda vez.
Y hay un elemento añadido, el hereditario.
También su padre, ministro de Educación durante el franquismo, presidió
el gran organismo público de la ciencia española.
Así que el presidente
está en familia en la sala de reuniones, adornada con los retratos de
sus antecesores. “No me imaginaba que volvería, ni la dureza de este
momento”, reflexiona.
El despacho, de 52 metros, es obra del arquitecto Miguel Fisac, que
diseñó hasta las alfombras granates con greca amarilla. Lo preside el
tapiz La fuente de la sabiduría, cuya agua mana sobre la cabeza del
presidente de turno. Ni hablar de cambios: todo está protegido.
En las
paredes, madera, cuadros de Vázquez Díaz y uno de Mompou que diluye
ligeramente el aire imperial que prima en este edificio de los años
cuarenta del pasado siglo –mármoles, maderas, grandes espacios–. La
mesa, también obra del arquitecto (2,40 por 1,10 metros), está repleta
de carpetas. También, entre otras muchas cosas, una calculadora y dos
tijeras.
Otra metáfora, vistos los apuros económicos del organismo
bandera de la investigación científica. Lora-Tamayo mira de refilón
hacia la mesa.
“El poder se mide en función de cómo esté.
Los poderosos
de verdad la tienen desocupada y sin ordenador”, bromea. El experto
Soler le da la razón: “A más poder, menos papel”.
Pero esa máxima admite excepciones. El gobernador del Banco de
España, Luis María Linde, tiene un bellísimo e imponente despacho sobre
el paseo del Prado… y una mesa con papeles en abundancia.
En esta casa
decimonónica en origen y ampliada varias veces, rica en patrimonio
artístico –ocho goyas, entre otros bienes–, también existen dos
despachos. En los 86 metros del oficial tienen cabida un tapiz con
cartón de Teniers, una escultura de Chillida o un dibujo de Picasso
–Homme couché et femme asise–.
Flores frescas frente a los sofás, una
gran mesa de reuniones diseñada por el arquitecto Rafael Moneo y otra de
trabajo muy despejada.
Los últimos gobernadores también se han refugiado para trabajar en un
cuartito contiguo más pequeño –26 metros y teléfono rojo–, aunque con
la misma altura de techos: 6,50 metros, detalla el conservador de la
entidad, José María Viñuela.
En esta dependencia, donde se han gestado
rescates y fusiones financieras o límites al interés de los depósitos, a
plazo hay cuatro grabados de Goya, una escultura de Julio González, un
mapa de España del siglo XVII y la Virgen del Lirio, de Cornelis van
Cleve, del siglo XVI. Mucho arte y bastante realidad: dos pantallas de
ordenador, una de ella de la agencia de noticias financieras Bloomberg.
La mesa, de 1,80 por 0,90 metros, tiene expedientes, alguna nota
manuscrita y material de oficina, tijeras incluidas. Son los tiempos del
euro y la globalización, con gobernadores que un par de veces al mes
deben acudir a Fráncfort, a la sede del Banco Central Europeo. Aunque a
30 metros bajo tierra se mantenga la “caja del oro”, la cámara acorazada
que solo se abre con la presencia de tres personas y otras tantas
llaves.
Hay cosas que no cambian