10 nov 2013
Un país llamado Mogambo..........................Boris Izaguirre
Mientras en unos programas esperaban por la mayoría de edad de la hija de la reina de la copla, Isabel Pantoja, en otros se murmuraba de Froilán, el nieto del Rey.
Que tendrá La Pantoja que hasta esa niña adoptada es Fea, como su otro hijo que no tiene cuello y los dos la hacen abuela.
e. Aznar y González regresan presentando sus libros de opiniones y memorias.
Al mismo tiempo, la basura crece y avanza en las aceras de Madrid como si fuera una versión real y cutre de la Guerra de los zombis.
Donde quiera que vayas en la capital, tanto si acudes a oír a los expresidentes como al lanzamiento de la revista ICON o a la presentación de los perfumes de Alaska y Mario, tienes que sortear bolsas rotas y desperdicios desparramados
. Curiosamente, la molesta basura todavía no huele mucho, aún es reciente, pero su presencia a causa de una huelga indefinida empieza a transformar la ciudad en una estampa de cielos muy azules iluminando la porquería que rueda sobre el asfalto mientras el Ayuntamiento se lava las manos.
Si en la presentación de ICON se hizo una perfumada selección de invitados con futuro, el grupo Planeta prefirió mostrar su amplio abrazo al poder actual en la celebración de los 15 años del periódico La Razón. Donde no solo reunió a expresidentes, sino que consiguió el saludo de dos princesas: Letizia Ortiz y Belén Esteban. Belén, encantada de ser saludada por la esposa del heredero; Letizia, enseñando mucha melena como herencia.
La infrecuente imagen alborotó las retinas al ver reunidas las dos caras del concepto “princesa del pueblo”. Las dos vienen del pueblo, viven de él y manejan similar nivel de popularidad y polémica
. Una ha conseguido llegar a la jefatura del Estado por matrimonio, y la otra, alcanzar su condición de fenómeno mediático sabiendo estar en el sitio y el momento adecuados
. Son representantes camaleónicas de la generación nacida a principios de los años setenta, saben vestir low cost con profesionalidad y aliarse con la ciencia para redefinir sus rostros y sus vidas sin miramientos.
No se sabe cuál de las dos podría resultar más icónica, porque lo que hace a un icono ICON en mayúsculas nadie lo sabe definir.
Estos conceptos, heredados del siglo pasado: glamour, chic, carisma, siguen teniendo orígenes y características difusos, y seguramente resida en ese intangible la clave de su fascinación popular.
Quien ya apunta en esa icónica dirección, precozmente para algunos, es Froilán Marichalar, como prefiere llamarse prescindiendo de su otro apellido: Borbón.
Es una decisión que rezuma valentía y prudencia.
Mientras en unos programas de televisión esperaban por la mayoría de edad de la hija de la reina de la copla, Isabel Pantoja, en otros se murmuraba del nieto mayor del Rey.
Al parecer, Froilán es habitual de las sesiones de matiné para adolescentes en Joy, la mítica discoteca madrileña. Pudiera tratarse de un joven emprendedor y miembro de la familia real con un trabajo auténtico y sin enchufes en el sector privado.
Froilán, supuestamente, vendería en esas tardes máscaras de Guy Fawkes, el conspirador del siglo XVI que el grupo de activistas Anonymous emplea como su señal iconográfica. ¡Es maravilloso!
El chaval es alguien con iniciativa, alguien que no se disfraza de normalidad.
El quinto en la línea de sucesión a jefe del Estado se ganaría un dinerito a la vez que conseguiría una burla a los antisistema.
Que tiemble en su trono Kiko Rivera: en cualquier momento Froilán Marichalar le arrebata el título de dj oficial de las juventudes del Reino.
El cierre de Canal Nou coincide con el regreso de Mar Flores y sus escándalos de finales del siglo pasado. Esos y otros follones de la prensa rosa eran muy seguidos por Tómbola, uno de los programas de mayor éxito del canal valenciano
. Pocos quieren recordarlo, restándole su importancia icónica, de ser el mejor documento de cómo éramos cuando el dinero público podía sostener el cotilleo, una de las tradiciones de nuestra cultura
. Nos encanta, nos define.
Y cuando éramos ricos nos divertía consumirlo y gastarnos lo que hiciera falta. Una de las razones que intentan explicar el actual revival de los escándalos de Mar Flores hace 15 años es que las imágenes enseñan una España opulenta al mismo tiempo que cañí.
Ahora es solo cañí. Realmente da gusto ver cómo en los noventa Mar Flores y Sofía Mazagatos conseguían encandilar a iconos masculinos de poder: futbolistas, empresarios, políticos, para volverse ellas mismas símbolos de la prosperidad perdida. En aquella época estuvieron muy de moda los comunicados, que regresan ahora con la firma de Isabel Pantoja para confirmar el embarazo de su hija.
En Telecinco terminarán por recontratarla, porque claramente es el gran icono proveedor de contenidos con una familia que no para de crecer.
Sería un buen motivo para el regreso de Tómbola.
Conservo un recuerdo especial de Canal Nou, durante la promoción de una de mis novelas en la que los personajes sobrevuelan escenarios vinculados al caso Gürtel.
Me maquillaron en una sala desierta y “prefirieron” grabar mi entrevista para luego sentarme en una mesa dedicada al corazón en directo donde luego se emitiría la entrevista grabada y revisada.
Tan enrevesada situación me recordó lo que la censura franquista hizo con Mogambo: para evitar que existiera adulterio entre Grace Kelly y Clark Gable, los convirtió en hermanos.
Al igual que Froilán, deberíamos modificar el nombre de nuestro país, dejar España atrás y pasar a llamarnos Mogambo.
Las Hay con Suerte, siempre van de invitadas.....
Viviendo en casa ajena:Sra. de Antonio Muñoz Molina.
Desde hace meses no salgo de la vida de una familia que lo dejó casi todo por escrito: los Baroja.
Lo que es la vida.
Jamás imaginé que me iba a pasar tanto tiempo viviendo en un piso de la calle de Ruiz de Alarcón de Madrid. Desde hace meses que no salgo de ese domicilio; para ser más exacta, de la vida de los miembros ya desaparecidos de una familia que lo dejó casi todo por escrito. Los Baroja.
Para los que no son de Madrid aclaro que dicha calle está frente al Retiro, en ese entramado de avenidas de pretensión parisiense en las que uno imagina cuando mira hacia arriba un universo de pisazos y casoplones en los que se diría que habitan más fantasmas que seres vivos.
Dado que en ese barrio se ubican la Real Academia, los Jerónimos, el Prado y el Casón del Buen Retiro, a una le entra como una especie de solemnidad alarmada cuando pisa sus aceras porque teme encontrarse al doblar la esquina con un cura, un académico o un muerto ilustre. O las tres cosas a la vez.
Lo que me resulta extraordinario es que fuera precisamente por esas calles por las que paseara don Pío, el hombre de la boina, la bufanda, las zapatillas y un abrigo, que a fuerza de ponérselo tanto en interiores como a la intemperie, había acabado pareciendo una bata de estar por casa.
Don Pío llegó a esa dirección tras la guerra porque no pudo hacerlo a su casa familiar de la calle de Mendizábal, que fue bombardeada, y yo llegué de la mano de Juan Benet, que en su libro Otoño en Madrid hacia 1950, cuenta con humorismo pedantesco sus visitas a la tertulia del escritor vasco.
Unas tertulias abiertas a cualquiera, aunque frecuentadas por una serie de contertulios regulares, tan peculiares y disparatados, que más que una conversación literaria parecía un encuentro del viejo escritor con algunos de los personajes más característicos de su literatura.
Cerré el libro de Benet, pero no queriéndome marchar aún de esa casa y con la miel puesta en mis labios, me sumergí en Los Baroja, las memorias del sobrino, Julio Caro
. A don Julio lo conocí en persona, porque en el programa de Radio 3 que yo presentaba le teníamos mucha ley y con cualquier excusa lo llamábamos.
Me ha hecho gracia leer cómo se describe a sí mismo, como un misántropo, un huidizo, un hombre refractario al amor, como lo fue su tío, porque en mis recuerdos la visita a los estudios de Caro Baroja era siempre para nosotros una fiesta, por la manera en que su inteligencia brillaba en cualquier asunto que abordaba, por la generosidad con la que compartía su asombroso conocimiento de las costumbres y tradiciones españolas, y la valentía con la que se expresaba contra la burricie enrocada de algunas fiestas populares y la agresividad de los tiempos modernos.
Siempre hay motivos para echarlo de menos.
Y para sentir la necesidad que en la cultura española hay de ese tipo de seres humanos, de opinión tan insobornable como fue la suya, que jamás se dejó engatusar por la tentación de caer simpático.
Con el sobrino, con Julio Caro, he tenido la oportunidad de asistir a
las tertulias de la calle de Ruiz de Alarcón desde otro punto de vista.
El que fuera entonces el joven Julito estaba harto de tanta visita y de que la tertulia de puertas abiertas de su tío acabara atrayendo a periodistas que iban a presenciar aquello como quien va a una feria de personajes anormales, para luego dar cuenta de la visita en ligeras crónicas periodísticas que hacían recuento de las extravagancias de su tío
. Pero en las memorias de Julio Caro Baroja hay eso y mucho más. Hay el paso por la República, la guerra y la posguerra de una familia que siempre se caracterizó por llevar la contraria.
O por decir lo que pensaban asumiendo el riesgo de que cayera mal. No fueron de los vencedores, pero tampoco de los vencidos, aunque su irreductible personalidad familiar los convirtió en perdedores de esos sombríos capítulos de la historia de España.
Y nadie mejor para contar esa pérdida que la madre de don Julio, la hermana de don Pío, Carmen Baroja y Nessi, en sus Recuerdos de una mujer de la generación del 98, el libro al que di el salto tras acabar el de don Julio. Y aquí me encontré con la realidad. Tras la visión benetiana, o la de los intelectuales de la familia, he leído a Carmen, a la mujer que en pocas palabras describe cómo la guerra, que la mantuvo junto a sus hijos en su casa navarra de Itzea, convirtió sus manos de señorita que tocaba el piano y bordaba en las manos rudas de una agricultora que aprendió a criar animales para sacar a su familia del hambre y sirvió como enfermera en tiempos de guerra.
Carmen es la acción, la lucha, la valentía, la generosidad, el arrojo, frente a los dos varones a los que la condescendencia materna había permitido ser simplemente espectadores y beneficiarios de la protección familiar.
Carmen fue madre en el sentido más primigenio de la palabra madre: la mujer que haría lo que fuese con tal de dar de comer a sus hijos y de camino a los hombres diletantes de la familia.
Tras las vidas de los dos ilustres Barojas, Pío y Ricardo, se esconde la de la hermana.
Su prosa es sencilla, dispersa y confusa en ocasiones, poco experta en seguir un hilo argumental, pero de ella se desprende el drama de una vida, y gracias a su narración yo he entendido mucho mejor el día a día de aquel piso de la calle de Ruiz de Alarcón.
Jamás imaginé que me iba a pasar tanto tiempo viviendo en un piso de la calle de Ruiz de Alarcón de Madrid. Desde hace meses que no salgo de ese domicilio; para ser más exacta, de la vida de los miembros ya desaparecidos de una familia que lo dejó casi todo por escrito. Los Baroja.
Para los que no son de Madrid aclaro que dicha calle está frente al Retiro, en ese entramado de avenidas de pretensión parisiense en las que uno imagina cuando mira hacia arriba un universo de pisazos y casoplones en los que se diría que habitan más fantasmas que seres vivos.
Dado que en ese barrio se ubican la Real Academia, los Jerónimos, el Prado y el Casón del Buen Retiro, a una le entra como una especie de solemnidad alarmada cuando pisa sus aceras porque teme encontrarse al doblar la esquina con un cura, un académico o un muerto ilustre. O las tres cosas a la vez.
Lo que me resulta extraordinario es que fuera precisamente por esas calles por las que paseara don Pío, el hombre de la boina, la bufanda, las zapatillas y un abrigo, que a fuerza de ponérselo tanto en interiores como a la intemperie, había acabado pareciendo una bata de estar por casa.
Don Pío llegó a esa dirección tras la guerra porque no pudo hacerlo a su casa familiar de la calle de Mendizábal, que fue bombardeada, y yo llegué de la mano de Juan Benet, que en su libro Otoño en Madrid hacia 1950, cuenta con humorismo pedantesco sus visitas a la tertulia del escritor vasco.
Unas tertulias abiertas a cualquiera, aunque frecuentadas por una serie de contertulios regulares, tan peculiares y disparatados, que más que una conversación literaria parecía un encuentro del viejo escritor con algunos de los personajes más característicos de su literatura.
Cerré el libro de Benet, pero no queriéndome marchar aún de esa casa y con la miel puesta en mis labios, me sumergí en Los Baroja, las memorias del sobrino, Julio Caro
. A don Julio lo conocí en persona, porque en el programa de Radio 3 que yo presentaba le teníamos mucha ley y con cualquier excusa lo llamábamos.
Me ha hecho gracia leer cómo se describe a sí mismo, como un misántropo, un huidizo, un hombre refractario al amor, como lo fue su tío, porque en mis recuerdos la visita a los estudios de Caro Baroja era siempre para nosotros una fiesta, por la manera en que su inteligencia brillaba en cualquier asunto que abordaba, por la generosidad con la que compartía su asombroso conocimiento de las costumbres y tradiciones españolas, y la valentía con la que se expresaba contra la burricie enrocada de algunas fiestas populares y la agresividad de los tiempos modernos.
Siempre hay motivos para echarlo de menos.
Y para sentir la necesidad que en la cultura española hay de ese tipo de seres humanos, de opinión tan insobornable como fue la suya, que jamás se dejó engatusar por la tentación de caer simpático.
Decían lo que pensaban asumiendo el riesgo de que cayera mal. No fueron de los vencedores, pero tampoco de los vencidos
El que fuera entonces el joven Julito estaba harto de tanta visita y de que la tertulia de puertas abiertas de su tío acabara atrayendo a periodistas que iban a presenciar aquello como quien va a una feria de personajes anormales, para luego dar cuenta de la visita en ligeras crónicas periodísticas que hacían recuento de las extravagancias de su tío
. Pero en las memorias de Julio Caro Baroja hay eso y mucho más. Hay el paso por la República, la guerra y la posguerra de una familia que siempre se caracterizó por llevar la contraria.
O por decir lo que pensaban asumiendo el riesgo de que cayera mal. No fueron de los vencedores, pero tampoco de los vencidos, aunque su irreductible personalidad familiar los convirtió en perdedores de esos sombríos capítulos de la historia de España.
Y nadie mejor para contar esa pérdida que la madre de don Julio, la hermana de don Pío, Carmen Baroja y Nessi, en sus Recuerdos de una mujer de la generación del 98, el libro al que di el salto tras acabar el de don Julio. Y aquí me encontré con la realidad. Tras la visión benetiana, o la de los intelectuales de la familia, he leído a Carmen, a la mujer que en pocas palabras describe cómo la guerra, que la mantuvo junto a sus hijos en su casa navarra de Itzea, convirtió sus manos de señorita que tocaba el piano y bordaba en las manos rudas de una agricultora que aprendió a criar animales para sacar a su familia del hambre y sirvió como enfermera en tiempos de guerra.
Carmen es la acción, la lucha, la valentía, la generosidad, el arrojo, frente a los dos varones a los que la condescendencia materna había permitido ser simplemente espectadores y beneficiarios de la protección familiar.
Carmen fue madre en el sentido más primigenio de la palabra madre: la mujer que haría lo que fuese con tal de dar de comer a sus hijos y de camino a los hombres diletantes de la familia.
Tras las vidas de los dos ilustres Barojas, Pío y Ricardo, se esconde la de la hermana.
Su prosa es sencilla, dispersa y confusa en ocasiones, poco experta en seguir un hilo argumental, pero de ella se desprende el drama de una vida, y gracias a su narración yo he entendido mucho mejor el día a día de aquel piso de la calle de Ruiz de Alarcón.
Negro....................Juan Cruz
Fabra omitió la propia historia de Canal Nou y quería reivindicarse como salvador de los derechos populares frente a la avaricia de periodistas.
El editor Manuel Borrás (Pre-Textos) contó el otro día en la librería
Alberti, en diálogo con su colega Santiago Tobón (Sexto Piso), que él
seguía empeñado en sacar adelante su empresa en un lugar excéntrico, la
Comunidad Valenciana, donde sucedían cosas oscuras.
Esa misma mañana, los periódicos habían saludado con estupor la última de esas cosas oscuras que ocurren en lugar tan luminoso: la explicación que el presidente Fabra había dado para cerrar Canal Nou y las culpas que había elegido para pasar a negro esa radiotelevisión pública.
Disculpar culpando estaba penado en la escuela, pero Fabra debió de pasarse esas semanas, así que se disculpó culpando a otros
. En concreto, a la directora general que pilotó los últimos seis meses de la historia de ese fracaso y a los sindicatos, que son malos y no entienden.
Ya todo el mundo ha oído la demagogia que usó el presidente valenciano para defender su ocurrencia, tan aplaudida por los suyos, periodistas incluidos
. Pero enseguida le han sacado los colores: el dinero que no se quiere gastar en salvar esos medios se lo gasta en sufragar fastos nefastos y para pagar adornos, como el aeropuerto de Castellón, cuya utilidad es cero.
En ese desquite de culpas, Fabra omitió la propia historia de Canal Nou de manera tan aviesa que ahora parece que no solo aspiraba a ser eficaz enterrador de una idea que le sirvió a los de su clase, los políticos, y a los de su partido, sino que además quería reivindicarse como el salvador de los derechos populares frente a la avaricia de periodistas y sindicalistas.
Y es que si él hubiera tenido presente la historia chunga de Canal Nou, se habría detenido en culpas anteriores.
Habría explicado cómo sus antecesores obligaron a los directivos del canal a desfigurar la realidad para que esta les resultara placentera.
Ignoraron la obligación de ser rectos en el control de su poder y pusieron al frente de la radiotelevisión que llevaron a la ruina a sus más directos servidores y se garantizaron siempre la supervivencia de su imagen frente a toda contingencia.
Uno de esos presidentes, Francisco Camps, logró convertir en inexistente a su antecesor, Eduardo Zaplana, que también había hecho lo suyo a su favor y a favor de otros.
Bajo esos mandatos lograron enriquecimientos ilícitos, pero sobre todo distorsionaron la verdadera función pública de la radiotelevisión, que pusieron a sus órdenes sin escrúpulo alguno.
La lista de barbaridades que se hicieron entonces, y que Fabra no citó entre las culpas que evocó el último miércoles, ofrecen un panorama que recuerda, y no tan lejanamente, aquellas manías del Ceausescu rumano, que para parecer más guapo se hacía retratar como si no hubiera cumplido nunca más de cuarenta años. Ahora nos sorprendemos, sobre todo fuera de Valencia, pero todo eso se sabía, allí pasaban cosas oscuras, como decía Borrás; ocurría como pasaba en Rumanía, no se decía muy alto porque la oscuridad estaba disimulada por la mayoría absoluta.
El problema de la mayoría absoluta es que permite el poder absoluto si la conciencia del poder no está obligada por la dignidad de su uso.
La tentación de culpar, como ha hecho Fabra, es una consecuencia de la mayoría que heredó de los antecesores de los que no ha querido acordarse.
Se sentirá su igual.
Esa misma mañana, los periódicos habían saludado con estupor la última de esas cosas oscuras que ocurren en lugar tan luminoso: la explicación que el presidente Fabra había dado para cerrar Canal Nou y las culpas que había elegido para pasar a negro esa radiotelevisión pública.
Disculpar culpando estaba penado en la escuela, pero Fabra debió de pasarse esas semanas, así que se disculpó culpando a otros
. En concreto, a la directora general que pilotó los últimos seis meses de la historia de ese fracaso y a los sindicatos, que son malos y no entienden.
Ya todo el mundo ha oído la demagogia que usó el presidente valenciano para defender su ocurrencia, tan aplaudida por los suyos, periodistas incluidos
. Pero enseguida le han sacado los colores: el dinero que no se quiere gastar en salvar esos medios se lo gasta en sufragar fastos nefastos y para pagar adornos, como el aeropuerto de Castellón, cuya utilidad es cero.
En ese desquite de culpas, Fabra omitió la propia historia de Canal Nou de manera tan aviesa que ahora parece que no solo aspiraba a ser eficaz enterrador de una idea que le sirvió a los de su clase, los políticos, y a los de su partido, sino que además quería reivindicarse como el salvador de los derechos populares frente a la avaricia de periodistas y sindicalistas.
Y es que si él hubiera tenido presente la historia chunga de Canal Nou, se habría detenido en culpas anteriores.
Habría explicado cómo sus antecesores obligaron a los directivos del canal a desfigurar la realidad para que esta les resultara placentera.
Ignoraron la obligación de ser rectos en el control de su poder y pusieron al frente de la radiotelevisión que llevaron a la ruina a sus más directos servidores y se garantizaron siempre la supervivencia de su imagen frente a toda contingencia.
Uno de esos presidentes, Francisco Camps, logró convertir en inexistente a su antecesor, Eduardo Zaplana, que también había hecho lo suyo a su favor y a favor de otros.
Bajo esos mandatos lograron enriquecimientos ilícitos, pero sobre todo distorsionaron la verdadera función pública de la radiotelevisión, que pusieron a sus órdenes sin escrúpulo alguno.
La lista de barbaridades que se hicieron entonces, y que Fabra no citó entre las culpas que evocó el último miércoles, ofrecen un panorama que recuerda, y no tan lejanamente, aquellas manías del Ceausescu rumano, que para parecer más guapo se hacía retratar como si no hubiera cumplido nunca más de cuarenta años. Ahora nos sorprendemos, sobre todo fuera de Valencia, pero todo eso se sabía, allí pasaban cosas oscuras, como decía Borrás; ocurría como pasaba en Rumanía, no se decía muy alto porque la oscuridad estaba disimulada por la mayoría absoluta.
El problema de la mayoría absoluta es que permite el poder absoluto si la conciencia del poder no está obligada por la dignidad de su uso.
La tentación de culpar, como ha hecho Fabra, es una consecuencia de la mayoría que heredó de los antecesores de los que no ha querido acordarse.
Se sentirá su igual.
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