Leonard Lauder (Nueva York, 1933), magnate de los cosméticos, gran
mecenas y dedicado coleccionista de arte, se mueve como un rey de la
comedia de los de antes.
Llega a la sala de Caixaforum donde se ha citado con la prensa, que le espera ansiosa por conocer los detalles de la histórica donación al Metropolitan de su asombrosa colección de 78 pinturas y esculturas cubistas, valorada en más de 839 millones de euros, saluda a la concurrencia, pide permiso para quitarse la chaqueta de raya diplomática y piropea a las mujeres para, acto seguido, disculparse.
“Tendrán que perdonarme, pero me he ganado siempre la vida gracias a su belleza”.
Es tan sabido que Leonard ha amasado una enorme fortuna cifrada en más de 6.000 millones “gracias a los lápices de labios” que bautizó su madre,
Estée, como que le ha sobrado el tiempo, desde su primera experiencia “a los 10 años” como “loco de los museos”, de erigirse en uno de los hombres más poderosos del mundo del arte, un circo donde no es el único Lauder en atraer los focos:
Ronald, su hermano, fue el famoso comprador de un klimt que en 2006 se convirtió en el cuadro más caro de la historia (pagó 106,8 millones de euros).
“Sobre aquella operación he de decir que en realidad no fue tanto dinero, pues formó parte de un intercambio con la casa Christie’s con motivo de una subasta de obras de la familia”, explicó ayer Leonard Lauder poco antes de dictar una divertida e ilustrativa conferencia introducida por Leopoldo Rodés y titulada Conservar, no poseer en el marco de un programa sobre grandes coleccionistas organizado por la Fundación Arte y Mecenazgo que impulsa “la Caixa”.
Mucho han cambiado las cosas desde esa compra. No digamos ya, desde los primeros tiempos del Whitney de Nueva York (museo en cuyo patronato ingresó en 1977 y del que ejerce como presidente emérito). En aquellos años, como rememoró ayer, era posible comprar un warhol “por 450 dólares” que “hoy está asegurado en 35 millones”. “Los cataríes y los ciudadanos de Abu Dabi [la familia real de Catar pulverizó recientemente todas marcas al adquirir un cézanne por 191 millones] son capaces de pagar cualquier suma por una obra en estos días. Por eso es tan importante convencer a los ciudadanos que son propietarios de joyas artísticas que estas deben acabar en los museos de sus comunidades y no en manos privadas”, explicó. “Los museos no son importantes por su arquitectura, o por sus exposiciones, sino por la fuerza de sus colecciones. El arte se ha convertido en algo tan absurdamente caro, que las instituciones ya no se lo pueden permitir. El único modo que tienen hoy día de aumentar sus colecciones es a través de donaciones de amantes del arte con posibles”.
La palmaria puesta en práctica de esta teoría llegó, en su caso, hace un par de semanas, cuando hizo pública su donación “al Met”, como se refirió al enciclopédico museo neoyorquino, antes de disculparse de nuevo: “Espero que perdonen la familiaridad”. Fue para él el simbólico final de tres décadas de construir una colección de cubismo única en el mundo y que incluye picassos, légers, gris o braques. “Pensé mucho en cuál era la institución más adecuada para recibir el regalo
. Tenía que ser una en la que este conjunto de obras supusiese algo excepcional.
Dado que el Met se detiene a principios del siglo XX, para ellos podía resultar una inmejorable puerta de entrada en la convulsa centuria.
Para mí, debía ser una aportación tan única que no quedase duda de que las piezas iban a ser valoradas en su justa medida”. ¿Y hubo algún otro condicionante para esa donación?
“Las obras no pueden sufrir manipulaciones en su superficie; la tridimensionalidad es un elemento fundamental en el cubismo. Fueron entregadas en perfecto estado de restauración y acompañadas de un mamotreto en el que se justificaba la trazabilidad, la proveniencia de todas ellas, para evitar reclamaciones sobre su restitución.
Era el resultado de tres años de trabajos de expertos pagados por mí”.
Tras su encuentro con la prensa, llegó el momento de la conferencia ante una audiencia que se antojó un verdadero quién es quién del arte local: galeristas, marchantes, conservadores y directores de museos y ferias… todos unidos por el afán de lograr que el coleccionismo sea valorado por fin en su justa medida en España por la ley, sí, pero también por la sociedad.
“Para ello, hay que poner facilidades fiscales a los mecenas dispuestos a donar sus colecciones, por supuesto, pero no solo eso: es necesario que dar resulte seductor.
Y que los que donen lo consideren una experiencia placentera.
A veces, solo basta con un poco de imaginación”, dijo Lauder.
Y después, compartió sus vibrantes anécdotas sobre el Whitney, al que siempre ha estado extraordinariamente unido, consejos para el futuro de los museos (“el arte debe ser compartido”) y la creación contemporánea (“no existe un gusto único y verdadero en este campo”), así como incursiones en su filosofía de vida (“proteger y conservar el arte para poder compartirlo con los que me rodean”) y alguna que otra justificación a sus decisiones:
“Me preguntan por qué no dejé el tesoro cubista a mis hijos
. Primero, porque no se lo pueden permitir; solo en impuestos una cesión así les habría arruinado. Y segundo, por el amor de dios, son mis hijos.
¿Quién en su sano juicio daría a sus hijos mil millones de dólares? ¡Arruinaría sus vidas!”.
Llega a la sala de Caixaforum donde se ha citado con la prensa, que le espera ansiosa por conocer los detalles de la histórica donación al Metropolitan de su asombrosa colección de 78 pinturas y esculturas cubistas, valorada en más de 839 millones de euros, saluda a la concurrencia, pide permiso para quitarse la chaqueta de raya diplomática y piropea a las mujeres para, acto seguido, disculparse.
“Tendrán que perdonarme, pero me he ganado siempre la vida gracias a su belleza”.
Es tan sabido que Leonard ha amasado una enorme fortuna cifrada en más de 6.000 millones “gracias a los lápices de labios” que bautizó su madre,
Estée, como que le ha sobrado el tiempo, desde su primera experiencia “a los 10 años” como “loco de los museos”, de erigirse en uno de los hombres más poderosos del mundo del arte, un circo donde no es el único Lauder en atraer los focos:
Ronald, su hermano, fue el famoso comprador de un klimt que en 2006 se convirtió en el cuadro más caro de la historia (pagó 106,8 millones de euros).
“Sobre aquella operación he de decir que en realidad no fue tanto dinero, pues formó parte de un intercambio con la casa Christie’s con motivo de una subasta de obras de la familia”, explicó ayer Leonard Lauder poco antes de dictar una divertida e ilustrativa conferencia introducida por Leopoldo Rodés y titulada Conservar, no poseer en el marco de un programa sobre grandes coleccionistas organizado por la Fundación Arte y Mecenazgo que impulsa “la Caixa”.
Mucho han cambiado las cosas desde esa compra. No digamos ya, desde los primeros tiempos del Whitney de Nueva York (museo en cuyo patronato ingresó en 1977 y del que ejerce como presidente emérito). En aquellos años, como rememoró ayer, era posible comprar un warhol “por 450 dólares” que “hoy está asegurado en 35 millones”. “Los cataríes y los ciudadanos de Abu Dabi [la familia real de Catar pulverizó recientemente todas marcas al adquirir un cézanne por 191 millones] son capaces de pagar cualquier suma por una obra en estos días. Por eso es tan importante convencer a los ciudadanos que son propietarios de joyas artísticas que estas deben acabar en los museos de sus comunidades y no en manos privadas”, explicó. “Los museos no son importantes por su arquitectura, o por sus exposiciones, sino por la fuerza de sus colecciones. El arte se ha convertido en algo tan absurdamente caro, que las instituciones ya no se lo pueden permitir. El único modo que tienen hoy día de aumentar sus colecciones es a través de donaciones de amantes del arte con posibles”.
La palmaria puesta en práctica de esta teoría llegó, en su caso, hace un par de semanas, cuando hizo pública su donación “al Met”, como se refirió al enciclopédico museo neoyorquino, antes de disculparse de nuevo: “Espero que perdonen la familiaridad”. Fue para él el simbólico final de tres décadas de construir una colección de cubismo única en el mundo y que incluye picassos, légers, gris o braques. “Pensé mucho en cuál era la institución más adecuada para recibir el regalo
. Tenía que ser una en la que este conjunto de obras supusiese algo excepcional.
Dado que el Met se detiene a principios del siglo XX, para ellos podía resultar una inmejorable puerta de entrada en la convulsa centuria.
Para mí, debía ser una aportación tan única que no quedase duda de que las piezas iban a ser valoradas en su justa medida”. ¿Y hubo algún otro condicionante para esa donación?
“Las obras no pueden sufrir manipulaciones en su superficie; la tridimensionalidad es un elemento fundamental en el cubismo. Fueron entregadas en perfecto estado de restauración y acompañadas de un mamotreto en el que se justificaba la trazabilidad, la proveniencia de todas ellas, para evitar reclamaciones sobre su restitución.
Era el resultado de tres años de trabajos de expertos pagados por mí”.
Tras su encuentro con la prensa, llegó el momento de la conferencia ante una audiencia que se antojó un verdadero quién es quién del arte local: galeristas, marchantes, conservadores y directores de museos y ferias… todos unidos por el afán de lograr que el coleccionismo sea valorado por fin en su justa medida en España por la ley, sí, pero también por la sociedad.
“Para ello, hay que poner facilidades fiscales a los mecenas dispuestos a donar sus colecciones, por supuesto, pero no solo eso: es necesario que dar resulte seductor.
Y que los que donen lo consideren una experiencia placentera.
A veces, solo basta con un poco de imaginación”, dijo Lauder.
Y después, compartió sus vibrantes anécdotas sobre el Whitney, al que siempre ha estado extraordinariamente unido, consejos para el futuro de los museos (“el arte debe ser compartido”) y la creación contemporánea (“no existe un gusto único y verdadero en este campo”), así como incursiones en su filosofía de vida (“proteger y conservar el arte para poder compartirlo con los que me rodean”) y alguna que otra justificación a sus decisiones:
“Me preguntan por qué no dejé el tesoro cubista a mis hijos
. Primero, porque no se lo pueden permitir; solo en impuestos una cesión así les habría arruinado. Y segundo, por el amor de dios, son mis hijos.
¿Quién en su sano juicio daría a sus hijos mil millones de dólares? ¡Arruinaría sus vidas!”.