La generación del gato
María tiene 56 años y está haciendo, casi sin quererlo, un
balance de su vida.
Su corazón late fuerte y rítmico gracias a los stents que le implantaron hace unos meses
. Y su corazón empieza a decirle que la engañaron. Se lo dice bajito y ella finge que no le oye, pero la negación tiene un límite.
Se acuerda de Doña Rosa, su maestra de la escuela, que se empeñó en que la niña tenía que estudiar, que no podía quedarse en el pueblo toda la vida haciendo remiendos en la ropa de labranza.
Y consiguió que se obrara el milagro
. Su madre permitió que se dedicara a los libros en lugar de ayudarla con todas las labores que supone una casa con un marido y dos hijos.
Renunció a dos manos que estaban obligadas, desde entonces a labrar no la tierra, sino un futuro.
María terminó el Bachillerato libre y se matriculó en enfermería.
También dejó de vivir bajo el techo de sus padres, toda una revolución.
De todos sus primos y primas fue la única en conseguir un título universitario.
Tenía 21 años cuando firmó su primer contrato, y desde entonces no ha dejado de trabajar.
Y aunque ahora tiene que ponerse las gafas para pinchar un análisis lo hace con una suavidad angelical.
Ella siempre ha estado convencida de que era una mujer moderna, liberada, de las primeras generaciones en conseguir igualdad de oportunidades.
Pero los susurros del corazón están empeñados en desmentir sus convicciones.
Su corazón late fuerte y rítmico gracias a los stents que le implantaron hace unos meses
. Y su corazón empieza a decirle que la engañaron. Se lo dice bajito y ella finge que no le oye, pero la negación tiene un límite.
Se acuerda de Doña Rosa, su maestra de la escuela, que se empeñó en que la niña tenía que estudiar, que no podía quedarse en el pueblo toda la vida haciendo remiendos en la ropa de labranza.
Y consiguió que se obrara el milagro
. Su madre permitió que se dedicara a los libros en lugar de ayudarla con todas las labores que supone una casa con un marido y dos hijos.
Renunció a dos manos que estaban obligadas, desde entonces a labrar no la tierra, sino un futuro.
María terminó el Bachillerato libre y se matriculó en enfermería.
También dejó de vivir bajo el techo de sus padres, toda una revolución.
De todos sus primos y primas fue la única en conseguir un título universitario.
Tenía 21 años cuando firmó su primer contrato, y desde entonces no ha dejado de trabajar.
Y aunque ahora tiene que ponerse las gafas para pinchar un análisis lo hace con una suavidad angelical.
Ella siempre ha estado convencida de que era una mujer moderna, liberada, de las primeras generaciones en conseguir igualdad de oportunidades.
Pero los susurros del corazón están empeñados en desmentir sus convicciones.
Se casó con 26 años y con 27 tuvo a su primogénita.
Antes de cumplir los 30 llegó el segundo, un rabo de lagartija que no paraba de darle disgustos –quizá por eso le quiera tanto-.
Cuando María volvía a casa después del trabajo tenía que hacerse cargo de los dos, ir a la compra con ellos, hacerles la cena, intentar mantener la limpieza sin apartar los ojos de los pequeños.
Su marido mientras, estaba trabajando.
Poniendo en la balanza de la generación de su madre y la suya las mujeres habían operado un salto cualitativo; de la de su padre a la de su marido todo seguía igual: la obligación del hombre es traer el pan a casa, y punto
. Nada de planchar, o quitar el polvo, nada de ir a la compra.
Como mucho llevarse a los niños de paseo… si tenía tiempo.
Y esto es lo que su corazón le susurra y ella no quiere oír:
“Os engañaron, os dieron gato por liebre”.
Y María sabe que es así.
Que su liberación terminó siendo una doble carga para mujeres como ella, mujeres que han soportado sobre sus espaldas el mundo entero, que salían de trabajar y cambiaban el uniforme por el delantal.
Esclavas de todo y de todos, tan llenas de coraje como de amor.
Cuando sus hijos crecieron tampoco llegó la libertad.
Pero, ¿por qué no puedo ir al pueblo? Porque tú sola ya no puedes manejarte
. Esa conversación se repitió durante años en bucle, una y otra vez, siempre la misma pregunta, siempre la misma respuesta, una sentada frente a la otra
. El Alzhéimer apresó a su madre y ella, como hija –hija con ‘a’, en femenino, debía de hacerse cargo de ella.
Siempre había sido así. Sus hermanos le hacían el favor de echarle una mano, eso pensaban ellos, como si aquella mujer que hurgaba con el dedo en el sofá no fuera madre de ellos también.
Cuando su madre murió su corazón ya se agrietó un poco
. Después de toda una vida entregada a los demás ya no tenía a quien dedicarse. Sus padres no estaban y sus hijos tampoco, cada uno buscando su sitio fuera del nido.
Quitar las manchas de las camisas de su marido no llenaba una tarde entera.
Se sintió perdida, con una enorme cantidad de tiempo que no sabía como gestionar.
Y el corazón, como diría Sabina, cansado de latir (casi siempre por los demás) se quebró.
Ahora María va a yoga dos días por semana, los otros dos va a clases de inglés y los fines de semana sale a caminar.
Ahora incluso, lee libros.
No es que no tenga preocupaciones: teme por quedarse sin pensión después de casi 40 años cotizados, teme por el futuro de sus hijos, tan en precario como una casa de naipes, teme la vejez, porque las manos, que no engañan, empiezan a no ser las que eran.
A veces María mira a su hija y se convence de que su generación fue la del gato.
Pero la historia de la mujer es una historia de sacrificios: su madre renunció a su ayuda para darle un futuro mejor y ella tuvo que vivir esclavizada para que su hija se diera cuenta de que ese no era el camino. “Aprendemos de los errores”, se dice, mirándose en el espejo con la alfombra de yoga colgada al hombro antes de salir de casa.
Antes de cumplir los 30 llegó el segundo, un rabo de lagartija que no paraba de darle disgustos –quizá por eso le quiera tanto-.
Cuando María volvía a casa después del trabajo tenía que hacerse cargo de los dos, ir a la compra con ellos, hacerles la cena, intentar mantener la limpieza sin apartar los ojos de los pequeños.
Su marido mientras, estaba trabajando.
Poniendo en la balanza de la generación de su madre y la suya las mujeres habían operado un salto cualitativo; de la de su padre a la de su marido todo seguía igual: la obligación del hombre es traer el pan a casa, y punto
. Nada de planchar, o quitar el polvo, nada de ir a la compra.
Como mucho llevarse a los niños de paseo… si tenía tiempo.
Y esto es lo que su corazón le susurra y ella no quiere oír:
“Os engañaron, os dieron gato por liebre”.
Y María sabe que es así.
Que su liberación terminó siendo una doble carga para mujeres como ella, mujeres que han soportado sobre sus espaldas el mundo entero, que salían de trabajar y cambiaban el uniforme por el delantal.
Esclavas de todo y de todos, tan llenas de coraje como de amor.
Cuando sus hijos crecieron tampoco llegó la libertad.
Pero, ¿por qué no puedo ir al pueblo? Porque tú sola ya no puedes manejarte
. Esa conversación se repitió durante años en bucle, una y otra vez, siempre la misma pregunta, siempre la misma respuesta, una sentada frente a la otra
. El Alzhéimer apresó a su madre y ella, como hija –hija con ‘a’, en femenino, debía de hacerse cargo de ella.
Siempre había sido así. Sus hermanos le hacían el favor de echarle una mano, eso pensaban ellos, como si aquella mujer que hurgaba con el dedo en el sofá no fuera madre de ellos también.
Cuando su madre murió su corazón ya se agrietó un poco
. Después de toda una vida entregada a los demás ya no tenía a quien dedicarse. Sus padres no estaban y sus hijos tampoco, cada uno buscando su sitio fuera del nido.
Quitar las manchas de las camisas de su marido no llenaba una tarde entera.
Se sintió perdida, con una enorme cantidad de tiempo que no sabía como gestionar.
Y el corazón, como diría Sabina, cansado de latir (casi siempre por los demás) se quebró.
Ahora María va a yoga dos días por semana, los otros dos va a clases de inglés y los fines de semana sale a caminar.
Ahora incluso, lee libros.
No es que no tenga preocupaciones: teme por quedarse sin pensión después de casi 40 años cotizados, teme por el futuro de sus hijos, tan en precario como una casa de naipes, teme la vejez, porque las manos, que no engañan, empiezan a no ser las que eran.
A veces María mira a su hija y se convence de que su generación fue la del gato.
Pero la historia de la mujer es una historia de sacrificios: su madre renunció a su ayuda para darle un futuro mejor y ella tuvo que vivir esclavizada para que su hija se diera cuenta de que ese no era el camino. “Aprendemos de los errores”, se dice, mirándose en el espejo con la alfombra de yoga colgada al hombro antes de salir de casa.