Es el modelo más longevo, a sus casi 45 años, aún conserva la categoría de ‘top’
Pero en España siempre será el exmarido de Esther Cañadas: formaron la pareja de moda del cambio de siglo y su divorcio fue objeto de un duro escrutinio mediático
El holandés, devoto del póquer y los coches caros, se sincera en una de sus raras entrevistas.
A veces, un simple posado puede dar al traste con todo lo orquestado
por el departamento de marketing en torno a un producto. Mark Vanderloo,
veterano en estas lides, se ha encaprichado con posar junto a un
Porsche. Él se compró uno a los 28 años, no recuerda por cuánto, y lo
estampó a los dos meses. Poco después, estrelló un Mercedes. Ha sido
coleccionista. Le gustaba conducir muy rápido y de noche. Coger el
coche, cuando vivía en París, y plantarse en Barcelona, Milán o
Ámsterdam. Le han retirado el carnet cuatro veces, pero no le importa
confesar que si hoy no va tan deprisa es porque “las carreteras están
infestadas de cámaras y de coches”. El Porsche le trae buenos recuerdos.
Estamos en un hangar del Matadero de Madrid copado por la firma Carrera para presentar sus propuestas ópticas para este año. El fotógrafo está de acuerdo en que Vanderloo se luzca apoyado en ese coche. Pero alguien de la organización se tira en plancha. Ni hablar, Mark no puede posar junto al Porsche. Él representa la línea Icons, y para eso han traído un Jaguar. El Porsche es para otra gafa y otro famoso. El modelo se lo toma con deportividad y solicita, amablemente, que le soplen dos o tres consignas sobre lo que promociona. Es lo primero que suelta en la entrevista: “Asocian las Carrera Icons a un Jaguar porque es un coche clásico, y me llamaron a mí porque soy un modelo clásico, a lo James Dean. No digo que yo me parezca a James Dean, pero tú ya me entiendes”. Dicho de corrido, suena a sorna, pero es pura profesionalidad. Y, por acabar con este juego, ¿cómo se siente tratado como un icon? “Yo no me considero así, no me malinterpretes, pero si la gente me identifica como un icono, me halaga”.
Más allá de la imagen que tenga este holandés de casi 45 años de sí mismo, para España siempre será el exmarido de Esther Cañadas. Lo sabe y lo asume. A pesar de estar casado con la exmodelo y actriz Robine van der Meer, con la que tiene dos hijos y vive apaciblemente en Ibiza, no elude ese peaje: hablar sobre Cañadas. La moda los aclamó como la pareja más explosiva del cambio de siglo. Se conocieron en una campaña de DKNY, en 1997. Y Peter Lindbergh, el fotógrafo, se lo apuntó al propio Vanderloo: “Creo que te estás enamorando”. “Sí, fue un flechazo”, reconoce hoy.
Se casaron en 1999 y se divorciaron un año después. Coincidiendo, subrayan las malas lenguas, con el fin de un contrato por dos años que esa marca neoyorquina había firmado con la pareja. Ni siquiera rehúye la leyenda negra. “No me importa lo que digan. Es algo entre Esther y yo, ambos sabemos lo que pasó. Yo tenía 30 años y ella, 21. Ambos éramos aún demasiado jóvenes. Y vivimos nuestro matrimonio bajo mucho estrés, se interpusieron muchas cosas. Pero eso no quita que yo siga pensando que ella es una persona fantástica”. La ruptura se vivió bajo el mismo escrutinio mediático. “No fue fácil”, reconoce. “Por eso podrás comprobar que ya casi no hago entrevistas. Sobre todo al principio, tomé una distancia abismal con los medios. Me vi sobreexpuesto y no era el tipo de vida que quería para mí”.
No era la primera vez que se proponía cambiar de tercio. En 1996, escribió una carta a su agente renunciando. “Tenía 28 años. Pensé: ‘Ya está, ya lo he hecho todo en la moda’.
Después dormí 50 horas seguidas, me sacudí el jet-lag y, evidentemente, cambié de opinión.
Yo nunca planeé dedicarme a esto mucho tiempo.
Mi plan era hacer pasta un par de años y pasar a otra cosa”.
Había empezado por casualidad. Acompañó a una novia a un casting y acabaron protagonizando juntos una campaña de leche.
Él era un estudiante universitario y camarero a 150 euros la noche. Su padre exportaba huevos, su madre era ama de casa. Torcieron el gesto.
Hoy su padre vela en Bélgica por alguno de sus coches antiguos y su madre vive en una casa que le ha comprado en Figueira da Foz (Portugal).
Y ha diversificado sus negocios. Además de posar, compra, reforma y vende casas. “Empecé a hacerlo en Nueva York, a finales de los noventa.
Con la explosión inmobiliaria te forrabas. Hoy sería imposible”. Aunque sigue haciéndolo, a menor escala, en Ibiza, donde también le gustaría abrir un hotel.
Es, oficialmente, el modelo masculino de mayor duración, lo más parecido a Kate Moss que ha dado la pasarela masculina.
“Pronto acabaré rompiendo otro récord, de ser el más longevo a ser el modelo más viejo, a secas”. Ocupa el cuarto puesto en la lista Top icons men de Models.com.
Incluso llegó a inspirar el nombre de Zoolander, el modelo protagonista de la película homónima, sumando su apellido al de otro top de entonces, Johnny Zander.
“Ben Stiller me propuso aparecer, pero me pilló en plena separación y yo no estaba muy de salir en ninguna peli; pero me reí mucho viéndola”.
Los que le tenían perdido de vista es que no han reparado en sus recientes campañas de Hugo Boss junto a Daria Werbowy o de H&M fotografiada por Terry Richardson.
O su aparición en el corto The tale of a fairy, dirigido por Karl Lagerfeld, donde encarna a un seductor tahúr en Monte Carlo. “Según pisé ese casino me sentí como en casa”, bromea.
O no tanto.
Es un fanático del póker. “Empecé a jugarlo hace 15 años, en Atlantic City.
Me gusta más que el blackjack o la ruleta. Requiere inteligencia y no suerte. Y siempre, mientras conserves alguna ficha, puedes darle un vuelco al juego”. Ha participado en 15 grandes torneos.
Se confiesa ajeno al revuelo suscitado por la reciente reaparición pública de Esther Cañadas, visiblemente desmejorada, pero desestima que el paso del tiempo en la moda sea más cruel con las chicas.
“Yo aún veo a Christy Turlington o Linda Evangelista espléndidas.
Envejecer es fantástico. Es mejor estar acorde con tu edad que estar muerto”. Su amiga Evangelista proclamó que no ponía un pie fuera de la cama por menos de 10.000 dólares. Se ríe. “Dudo mucho que hoy declarara algo así: con 10.000 dólares apenas te llega para un paquete de tabaco y dos chocolatinas”. Y él, ¿cuánto llegó a pedir? Guiña un ojo.
“A mí me sacas de la cama por lo que cuestan dos chocolatinas”.
Estamos en un hangar del Matadero de Madrid copado por la firma Carrera para presentar sus propuestas ópticas para este año. El fotógrafo está de acuerdo en que Vanderloo se luzca apoyado en ese coche. Pero alguien de la organización se tira en plancha. Ni hablar, Mark no puede posar junto al Porsche. Él representa la línea Icons, y para eso han traído un Jaguar. El Porsche es para otra gafa y otro famoso. El modelo se lo toma con deportividad y solicita, amablemente, que le soplen dos o tres consignas sobre lo que promociona. Es lo primero que suelta en la entrevista: “Asocian las Carrera Icons a un Jaguar porque es un coche clásico, y me llamaron a mí porque soy un modelo clásico, a lo James Dean. No digo que yo me parezca a James Dean, pero tú ya me entiendes”. Dicho de corrido, suena a sorna, pero es pura profesionalidad. Y, por acabar con este juego, ¿cómo se siente tratado como un icon? “Yo no me considero así, no me malinterpretes, pero si la gente me identifica como un icono, me halaga”.
Más allá de la imagen que tenga este holandés de casi 45 años de sí mismo, para España siempre será el exmarido de Esther Cañadas. Lo sabe y lo asume. A pesar de estar casado con la exmodelo y actriz Robine van der Meer, con la que tiene dos hijos y vive apaciblemente en Ibiza, no elude ese peaje: hablar sobre Cañadas. La moda los aclamó como la pareja más explosiva del cambio de siglo. Se conocieron en una campaña de DKNY, en 1997. Y Peter Lindbergh, el fotógrafo, se lo apuntó al propio Vanderloo: “Creo que te estás enamorando”. “Sí, fue un flechazo”, reconoce hoy.
Se casaron en 1999 y se divorciaron un año después. Coincidiendo, subrayan las malas lenguas, con el fin de un contrato por dos años que esa marca neoyorquina había firmado con la pareja. Ni siquiera rehúye la leyenda negra. “No me importa lo que digan. Es algo entre Esther y yo, ambos sabemos lo que pasó. Yo tenía 30 años y ella, 21. Ambos éramos aún demasiado jóvenes. Y vivimos nuestro matrimonio bajo mucho estrés, se interpusieron muchas cosas. Pero eso no quita que yo siga pensando que ella es una persona fantástica”. La ruptura se vivió bajo el mismo escrutinio mediático. “No fue fácil”, reconoce. “Por eso podrás comprobar que ya casi no hago entrevistas. Sobre todo al principio, tomé una distancia abismal con los medios. Me vi sobreexpuesto y no era el tipo de vida que quería para mí”.
No era la primera vez que se proponía cambiar de tercio. En 1996, escribió una carta a su agente renunciando. “Tenía 28 años. Pensé: ‘Ya está, ya lo he hecho todo en la moda’.
Después dormí 50 horas seguidas, me sacudí el jet-lag y, evidentemente, cambié de opinión.
Yo nunca planeé dedicarme a esto mucho tiempo.
Mi plan era hacer pasta un par de años y pasar a otra cosa”.
Había empezado por casualidad. Acompañó a una novia a un casting y acabaron protagonizando juntos una campaña de leche.
Él era un estudiante universitario y camarero a 150 euros la noche. Su padre exportaba huevos, su madre era ama de casa. Torcieron el gesto.
Hoy su padre vela en Bélgica por alguno de sus coches antiguos y su madre vive en una casa que le ha comprado en Figueira da Foz (Portugal).
Y ha diversificado sus negocios. Además de posar, compra, reforma y vende casas. “Empecé a hacerlo en Nueva York, a finales de los noventa.
Con la explosión inmobiliaria te forrabas. Hoy sería imposible”. Aunque sigue haciéndolo, a menor escala, en Ibiza, donde también le gustaría abrir un hotel.
Es, oficialmente, el modelo masculino de mayor duración, lo más parecido a Kate Moss que ha dado la pasarela masculina.
“Pronto acabaré rompiendo otro récord, de ser el más longevo a ser el modelo más viejo, a secas”. Ocupa el cuarto puesto en la lista Top icons men de Models.com.
Incluso llegó a inspirar el nombre de Zoolander, el modelo protagonista de la película homónima, sumando su apellido al de otro top de entonces, Johnny Zander.
“Ben Stiller me propuso aparecer, pero me pilló en plena separación y yo no estaba muy de salir en ninguna peli; pero me reí mucho viéndola”.
Los que le tenían perdido de vista es que no han reparado en sus recientes campañas de Hugo Boss junto a Daria Werbowy o de H&M fotografiada por Terry Richardson.
O su aparición en el corto The tale of a fairy, dirigido por Karl Lagerfeld, donde encarna a un seductor tahúr en Monte Carlo. “Según pisé ese casino me sentí como en casa”, bromea.
O no tanto.
Es un fanático del póker. “Empecé a jugarlo hace 15 años, en Atlantic City.
Me gusta más que el blackjack o la ruleta. Requiere inteligencia y no suerte. Y siempre, mientras conserves alguna ficha, puedes darle un vuelco al juego”. Ha participado en 15 grandes torneos.
Se confiesa ajeno al revuelo suscitado por la reciente reaparición pública de Esther Cañadas, visiblemente desmejorada, pero desestima que el paso del tiempo en la moda sea más cruel con las chicas.
“Yo aún veo a Christy Turlington o Linda Evangelista espléndidas.
Envejecer es fantástico. Es mejor estar acorde con tu edad que estar muerto”. Su amiga Evangelista proclamó que no ponía un pie fuera de la cama por menos de 10.000 dólares. Se ríe. “Dudo mucho que hoy declarara algo así: con 10.000 dólares apenas te llega para un paquete de tabaco y dos chocolatinas”. Y él, ¿cuánto llegó a pedir? Guiña un ojo.
“A mí me sacas de la cama por lo que cuestan dos chocolatinas”.