
Hablar de Plinio es hablar del primer clásico de la
novela policíaca española.
“En
España nunca creció de manera vigorosa y diferenciada la novela policíaca y de aventuras.
Nuestra
literatura de cordel y crónica negra cuenta desastres y escatologías para todos
los gustos y medidas; sin embargo, al escritor español, tan radical en sus
gustos y disgustos, nunca le tentó este género que, tratado con arte e
intención, podía haber alumbrado muchas parcelas de nuestra vida y ditraído a
infinitos lectores.
Yo siempre tuve la vaga idea de escribir novelas policíacas
muy españolas (…). Novelas con la suficiente suspensión para el lector
superficial que solo quiere excitar sus nervios y la necesaria altura para que al lector
sensible no se le cayeran de las manos”.
Estas son palabras del autor de nuestro
detective rural,
Francisco García Pavón (1919-1989), que entre 1953 y 1985
escribió ocho novelas, cuatro novelas cortas y 19 relatos protagonizados por el
sabio manchego.
Manuel González, alias “Plinio” es un hombre tranquilo, escéptico y liberal, que
no destaca por su atractivo físico, por sus crisis existenciales, por sus
problemas morales, ni “goza” de un pasado oscuro.
Manuel González es sencillamente el jefe de la
Policía Municipal de un pueblo manchego: ¡Tomelloso! Provinciano, rural … tan
lejos de lugares cosmopolitas como París o Londres, de los oropeles de Venecia,
de las grandes urbes americanas; pero
tan cerca…
La Mancha, el gran escenario
de la literatura hispana.
Lean toda la serie de los
Detectives de nuestra vida. Y aquí, los homenajes a
Marlowe,
Montalbano,
Archer,
Gunther y
Rebus.
Pero conozcamos un poco más al personaje.
Lo de Plinio le viene de familia: un tío abuelo suyo
fue apodado por sus compañeros del seminario como Plinio “por no sé qué cosas
del latín” (El rapto de las Sabinas) y desde entonces lo heredaron sus parientes.
Nuestro detective es un tipo cercano, de condición
humilde, “cachazas” y socarrón, un anti-héroe que resuelve sus casos por el
sentido común y por el buen conocimiento que tiene de sus vecinos.
No necesita
laboratorios, ni policía científica.
Es un hombre pragmático que presta
atención a todo lo que le rodea, incluso a las habladurías de la gente si es
necesario, “con la endemoniada costumbre de mirar entre pestañas” (El Carnaval), de manera que es muy
difícil saber dónde posa sus ojos.
Su
mejor arma es su intuición, “sus pálpitos”,
que casi nunca le fallan. Un “sabueso
puro” al que los crímenes le ponen contento y le sacan del aburrimiento.
Don Lotario
Pero Plinio no trabaja solo; cuenta con la ayuda
inestimable de Don Lotario, el veterinario del pueblo.
La que esto escribe no
caerá en la tentación de comparar a la pareja detectivesca con Holmes y Watson,
son demasiadas las diferencias y demasiado pocas las similitudes.
Don Lotario, un hombre pequeño y
anticlerical, no se limita a contar las aventuras del policía, a pesar de la
admiración que le profesa
. Es un ayudante aficionado, sí, pero fiel, un
interlocutor fiable y el mejor amigo de Plinio y además… tiene coche, hecho que
facilita mucho las investigaciones: un Ford T en la época de Primo de Rivera, y
un Seat 600 en las andanzas posteriores.
Profundo conocedor del alma humana, Plinio se
enfrenta al lado más oscuro del comportamiento de sus vecinos: la pobreza, la
envida, la mezquindad en sus diversas manifestaciones -criadas que quieren ser señoras, disputas por herencias, padres y
hermanos que cometen crímenes de honor.
Y a “los señoritos”, la gente bien del
pueblo tan amarrada a su poder y a sus prebendas, que le pueden arruinar la
vida con una simple llamada a Madrid.
La muerte, el sexo y el misterio no faltan nunca en
sus aventuras. Y gracias a ellas, a sus
investigaciones, el autor va tejiendo un tapiz costumbrista de la España profunda y un muestrario maravilloso del
lenguaje popular que hace las delicias del lector: “Si hubiese sido de
condición zorra, hubiese arruinado a todos los hombres de Tomelloso y aun de
Socuéllamos y Villa Robledo. Pero nació decente y con su mera presencia
atormentaba a todas las braguetas del contorno… ¿A qué digo verdad, Manuel?” (El rapto de las Sabinas).
Todas sus vicisitudes transcurren en Tomelloso y
alrededores, excepto el crimen de Las
Hermanas Coloradas (1970) que se
desarrolla en Madrid.
Su fama de policía sagaz se ha extendido como la pólvora
y es reclamado para solucionar el difícil caso de dos hermanas solteras,
pelirrojas, hijas de un antiguo
notario de Tomelloso y afincadas en Madrid, que reciben una misteriosa llamada
telefónica y salen de su domicilio precipitadamente.
Como no podía ser de
otra manera, se queja de su jefe, el alcalde: “Creerá el señor alcalde que
llevando el barboquejo caído tenemos más autoridad, si no, no me explico”, y de
su escaso salario:
“Te juegas tu prestigio” le dice don Lotario en El Carnaval -una de las mejoras obras de
la serie, en opinión de muchos- “Prestigio,
prestigio… yo lo que necesito es que me suban el sueldo”, dice el municipal.
Y es que el policía lleva una vida modesta, en
su casa encalada, junto a su mujer, Gregoria, y su hija, Alfonsa.
Aunque no todo son penas: tras la resolución
del caso en El rapto de las Sabinas
es ascendido a comisario honorífico y recibe la cruz del mérito civil y
policial.
Un hombre de su tiempo
Las primeras andanzas
de Plinio se ambientan en los años veinte, durante la dictadura de Miguel Primo
de Rivera, pero a partir de El reinado de
Witiza (1968) se sitúan en época
contemporánea a su publicación, el franquismo y la transición
. En las primeras viste gorra de plato, guerrera
azul y sable.
Posteriormente, uniforme gris, correajes y revólver.
Plinio es un hombre de
su tiempo y, como tal, no nos engañemos, machista y homófobo.
Su mujer y su hija están en casa, entregadas
al cuidado del marido y padre, procurado que su comida esté en hora, que tenga
una bebida fresca al llegar, que su uniforme resplandezca, que no le falte de
nada.
La homosexualidad, que aparece en algunas de sus historias, se trata con cierta
sorna.
Nuestro policía fuma sin parar, cigarrillos de
liar cuando hay tiempo, cuando no, Celtas, durísimo tabaco negro donde los haya,
o Farias.
Le gusta tontear con Rocío, la buñuelera andaluza, y es asiduo de
tertulias y partidas en el casino con las fuerzas vivas de la localidad.
Su curiosidad, sus
habilidades deductivas, su socarronería, su buen hacer y su bonhomía lo
convirtieron hace muchos, muchos años en uno de mis detectives favoritos.
Recomiendo
su lectura.