La última herida sin identificar fue localizada por sus familiares tras 14 horas gracias a su alianza grabada.
“Finisterre, 2012”. En los bolsillos de Verónica Martínez Vázquez, de
39 años, en coma e ingresada en la UCI con la pelvis fracturada, el
tórax hundido, traumatismo craneal y una vértebra rota, no había pista
alguna de su identidad.
Ningún nombre, ninguna señal. Salvo su anillo de boda, que tampoco llevaba más inscripción que un topónimo de la Costa da Morte, Finisterre, y un año.
En las aulas 1 y 2 del Hospital Clínico de Santiago, habilitadas para atender a los familiares de los heridos en el accidente del Alvia, se repetían una y otra vez en alto los pocos detalles físicos que podrían valer para identificar a los cinco vivos sin nombre, inconscientes, que de madrugada todavía quedaban en el centro médico que acoge a los más graves.
Pero a esas horas la familia de Verónica no estaba allí, sino intentando contra viento y marea que alguien le diese alguna información en la estación de tren de A Coruña, donde esperaban la llegada de un tren de Madrid que desapareció de la pantalla repentinamente, sin explicaciones. Los padres de Verónica, Ángel y Lourdes, aguardaron estoicamente hasta las dos de la mañana en la terminal coruñesa, y aseguran que tuvieron que enterarse por la tele del teléfono al que podían llamar en busca de noticias.
“En la ventanilla de Renfe nadie nos decía nada. Había una ocultación tremenda”, relata el padre.
Hasta las 11 de la mañana del día siguiente, el hermano, después de un angustioso peregrinar por diversos centros, no encontró a Verónica.
Ayer, a las puertas de la UCI, con los ojos hinchados de tanto llorar, contaba que cuando al fin llegaron al hospital pudieron saber que la última persona que restaba por identificar era “una mujer, de entre 30 y 40 años, de 1,64 metros de estatura y un anillo grabado”.
A esa hora, el gabinete de prensa del Hospital había anunciado que el número de heridos cuyo nombre era una incógnita había al fin bajado de cinco a tres, y luego de tres a uno, a pesar de la dificultad porque, además de la ausencia total de documentación, había varios casos de personas con el rostro desfigurado.
Nadie en casa, salvo Verónica y su marido, residentes en Madrid, sabía qué palabras habían inscrito en sus anillos de boda de oro blanco.
Pero en el hospital repetían en alto “Finisterre, 2012”, y la pareja se había casado precisamente allí, el día de San Juan del año pasado.
Cuando al fin llegó junto a la camilla de su hermana, a la que ya daba por muerta, lloró durante horas sin consuelo.
Los heridos más graves, 33, cuatro de ellos niños, están en la primera planta del Clínico compostelano
. Allí se encuentran las unidades de cuidados intensivos y constantemente van entrando y saliendo de los quirófanos, en la misma planta, heridos graves del siniestro ferroviario que siguen siendo operados.
También es aquí donde reside la amargura
. Entre los familiares de aquellos que se salvaron pero están muy mal.
A la puerta del quirófano uno, con el brazo derecho enyesado y una venda en la cabeza, espera Cristóbal Vanyó
. De su casa, fue el que tuvo más suerte, porque dos de sus tías siguen ingresadas.
“Notamos cuando entramos en la curva; toda la gente se desplazaba a la derecha”, relata. “Luego todo el mundo empezó a gritar. Se levantó el vagón y volcó.
Yo perdí el conocimiento, pero luego lo recobré, y salí por mi propio pie, pero no sabía dónde estaba”. “Llamé a mi madre, le dije que había un tren volcado”, sigue.
“Ella me aclaró que yo estaba viajando con las tías a Santiago. Y entonces comprendí lo que había pasado”.
Salvador Díaz, técnico de ambulancia de 35 años, trabajó sin tregua en el accidente pese a saber que su sobrino y su suegra estaban heridos
. “De repente te ves allí solo con los policías y se te hace el horror.
Todo el mundo pidiendo auxilio a la vez. Quieres ayudarlos a todos, pero te desborda, te sientes impotente”. Llegó al lugar del accidente en el primer vehículo sanitario.
La zona aún no estaba acordonada y muchos vecinos habían bajado para tratar de sacar a los heridos y llevar mantas, colchas, agua…
En medio del caos, se acordó de que sus parientes llegaban casi a esa hora en tren desde Alicante.
Pero pensó que aún era pronto, las nueve menos cuarto, y que ellos llegaban a y media, que no podía ser el mismo tren. “Empezamos por el primer vagón que vimos, el que quedó elevado, a sacar gente
. Luego alguien dijo que había 12 o 13 vagones más”, cuenta.
Mientras trabajaba (“dantesco; muertos encima de vivos…”, describe) iba buscándolos. “
Entonces los vi en la vía. Me quedé parado dos o tres minutos. Fueron momentos de mucha angustia”, relata. Comprobó que no estaban graves y siguió con su tarea
. Ayer por la tarde esperaba para visitar a su suegra, aún ingresada tras una operación.
Su sobrino, con una herida en la cabeza que necesitó 15 puntos, ya estaba dado de alta.
María, de 32 años, no ha dormido desde que llegó al Clínico el miércoles por la noche. “Si cierro los ojos, me sobresalto”, relata su marido, T.G., que le da como excusa para no descansar.
“Lo que habrá visto”, dice. Tiene lagunas. “Pero contó algo”, dice su marido. “Se acuerda de que, estando aprisionada, un chico siempre estuvo junto a ella y no dejó de hablarle.
No sabemos quién era, pero le estamos muy agradecidos”, lo mismo que “al hospital”, y al periodista con el que compartió el taxi y no le dejó pagar, y a los vecinos que daban mantas y comida.
“Con una de esas mantas llegó mi mujer al hospital y yo la usé para taparme en la sala. Estaba helado.
La tengo en el coche. Querría devolvérsela a su dueño”.
“Acabamos de meter al quirófano al último herido” contaba ayer, hacia las seis y media de la tarde, el jefe de anestesia del Clínico, Julián Álvarez.
“Ayer nos llamaron compañeros de todas partes. Los que estaban de vacaciones volvieron; había el doble de personal que cualquier día festivo”. El Clínico tuvo 11 quirófanos trabajando simultáneamente apenas dos horas después del accidente.
David Manso, de 27 años, tuvo segundos para comprobar que la tragedia se le venía encima. En las pantallas del vagón figuraba la velocidad a la que iba el convoy: “201 por hora”. “Íbamos en el séptimo vagón y vimos cómo los de adelante iban descarrilando”, explica en la cama del hospital de Montecelo, en Pontevedra.
Tiene la cabeza vendada, 20 puntos de sutura, el brazo en cabestrillo y la palidez del superviviente, pero su relato es claro.
“Nuestro vagón cayó hacia un lado y mi novia y yo estábamos en el extremo. Tenía a dos señoras encima, todas las maletas, los asientos”.
Descalzo y con sus cinco dioptrías por ojo (los zapatos y las gafas volaron) pudo salir y ayudar.
Pudo llamar a casa, en Vilagarcía, por móvil:
“Hemos tenido un accidente, vamos a llegar un poco tarde”.
Más trabajo para localizar a sus padres tuvo José Luis, que llegó en un vuelo desde Mallorca.
Solo tras la enésima llamada recibió el aviso de que Dolores Ortiz y Fernando Morales, ambos octogenarios que volvían a Vilanova de Arousa de una boda, habían sobrevivido.
Su sobrina Rosalía cuenta que su abuela le explicó que quedó aprisionada entre el cuerpo de su marido y el de otra mujer, que le imploraba que la dejase salir mientras le tiraba desesperadamente del pelo. Solo lo lograron los bomberos con una sierra.
Veintiséis de estos milagros, los que salieron con apenas magulladuras, fueron llevados al hospital A Rosaleda (Santiago).
Allí está ingresada, con cortes y un derrame en el ojo, Ana, de 37 años, pasajera habitual de la línea de la catástrofe.
“En ese tren depende del conductor, a veces apuran más, pero nunca había salido tan rápido del túnel”, recuerda. “Repentinamente, todo se volvió un amasijo de hierros”.
Los padres de Victoria, de 18 años, que viajaba a Santiago para salir con sus amigas por las fiestas, relatan que “iba en el vagón cinco, uno de los peores”.
Después del accidente “se vio sola, rodeada de cadáveres, hasta que empezó a oír a gente pedir ayuda.
Un señor mayor la tranquilizó y rezaron juntos”.
Miguel, guardia civil, sacó a muchos fallecidos, “entre ellos dos niños, destrozados”.
“Esa imagen no se me va a olvidar, tendrían 6 o 7 años”, relata.
Ayer estaba en el hospital por una buena noticia, había nacido su sobrina, pero aún le temblaban las piernas por la noche entre raíles. “Una chica me gritaba: ‘¡Si me muero dile a Tito que le quiero!”.
Ningún nombre, ninguna señal. Salvo su anillo de boda, que tampoco llevaba más inscripción que un topónimo de la Costa da Morte, Finisterre, y un año.
En las aulas 1 y 2 del Hospital Clínico de Santiago, habilitadas para atender a los familiares de los heridos en el accidente del Alvia, se repetían una y otra vez en alto los pocos detalles físicos que podrían valer para identificar a los cinco vivos sin nombre, inconscientes, que de madrugada todavía quedaban en el centro médico que acoge a los más graves.
Pero a esas horas la familia de Verónica no estaba allí, sino intentando contra viento y marea que alguien le diese alguna información en la estación de tren de A Coruña, donde esperaban la llegada de un tren de Madrid que desapareció de la pantalla repentinamente, sin explicaciones. Los padres de Verónica, Ángel y Lourdes, aguardaron estoicamente hasta las dos de la mañana en la terminal coruñesa, y aseguran que tuvieron que enterarse por la tele del teléfono al que podían llamar en busca de noticias.
“En la ventanilla de Renfe nadie nos decía nada. Había una ocultación tremenda”, relata el padre.
Hasta las 11 de la mañana del día siguiente, el hermano, después de un angustioso peregrinar por diversos centros, no encontró a Verónica.
Ayer, a las puertas de la UCI, con los ojos hinchados de tanto llorar, contaba que cuando al fin llegaron al hospital pudieron saber que la última persona que restaba por identificar era “una mujer, de entre 30 y 40 años, de 1,64 metros de estatura y un anillo grabado”.
A esa hora, el gabinete de prensa del Hospital había anunciado que el número de heridos cuyo nombre era una incógnita había al fin bajado de cinco a tres, y luego de tres a uno, a pesar de la dificultad porque, además de la ausencia total de documentación, había varios casos de personas con el rostro desfigurado.
Nadie en casa, salvo Verónica y su marido, residentes en Madrid, sabía qué palabras habían inscrito en sus anillos de boda de oro blanco.
Pero en el hospital repetían en alto “Finisterre, 2012”, y la pareja se había casado precisamente allí, el día de San Juan del año pasado.
Cuando al fin llegó junto a la camilla de su hermana, a la que ya daba por muerta, lloró durante horas sin consuelo.
Los heridos más graves, 33, cuatro de ellos niños, están en la primera planta del Clínico compostelano
. Allí se encuentran las unidades de cuidados intensivos y constantemente van entrando y saliendo de los quirófanos, en la misma planta, heridos graves del siniestro ferroviario que siguen siendo operados.
También es aquí donde reside la amargura
. Entre los familiares de aquellos que se salvaron pero están muy mal.
A la puerta del quirófano uno, con el brazo derecho enyesado y una venda en la cabeza, espera Cristóbal Vanyó
. De su casa, fue el que tuvo más suerte, porque dos de sus tías siguen ingresadas.
“Notamos cuando entramos en la curva; toda la gente se desplazaba a la derecha”, relata. “Luego todo el mundo empezó a gritar. Se levantó el vagón y volcó.
Yo perdí el conocimiento, pero luego lo recobré, y salí por mi propio pie, pero no sabía dónde estaba”. “Llamé a mi madre, le dije que había un tren volcado”, sigue.
“Ella me aclaró que yo estaba viajando con las tías a Santiago. Y entonces comprendí lo que había pasado”.
Salvador Díaz, técnico de ambulancia de 35 años, trabajó sin tregua en el accidente pese a saber que su sobrino y su suegra estaban heridos
. “De repente te ves allí solo con los policías y se te hace el horror.
Todo el mundo pidiendo auxilio a la vez. Quieres ayudarlos a todos, pero te desborda, te sientes impotente”. Llegó al lugar del accidente en el primer vehículo sanitario.
La zona aún no estaba acordonada y muchos vecinos habían bajado para tratar de sacar a los heridos y llevar mantas, colchas, agua…
En medio del caos, se acordó de que sus parientes llegaban casi a esa hora en tren desde Alicante.
Pero pensó que aún era pronto, las nueve menos cuarto, y que ellos llegaban a y media, que no podía ser el mismo tren. “Empezamos por el primer vagón que vimos, el que quedó elevado, a sacar gente
. Luego alguien dijo que había 12 o 13 vagones más”, cuenta.
Mientras trabajaba (“dantesco; muertos encima de vivos…”, describe) iba buscándolos. “
Entonces los vi en la vía. Me quedé parado dos o tres minutos. Fueron momentos de mucha angustia”, relata. Comprobó que no estaban graves y siguió con su tarea
. Ayer por la tarde esperaba para visitar a su suegra, aún ingresada tras una operación.
Su sobrino, con una herida en la cabeza que necesitó 15 puntos, ya estaba dado de alta.
María, de 32 años, no ha dormido desde que llegó al Clínico el miércoles por la noche. “Si cierro los ojos, me sobresalto”, relata su marido, T.G., que le da como excusa para no descansar.
“Lo que habrá visto”, dice. Tiene lagunas. “Pero contó algo”, dice su marido. “Se acuerda de que, estando aprisionada, un chico siempre estuvo junto a ella y no dejó de hablarle.
No sabemos quién era, pero le estamos muy agradecidos”, lo mismo que “al hospital”, y al periodista con el que compartió el taxi y no le dejó pagar, y a los vecinos que daban mantas y comida.
“Con una de esas mantas llegó mi mujer al hospital y yo la usé para taparme en la sala. Estaba helado.
La tengo en el coche. Querría devolvérsela a su dueño”.
“Acabamos de meter al quirófano al último herido” contaba ayer, hacia las seis y media de la tarde, el jefe de anestesia del Clínico, Julián Álvarez.
“Ayer nos llamaron compañeros de todas partes. Los que estaban de vacaciones volvieron; había el doble de personal que cualquier día festivo”. El Clínico tuvo 11 quirófanos trabajando simultáneamente apenas dos horas después del accidente.
David Manso, de 27 años, tuvo segundos para comprobar que la tragedia se le venía encima. En las pantallas del vagón figuraba la velocidad a la que iba el convoy: “201 por hora”. “Íbamos en el séptimo vagón y vimos cómo los de adelante iban descarrilando”, explica en la cama del hospital de Montecelo, en Pontevedra.
Tiene la cabeza vendada, 20 puntos de sutura, el brazo en cabestrillo y la palidez del superviviente, pero su relato es claro.
“Nuestro vagón cayó hacia un lado y mi novia y yo estábamos en el extremo. Tenía a dos señoras encima, todas las maletas, los asientos”.
Descalzo y con sus cinco dioptrías por ojo (los zapatos y las gafas volaron) pudo salir y ayudar.
Pudo llamar a casa, en Vilagarcía, por móvil:
“Hemos tenido un accidente, vamos a llegar un poco tarde”.
Más trabajo para localizar a sus padres tuvo José Luis, que llegó en un vuelo desde Mallorca.
Solo tras la enésima llamada recibió el aviso de que Dolores Ortiz y Fernando Morales, ambos octogenarios que volvían a Vilanova de Arousa de una boda, habían sobrevivido.
Su sobrina Rosalía cuenta que su abuela le explicó que quedó aprisionada entre el cuerpo de su marido y el de otra mujer, que le imploraba que la dejase salir mientras le tiraba desesperadamente del pelo. Solo lo lograron los bomberos con una sierra.
Veintiséis de estos milagros, los que salieron con apenas magulladuras, fueron llevados al hospital A Rosaleda (Santiago).
Allí está ingresada, con cortes y un derrame en el ojo, Ana, de 37 años, pasajera habitual de la línea de la catástrofe.
“En ese tren depende del conductor, a veces apuran más, pero nunca había salido tan rápido del túnel”, recuerda. “Repentinamente, todo se volvió un amasijo de hierros”.
Los padres de Victoria, de 18 años, que viajaba a Santiago para salir con sus amigas por las fiestas, relatan que “iba en el vagón cinco, uno de los peores”.
Después del accidente “se vio sola, rodeada de cadáveres, hasta que empezó a oír a gente pedir ayuda.
Un señor mayor la tranquilizó y rezaron juntos”.
Miguel, guardia civil, sacó a muchos fallecidos, “entre ellos dos niños, destrozados”.
“Esa imagen no se me va a olvidar, tendrían 6 o 7 años”, relata.
Ayer estaba en el hospital por una buena noticia, había nacido su sobrina, pero aún le temblaban las piernas por la noche entre raíles. “Una chica me gritaba: ‘¡Si me muero dile a Tito que le quiero!”.
Información elaborada por V. Honorato, N. Junquera, S. R. Pontevedra y E. Sevillano.
Bueno ante esto es que no solo dios sigue durmiendo sino los santos.