Un Blues

Un Blues
Del material conque están hechos los sueños

20 may 2013

Leonardo DiCaprio, el último Gatsby

Ha crecido en el cine a la vista de todos, y eso no es precisamente cómodo. Pero ha logrado convertirse en el gran actor que quería ser desde niño

Su buena estrella regresa en una de las películas más esperadas del año, dando vida a Jay Gatsby, el protagonista del clásico literario de Francis Scott Fitzgerald.

Escena de ‘El gran Gatsby’, ambientada en el Nueva York de los años veinte. / BAZMARK FILM III PTY LIMITED

A Baz Luhrmann le gusta recordar al chaval de 18 años que era Leonardo DiCaprio cuando protagonizó Romeo y Julieta y compararlo con el hombre en el que se ha convertido ahora, 20 años más tarde.
  Alguien que es bueno “porque disfruta con lo que hace”, ha dicho Clint Eastwood en varias ocasiones. Alguien capaz de dejar a Martin Scorsese sin palabras “porque no las hay” para describir lo que ocurre cuando actúa, “la profundidad psicológica y emocional a la que está dispuesto a ir y va”.
 Y es difícil dejar mudo al director de El aviador, Gangs of New York o Infiltrados, algunas de las cintas rodadas con el que se ha convertido en una de sus musas. Luhrmann tampoco se anda con reservas: “Conocí a un chaval con talento y ahora es un hombre en control.
 Un gran actor. Y no hemos visto ni la mitad de lo que es capaz de hacer”.
DiCaprio no necesita los halagos. 
Él será eternamente “rey del mundo” en la proa del Titanic
. Lo sabe. Sentado con las piernas cruzadas, el tobillo encima de la rodilla, la chaqueta Armani a la espalda y el gesto altivo, es un hombre de pocos movimientos, pero de los que miran a la cara cuando habla.
Lo único que le pido a una película es que me ofrezca un personaje de peso

. De otro modo, como actor, es aburrido"
Siempre quiso ser tomado en serio
. Su conversación, llena de esdrújulas y nociones de altos vuelos que medita antes de abrir la boca, parece querer dejar claro que es más que una cara bonita.
 Nunca le gustó esta parte de su trabajo, la de hablar con la prensa. 
 Prefiere volver una y otra vez a su obra para mantener su verdadero yo fuera de cámara, en la oscuridad, como le recomendaron en sus comienzos.
 Pero hoy está sentado en el hotel Plaza de Nueva York, con Luhrmann, el director y el amigo, de nuevo a su lado, y con Tobey Maguire, junto al que empezó en esta industria y con quien trabaja por primera vez en la misma película, en la habitación contigua.
 Parece que está dispuesto a bajar la guardia. 
Los tres unidos para dar vida a la esperada adaptación de El gran Gatsby, la nueva adaptación cinematográfica del clásico literario de F. Scott Fitzgerald que se ha estrenado este viernes en España.
“Es uno de los personajes mejor escritos y más atractivos que he leído nunca”, sopesa el actor. 
Una obra que leyó como deberes de instituto cuando era adolescente, y que entonces no apreció en detalle. Da una calada al cigarrillo electrónico que le ayuda a combatir un vicio que le acompaña desde joven y reflexiona:
 “Nunca antes me di cuenta de la gran tragedia que se esconde detrás de esta historia de amor, una persona obsesionada con Daisy Buchanan, que es su pasado, alguien a quien necesita poseer para convertirse en ese hombre triunfador, hecho a sí mismo, que siempre soñó ser”.
Luhrmann describe El gran Gatsby como “el Hamlet americano”, donde Leo es su príncipe de Dinamarca, el único que podía hacerlo. DiCaprio ve en el personaje una figura fuerte, estoica, en control, “ese hombre rodeado de misterios que se los gana a todos”.
 Las descripciones del personaje le pegan a él, carne de prensa del corazón gracias a su éxito y a la galería de modelos y bellezas de su historial sentimental, desde Erin Heatherton a Blake Lively, Bar Refaeli o Gisele Bundchen
. De él se sabe poco, tiene aplomo y maneja la situación. Siempre se mantiene en control.
 Como recordaba un ejecutivo de los estudios Warner, productores de El gran Gatsby, no hay proyecto de DiCaprio que no vea la luz.
Desde ‘Titanic’, su filmografía no ha incluido un galán. Hasta ahora. “No eres la primera que me pregunta por qué no interpreto historias románticas o por qué me niego a hacer de galán, y no hay nada de eso”, se rebela.
 “Con la mano en el corazón: si no lo he hecho antes es porque lo único que le pido a una película es que me ofrezca un personaje de peso. De otro modo, como actor, es aburrido. Jay Gatsby tiene todos los elementos”.
De él se sabe poco. Tiene aplomo y control
. Como recordaba un ejecutivo de los estudios Warner, “no hay proyecto de DiCaprio que no vea la luz”
Su mirada intensa, mitad altiva, mitad angelical, hace difícil no creerle. 
Además, con El gran Gatsby se le ve dispuesto a todo, incluso se ha entregado a la prensa en ese circo cinematográfico que es Cannes, donde se presentaron el 15 de mayo.
 De nuevo echa mano de su cigarro electrónico y acompaña sus palabras con un suspiro y una media sonrisa. Ya ha estado en Cannes y sabe de lo que habla: “Es el vivo retrato de La dolce vita. 
 Toda la ciudad se convierte en una gran alfombra roja”.
Está bien acompañado en el proyecto: “No me habría aventurado de no contar con esos increíbles aliados que tengo en Baz y en Tobey.
 Somos como familia, capaces de construir entre nosotros ese pacto de compromiso que nos permitió ser honestos en todo momento y volcarnos en descubrir todo lo que Fitzgerald trató de mostrarnos con sus palabras”, asegura. Desde la otra habitación, Maguire le toma el pelo: 
“Se empeña en hablar de pacto, de contrato. Yo le llamo ser amigos”.
Algo más que El gran Gatsby ha llevado a DiCaprio a zambullirse en el proyecto de narrar en imágenes lo que Fitzgerald hizo en papel.
 Mostrar los excesos de la sociedad americana de los años veinte es también válido ahora. Inevitable compararlo con la opulencia de Hollywood, sus fiestas, su brillo, su glamour. “Mi vida es muy diferente”, afirma DiCaprio. “Gatsby ha perdido todo contacto con la realidad.
 Lo que ha creado a su alrededor son grandes fiestas a las que todos quieren ser invitados, pero nadie acude a su funeral después del escándalo. 
Yo crecí rodeado de mi familia y de grandes amigos que han estado conmigo toda la vida.
 Pero sí me identifico con la ambición, con el soñador que hay en Gatsby, con quien trabaja incansablemente para convertirse en ese gran hombre que quiso ser desde niño”.
DiCaprio habla de corazón cuando se refiere a sus amigos, ese grupo en su día bautizado como el “Pussy Posse” y que además de Maguire incluye a Lukas Hass o a Kevin Connolly, gente de la que no se ha separado desde la década de los noventa, cuando un exultante DiCaprio cambiaba su billete de primera para ir a Australia a rodar Romeo y Julieta por varios billetes de sencillos mortales y poder así volar con su séquito. 
“No estuve en esa ocasión, pero me acuerdo de la hazaña”, añade Maguire con sonrisa pícara.
Los lazos siguen aunque los tiempos cambien. Ahora las aventuras adolescentes dejan paso a comportamientos más adultos. DiCaprio sigue soltero y sin hijos, pero fue testigo de la boda de Kate Winslet, ayudó a llevar el féretro de la madre de Connolly y es padrino de los vástagos de Tobey. “Y uno de los buenos”, añade Maguire.
Me identifico con el soñador que hay en ‘Gatsby’, quien trabaja incansable para convertirse en lo que quiso ser desde niño”
Los cuarenta se vislumbran en el horizonte y su sombra le asusta como a cualquier otro. 
“¡Me quedan dos años y me voy a agarrar a ellos como pueda!”, dice defendiendo lo que le queda de treintena.
 “La verdad es que ahora me siento más cómodo de lo que me he sentido nunca”, añade más serio. “Supongo que pasa con la edad, ¿no? He crecido en esta industria.
 Llevo actuando desde que tenía 13 años. ¡Desde que conozco a Tobey!
 He crecido en la pantalla y a la vista de todos. No es especialmente agradable. Pero ahora estoy por fin en ese momento en el que me doy cuenta del gran viaje que ha sido mi vida, capaz de hacer realidad mis sueños de juventud, de cuando vivía en Hollywood y soñaba con actuar, con poner el pie en la puerta. No acababa de sentirme parte hasta que, como dice mi madre, me tocó la lotería. 
No fue un accidente, porque siempre quise ser actor, pero tuve la suerte de hacer Vida de este chico y ¿A quién ama Gilbert Grape? en lugar de una de estas grandes franquicias juveniles de Disney”.
Leo insiste en que lleva una vida normal. No le gustan las fiestas, más allá de juntarse con sus amigos a decir tonterías; ni la moda, a excepción de las chaquetas, por las que siente debilidad.
 Es un lector infatigable y le interesan los deportes, pero desde las gradas, aunque practica submarinismo porque ahí se aísla de todo y de todos.
 Y básicamente le seduce el cine, cuando trabaja (con El gran Gatsby son tres las películas rodadas en dos años junto a Django desencadenado y The Wolf of Wall Street) y cuando no lo hace. En esos periodos se vuelca en su labor altruista en defensa del medio ambiente.
 “Ten un ojo puesto en la subasta de Christie’s de la que espero la mayor recaudación de fondos para la defensa de la naturaleza gracias a las donaciones de 33 artistas contemporáneos”, me ofrece como pista de su última labor en este campo.
Un optimista, como Gatsby, dentro o fuera de Hollywood.
 Pero con los pies en la tierra. “Por supuesto que en ocasiones me siento desencantado con la industria. O superado por el mundo en que vivimos. Nos pasa a todos, ¿no? 
Pero cuando digo que me siento más cómodo de lo que me he sentido nunca, lo digo en serio. Tendrá que ver con la edad. O con la experiencia. Pero lo digo con toda honestidad.
 De veras”. Sus ojos siguen chispeando.
Tiene unos preciosos ojos azules, es el relevo masculino de actor, se lo rifan los buenos directores y él es sabio y actúa porque no solo fue un Mascarón de Proa en El Titacnic un muchacho que vieron con amor muchas jóvenes, pero a parte quedaba la duda si se congelaría o no en aquellos Hielos.
Fue creciendo en años y sabiduría y sus películas profundas como la Máscara de Hierro  dónde me di cuenta que era un gran actor. Muy buen actor.
Lo dejó claro en un peculiar Romeo y Juliet, 
En La Playa me despistó no me acababa de gustar pero bueno, se llenaba de público femenino y masculino por aquellas plantas que igual hacian que fuera más soporifera.
Trabaja con los mejores aunque el Director del Gran Gatsby estropeara la Película pero a ël NO.

 

Periodismo a golpe de verso

Llega a las librerías la poesía de la ácida escritora y guionista estadounidense Dorothy Parker Esta faceta de su obra permanecía inédita en español.

La escritora Dorothy Parker, en 1935. / Hulton Archive

Que nadie lo dude, detrás de la afilada lengua de Dorothy Parker se agazapaba una mujer en exceso sentimental y romántica.
 A fin de cuentas, su (siempre a mano) arsenal de dardos tenían una diana favorita: ella misma.
 La maestra del relato corto, mordaz crítica de teatro y libros, dramaturga y cronista inmisericorde de una época que se precipitó al vacío de la Gran Depresión, también cultivó, y mucho, la llamada “poesía ligera” o “poesía flapper”, en referencia a las liberadas chicas de la era del jazz.
Publicada hasta 1944 en libros y revistas como The New Yorker, Vanity Fair y Vogue, la obra poética dispersa de Parker se reunió por primera vez en un libro en 1996 y después, en otro revisado y ampliado, en 2009
. Es esta última edición la que ahora llega a España, donde su poesía no se había traducido hasta la fecha.
Los poemas perdidos (Nórdica), con traducción de Guillermo López Gallego y Cecilia Ross e introducción de Stuart Y. Silverstein, nos ofrece el perfil menos popular de la autora de Una rubia imponente. “Se trata de poesía periodística, de actualidad, un género bastante peculiar”, apunta Diego Moreno, editor del volumen.
 “Cuando sacamos hace un mes una versión ilustrada de Una rubia imponente, que por cierto está siendo un éxito de ventas, decidimos que fuese acompañado por el lado menos conocido de la escritora”.
Parker publicó durante años sus poemas en decenas de revistas en las que colaboraba.
 Estas islas en verso remiten a personajes de la época, a modas y figuras populares y, es obvio, a ella misma. “Después del primer intento de suicidio, Dorothy se perfumaba con nardo de vez en cuando, por ser lo que los sepultureros usaban tradicionalmente con los cadáveres.
 Su poesía también adoptó un tono menos despreocupado y de actualidad”, apunta Silverstein.
Practicaba un género de actualidad bastante peculiar”, explica el editor
En su documentada introducción recuerda cómo a partir de aquel momento la vida de Parker se convirtió en un rosario de amantes y en un desastre doméstico, la escritora —“alguien dijo que se comía el bacón crudo porque no sabía freírlo”—, se gastaba el dinero (que jamás le preocupó demasiado) en ropa, tabaco, alcohol, perfumes y sombreros. Una columnista de la época, que firmaba Elspeth, la retó con un poema por celos profesionales. Parker, recuerda Silverstein, pasaba uno de sus peores momentos
. Desde las cuevas de la depresión respondió a su colega: “Señora, he leído su verso sobre mí… Ese en el que escribe ‘¡Cómo me gustaría encontrarme con esa persona a solas una noche de ébano!’.
 Aunque sus deseos de herir fueran escasos, hizo usted lo que mejor supo: Verá, alguien, cuando mi corazón estaba frágil, me dirigió esas mismas palabras.
Señora, acepte mis humildes saludos; acepte mi gratitud; pero permítame decir que si no fuera por los encuentros a media noche, hoy podría andar erguida”.
Como tantos escritores que sufrieron la resaca de la Gran Depresión, Parker viajó a Hollywood con su segundo marido para escribir guiones.
 La aventura en la Costa Oeste acabó —entre idas y venidas de la pareja— cuando el Comité de Actividades Antiamericanas acusó a la escritora de peligrosa comunista. Parker volvió a Nueva York para dedicarse al teatro. De la poesía, ni rastro
. En Los poemas perdidos la última huella está en su colección de Canciones del odio:
 “Odio a las esposas, las tiene demasiada gente…”; “Odio a los maridos, reducen mis posibilidades…”; “Odio a los universitarios, me tocan los pies…”; “Odio al despacho, se entromete en mi vida personal”; “Odio a los pesados, me quitan la alegría de vivir…”; “Odio a los jóvenes, me dan arteriosclerosis…”.
Como tantos contrasentidos de su intensa vida, la tristeza impregna los mejores pasajes de una escritora conocida por su sagaz humor; que se confesaba vaga, pero, incapaz de hacer mal su trabajo, se volvía obsesiva y perfeccionista; que despertaba la atracción de los hombres, pero luego estaba imposibilitada para retenerlos (como deseaba); que calculó mal sus fuerzas frente a las drogas y el alcohol.
Cuentan que cuando ya mayor y enferma la ingresaron en un hospital el médico le advirtió de que si seguía bebiendo moriría en un mes. Parker respondió: “Promesas, promesas”.
 Tardó aún unos años en morir, en 1967, en la habitación de un hotel y de un ataque al corazón.
Llegados a este punto, se suele echar mano de su famoso epitafio (“Disculpen el polvo”) en la Asociación Nacional para el Desarrollo de las Personas de Raza Negra (NAACP), sus herederos y donde yacen sus restos.
 Lo que pocos suelen recordar es que las cenizas de Dorothy Parker permanecieron olvidadas en la oficina de sus abogados durante 21 años sin que nadie las reclamara.
Seguro que la ingeniosa escritora le hubiera sacado punta al asunto, pero sinceramente, maldita la gracia.

 

19 may 2013

La envidia y el síndrome de Solomon


En 1951, el reconocido psicólogo estadounidense Solomon Asch fue a un instituto para realizar una prueba de visión. Al menos eso es lo que les dijo a los 123 jóvenes voluntarios que participaron –sin saberlo– en un experimento sobre la conducta humana en un entorno social. El experimento era muy simple. En una clase de un colegio se juntó a un grupo de siete alumnos, los cuales estaban compinchados con Asch. Mientras, un octavo estudiante entraba en la sala creyendo que el resto de chavales participaban en la misma prueba de visión que él.
Haciéndose pasar por oculista, Asch les mostraba tres líneas verticales de diferentes longitudes, dibujadas junto a una cuarta línea. De izquierda a derecha, la primera y la cuarta medían exactamente lo mismo. Entonces Asch les pedía que dijesen en voz alta cuál de entre las tres líneas verticales era igual a la otra dibujada justo al lado. Y lo organizaba de tal manera que el alumno que hacía de cobaya del experimento siempre respondiera en último lugar, habiendo escuchado la opinión del resto de compañeros.
La conformidad es el proceso por medio del cual los miembros de un grupo social cambian sus pensamientos, decisiones y comportamientos para encajar con la opinión de la mayoría”
(Solomon Asch)
La respuesta era tan obvia y sencilla que apenas había lugar para el error. Sin embargo, los siete estudiantes compinchados con Asch respondían uno a uno la misma respuesta incorrecta. Para disimular un poco, se ponían de acuerdo para que uno o dos dieran otra contestación, también errónea. Este ejercicio se repitió 18 veces por cada uno de los 123 voluntarios que participaron en el experimento. A todos ellos se les hizo comparar las mismas cuatro líneas verticales, puestas en distinto orden.
Cabe señalar que solo un 25% de los participantes mantuvo su criterio todas las veces que les pre­­guntaron; el resto se dejó influir y arrastrar al menos en una ocasión por la visión de los demás. Tanto es así, que los alumnos cobayas respondieron incorrectamente más de un tercio de las veces para no ir en contra de la mayoría. Una vez finalizado el experimento, los 123 alumnos voluntarios reconocieron que “distinguían perfectamente qué línea era la correcta, pero que no lo habían dicho en voz alta por miedo a equivocarse, al ridículo o a ser el elemento discordante del grupo”.
A día de hoy, este estudio sigue fascinando a las nuevas generaciones de investigadores de la conducta humana. La conclusión es unánime: estamos mucho más condicionados de lo que creemos. Para muchos, la presión de la sociedad sigue siendo un obstáculo insalvable. El propio Asch se sorprendió al ver lo mucho que se equivocaba al afirmar que los seres humanos somos libres para decidir nuestro propio camino en la vida.

La luz de Nelson Mandela

ILUSTRACIÓN DE JOSÉ LUIS ÁGREDA
Después de 27 años en la cárcel y ser elegido en 1994 presidente electo de Sudáfrica, Nelson Mandela compartió con el mundo entero uno de sus poemas favoritos, escrito por Marianne Williamson: “Nuestro temor más profundo no es que seamos inadecuados. Nuestro temor más profundo es que somos excesivamente poderosos. Es nuestra luz, y no nuestra oscuridad, la que nos atemoriza. Nos preguntamos: ¿quién soy yo para ser brillante, magnífico, talentoso y fabuloso? En realidad, ¿quién eres para no serlo? Infravalorándote no ayudas al mundo. No hay nada de instructivo en encogerse para que otras personas no se sientan inseguras cerca de ti. Esta grandeza de espíritu no se encuentra solo en algunos de nosotros; está en todos. Y al permitir que brille nuestra propia luz, de forma tácita estamos dando a los demás permiso para hacer lo mismo. Al liberarnos de nuestro propio miedo, automáticamente nuestra presencia libera a otros”.
Más allá de este famoso experimento, en la jerga del desarrollo personal se dice que padecemos el síndrome de Solomon cuando tomamos decisiones o adoptamos comportamientos para evitar sobresalir, destacar o brillar en un grupo social determinado. Y también cuando nos boicoteamos para no salir del camino trillado por el que transita la mayoría. De forma inconsciente, muchos tememos llamar la atención en exceso –e incluso triunfar– por miedo a que nuestras virtudes y nuestros logros ofendan a los demás. Esta es la razón por la que en general sentimos un pánico atroz a hablar en público. No en vano, por unos instantes nos convertimos en el centro de atención. Y al exponernos abiertamente, quedamos a merced de lo que la gente pueda pensar de nosotros, dejándonos en una posición de vulnerabilidad.
El síndrome de Solomon pone de manifiesto el lado oscuro de nuestra condición humana. Por una parte, revela nuestra falta de autoestima y de confianza en nosotros mismos, creyendo que nuestro valor como personas depende de lo mucho o lo poco que la gente nos valore. Y por otra, constata una verdad incómoda: que seguimos formando parte de una sociedad en la que se tiende a condenar el talento y el éxito ajenos. Aunque nadie hable de ello, en un plano más profundo está mal visto que nos vayan bien las cosas. Y más ahora, en plena crisis económica, con la precaria situación que padecen millones de ciudadanos.
Detrás de este tipo de conductas se esconde un virus tan escurridizo como letal, que no solo nos enferma, sino que paraliza el progreso de la sociedad: la envidia. La Real Academia Española define esta emoción como “deseo de algo que no se posee”, lo que provoca “tristeza o desdicha al observar el bien ajeno”. La envidia surge cuando nos comparamos con otra persona y concluimos que tiene algo que nosotros anhelamos. Es decir, que nos lleva a poner el foco en nuestras carencias, las cuales se acentúan en la medida en que pensamos en ellas. Así es como se crea el complejo de inferioridad; de pronto sentimos que somos menos porque otros tienen más.
“Ladran, luego cabalgamos”
(dicho popular)
Bajo el embrujo de la envidia somos incapaces de alegrarnos de las alegrías ajenas. De forma casi inevitable, estas actúan como un espejo donde solemos ver reflejadas nuestras propias frustraciones. Sin embargo, reconocer nuestro complejo de inferioridad es tan doloroso, que necesitamos canalizar nuestra insatisfacción juzgando a la persona que ha conseguido eso que envidiamos. Solo hace falta un poco de imaginación para encontrar motivos para criticar a alguien.
El primer paso para superar el complejo de Solomon consiste en comprender la futilidad de perturbarnos por lo que opine la gente de nosotros. Si lo pensamos detenidamente, tememos destacar por miedo a lo que ciertas personas –movidas por la desazón que les genera su complejo de inferioridad– puedan decir de nosotros para compensar sus carencias y sentirse mejor consigo mismas.
¿Y qué hay de la envidia? ¿Cómo se trasciende? Muy simple: dejando de demonizar el éxito ajeno para comenzar a admirar y aprender de las cualidades y las fortalezas que han permitido a otros alcanzar sus sueños. Si bien lo que codiciamos nos destruye, lo que admiramos nos construye. Esencialmente porque aquello que admiramos en los demás empezamos a cultivarlo en nuestro interior. Por ello, la envidia es un maestro que nos revela los dones y talentos innatos que todavía tenemos por desarrollar. En vez de luchar contra lo externo, utilicémosla para construirnos por dentro. Y en el momento en que superemos colectivamente el complejo de Solomon, posibilitaremos que cada uno aporte –de forma individual– lo mejor de sí mismo a la sociedad.

‘Follies’ Juan Cruz

Ahora estamos en el tiempo de la silla carcomida y en la dictadura de los lugares comunes

 

Fernando Arrabal fundó el teatro pánico, con Feliciano Fidalgo, entre otros, partiendo de una frase que construyó mientras miraba dos libros:
“El porvenir actúa en golpes de teatro”.
Así es, todo es teatro, y el porvenir, también; son golpes de teatro los que nos van conduciendo a lo que somos y a lo que no hubiéramos querido ser. Azar o mariposa
. Tocas una tecla en Wall Street y se derrumba Europa, o tocas una tecla en Bruselas y África se muere de sed, o de hambre. O se mueren de sed, o de hambre, España y Portugal. Todo es teatro, puesto que somos representación, caras, gestos que se van acomodando hasta que resultan el retrato de los seres humanos y, finalmente, de los países.
Todo es teatro, y todo es drama.
Este país está ahora triste, envuelto en la atmósfera de su propio derrumbamiento.
 Y, en medio del desastre, nadie levanta una voz de ánimo, un gesto samaritano, algo que alce del suelo al menesteroso y a aquel que ya ni siquiera tiene menester.
 En el ámbito institucional, al líder de la oposición lo acribillan cuando no dice nada y cuando dice; al presidente del Gobierno se la tienen jurada (también) los suyos, que ahora ya no le perdonan que tienda una mano hacia la región díscola.
Hay un cuadro del pintor José Hernández que está en la portada de Casi un objeto, el libro de cuentos de José Saramago
. Ahí contaba el Nobel portugués cómo se iba cayendo el régimen de Salazar, y la metáfora era una silla carcomida, como la que pintó Hernández. Ahora miras alrededor, a los pueblos, a las capitales y a las caras, y ves que la palidez carcome el edificio personal, la calle y sus viandantes.
 Está pálido este país. Auxilio.
Ahora estamos en el tiempo de la silla carcomida, con la ventaja de que no estamos en una dictadura. O sí: estamos en la dictadura de los lugares comunes. Al jefe de la oposición, por ejemplo, no le dejan decir ni lo mínimo porque tiene problemas dentro de su partido (los que tiene y los que le inventan para que los tenga). Presenta su proyecto para atajar el paro y le dicen: “Eh, oiga, usted dedíquese a arreglar su partido”. Es como el negro de la canción: siempre lo matan. El tiempo de las comparaciones para que nadie alce la voz: ¡pues miren cómo lo hacían los otros! Parálisis facial. Palidez. Un país en el que se espera que al otro le vaya peor. Sillas carcomidas.
En medio de estos azares, el jurado de los Max galardonó otra buena metáfora de este tiempo de sillas carcomidas y de lugares comunes y de tragedias que no dejan crecer la hierba.
 La obra es Follies, última que dirigió (e interpretó) Mario Gas en el teatro Español antes de ser relevado del cargo. En esa representación se marca el fin de un teatro, como si fuera un país; se reúnen los viejos protagonistas de su escenario, cantan, beben, celebran el pasado, procuran que la caída a la que los ha precipitado el azar no impida la alegría de haber vivido. Lindo haberlo vivido para poderlo cantar, que cantaba Jorge Cafrune. Ahí, en Follies, se cantaba. Ahora se susurra sobre la silla carcomida. Viva Follies.
Ah, una nota de disculpa: se entendió que en mi columna anterior decía que Todo cambia es una canción de Mercedes Sosa. La canta. Es del chileno Julio Numhauser, represaliado por Pinochet.
jcruz@elpais.es
Si juan muy bien odo pero Maruja Torres se ha tenido que ir la seguía desde que estaba en la Uniersidad....Así el Pais va a decaer, y luego por otro lado tienes  o el Periódico a los enchufados que jamas son críticos, hablan de arboles de rios de armarios y no s eso Juan, no es eso.