Un Blues

Un Blues
Del material conque están hechos los sueños

8 abr 2013

La mujer que fascinó a los británicos

Margaret Thatcher, en la conferencia 'tory' en Brighton en 1981. / Peter Marlow (MAGNUM)

Cuando Margaret Thatcher entraba en la Cámara de los Comunes, un día a la semana, para responder a las preguntas de la oposición, los diputados de su partido se removían en sus duros asientos (los escaños de Westminster deben de ser los más incómodos del mundo), recomponían la figura, se abrochaban el primer botón de la camisa y se enderezaban la corbata, como estudiantes desaplicados a la vista de la directora del colegio.
 La mayoría de ellos sabía que si conservaba su escaño era, mas que por méritos propios, por la increíble atracción que sentían los británicos hacia aquella mujer alta, rubia y delgada, que era capaz de pedirles confianza pese a que durante sus cuatro primeros años de mandato todas sus promesas de ley y orden se habían desvanecido y el desempleo se había multiplicado por tres
. Pero ocurrió que la dictadura militar argentina tuvo la sangrienta ocurrencia de invadir las islas Malvinas y el país entero entró, más bien encantado, en una guerra en el Atlántico sur.
 Una guerra victoriosa, pero guerra al fin y al cabo, que consagró a la señora Thatcher como Dama de Hierro.
Claro que al principio de su carrera no la llamaban así, sino doncella de hierro, apodo que se inventó el Daily Mirror, y que se hizo más digno (Iron Lady) cuando pasó a ser primera ministra.
Se decía que ella se sentía muy satisfecha de esta imagen y que se reía con ganas cuando el presidente norteamericano, Ronald Reagan, dijo públicamente que Maggie era “el mejor hombre de Europa”. Claro que Valéry Giscard d’Estaing, cuya única compensación por haber perdido la presidencia de la República Francesa fue no tener que discutir con ella cuatro veces al año, dijo también un día: “La señora Thatcher no me gusta ni como hombre ni como mujer”.
Las anécdotas reflejaban una realidad
. La primera mujer que alcanzó la presidencia del Gobierno en un país de Europa occidental no fue, en absoluto, una militante feminista. “¿Qué han hecho los movimientos de liberación de la mujer por mí?”, afirmó en una entrevista con una revista norteamericana.
 “Algunas mujeres nos habíamos liberado antes de que a ellas se les hubiera ocurrido pensar en ello”.
Margaret Thatcher se liberó, dicen las malas lenguas, gracias a un marido rico
. A ella le gustaba decir que era hija “de un tendero”, pero lo cierto es que su padre, Alfred Roberts, no era únicamente el propietario de una tienda de comestibles, sino también un político local con suficiente dinero como para pagarle un colegio privado, aunque no para sufragar las ambiciones políticas de su hija.
Maggie —que solía mencionar con cariño a su padre, mientras que hacía pocas alusiones a su madre, Beatrice, o a su hermana mayor, Muriel— recordaba que su padre le pagó unas clases particulares de latín cuando decidió solicitar una beca para Oxford.
 Su profesora se negó a respaldarla, por considerar que era imposible que una joven dedicada a las ciencias aprendiera suficiente latín en tan poco tiempo como para ser admitida en la superclasista universidad. Cuando muchos años después volvió a su colegio para participar en el homenaje que le ofrecían sus antiguos compañeros, la primera ministra aprovechó para tomar una pequeña revancha: corrigió públicamente a su antigua profesora una cita equivocada en latín.
En Oxford, la joven Roberts estudió Natural Sciences (química) y se sacudió un poco “el pelo de la dehesa”. Hasta entonces, la estricta formación metodista de sus padres le había impedido ir a bailar los domingos (de pequeña, ella y su hermana no podían ni jugar en el día del Señor) y frecuentar a jóvenes del sexo opuesto. La universidad le permitió perder el aire de jovencita de provincias algo anticuada y, más aún, encarriló su vida futura.
Maggie ingresó en la Asociación Conservadora de Oxford y conoció a quien sería su mentor político, Keith Joseph, un tory que confió siempre en ella. Algo debía tener la estudiante de Química, porque sus compañeros recordaban que un profesor dijo: “No sé adónde va esta jovencita, pero sin duda llegará”.
A los 23 años se presentó como candidata a un escaño conservador
. No fue elegida, pero había batido una marca: era la candidata más joven de los tories. Compatibilizar política y trabajo y estudiar leyes al mismo tiempo, como le sugirió Joseph, era algo complicado para una mujer joven sin recursos económicos holgados. Afortunadamente conoció a un hombre 11 años mayor que ella, Denis Thatcher, rico industrial, con el que se casó y que puso a su disposición dinero suficiente como para pagar secretaria y criadas que atendieran a los gemelos y para sufragar su carrera política.
El viaje de novios del nuevo matrimonio (París, Portugal y Madeira) fue el primer viaje al extranjero de la futura primera ministra.
El dato fue en su momento poco conocido, pero Denis Thatcher había estado ya casado con anterioridad. Se dice que los hijos de Margaret Thatcher no supieron que su padre estaba divorciado hasta bien mayores, porque su madre se lo ocultó.
Shirley Williams, dirigente del entonces Partido Socialdemócrata, decía que Margaret Thatcher parecía “una segunda reina rodeada de sus cortesanos”. Antiguos miembros de su Gabinete contaban que era difícil romper su aislamiento, y que resultaba peligroso llevarle la contraria en los consejos de ministros, porque ella siempre se las arreglaba para presentar sus propias propuestas como las únicas morales, de forma que las de su contrario, por oposición, quedan relegadas a la categoría de inmorales.
La primera ministra odiaba a los wets (moderados de su partido) y lo pasaba mal en las reuniones semanales del Gabinete. Prefería convocar a los ministros uno a uno o en pequeños grupos.
 Al parecer, la culpa no era solo suya. Los ministros, todos hombres, procedentes de buenos colegios y de universidades de élite, estaban poco acostumbrados a que les mandara una mujer, y cuando se reunían en torno a una mesa prodigaban las bromas y los chistes de mal gusto, del género “¿qué hay de verdad en el rumor de que el primer ministro es una mujer?”, que se le atribuyó precisamente a un exministro.
En cualquier caso, Margaret Thatcher limpió casi por completo de wets su Gabinete en cuanto pudo
. En julio de 1981, después de unos fuertes disturbios en Bristol, Liverpool y Manchester, los echó por la borda.
 Algunos miembros del Gobierno creyeron que la revuelta de los barrios pobres era una señal de que había que dar marcha atrás y suavizar la política económica. Thatcher no admitió las críticas.
 “No hay otra alternativa”, “no tiene usted en absoluto razón” y “el honorable diputado debería saber…” eran sus tres frases favoritas.
Margaret Thatcher tenía una voz preciosa, cálida, fuerte, capaz de dominar sin estridencias cualquier tumulto o griterío. Era un arma importante, porque en el Parlamento británico no se autorizaba entonces la entrada de cámaras de televisión, de forma que los ciudadanos tenían que seguir los debates por la radio.
 “Cuando acudo a la Cámara de los Comunes y oigo la primera pregunta, me digo: Maggie, ahí vienen. Nadie puede ayudarte. Estás sola. Y me gusta”, le contó a un comentarista político.
A la primera ministra le gustaba estar “sola ante el peligro”, y los británicos adoraban saberlo. “Margaret Thatcher encarna el enfoque decidido de los problemas”, “la mujer que no duda en poner en práctica sus ideas y sus valores”, “la primera ministra que sabe decir no sin matices”.
 La prensa popular pulió cada día la imagen de la Dama de Hierro como una persona confiada, valiente y resuelta, casi autosuficiente.
 Ella también cuidaba todos los detalles que podían favorecer el cliché de mujer que sabe infundir respeto.
Tal vez por esa imagen, que según ella le permitía mantener una privilegiada relación con la opinión pública, sus relaciones con la reina no fueron buenas. Isabel II recibía todas las semanas a la primera ministra en el palacio de Buckingham, que es su casa, y lo hacía en un tono doméstico que no le iba a la personalidad de Margaret Thatcher
. Uno se la imaginaba difícilmente tomando té, relajada, hablando de caballos o de pintura con la reina.
 De hecho, los británicos se quedaron fríos cuando el hijo de la Dama de Hierro, Mark, se perdió en el Sáhara con ocasión de un Paris Dakar y su madre apareció sollozando ante las cámaras de televisión.
Esa no es su Maggie. La auténtica era la que escuchaba a su oponente con la cabeza algo ladeada y sus bonitos ojos azules medio entornados, para lanzarse después como un águila, con las garras por delante, sobre su pieza
. La auténtica era la que hacia callar sin remilgos a sus ministros de Asuntos Exteriores o la que discutía sin complejos con los expertos del Banco de Inglaterra hasta imponerles su criterio.
 De sus relaciones con la reina se cuenta una anécdota, posiblemente falsa, que refleja la tensión entre las dos mujeres, ambas de la misma edad. Un día, la primera ministra acudió a un acto, oficial con un traje del mismo color que el que llevaba Isabel II.
 A la mañana siguiente, el secretario de Downing Street pidió al palacio de Buckingham que informara con antelación del vestido de la reina para evitar futuras coincidencias
. La respuesta fue real: “La reina nunca se fija en el color del vestido de sus invitados”.
Algunos de los enemigos de Margaret Thatcher, que eran muchos, incluso dentro de su propio partido, decían que se veía a sí misma como una heroína con una misión que cumplir: luchar contra la intervención del Estado, devolver la brillantez a la iniciativa privada, garantizar la defensa de Occidente y, sobre todo, devolver la confianza a sus compatriotas.
Cuando los argentinos tuvieron la desgraciada idea de invadir las islas, Margaret Thatcher se encontraba en un momento pésimo: su popularidad había bajado varios enteros, el partido había perdido unas elecciones parciales y sus compañeros empezaban a conspirar para desbancarla antes de las nuevas elecciones
. La guerra (nunca se sabrá si Margaret Thatcher ordenó hundir el crucero argentino General Belgrano para impedir cualquier arreglo negociado) constituyó un auténtico éxito personal para la primera ministra.
“Vamos a comprobar ahora de verdad de qué metal está hecha”, dijo en los Comunes el diputado ultraderechista Enoch Powell. Maggie no dejó lugar a dudas: se comportó como si estuviera hecha de acero, decidiendo personalmente qué hacer y cuándo hacerlo, y celebrando reuniones de guerra con generales y almirantes.
Los británicos recompensaron ampliamente el riesgo que había corrido y le devolvieron su apoyo
. Margaret Thatcher les dejó en la boca el buen sabor del trabajo bien hecho.
 El Reino Unido no era solo un país que demostraba su eficacia organizando a la perfección bodas y entierros reales (el periódico norteamericano Boston Globe dijo que la boda del príncipe Carlos se había celebrado con la misma precisión con la que los comandos israelíes realizan sus mejores operaciones), sino una potencia capaz de llegar al fin del mundo y de imponer su fuerza.
De la guerra de las Malvinas, Margaret Thatcher conservó siempre cierto gusto por las expresiones militares: “Un general no abandona el campo de batalla”, “cuando la lucha llega a su punto culminante hay que estar presente”.
 Las encuestas señalaban que los británicos estaban fascinados por su imagen de mujer fuerte de la Biblia. “Cuando quieras que alguien diga algo, pídeselo a un hombre.
 Pero si quieres que alguien haga algo, pídeselo a una mujer”
. La frase era de Margaret Thatcher.

La mujer que sangra Por: Jenn Díaz | 08 de abril de 2013 Del Blog Mujeres


Tumblr_m2fo2vUZqj1qlry6to1_250Sangrantes es una antología de poetas —poetisas— pero es, también, un catálogo.
Sí, la edición de Luna Miguel publicada por la Editorial Origami es, perfectamente, un catálogo.
 La sangre, con la que la mujer está tan familiarizada, con la que convive y lucha de forma absolutamente natural, es objeto literario para las veintinueve mujeres que se atreven a darle forma de poema.
 De la misma manera que la maternidad también es algo que concierne sólo a la mujer y por más que se escriba de o desde ello, sólo viviendo la experiencia se puede saber a ciencia cierta qué se siente, la sangre es uno de los temas más universales dentro del mundo femenino y, también, un tabú: leyendas urbanas, prohibiciones, pudor, asco, morbo.
Si digo que esta antología es un catálogo es precisamente porque la sangre parece que sólo está vinculada a la mujer una vez al mes, pero hay muchas más formas de convivir con ella sin necesidad de menstruar.
En Sangrantes la sangre va desde la regla hasta el pacto sexual entre dos mujeres, pero también pasa por la maternidad, por el asesinato de las mujeres de Juárez, por el despertar, por la vida, por el cordón umbilical, por donantes, por el parto: un catálogo de sangrado.
Muchos de los poemas de la antología no han sido escritos para dicha publicación, sino rescatados, lo que nos demuestra que es uno de los temas que conviven también artísticamente con estas poetas, que van desde consagradas hasta poetas recién nacidas. ¿Qué encontramos en todas ellas?
 Probablemente la palabra común a la mayoría es una: herida
 . La mujer sangra por esa herida y esa herida es la que la mantiene unida a un cierto salvajismo, algo animal. Una vez al mes, la mujer, la poeta, se parte en dos y de esa herida nos muestra que hay vida y que la vida es natural de la misma manera que para ellas lo es la escritura.
El dolor, que va asociado a esa herida, también forma parte de este catálogo, y ya en Cristina Peri Rossi, la primera en aparición, habla de que Ser mujer duele pero también que ese dolor te enaltece, te humaniza.
 Para muchas ese dolor, los ovarios, las punzadas en el vientre, está asociado a la confirmación de la vida, a un acto sagrado, como un ritual del cuerpo, y no renuncian a él, sino que les enseña, las moldea. Para Chantal Maillard, cada veintiocho días se siente cielo abajo, piernas adentro, tan habitada, tan ocupada por ese ser que siento tan otra y es, no obstante, la que más me frecuenta.
Esa sangre primera, en la que todos pensamos en un primer momento, es otro ser.
 Es, incluso, memoria. Angélica Liddell habla de cómo todos pueden ver a los colegiales erectos / si pegan el ojo a la herida.
Porque la herida, como ya he dicho líneas arriba, es una imagen frecuente entre las sangrantes.
Tumblr_mbbaqweVUT1qdvinoo1_250Pero el libro es un catálogo, y una vez superada la menstruación, la mujer que menstrúa como objeto poético, pasamos a otras maneras de enfrentarse a un mismo tema: Estíbaliz Espinosa habla de la donación de sangre. Aunque no sea exactamente algo exclusivo de la mujer, también es otra convivencia. Voy contenta en la mañana, silbando, a donar mi sangre. En el prólogo ya nos advierte la poeta antóloga que la sangre es, para cada una de ellas, un símbolo diferente; ésa es, precisamente, la riqueza de la unión de todas ellas.
Para otras —para muchas— es violencia, y no solamente una violencia física, sino que la sangre de la mujer violenta a la mujer, y de nuevo Estíbaliz nos ofrece otro punto de vista
. Dice: Somos un asco. Olemos mal. Y me resulta inevitable acordarme de aquel anuncio de las compresas perfumadas, otra forma de incomodar a la mujer con esa sangre que, de tan natural, es impúdica y te mantiene con las piernas cerradas, pero no la boca.
La maternidad, que también es uno de los temas frecuentes, aunque parece que el hombre no siente tanto respeto por hablar como una madre pero sí como una mujer en el momento íntimo de sangrar, la enfoca Miriam Reyes: a diferencia de lo que podríamos pensar, lo hace desde el lado opuesto, desde la negativa. 
Miriam en su poema sangra precisamente porque se niega a ser madre, a tener un hijo, y es ése el principal motivo por el que, una vez al mes, sigue sangrando; sigue con el vientre vacío, aunque ya sepamos que el vientre vacío es también habitado por otra: la sangrante.
Leire Bilbao Barruetabeña dice, en su primer poema: 
Y no sé por qué debería negar / lo que soy: una mujer que sangra. Esto, que parece de una sencillez insultante, y de ahí el título de este artículo, no lo es tanto. Todas las mujeres son mujeres que sangran (pero no todas las mujeres que sangran son madres). 
No es muy poético, la sangre no es hermosa, a veces resulta insultante, a veces nos preocupa, la mayoría duele: ahí está la mujer.
 La sangre de la mujer puesta en el centro del escenario, reluciente, con todo lo que arrastra. También de la poeta vasca encontramos otra de las modalidades: la mujer abierta de piernas en una mesa de observación. La mujer violentada, que necesita regular su sangre, darle una explicación. La mujer que sangra y tiene que saber que sangra, hacerse responsable de ello.
Tumblr_mcpbvwd7nT1rx6z0ro1_250Sin embargo, aunque acabo de decir que la sangre no es hermosa, Ana Gorría lo desmiente y la disfraza de ciruelas / que habitan / mi vientre.
 Pero Natalia Litvinova me da la razón porque la sangre, a veces, no deseada, es la cancelación de un nacimiento y hay que vivir lo no vivido
Y con ocho años, la sangre nunca puede ser hermosa, como para Berta García Faet, a la que su cuerpo le anuncia que llegó el peligro / de poder reproducirme. Y Clara Bueno nos asegura que se renueva mes a mes: / no cambio de piel, / cambio de vida y vuelve a parecernos hermosa.
El catálogo, en fin, es una sucesión de mujeres que sangran y que lo hacen desde sus distintas heridas, y todas van a parar al mismo lugar, un mar rojo que es la literatura, y a convertirse en carne artística: pero esta vez no desde la blanca piel, la dulce boca de fresa, el dorado cabello y las preciosas curvas: esta vez son mujeres que sangran y que huelen y que se manchan y se lavan y abren las piernas y son absolutamente humanas, aunque escriban poemas.

Su Saritísima........................Por la señora de Muñoz Molina

Si los cronistas de sociedad de hoy no entienden que una actriz se plante libre y deslenguada en el último acto de su vida ¿qué tipo de personajes quieren?.

 

Cuando la Montiel entra en el restaurante Pámpano, todos los clientes saben que una celebridad ha hecho acto de presencia.
 Una vieja gloria latina, quizá cubana, quizá mexicana, una mujer con una gran historia marcada en el rostro. Nueva York es el mejor hábitat para mujeres que, a pesar de sus ochenta y tantos, no renuncian a un acaracolado pelo rojizo ni a pintarse los ojos como si en cualquier momento fueran a cantar cuplés o lucir tantas joyas como dedos se tienen en las manos.
En un primer momento, cuando Javier Rioyo, director del Instituto Cervantes en esta ciudad, me cede amablemente la silla al lado de la artista, me impresiona su mirada perdida, aunque ella misma me ofrece una explicación: una operación en la mácula le ha dejado grandes dificultades de visión, tantas como para tener que escuchar textos en vez de leerlos.
 Idas y vueltas en la vida de una mujer que hasta los 21 años no supo leer y se aprendía los papeles escuchando los textos.
 Fue Miguel Mihura, su primer amor, quien comenzó a enseñarle las letras en una cartilla. Más tarde, un pedagógico León Felipe decidió terminar la faena en Puerto Rico: no soportaba que Antonia padeciera las limitaciones del analfabetismo.
Una operación en la mácula ha causado
a la actriz manchega
grandes dificultades de visión
Es extraordinario cómo van surgiendo de su boca nombres de gente ilustre a la que amó o trató.
 No hay rasgo de vanidad en su relato.
 Tiene la seguridad de haber sido una diva deseada por muchos hombres: “Mira que es difícil llamar la atención en Nueva York, pues yo tengo fotos que me hicieron por la calle en las que se ve cómo la gente se daba la vuelta para mirarme”
. Aquí, en esta ciudad que le gusta tanto como Madrid, vivió el año 1954, y conoció al que sería el gran amor de su vida, Severo Ochoa, “un caballero”. Un dandi al que le gustaba vestir como tal, disfrutaba con coches caros, dry martinis y mujeres como Sara.
Hablaron por vez primera en la Embajada mexicana y el científico hizo cuanto pudo por propiciar un segundo encuentro que acabó (o empezó) a las cuatro de la mañana en la puerta del hotel Warwick.
Parece mentira preguntar a una actriz y que te responda sin reservas
. Es, desde luego, una estrella de otros tiempos en los que las celebridades podían disfrutar de una vida privada sin sentir su intimidad vulnerada a cada momento
. Eso hizo de aquellas divas mujeres más vividoras y menos medrosas a la hora de compartir recuerdos
. Los suyos están poblados de personajes brillantes, Ochoa, Mihura, Billie Holiday, Anthony Mann, Celia Cruz, León Felipe o el mismo Plácido Domingo, socio del restaurante mexicano en el que nos encontramos
. Una Antonia de 16 años, que apenas había aparecido en el cine, iba todas las tardes al teatro Coliseo a escuchar a los padres de Plácido cantar zarzuela.
 La compañía advirtió su tozuda presencia y en adelante le dejaron una butaca reservada para ella.
Antonia, como todas las estrellas, tenía una madre.
 Una madre a la que podía confiarle el tipo de vida que entonces no podía permitirse una mujer normal en la España franquista.
 Una madre que, aun comprendiendo que las actrices estaban hechas de otra pasta, no dudó en marcarle en ciertos momentos unos rígidos límites morales: se negó a que Severo Ochoa se divorciara para casarse con su hija.
Jennifer López ha mostrado interés en llevar al cine la vida de Antonia Abad, la niña pobre de Montiel
Sara Montiel fue una excepción al puritanismo franquista
. Su voluptuosidad, sus escotes, la lentitud provocadora con que abría los labios cantando cuplés o boleros subió la temperatura de un país que padecía una sensualidad precaria.
 Estas fueron las razones por las que un profesor de la Universidad de Cincinnati, Israel Rolón-Barada, sentado también a la mesa, pensó en integrar su figura en una investigación sobre las mujeres de la posguerra. De acuerdo, nos explicaba, tenemos a Laforet, a Rosa Chacel, a Martín Gaite, pero por qué no a la primera actriz española que tuvo presencia internacional. Su imagen de mujer racial, integrante de esa nacionalidad inconcreta en la que nos agrupan a los hablantes de español, fue, sin duda, tan icónica como para aparecer en la célebre careta de presentación de la serie Mad Men
. Así que no es de extrañar que en estos días, de la mano de este académico la Montiel haya llenado las aulas de la Universidad de Cincinnati o los Cervantes de Chicago y Nueva York. Ha soltado, cómo no, alguna perlilla impertinente y pertinente contra la prensa amarilla, que le ha respondido con alguna grosería referente a su edad y su extravagancia. Si los cronistas de sociedad de hoy no entienden que una actriz se plante libre y deslenguada en el último acto de su vida, ¿qué tipo de personajes quieren? Nueva York está lleno de viejas glorias enjoyadas que a los ochenta comienzan su almuerzo con un Margarita. Cabría responder como hizo Cervantes a los ataques de Avellaneda, que lo llamó manco y viejo “como si hubiera estado en mi mano haber detenido el tiempo…”.
Lo que Montiel se merece es algo que en España escasea, un biógrafo que se convierta en su sombra e investigue con seriedad esta vida insólita.
Quién sabe si su historia no se convertirá en película antes de que esto suceda. Jennifer López, la chica pobre del Bronx, ha mostrado interés en llevar al cine la vida de Antonia Abad, la niña pobre de los campos de Montiel.
 Sería un gran epílogo para quien alcanzó el tratamiento de Su Saritísima.

Sara Montiel, la española que sedujo a Hollywood

“En 54 años no ha salido nadie como yo”

Sara Montiel, fotografiada en Madrid. / ALBERTO RIVAS

El ático donde vive se extiende por toda la séptima planta de un edificio en el elegante barrio madrileño de Salamanca.
 Las rojas paredes están saturadas de cuadros y fotografías de marcos dorados o plateados, y en las mesillas y vitrinas se apretujan objetos de cristal, cerámica y mármol.
 Preside el salón una enorme pintura del mallorquín Joan Miquel Roca Fuster.
Es ella, desnuda, apenas ataviada con un velo, en medio de una escena onírica. Antes que su dueña, aparece con sigilo Cuchi, un caniche enano gris.
 “Es la tercera mascota que tengo. Y todos se han llamado Cuchi: cuchi-cuchi-cuchi”, interviene Sara Montiel, que entra en escena procedente de su dormitorio y ofrece la mano derecha para saludar.
Lleva un vestido blanco y unas sandalias con incrustaciones doradas.
 Sus uñas –postizas– son verdes. Su pelo, rojo, recogido con una coleta.
 Acaba de lavarse la cara, no está maquillada. Solo se ha puesto un poco de Nivea sobre la piel bronceada, “secuela del verano en la playa”, cuenta. Se sienta, delicada, en un sillón gris de flores, suspira y coloca las manos sobre el regazo. Ahí está. Es Saritísima, la última diva.
Tiene 84 años (“nunca he ocultado mi edad”) y afirma –categórica– que sigue estando vigente. Amadrina este fin de semana el festival de cine de Almería AWFF, que además rinde tributo a su contribución al western
. Y no piensa bajarse de los escenarios. “En primavera me pongo a dar conciertos. Y me va muy bien. Pero en diciembre y enero no hago nada, ¿eh? El año pasado hice seis galas.
Me quieren mucho en toda España. Estoy dos horas en el escenario y todos salen encantados. Y no hago nada para cuidar mi voz”, dice mientras enseña orgullosa un póster de una actuación en Zamora del pasado junio
. Aparece recostada, cubierta por una sábana rosa pálido y con un puro en la mano.
“Introducing Sarita Montiel”, decían los créditos de ‘Veracruz’ (Robert Aldrich, 1954), su debut en Hollywood.
 No era la actriz principal, pero se convirtió en uno de sus reclamos. Abajo, con el protagonista, Gary Cooper, con quien aclara que no tuvo un romance.
No había quien financiara la película. “¿Para qué recuperar los cuplés?”. El productor Juan de Orduña escuchaba una y otra vez la misma pregunta.
Tras tanta insistencia, su hermano logró conseguir un pequeño crédito gracias a un aval.
 Sara Montiel acababa de hacer Yuma en Hollywood y, previa advertencia sobre las limitaciones de rodaje, viajó a Barcelona para protagonizar El último cuplé.
Orduña quería que una “cantante profesional” doblara a la actriz en todas las canciones que tenía que interpretar, pero no hubo quien aceptara sin que le pagaran en el acto.
 Así que la protagonista tuvo que hacerlo. Pidió a la orquesta que bajara medio tono para adaptarse a su voz y comenzó a entonar Nena, Clavelitos, Ven y ven.
Fueron tres meses de rodaje llenos de obstáculos. Los decorados eran de cartón.
 Hubo a quien le tocó usar un vestido de papel.
 Se hacía una única toma de cada plano porque no había película para más. Un día, el director estadounidense Anthony Mann, entonces esposo de Sara Montiel, visitó el plató y, al ver la precariedad de medios con la que se trabajaba, concluyó que la cinta estaba destinada al fracaso.
 “Nunca había trabajado en condiciones tan malas. Después de haber estado en México y EE UU, esto era pésimo”, recuerda ahora la actriz, quien al acabar la filmación se fue a Nueva York.
Transcurría la primavera de 1957 y el teléfono comenzó a sonar con noticias inesperadas:
 “La película es todo un éxito. El cine Rialto está a reventar. La gente tiene que comprar las entradas con varias semanas de antelación.
 Esto ya es un fenómeno social”. ¡Por fin! Sara Montiel llevaba años soñando que un día, no muy lejano, fuera recibida en un aeropuerto por una multitud de gente y de fotógrafos (“como le ocurría a Sofía Loren”). Y ese día había llegado.
 Un gentío alborotado y decenas de flases le dieron la bienvenida en Barajas.
A partir de entonces, el éxito fue estratosférico.
 Comenzó a protagonizar una cadena de melodramas musicales. Puso su tarifa: “Un millón de dólares por película”. Ella misma elegía las canciones que iba a interpretar.
También el vestuario, para que estuviera a juego con la escenografía. Y hasta el horario de trabajo: “Porque me negué a volver a madrugar. En México y EE UU tenía que levantarme a las cinco y media o seis de la mañana. ¡Nunca más!”. Se olvidó de Hollywood: “En todas partes cayó El último cuplé como una avalancha y en todas partes triunfó. ¿Quién, en un caso así, querría volver a hacer de india?”.
Jamás tuve relaciones amorosas con Gary Cooper. Fuimos amigos, y ya. Si hubiera querido, habría hecho el amor con él, pero no quise”
Se dicen muchas cosas de Sara Montiel. Se dice que exigía una media, a manera de filtro, en todas las cámaras que captaban su imagen. “¿Tú crees? Es ridículo. Solo pido luz blanca directa a la cara
. No necesito nada más para salir estupenda. Tengo una maquilladora, es verdad, pero me da muy poco fondo, me gusta muy tenue. Así ha sido siempre”.
Se dice que usa peluca. “Uuuuy, ¡mira el pelo que tengo! A mi edad tengo mucho, ¿comprendes? Ahora, cuando voy a la televisión me pongo como una leona, ¿eh? Me lo rizo muy bien y ya está”.
Se dice que en realidad no canta. “No sé quién comenzó a difundir eso de que me doblaban. ¡Nunca! Mira: tal vez no sea la mejor cantante, pero sé interpretar. Y muy bien. He grabado unas novecientas canciones. En 1969 hice Sara Montiel en persona para que el público fuera a verme, porque no me conocían, solo me habían visto en la pantalla. Fue un poco, también, para callar ese rumor de que yo no cantaba”.
Se dice que es aficionada a la cirugía plástica.
“¡Jamás! Pero si no tengo arrugas. Algunas líneas de expresión, sí. Muy finas, pero no son arrugas.
 No tengo bolsas ni ojeras. No me he hecho nada en la cara, ¿ves? Yo no soy como las de ahora, todas operadas. Se ponen unos morros impresionantes. Yo no me pongo morcillas.
¿No has visto que hay algunas que parecen patos? Ay, me hacen mucha gracia”.
Se dice que pasa sus días en sendos rituales de belleza. “Para nada. Mi madre me decía: ‘Ay, hija mía, cuando seas mayor vas a tener la piel de lagarto’. Porque me lavo la cara nada más que con jabón, el que sea, y después, loción para hidratar. Siempre por la mañana
. Tengo los poros muy finos y nunca he tenido problema. Soy muy blanca, piel delicada, fina, pero sin arrugas. Y me maquillo muy poco. Eso sí, me pinto bien los ojos y la cejas”.
Sara Montiel, caracterizada de María Luján, fumando y esperando en un destartalado cabaret de Barcelona en ‘El último cuplé’ (Juan de Orduña, 1957), gran éxito internacional del cine español. Aquí nació su estrella.
Se dice que intimó demasiado con Marlon Brando.
 “Ah, eso es por los huevos de Marlon. Lo conocí en 1951, en una película que él hacía con Frank Sinatra. Luego nos volvimos a ver cuatro años después, cuando él rodaba Sayonara.
 Una vez le dije: ‘Yo hago unos huevos fritos con ajos, a lo manchego, ¡que pa qué te cuento!’. Y ahí quedó la cosa. Como a las dos semanas, a las cinco de la mañana, Margareth, una criada divina, negra del sur, que teníamos Anthony Mann y yo me despertó:
‘¡Señora, Marlon Brando está en la cocina!’. Pues salí, le hice unos huevos fritos con ajos y un café que me salió buenísimo. Luego él no paraba de decir: ‘He comido huevos manchegos, huevos de la tierra de Don Quijote’.
 Muy majo. Compartíamos también el gusto por México, donde él había hecho ¡Viva Zapata!, pero nada más”.
Se dice que fue amante de Gary Cooper. “¡Ay, por favor! Jamás tuve relaciones amorosas con él. Fuimos amigos, y ya. Cuando lo traté, yo estaba con Severo Ochoa.
Es cierto que si hubiera querido, habría hecho el amor con Gary Cooper. Pero no quise”.
En resumen, “se dicen muchas mentiras”, aclara, “y ninguna me ha afectado. Estoy acostumbrada”.
Sara Montiel estuvo a punto de no nacer. Cuando su madre supo que estaba embarazada por segunda vez, decidió que era mejor “que el niño no viniera al mundo”.
 Los tiempos “estaban muy difíciles” como para que la familia creciera tan rápido y, a escondidas, salió de su pueblo para abortar. Pero nadie se dio cuenta de que en el vientre tenía dos placentas. Le sacaron una y la otra siguió creciendo. “Fíjate: tal vez hubiera podido tener una gemela o gemelo”.
 No lo tuvo, pero sus padres se encargaron de que ella tuviera suficiente presencia. Por eso se llama María Antonia Alejandra Vicenta Elpidia Isidora Abad Fernández.
En 1928, Campo de Criptana (Ciudad Real) era un pueblo humilde que subsistía gracias a la agricultura.
 Al estallar la Guerra Civil, los Abad Fernández se fueron a Orihuela (Alicante), y ahí la futura estrella comenzó a estudiar en un colegio de monjas, donde sor Leocadia le enseñó a cantar. Antonia tenía 16 años cuando en la Semana Santa de 1941 cantó una saeta que escuchó el periodista José Ángel Ezcurra, fundador de la revista Triunfo, y quiso conocerla.
"El gran amor de mi vida ha sido Severo Ochoa. Pero fue un amor imposible. Clandestino
. Estaba casado y, además, no pegaba que él estuviera investigando y yo haciendo películas"
Ezcurra le puso una profesora de canto y la animó a presentarse a un concurso. Interpretó La morena de mi copla y ganó.
 Luego la llevaron a Barcelona para hacer unas pruebas de cine, y debutó, no sin ciertas reticencias, con Empezó en boda, al lado de Fernando Fernán-Gómez. “Fue el primero que me besó. Yo tenía 16 años y no sabía. Y me explicó cómo se hacían las películas. Yo creía que se hacían como se ven: del principio al final”.
Pensó en Alejandra como nombre artístico.
 Pero al ilustrador Henrique Herreros no le gustó. Requería un “apellido contundente”, como Montiel. Por su parte, ella recordó que su bisabuela se llamaba Sara, un nombre que le agradaba. Así nació Sara Montiel. Y así la llamaron por primera vez en la revista Primer Plano.
Llegaron más películas. En Locura de amor, por ejemplo, hizo de “mala malísima”. “Pero ahí el público comenzó a notar que en realidad yo estaba buenísima”. Sentía, con todo, que su carrera de actriz no despegaba. Un día, el dramaturgo Miguel Mihura (“mi primer amor, el hombre que me hizo mujer y al que volvía loco en la cama y dejaba como un trapo”) la recomendó a la productora Hispamex, que la contrató para hacer Furia roja en México.
Sara Montiel llegó al Distrito Federal acompañada por su madre en abril de 1950. “¡Ay, qué país México! Qué sitios, qué comida, qué gente. Una industria cinematográfica muy profesional, en plena época de oro. ¡Y la gente se podía divorciar! Una realidad que contrastaba con la España cutre que teníamos. Al instante me hice famosa. Cómo no, si me pusieron al lado de Pedro Infante. Hice tres películas con él. Y me hice mexicana, claro. Todavía tengo mi carta de nacionalidad en la caja fuerte. Cuando me casé con Tony Mann, en Los Ángeles, me casé con mi otro pasaporte, el mexicano”.
Vendiendo flores y enamorando aristócratas, Montiel se consolidó como ‘sex symbol’ hispano mundial con ‘La violetera’ (Luis César Amadori, 1958). Ya era la actriz mejor pagada de España.
Se había ido a EE UU sin hablar inglés (“lo aprendí fonéticamente, apuntando los diálogos como debía pronunciarlos”) para hacer películas como Veracruz y Serenade, donde conoció a Mann. Pero tras el éxito de El último cuplé centró su vida artística en España, hasta que en los setenta dejó de filmar. “Después de Cinco almohadas para una noche me di cuenta de que el destape no era para mí. Era muy vulgar. Tuve muchas ofertas, pero no acepté”.
México contaba con refugiados españoles de primer nivel.
Gracias a José Puche, que había sido ministro de Sanidad en la República de Juan Negrín, Sara Montiel empezó a rodearse de intelectuales. Ella, que nunca ha sido “mujer de escuela y universidades”, tuvo “al mejor maestro”: el poeta León Felipe.
“León no soportaba que yo no supiera leer bien, que fuera tan ingenua, inculta. Me daba libros de historia de México. Y yo los leía, los copiaba
. Así aprendí a leer y escribir. Me puso a estudiar teatro. Se enamoró de mí. Pero… yo no. Y creo que le decepcioné. A sus tertulias acudía gente como Alfonso Reyes o Pablo Neruda.
Un día me presentó a Diego Rivera y a Frida Kahlo. Jamás imaginé estar con gente así”.
Tampoco imaginó conocer a Hemingway. “Fuimos a Cuba a grabar unos exteriores y [la mecenas] María Luisa Gómez Mena organizó una cena para el equipo en su mansión. Invitó a más gente, entre ellos a Ernesto. Al acabar, salieron los criados con unos puros.
 Él cogió dos y me dijo: ‘No sé por qué me da que tú vas a fumar muy bien.
Como la señora Gómez Mena, muy elegante’. Uy, yo casi me ahogo con el humo. Y él me dijo: ‘No tienes que tragarlo: no debe llegar más allá de la punta de tu lengua’. Y eso he hecho hasta ahora. Fumo de vez en cuando. Y sé que lo hago con la mano muy bien puesta. Hay mujeres que cogen el cigarro mal, arrugado, pero yo lo hago con la mano estirada. Me lo ha dicho mucha gente, y sé que tengo ese don.”
"Una estrella no iba al supermercado a comprar un kilo de carne y unas zanahorias con unos pantalones cualquiera y la camisa por fuera. Hoy sí. Por eso la gente no les tiene respeto"
La estrella siempre tiene planes. “Guardo 150 vestidos de noche.
 Cuando tenga tiempo y ganas, haré una exposición con ellos. Cogeré a dos o tres modelos y haré una fiesta a beneficio de algo.
 También pienso vender esta casa. Ya es de mis hijos, y la quieren vender. Iremos al piso de la plaza de España”.
Tiene una memoria precisa.
“Es demasiada. A veces no quisiera tenerla. Me acuerdo muy bien de todo, y eso no a todos les gusta”. Cuando empieza a ver las fotos incluidas en su autobiografía Vivir es un placer (Plaza & Janés, 2000) recuerda fechas y circunstancias en que fueron tomadas. “Me veo y digo: ‘¡Coño!, ¿yo era así?… ¡Madre mía!”.
Tiene dos hijos y el recuerdo de muchos que no fueron. “He tenido 11 abortos. El último, a los 51 años. Intenté e intenté parir, pero no pude. Al final adopté a Thais y Zeus, a los que amo con todo mi corazón. En 1959 casi lo logré. Tenía una panza enorme de ocho meses y me caí al salir del estudio de mi marido.
 De culo, sentada, empecé a reír: ¿Pero será posible? ¿Seré tonta? A las cuatro horas empecé a sangrar como un cochinillo al que le rajan el cuello. Me hicieron una cesárea.
 El bebé había muerto en el momento en que me caí. Me dijeron que tendría secuelas debido al edema de Quint, y así fue. Me quedaba embarazada, pero a los tres, cuatro, cinco meses…, todos los perdía causa de una inflamación en los tejidos blandos”.
Tiene nostalgia de sus amores. “Cuatro matrimonios y, ¡uy!, ya perdí la cuenta de los novios
. El primero fue Miguel Mihura
. Yo tenía 17 años y él 40. A León Felipe lo quise, pero no me enamoré. El gran amor de mi vida ha sido Severo Ochoa. Pero fue un amor imposible. Clandestino. Lo vi por primera vez en el consulado mexicano de Nueva York y me gustó de inmediato. Y yo a él. Pero estaba casado y, además, no pegaba que él estuviera investigando y yo haciendo películas. ¿Qué iba a ser mi vida con él? ¿Él en su laboratorio y yo tomando el té con las esposas de otros científicos?
No. Con Tony Mann estuve casi siete años, hasta que nos divorciamos porque cada uno tenía sus planes. Chente [el empresario José Vicente Ramírez García-Olalla] fue un error. Quería que dejara mi carrera y se apropió de buena parte de mi dinero. Pepe Tous fue mi gran compañero, ¡27 años juntos! A él le debo el impulso de la faceta de cantante y principalmente que fue un gran padre para mis hijos hasta el último de sus días”. ¿Y ahora? “Tengo un amigo con derecho a cosquillas. No digo más”.
Con la comedia ‘Cinco almohadas para una noche’ (Pedro Lazaga, 1974) dejó el cine. 
“El destape no era para mí”, explica la actriz. “Era muy vulgar. Tuve muchas ofertas, pero no acepté”.
El sol entra por la ventana mientras Sara habla en su rincón favorito, un sillón floreado donde ve películas en una pantalla de 85 pulgadas durante horas
. Allí se esfuerza por explicar por qué ella no es “alguien normal”.
“No soy la clásica señora. En absoluto.
 Estoy escribiendo y grabando cosas que publicaré luego o cuando muera. Tengo 84 años, ya no tengo mucho tiempo, soy consciente.
 Pero desde hace 54 años [cuando triunfó El último cuplé] no ha salido nadie como yo, que haga las taquillas que hacía yo. Tengo una placa en un cine de México porque estuve tres años con El último cuplé. Y eso no vuelve a repetirse. Mi éxito, lo que me pasó a mí, llegar a lo que llegué, ya es muy difícil”.
Y la época que usted protagonizó, ¿tampoco volverá? “Ya no.
Porque se acabó el glamour de antes. Era otra manera de lanzar a las estrellas. Los estudios nos cuidaban mucho. Nos protegían. Una estrella no iba al supermercado a comprar un kilo de carne y unas zanahorias con unos pantalones cualquiera y la camisa por fuera. Hoy sí. Y por eso la gente no les tiene respeto. Ahora la gente no se mata por ver a una estrella, las tienen en anuncios, en la tele…”.
Ella sigue cuidando sus apariciones públicas. “Siempre visto de rojo, negro o blanco, un consejo que me dio Marlene Dietrich”. Disfruta hablando horas sobre su trayectoria. Pero siempre se guarda algo. Ha sido la primera española en Hollywood. Es la última diva. “Hay que mantener el misterio”, concluye.
Pues eso Sara, pisa con garbo que un relicario nos vamos a hacer. Descansa en Paz con tus recuerdos.