Un Blues

Un Blues
Del material conque están hechos los sueños

9 ago 2013

LA OPCIÓN DE LA POESÍA

LA OPCIÓN DE LA POESÍA



La historia en desbandada
cubierta de un manto
de falsedades,
la tónica del dinero
convertida en la avanzadilla
que mueve el mundo,
el toque olvidado de la justicia
llenando de inquietud
a las multitudes,
la flor que se marchita
antes de nacer y ya no esparce
ni su color ni su silencio,
las costumbres importadas
pisoteando nuestras raíces,
la cultura olvidada
entre los pozos de un café
tomado en despachos inmaculados,
el tiempo y la vida
como fuentes de todo caminando
hacia una despótica muerte,
el aire que envenena
hasta los mismísimos sueños,
los dueños del futuro
decidiendo impávidos
sobre los humanos y la primavera...
Entre tanta aridez
quién va a ocuparse
de transcribir las penas del alma
y los alborozos del corazón,
cuantos locos seguirán militando

en la opción de la poesía.
 
Del Blog Escrito con Sentido
 
De Paco Gor

Islas desiertas llenas de libros

Que un lugar del Pacífico se llame Robinson Crusoe es el triunfo de la literatura y el turismo sobre la geografía.

Isla Alejandro Selkirk. / Flickr: Tres Torres Author / Pato Novoa

Las palabras tienen vida propia
. Seguimos diciendo que el Sol sale por el Este aunque sabemos desde hace siglos que el Sol no sale por ninguna parte porque es la Tierra la que se mueve a su alrededor.
 Por eso, aunque también sepamos que quedan pocas islas desiertas y que nuestras posibilidades de terminar en alguna de ellas sean más que remotas, cada tanto escuchamos una pregunta clásica: ¿qué libro te llevarías a una isla desierta?
El mero hecho de pensar que nos llevamos ese dichoso libro equivale a imaginar que lo metemos en la maleta antes de salir de viaje y lo sacamos al llegar a nuestro destino, es decir, que vamos de vacaciones, pero basta con escuchar juntas las palabras desierta e isla para que, irremediablemente, pensemos en naufragio. Mejor, en un náufrago: Robinson Crusoe.
Que ese sea, además del título de la célebre novela de Daniel Defoe, el nombre de una isla chilena es otra demostración de que las palabras caminan por su cuenta.
 Hasta que en los años sesenta, y con la inestimable ayuda del Servicio Nacional de Turismo de Chile, la literatura triunfó sobre la geografía, las islas del archipiélago Juan Fernández llevaban el nombre que les había puesto el mismísimo Fernández, un navegante portugués del siglo XVI que, perdido en el Pacífico, se topó con tres ínsulas a las que llamó Más Afuera, Más a Tierra y Santa Clara.
Hoy las dos primeras reciben el nombre de Isla Alejandro Selkirk e Isla Robinson Crusoe, algo así como si Oviedo hubiera pasado a llamarse Vetusta a partir de la consagración de Clarín. O mejor, si unos llamasen a Oviedo Ciudad Regenta y otros, Ciudad Ana Ozores, porque el Selkirk real y el Robinson ficticio son el mismo. Selkirk fue un marino escocés que, tras rebelarse contra su capitán, fue abandonado en Más a Tierra en 1704. Allí pasó cuatro años solo hasta que un barco lo devolvió a Europa.
 Poco después Daniel Defoe construyó con sus aventuras la primera novela en lengua inglesa, la epopeya de un hombre moderno, es decir, de un individualista.
Defoe publicó su obra en 1719 y casi tres siglos más tarde, en el otoño de 2010, uno de los representantes más ilustres de la estirpe inaugurada por él, Jonathan Franzen, viajó hasta el archipiélago chileno para aislarse —qué si no— tras la extenuante promoción de Libertad y para esparcir allí parte de las cenizas de otro joven ilustre: su amigo David Foster Wallace, suicidado dos años antes. La crónica de aquel viaje está recogida en un volumen que lleva por título el viejo nombre de la isla Selkirk: Más Afuera. La editorial Salamandra lo publicó hace unos meses en traducción de Isabel Ferrer.
 Sabemos que, junto a las cenizas de Foster Wallace, Franzen llevaba una edición de bolsillo de Robinson Crusoe.
La elección parece obvia —es el libro de la isla desierta al cuadrado—, pero tan solo sirve para un lugar así. Por eso sigue en pie, por los siglos, esa pregunta a la que, socarrón, G. K. Chesterton respondió diciendo que a la famosa isla él se llevaría un manual para la construcción de veleros.
A los curiosos que se hayan preguntado si Robinson tenía algo que leer en su bendita isla les diremos que sí. En el capítulo cuarto del relato, el náufrago rescata de su barco encallado —al personaje no lo abandonan: la ficción es menos cruel que la realidad— varios mapas, tratados de navegación, devocionarios, un puñado de libros portugueses cuya identificación sigue entreteniendo a los eruditos 300 años después y tres biblias.
La Biblia es clave, y no solo por ser el libro de los libros o porque sea el único que supera a Robinson Crusoe como el más leído de la historia en inglés; es clave porque es un fijo de las islas desiertas.
 Y más si son misteriosas como, efectivamente, La isla misteriosa, la novela que Julio Verne publicó en 1875 y cuyos protagonistas llegan accidentalmente en globo a la isla Lincoln, por cierto, inexistente. Allí les hará llegar el Capitán Nemo un arcón con un atlas, un diccionario de lenguas polinesias, una enciclopedia de ciencias naturales y, por supuesto, una Biblia. Chesterton firmaría esa lista.
En el fondo, el inefable libro de la isla desierta tiene algo de aviso de la fragilidad de todo lo que necesita enchufes, ebooks incluidos.
También algo de antídoto contra el dulce veneno de los récords mundiales: lo más visto, lo más vendido, los fologüers de Twitter… Julio Verne nos cuenta que Nemo guardaba en el Nautilus 12.000 volúmenes. La mitad que el propio Verne en su vivienda de Amiens, pero un número astronómico si pensamos que en la supuesta casa natal de Leonardo se exhibe una lista con los libros que, Gutenberg mediante, formaron su biblioteca. Solo son 75, pero no faltan Tito Livio, Plinio, Ovidio, Lucano o San Agustín. Destilada por la pobreza o por la inteligencia, la del genio de Vinci se parece mucho a aquella biblioteca que recordaba Monterroso en sus memorias de infancia: era tan mala que solo tenía libros buenos.
 De wifi, por supuesto, ni hablamos.

 

Belleza superficial


Vincent Rottiers y Michel Bouquet, los dos Renoir, en la película.

"El sufrimiento pasa, la belleza queda”, dijo Pierre-August Renoir, como premonición de su crepúsculo como artista y ser humano: un hombre hundido por la muerte de su esposa y atrapado por una artritis que le llevó a atarse el pincel a la mano porque los dedos no le obedecían, pero que legó algunos de sus desnudos más hermosos gracias a la luz, interior y exterior, que le proporcionó su última musa, la pelirroja de cuadros como Las bañistas.
 Un contraste al que se ha acercado Gilles Bourdos con Renoir, retrato de esos años, en los que también tuvo mucho que ver el otro genio familiar, Jean, futuro cineasta y entonces joven melancólico y herido de guerra.
RENOIR
Dirección: Gilles Bourdos.
Intérpretes: Michel Bouquet, Christa Theret, Vincent Rottiers, Romane Bohringer.
Género: drama. Francia, 2012.
Duración: 111 minutos.
La pena es que parte de los temas que apunta o no tienen desarrollo o resultan superficiales: la imposibilidad no ya del amor, sino del contacto físico, y el consuelo en su plasmación artística; el genio de los padres que aplasta cualquier pensamiento creativo en los hijos; la cotidianidad como fuente para futuras ensoñaciones artísticas.
 Sí, se perfilan, pero sin la fuerza ni la rabia necesarias para traspasar el lienzo (perdón, la pantalla) y escapar de un lánguido preciosismo.
 Con poco diálogo, la conversación más interesante entre padre e hijo se produce a diez minutos del final, mientras Bourdos fija su objetivo en la anatomía de la chica, en las comidas campestres (básicas en la carrera de Jean) y en el aliento de la naturaleza, pero sin un punto de vista claro
. Así, la película se desliza con una aparente belleza que no provoca emociones.

Pura cuestión de clase

El muy exclusivo y elegante Cosmos Club reúne desde el año 1878 a la “inteligencia” de la ciudad.

 

La sala de billar también funciona como biblioteca. / Cristina F. Pereda

El último gran debate que dividió al Cosmos Club se libró el verano pasado y versó sobre la posibilidad de que ante las brutales temperaturas del verano washingtoniano se permitiera no llevar chaqueta a los miembros masculinos de la asociación
. Ya el año anterior se había logrado que se relajaran las costumbres y se aceptó no imponer la axfisiante corbata.
Aquello fue un trago duro de pasar para una establecimiento que abrió sus puertas en 1878 y que más de un siglo después seguía sin aceptar mujeres entre sus miembros, algo que no cambió hasta 1988 (sí, 1988, finales del siglo XX).
Renunciar también a la chaqueta era un ataque que minaba los cimientos más profundos del club, aquellos que se remontan a la tradición británica de los lores y caballeros de alta ceja y baja tolerancia para las nuevas costumbres.
La edad media de los socios es elevada y la chaqueta casi suponía una contraindicación médica... a pesar de lo cual hubo quien luchó hasta el último minuto para que no se permitiera prescindir de lo que muchos consideraban un símbolo de estatus y estricto sello de calidad.
Por supuesto, la medida fue temporal y prescribió al final del verano de 2012.
Verano de 2013. Los termómetros marcan 33 grados pero la sensación térmica supera los 42.
 El símil apropiado a la hora de salir a la calle sería decir que es como entrar en una sauna, vestido (y con chaqueta). Localizado en la Avenida Massachusetts, en pleno corazón de la Calle de las Embajadas, cercano a una estatua de Gandhi —el hombre que independizó a la India de la metrópoliti cubierto solo por una sencilla sábana blanca—, el Cosmos Club sigue siendo hoy un lugar para la élite de la nación.
Sin dar nombres, el club cita que entre sus miembros ha habido tres presidentes de EE UU; dos vicepresidentes; una docena de jueces del Tribunal Supremo; 56 premios Pulitzer y 32 premios Nobel —una de las paredes del vetusto club está dedicada a la galería fotográfica de los Nobel, entre lo que se encuentra el escritor español Juan Ramón Jiménez—.
Acceder al Cosmos —siempre de la mano de un miembro; en el caso de este periódico, del director de orquesta Ángel Gil-Ordóñez— es entrar en otro mundo, en un universo en el que no se permite hablar por el teléfono móvil; donde el olor a madera transporta a mansiones de la campiña británica y en el que los miembros leen libros —de papel— en la sala dedicada a la biblioteca —donde no se permite tomar fotografías— y donde un antiguo atlas languidece frente a una bellísima chimenea (“French Renaissance”, apunta la bibliotecaria) mientras sus hojas amarillean a la espera de que alguien las pase.
Todo, a pocas calles del Dupont Circle, cuya rotonda central es el epítome del caos de tráfico y donde cada martes antes de Halloween se celebra la famosa Carrera de Tacones con más de una docena de drag queens mientras cientos de espectadores contemplan entusiasmados y entre gritos el frenético descenso de esas damas por la calle 17 intentando guardar un equilibrio casi imposible.
Entre sus miembros: tres presidentes,
dos vicepresidentes, 56 Pulitzer y 32 Nobel
Cerca de las cinco de la tarde en el Cosmos se toma el té (también café, americano y de cafetera eléctrica). O un gin-tonic, dependiendo del estado de ánimo y lo que permita el doctor
. En el recorrido por habitaciones tocadas por la pompa y por las que circulan sin las prisas ni el frenesí del exterior unos miembros ensimismados en sus pensamientos se pasa por la Sala de Baile; frente a la estancia del billar o frente a la fotografía de John Wesley Powell, un Phileas Fogg americano, soldado, explorador y geólogo que fundó el club en 1878 después de que un grupo de amigos le incitara a crear en la capital de la nación un círculo similar al Century de Nueva York. Powell parece seguirte con la mirada mientras se deja la sala.
El Cosmos lo forman miembros que rozan la excelencia en ciencia, literatura o arte y son presentados para su candidatura por otros dos miembros de la sociedad, que hacen un fotografía detallada del candidato. De ser aceptado pagará algo más de mil dólares anuales por su membresía si es menor de 45 años y cerca de 2.500 si es mayor de esa edad.
Aunque entre los más de 3.000 miembros del Club existen negros y mujeres, su pertenencia es relativamente reciente en los más de 130 años de historia de la asociación —desafortunadamente, como en otros muchos sitios y estancias de la sociedad, estadounidense y mundial—
. En 1962, el Club rechazó la nominación de Carl T. Rowan, un periodista afroamericano que fue nombrado asistente al secretario de Estado por el presidente John F Kennedy. Como resultado, el economista John Kenneth Galbraith dimitió, lo que provocó el efecto dominó de que Kennedy nunca llegase a formar parte del club porque Galbraith era uno de los dos espónsores del mandatario.
Si en el piso tercero están las habitaciones para los miembros y sus invitados; en el segundo la biblioteca; y en el primero el jardín y el comedor (entre otros)
. La fotografía del Cosmos está incompleta si no se menciona “la camaradería, la atmósfera cálida, la dignidad y la elegancia”, que son todos bienes “intangibles” de la organización, explican.
 “Los miembros que entren en el club en busca estimulación intelectual y amistad encontrarán las dos en amplia medida”, dicta la filosofía del club.
 “Pero si alguien busca soledad, el aislamiento queda respetado”, garantizan.
Y todo ello, en pleno centro de Washington.