Un Blues

Un Blues
Del material conque están hechos los sueños

11 nov 2013

Una crónica sobre “donde nos lleva el cuerpo y la cabeza”

La escritora argentina Leila Guerriero narra en su nuevo libro, ‘Una historia sencilla’, la lucha por la gloria de un bailarín de malambo.

La escritora Leila Guerriero. / DIEGO SAMPERE

Quién que lo tenga claro, quién que no haya sentido la punzada fanática de una quimera, no lo ha dejado todo para cumplirlo
. “Este es un relato sobre los límites, donde nos lleva el cuerpo y la cabeza”, asegura Leila Guerriero sobre su nuevo libro, Una historia sencilla (Anagrama), cuyo título está inspirado en aquella poética película de David Lynch traducida así al español pese a llamarse The straight story.
 Es un paseo por la vida, el sufrimiento, el sacrificio, la callada desesperación, el sudor, la temida frustración, la solidaridad, la gloria.
 Gloria efímera que se lleva cada año el campeón de malambo, baile folclórico, en el Festival nacional de Laborde.
Allí fue donde Guerriero (Junín, 1966) conoció a Rodolfo González Alcántara, su Aquiles.
Eso, un tipo normal, sencillo, humilde —para pecar de repetitivos en lo insólito— salido de la espesa nada que acompaña a la pampa argentina
. “Una persona inusual en sus principios, que valora la amistad, la lealtad, que detesta la traición; eso como decimos allá, de que le anden hablando por atrás”.
 Un hombre que le dio para transformar su cotidiana peripecia en una de sus crónicas narrativas, género en el que esta brillante autora reina con prosa de rizo electrizante, y transmutar en su cuerpo de gigante raptado por el baile quizás el alma más profunda de todo un país.
Natural, sin alarmarse, sin sofocarse, así, insistamos, sencillamente, Guerriero se adentró en un mundo de símbolos, caídas, ética no escrita, no impresa en códigos inviolables.
“Triunfar para sucumbir, esa era la clave”.
 Y así es, cada año, en Laborde, donde sin mucho foco se celebra una especie de acontecimiento que reúne a todos los hombres y mujeres consagrados a un baile en el que, para lograr su premio tienen que someter su cuerpo durante casi 5 minutos al esfuerzo que debe volcar en su carrera un velocista de 100 metros lisos.
Pues eso, normal...
 Un momento… ¿Normal? Para ellos... Como normal les resulta el trance, la sangre, la carne de los dedos y los pies resquebrajada tras cada embestida con los pies en una tormenta que los deforma con el tiempo.
 “Ahora Rodolfo sufre dolores en el cuerpo inéditos…”.
Normal, para ellos, es la admiración y el apoyo que despiertan, y que les conduce a que su familia hubiera alquilado un autobús para desplazarse al concurso y se tiraran 10 días durmiendo en el mismo porque, o bien se gastaban los mangos en el transporte, o bien alguien les llevaba y lo invertían en alojamiento. “Todo es insólito en este hombre y en los suyos”, asegura Guerriero.
Cuando ella lo vio bailar, le atravesó un rayo.
 Normal. Hasta ahí, normal. La suerte a veces se alía con el espíritu de las historias que decides contar
. Y en esa ocasión, González Alcántara quedó subcampeón.
 Así es como la escritora pudo aprovechar ese año de desvelos en su protagonista, de ahorro para comprar lo necesario y gastar en clases, de entrenamiento salvaje, para contar, sin renunciar nunca a la sencillez del relato, la impresionante aventura de su camino a esa gloria nacida para evaporarse.
“Existe la regla escrita, el pacto de que un ganador de Laborde no puede volver a presentarse a ese ni a otro concurso”
. Queda proscrito
. Queda marcado si lo hace
. Triunfar para sucumbir, pues. Llegar y quizás no caer, pero si bajar del cielo a la tierra para quedarse, quizás toda la vida, únicamente, con ese triunfo impagable, inexplicable, auténtico, soberano de la insobornable satisfacción interior.

 

“Sin Susan Sontag, no habría ganado el Príncipe de Asturias”

Autora emblemática del imaginario de la cultura pop, Annie Leibovitz ha capturado iconos de nuestro tiempo encarando siempre la polémica.

 Madre soltera de tres niñas, se ha librado como ha podido de la ruina económica, pero no de una fama global que le hizo acreedora del último Príncipe de Asturias de Comunicación y Humanidades.

Annie Leibovitz. / EFE

Si un marciano o nuestro más curioso tataranieto quisiera hacerse una idea de cómo la cultura pop vestía su aspecto a caballo entre el glamour y las excentricidades, tendría que repasar las fotografías de Annie Leibovitz
. Con su trabajo en las revistas Rolling Stone o Vanity Fair, esta artista ha sido definitiva para perfilar la iconografía de un tiempo salvaje y desenfadado: el que viene de aquellos locos años setenta en los que se perfiló un definitivo cambio a las costumbres y los nuevos dioses daban saltos sobre los escenarios ante un público enfervorizado para refugiarse después en las drogas, al tiempo que todos y cada uno de nosotros no nos resistíamos a evadirnos con las estrellas de cine que desfilan sistemáticamente ante su objetivo. Leibovitz los acerca y los distancia, los define y les dota de carácter, de actitud, sin importar que coleccionen ‘oscars’, como Meryl Streep, o títulos dinásticos, como la reina de Inglaterra.
Polémica y elegante, la fotógrafa ante la que todos quieren retratarse acaba de recoger el Premio Príncipe de Asturias de Comunicación y Humanidades llevándose a Oviedo de calle y confesando después, para El País Semanal, su papel de madre soltera, su recuerdo de Susan Sontag, pareja suya de años, sus ruinas económicas y sus glorias, sus polémicas, en fin, afrontadas ahora con un amable y distante escepticismo y su visión hambrienta del futuro de la fotografía.
Ha llegado usted a Asturias y se marcha muy rápido. Qué pena. No le ha dado tiempo ni a mirar. Se me hace duro por las niñas.
 Dos tienen 8 años; la mayor, 12.
 Y soy madre soltera. Pensé en traer a mi hija mayor, pero no puede faltar tanto a clase, son muy estrictos. Seguro que vamos a regresar en verano porque esto es precioso
. No me hacía bien a la idea de lo que eran estos premios; sabía que son importantes, prestigiosos, pero no que al llegar a una ciudad pequeña se organizaba todo esto, con tanta gente implicada, el Príncipe tan involucrado en algo que empezó a hacer suyo desde que tenía 12 años, con un discurso que se prepara como si fuese el del presidente de Estados Unidos cuando afronta el del estado de la Unión…
 Me imagino que en los últimos años con más responsabilidad tal y como anda el país. Llegando desde el aeropuerto, observaba ese contraste del paisaje con las fábricas, imaginaba todo lo que debe de estar cociéndose, y creo que hay historias fotográficas que contar.
Un amigo mío fotógrafo, Jordi Socías, cuando le preguntan qué tipo de cámara lleva y las virguerías que puede exprimirle a su aparato, responde: “Yo no entiendo de cámaras…”. ¿Usted? Le comprendo… todo va cambiando tan rápido. Cuando empecé en esto en la escuela de arte –yo iba para pintora–, miraba por el objetivo lo que quería sacar y no entendía de técnica, me limitaba a apretar el botón. Los fotógrafos artistas suelen comprender bastante los aspectos técnicos, pero a mí siempre me ha parecido mucho más central el contenido. Lo que voy a fotografiar
. Lo crea o no, soy un desastre para la técnica. La verdad es que me debería esforzar más en ese aspecto. Después de 45 años dedicada a esto, va siendo hora de que me entere, ¿no cree? Pero estoy aprendiendo… De mis colegas, y mucho, sobre el mundo digital.
¿Le gusta? Es nuevo, muy nuevo. Como un medio para tus objetivos, lo que necesitas saber del mundo digital lo utilizas y vale. Pero me estoy centrando mucho más en los retratos que en otros campos, aunque no me gustaría que se me reconociera solo por eso. En dicho sentido, en cuanto a los retratos, tomas decisiones que pueden ser apoyadas por la técnica: desde el color y los tonos hasta el plano que decides; cuando lo abordas de una manera u otra, la técnica te puede ayudar a elevarlo hacia determinado punto.
Lo crea o no, soy un desastre para la técnica"
¿Lo importante es el ojo, la mirada? ¿O el mundo digital podrá sobrepasar eso? El ojo es el centro y predomina aún.
 Con lo digital ya prescindes de algunos puntos que podían resultar incómodos y consigues ciertas novedades interesantes. Pero no se trata de elegir entre naranjas o manzanas, ni aliarse entre lo nuevo y lo viejo. Si observamos las fotografías de una publicación como National Geographic, vemos que se aprecian más cosas desde el cielo o se observan con más minuciosidad las profundidades del océano; todo eso se da gracias al avance de lo digital. A la larga, puede que nos haga mirar de manera diferente, pero siempre será nuestro ojo quien gobierne el proceso.
 Y las disquisiciones, las dudas que te imponga la mirada, solo vas a resolverlas con la mirada, independientemente de los avances técnicos.
¿Puede cualquiera hacer ‘una fotografía’? Bien, sí, cualquiera.
La fotografía se inventó para eso, para que cualquiera pudiera hacerlo: tomar imágenes de los suyos, de sí mismos, de lo que les rodea, los amigos, los lugares que visitas y quieres recordar… Pero si quieres convertirte en un fotógrafo, eso ya supone una elección vital y la cosa cambia. Se transforma en algo distinto a sencillamente tomar una fotografía. Necesitas valer, centrarte en determinado trabajo, estudiarlo; es otra cosa.
 Pero ambos mundos deben convivir con naturalidad. Vivimos una época excepcional para la fotografía como lenguaje universal. Es un acto continuo y cotidiano. No le tienes que contar a un amigo a miles de kilómetros qué estás cenando: haces una foto al plato y se lo mandas.
 Es un lenguaje, una manera de comunicarse.
 Cualquier niño en el colegio aprende a pintar y dibujar, pero si quiere ser Van Gogh o Matisse, ya es otro asunto, va a tener que esforzarse. Es una elección.
Hay espacio, de todas maneras, para los profesionales y para cualquiera. No hay que asustarse –ay, Dios mío, qué nos va a pasar–, es una pérdida de tiempo, es una estupidez.
Pero resulta inevitable entre muchos de sus colegas. Pues a mí me pasa al contrario: me resulta muy excitante el completo acceso a la facilidad de la fotografía, también de la imagen en movimiento. ¡Si no, cómo mi madre nos iba a hacer películas de super-8! Nos sentábamos a ver cómo esquiábamos montaña abajo, o viajábamos a Gettysburg, o íbamos a Alaska en coche; otra cosa es que quiera ser Michael Haneke y rodar una película, ahí me tengo que poner a currar.
¿Un error estirarse? ¿O contemplar el mundo que se nos viene encima y que ya impone sus reglas entre nosotros como algo a lo que se deben poner límites? Pues claro.
 La fotografía en sí cuenta con más poder de atracción que nunca, como una manera honesta, transparente, de captar y dejar con nosotros los lugares en los que estamos.
Aun así, usted se queja de que su campo sigue siendo el revoltoso de la clase con respecto al arte. ¿Se les mira todavía por encima del hombro? Que la fotografía es un arte no me voy a molestar ni siquiera en discutirlo. Es un hecho que la gente ya lo considera como tal. Un artículo que ha aparecido en The new Republic habla del fotógrafo como la superficie sensible. Es su deber captar la imaginería y, sobre eso, crear las imágenes que perdurarán. Desde su invención, la fotografía es un arte que no ha dejado de meterse en problemas.
 Despreciado en muchos sentidos, malentendido con algunos argumentos de peso, como cuando se abre el debate de la imitación o la sustitución de la pintura, cuando algunos creen que debe limitarse a ser un mero instrumento periodístico y no una forma de expresión. Muy bien, bienvenidos sean los debates…
Lo de Ken Starr fue una lección terrible, ahora estoy en el camino correcto
Del debate usted no se libra. Es compañero suyo desde el principio de su carrera. Mire la que se montó con su retrato de la cantante Miley Cyrus, salida de la factoría Disney.
 Estoy más que acostumbrada. Lo generas.
 No busco intencionadamente la controversia, pero sí el debate.
 Además, a medida que envejezco, me gusta retratar a los jóvenes. Cuando llevas haciendo esto tanto tiempo, no puedes repetirte, pero también disfrutas haciéndole una foto a tu madre.
Se ha limitado a mostrarse usted más que elegante diciendo que esa imagen había sido malentendida. ¿Malentendida una fotografía? ¿En qué sentido? ¿Miley Cyrus? Por lo de siempre… Más o menos, que no estaba por la labor de posar como yo quería y me enfadé. Es una niña que se está convirtiendo en mujer.
 Estaba preparada para eso y creo que es una foto muy bonita.
Cierto. ¿Cuál fue el problema entonces? Es muy joven y trata de encontrar su camino, es muy teatral y graciosa; de hecho, me encanta una portada de Rolling Stone con ella sacando la lengua, como cagándose en todo. Vende mucho, tiene su poder.
¿Pero una polémica con Miley Cyrus? Es tan extraño que surja ahí cuando usted retrata a los Obama o a la reina de Inglaterra. Aparece donde menos te lo esperas, ¿no cree? Lo impresionante de hacerte mayor es que no puedes creerlo.
 Te relajas, le deseas a todo el mundo lo mejor, te ablandas, quieres tranquilidad; entiendo que mi trabajo lo conlleva y si fuera insignificante no afrontaría sus problemas, pero ser retratista produce estas situaciones.
 La responsabilidad me obliga a estar en las buenas y en las malas. El mundo es grande, pero mira este premio, el trabajo tiene muchas ventajas.
Ya que ha conocido al príncipe Felipe, por ejemplo, si tuviera que hacerle un retrato, ¿cómo lo plantearía? No lo he pensado todavía.
¿Todavía? Ah, eso es que va a hacerlo. Sí, pero no sé cuándo. Él está bastante ocupado, pero me gustaría hacerlo.

Desde los 19 años...

Annie Leibovitz (Connecticut, 1949) es una de las grandes fotógrafas de la historia
. Criada en una familia de padre militar y madre profesora de danza, de descendencia judía, con ancestros en Rumanía, comenzó a forjar su leyenda desde la redacción de la revista Rolling Stone, donde entró con 19 años.
 Se centró en la cultura del espectáculo, pero abordó el reportaje en lugares de conflicto como Ruanda o Sarajevo, adonde viajó animada por su pareja, la escritora Susan Sontag.
 Hoy colabora regularmente con las revistas Vanity Fair y Vogue.
Leí hace un momento que está de vuelta de todo, que lo ha visto todo. Me extrañó. ¿De verdad? ¿Yo? No me han entendido.
Me parecía raro que ni siquiera se sorprendiera usted de algo tan enigmático como la belleza. Debía de estar bromeando.
 Siempre me siento curiosa; me he vuelto más blanda, pero sigo siendo curiosa.
Imagino que en ese mundo que usted retrataba en los setenta, los ochenta, del rock salvaje, del cine, debe de haberse asombrado mucho. Sí, he gozado de una carrera muy intensa, impresionante, pero jamás me gustaría dar la impresión de sentirme de vuelta.
Llegar a Oviedo le habrá hecho sentir muy cerca también a Susan Sontag, su pareja de años, que también recibió el Príncipe de Asturias y que, por cierto, escribió un brillante ensayo sobre fotografía. ¿Hablaban mucho de su trabajo? No mucho… De verdad
. Ella escribía sobre el dolor ajeno en referencia a la fotografía. Pero su presencia se ha revelado intensa en Asturias para mí.
 Cuando la conocí, me encontraba a mitad de mi carrera, a finales de los ochenta.
 Tuve que retratarla, y a partir de ahí nos unimos mucho.
 Ella me decía que yo era buena, pero que podía ser mejor
. Sobre el escenario, al recoger el premio, sentí que no se habría dado nunca ese momento si no hubiera sido por ella. Susan instaló en mí la necesidad de mejorar.
 Por ella diversifiqué y amplié mis objetivos
. Por ella fui a Ruanda, a Sarajevo, me tomé las cosas mucho más en serio y dejé de reírme del mundo. No tengo duda.
No me habrían dado un premio como el Príncipe de Asturias si no hubiese conocido a Susan Sontag.
¿Tanto? Por cómo era mi mundo, reducido, por ejemplo, a mi trabajo en Vanity Fair, a finales de los ochenta, principios de los noventa, con esa efervescencia un tanto vacía.
 Aunque es una revista que muestra interés por todo, en la que todo importa y seriamente, en profundidad. Diferente a lo que era Rolling Stone, también más politizada y muy atenta a la cultura pop, pero transgresora, realmente reivindicativa. También cuando pasé a Vanity Fair empecé a interesarme por otros mundos, la danza por ejemplo, asuntos de base, artes de tradición.
Pasé de Alice Cooper a Barishnikov en cierto sentido. Pero yo estaba muy dentro de la cultura pop y no precisamente metida en ella, por ser fina, de la manera más sana… Susan me recordó de dónde venía.
¿En qué aspectos? Empecé a buscar historias que me devolvieran a mi origen más comprometido y comencé a reequilibrar mis intereses.
 Me dirigí más a lo concreto y dejé de, digamos, rebajarme en ocasiones. Ahora ella seguiría insistiéndome: haz lo que quieras, pero, por favor, no tomes más retratos de gente tumbada en la cama. Susan fue la responsable de que sacáramos a Demi Moore en portada, embarazada.
 Vio la foto. Llamó a Tina Brown, la editora de la revista, y se lo dijo.
 Venía del mundo académico, pero adoraba la cultura popular y tenía instinto para comprenderla.
De hecho, no aguantaba el ambiente universitario, prefería la calle.
Y ahora, ¿se siente usted dentro de ese equilibrio que encontró con Sontag? No, ahora no.
 Lo busco, pero no siempre lo encuentro. Bueno… ahora en lo que me centro es en proyectos ambiciosos, es lo que más me gusta. The women’s book, por ejemplo, algo que empecé a pensar con Susan cuando vivía; American music, Artists in the studios, trabajos que no preparo para las revistas, sino para mis libros…
Después de haber llegado a ese acuerdo con el fondo de inversión Colony Capital, que se encargaba de gestionar sus proyectos para pagar la deuda que usted contrajo, ¿no dejó de sentirse un poco más libre? ¿Cómo quedaron sus derechos? Nadie se apoderó de mis derechos
. Nunca. Fue un momento terrible. Caí en manos de un desastre de administrador, Ken Starr, que está en la cárcel ahora mismo; me llevó a una situación muy precaria, con gente espantosa, y me ha costado muchísimo salir de ahí, aunque ya casi lo he logrado, no al 100%, pero digamos que en un 98,8%. Nunca me había preocupado del dinero, ni de su procedencia, pero a partir de ese episodio sí.
¿Se ha vuelto más responsable? Eso es, se acabó aquello de: “Maja, vete a hacer tus fotos y yo me ocupo del resto”. Nunca más. Ahora sencillamente nos preocupamos de que todo esté en orden.
 Fue una lección terrible. Ahora estoy en el camino correcto.
Pero, insisto, las consecuencias que le trajo aquello, tener que ponerse a trabajar al servicio de alguien para pagar sus deudas, ¿no le limitó? Sí y no. Aunque no me quejo. Más o menos he hecho lo que me ha dado la gana toda mi vida.
 Aunque en las revistas trabajes siempre a lo que toca hacer, es fundamental, porque de ahí es de donde sale luego lo que quieres hacer. Además, en revistas como en las que yo he trabajado, la relación con la cultura era muy fuerte, y a mí me interesa ese mundo.
Tienes que preparar 30 o 40 retratos al año. Algunos salen muy bien, otros no tanto.
 Me considero una buena editora: los traslado a mis libros, controlo completamente mi trabajo, pero las revistas tienen su propia dinámica y no pasa la prensa impresa por su mejor momento de ventas.
Una pena, a mí me gusta manosear el papel.
Más trabajando para una revista como Vanity Fair, espectacular hasta en la impresión de los anuncios. Me gusta, me encanta pertenecer a ese mundo, a esa cultura impresa.
 Vamos a ver en qué acaba esto, me temo que en mitad del proceso asistiremos a alguna ruina más.

 

10 nov 2013

Curso de pedantería enológica


Al vino le pasa lo que al resto del alcohol: que, como decía aquel filósofo, es "causa de, y solución para, todos los problemas de la vida"

Todo empezó en el mágico instante en el que se cruzaron el boom inmobiliario y el auge de la cultura gourmet.
 Gracias al dinero y a nuestros cocineros, se generalizó el interés por comer y beber bien, los restaurantes subieron de nivel, la clientela se sofisticó...
 Y nació un nuevo monstruo: el del pedante enológico.
Podría ser cualquiera, incluso usted o yo. Alguien que, en otro momento no menos mágico, pasó de ser un bebedor social normal a transformarse en un temible aficionado al vino.
 Ese que, en lugar de aprobarlo con una sonrisa y seguir con la conversación, prefiere discutir con el sumiller, se empeña en oler el corcho, fantasea con las notas olfativas y repite la palabra maridar.
 En definitiva, el responsable de que algo feliz y espontáneo –"¡ponme un chato de vino!"– sea hoy una experiencia irritante.
Porque en realidad, según sostienen otros expertos, recibir un vino en la mesa es algo bastante sencillo: basta con olerlo con la copa parada (para ver si está avinagrado, sabe a corcho o está ajerezado) y luego, si se quiere obtener más matices, moverlo ligeramente. Y punto
. Pero nuestro esnob enológico no hace caso a lo que suena razonable.
 Prefiere despacharse con una ristra de frases lapidarias que descoloquen a su adversario. Del primer curso al nivel doctorado, por sus frases lo conocerán (aprendérselas o no es cosa suya).
PRIMERO: "Entender, no entiendo, pero sé lo que me gusta"
Dirá cosas como, 'A los americanos les hizo falta una década para hartarse del Chardonnay, pero nosotros vamos por un camino todavía peor'.
Esta frase es la fórmula magistral de la arrogancia encubierta y también un destello de genialidad, porque implica dos cosas contradictorias: modestia y defensa de la propia ignorancia. No hay nada como hacer alarde de lo que se desconoce para no tener que escuchar a nadie; el pedante principiante ni sabe ni le interesa, pero tiene carácter, que es mucho mejor.
SEGUNDO: "¿Rueda Verdejo? ¡Pero por favor!"
Todo el mundo lo sabe pero no se atreve a decirlo: hay una epidemia en forma de vino blanco y se llama Rueda Verdejo.
El pedante de segundo, que todavía no puede enfrentarse a un sumiller pero de esnobismo sabe un rato, hará saltar la liebre en una cena con amigos.
 Cuando llegue el vino blanco de la casa que ellos han pedido con ligereza (será un Rueda, seguro, a no ser que estén en un restaurante gallego), lo tachará de "obvio" y "sin interés".
 Una vez hecho el silencio en la mesa, lo zanjará con artillería: "A los americanos les hizo falta una década para hartarse del Chardonnay, pero nosotros vamos por un camino todavía peor".
TERCERO: "He visto muchas Riedel en mi vida y esta copa no lo es"
La capacidad del pedante de apreciar matices con solo oler el corcho supera lo poético y llega hasta lo supraterrenal.
Hoy en día es difícil acertar dónde servir el agua, sobre todo porque en muchos restaurantes se ha producido un curioso efecto de escala monumental: donde antes había platos redondos y copas de tamaño mediano, los primeros se han convertido en grandes superficies con ángulos dudosos y las segundas, en generosos barreños subidos a un pie de cristal.
 Pero el pedante se desmarca de esa vulgaridad que es hablar de tipos de copa.
 Él controla de marcas, y no probará el vino si no es en Riedel, el Ferrari de la cristalería.
 "Ni siquiera son tan caras", añadirá. Si es que el mundo es muy ignorante.
CUARTO: "¡Casi se huele Portugal en este Rias Baixas!"
Como experto, la capacidad del enterado de apreciar matices con solo oler el corcho supera lo poético y llega hasta lo supraterrenal.
 Si alguien levanta la ceja ante el comentario, mantendrá su órdago. ¿Acaso no están de moda las variedades de uva locales y las oscuras denominaciones de origen, que él por supuesto identifica al momento? Entonces, ¿cómo no va a apreciar el roce del traje regional del terruño donde se fraguó un buen vino?
 A partir de aquí no hay límites: con oler el vino una segunda vez sabrá informar sobre el tostado de la barrica; a la tercera, sabrá si pasó la fermentación maloláctica en depósito, y cuando lo pruebe medirá su permanencia en caudalies*.
* No hace falta que entienda nada, solo decirlo con convencimiento.
DOCTORADO: "El rosado ahora es lo más"
Hace tiempo que nuestro experto superó al vulgo.
Ya es capaz de dar la réplica a enólogos, bodegueros y sumilleres. El esnob profesional sabe que solo queda volver al punto de partida: recuperar el placer de epatar a sus congéneres.
 Y lo hará en tres cómodos pasos que usted puede seguir también:
  1. Convocar una cena informal con cinco o seis amigos (es importante que haya público).
  2. Pedir el único vino que hombres, mujeres y niños ningunean por igual: el rosado.
  3. Regocijarse por dentro con la reacción y disfrutar su copa de Mateus Rosé bien fresquito (y sin el cargo de conciencia que tendría un entendido de los de siempre).
Ya está. ¡Ahora puede convertirse en la perfecta persona enológicamente insoportable!

Nos obligaron a olvidar...

Nos obligaron a olvidar...

Nos obligaron a olvidar
Dónde estábamos
Tan sólo dónde estábamos.

¿Es mi patria la lengua?
¿Habita
En la ciudad que ya no existe?

En la memoria,
Silencio de un cielo sin despedidas.
Al pie de otro volcán,
¿Hay patria que cantar?

Trazamos
El color de la sombra
De los cuerpos ausentes y nombramos
Lo que la aviva
Con los restos de los borrados
En la lengua de sus verdugos.
De "En tregua", 2001
De Jose Carlos Cataño