El marino que lloraba
De lo poco que se llevan
en los últimos tiempos, si es que alguna vez se llevaron. De la
facilidad con que nos fabricamos, en el acto, excusas útiles para
ignorarlos.
El estado del bienestar incluye eso, imagino.
El bienestar
personal a toda costa. El no sentirse responsable, o culpable, de nada.
Pero no siempre es así. A veces, el daño infligido a otros sigue
presente en nuestra memoria y nos acompaña hasta el final, obligándonos a
mirarlo cara a cara. No sé ustedes, pero en mi archivo personal tengo
algunos remordimientos, o estragos que tienen mucho que ver con ellos.
Fueron muchos años pisando caminos raros y cristales rotos. Y ninguna
supervivencia es impune, claro. Algunos, con eso, hacemos novelas. O
escribimos artículos como éste.
Era un niño cuando conocí al primer hombre con remordimientos.
Alguna
vez he dicho -hay días, maldición, en que me parece haberlo dicho casi
todo- que crecí entre marinos mercantes, escuchando sus historias de
singladuras, temporales y puertos.
O al menos las que mi madre les
permitía contar delante de una criatura. De todos ellos, incluso más que
los capitanes de petroleros amigos de mi padre, mi marino favorito fue
siempre mi tío Antonio, capitán de la Trasmediterránea.
Solía reunirse
con sus dos más queridos amigos, compañeros desde la escuela de Náutica,
con los que permaneció unido toda su vida, incluso cuando los tres ya
mandaban barcos.
Se llamaban Salvador y Ginés.
Yo era una especie de
sobrino honorario de todos ellos y me gustaban mucho las historias del
mar, así que era frecuente que me sentase en su compañía, escuchando
mientras fumaban paquetes enteros de Players, bebían café y vaciaban
botellas de whisky con etiquetas espectaculares al tiempo que hablaban
de amarres en Veracruz, guardias nocturnas en el estrecho de Malaca,
temporales en el Atlántico Norte o peleas en los bares de Rotterdam
.
Eran marinos de verdad.
Amos de su barco después de Dios, e incluso
antes. Marinos de toda la vida.
Salvador era flaco y moreno, muy afectuoso conmigo, y tenía una hija
pequeña de la que yo andaba enamoradísimo.
Durante la Segunda Guerra
Mundial, con apenas veinte años, Salvador había estado navegando como
alumno en un mercante que fue torpedeado en el Atlántico por un
submarino alemán.
Imaginen el efecto que eso me causaba, y la avidez con
que escuchaba el relato cuando la historia surgía de nuevo: el barco
navegando sin luces en la noche, la guardia en el puente, el
desconcierto tras el impacto del torpedo, los hombres saltando al agua
entre las llamas, los supervivientes amontonados en un bote y una balsa,
sucios de petróleo, temblando de frío, algunos de ellos heridos
. Y los
días que pasaron a la deriva, sin comida ni agua, hasta que tuvieron la
suerte de ser rescatados.
Era en ese punto donde la historia de Salvador se volvía aún más
dramática; y prueba de la impresión que me causó es lo perfectamente que
la recuerdo, cincuenta años después, en todos sus detalles.
Los
supervivientes, como digo, se hacinaban en un bote; y los que no cabían
en él, entre ellos varios hombres heridos, iban detrás, en una balsa de
madera unida al bote por un cabo.
Había una fuerte marejada, con mar que
rompía a veces, y los tirones del cabo de la balsa remolcada en la popa
del bote hacían que éste embarcase mucha agua, poniéndolo en peligro de
hundirse.
Se desató a bordo una violenta discusión entre los
partidarios de cortar el cabo y dejar la balsa a su suerte, y los que se
negaban a abandonar a los compañeros. Quedó la cosa en mantener la
balsa a remolque; pero, durante la noche, alguien del bote cortó el
cabo
. Los despertaron a todos las llamadas de angustia de los hombres
que quedaban atrás, a la deriva, gritando en la oscuridad.
Sus voces
apagándose poco a poco hasta que dejaron de oírse.
Y luego, sólo el
sonido de las olas, la negrura del mar y el silencio de los hombres
callados en el bote. Fueron rescatados tres días más tarde por un
destructor inglés; pero de la balsa y sus ocupantes, nunca más se supo.
Oí contar a Salvador tres o cuatro veces aquella historia, y recuerdo
muy bien su voz quebrándose al llegar a ese momento del relato.
Sus
silencios intermitentes y su modo de inclinar un poco la cabeza, mirando
con fijeza el cigarrillo que le humeaba entre los dedos o el contenido
de su vaso de whisky. «¡No nos dejéis aquí!», decía, recordando las
voces que se alejaban en la noche
. «¡No nos dejéis aquí!», insistía como
si aún escuchara aquellas palabras.
Y mientras las repetía una y otra
vez, se le llenaban los ojos de lágrimas.