Foto: irëne
Esta semana he andado mucho en el Facebook.
He leído a una amiga que
pide que le recomienden libros distópicos en portugués y a otra que
pregunta cuál es el método más eficiente para quitar una mancha de grasa
del pantalón. He cruzado por la selva de fotografías con frases
cristianas para compartir, bromas ingeniosas, chistes absurdos y las
anécdotas divertidas, tristes y dulces al mismo tiempo, de un amigo que
se está despidiendo así de su hermana enferma. He desplazado lecturas y
películas planeadas, y no me arrepiento.
El Facebook es un universo que
se extiende y se renueva; somos muy afortunados de haber participado
desde sus inicios de este momento.
Se me ocurre pensar qué hubiera pasado si este fenómeno hubiera
sucedido a fines de los 50. Ahora, los sobrevivientes del Boom Literario
miran con recelo e incluso menosprecio a las redes sociales, pero de
haber sucedido cuando empezaban sus carreras literarias sin duda
hubieran participado. Gabriel García Márquez tendría una página casi sin
actividad, etiquetado en muchas fotos y textos de sus amigos,
contestando con ironía alguna que otra frase. Jamás pondría "Me Gusta".
A
nada. Eso no va con él. Carlos Fuentes, por el contrario, sería un
heavy user.
Constantemente actualizaría su página con enlaces a lecturas, en
francés, inglés y castellano, a noticias internacionales sobre política,
cultura, economía. Colgaría largos, interminables estatus -cuando no
"notas"- con posturas políticas (la literatura también ocuparía un
lugar, pero menor) y crearía ábumes con fotografías donde se le vería,
inevitablemente elegante y sonriente, en países remotos o sitios
célebres. ¿Sería quizá un adicto al
Foursquare?
Probablemente,
pero de ninguna manera al Twitter.
Mario Vargas Llosa, por su parte,
tendría un perfil parecido al de Carlos Fuentes, quizá más combativo
pero menos frecuente. A diferencia de García Márquez y de Fuentes, sería
muy selectivo al aceptar amistades, colgaría muy pocas fotos y antes
que escribir estatus -que, sin duda, escribiría- se dedicaría a comentar
en las páginas de los demás.
Sería un argumentador feroz, culto e
ingenioso, siempre con la última palabra y dispuesto a discutir incluso
con los
troll.
De vez en cuando, algún familiar lo saludaría y
Vargas Llosa no podría evitar poner debajo una frase amable y doméstica,
siempre en plural: "Ha empezado el frío y es difícil acostumbrarse,
pero estamos bien. Patricia y yo los recordamos siempre". Tampoco
tendría Twitter.
¿Y Julio Cortázar? Ninguno como él para aprovechar al máximo las
redes sociales.
No solo tendría una cuenta de Facebook o Twitter, sino
de cualquier plataforma que apareciese, aunque solo fuera por
curiosidad. Incluso, se me ocurre, tendría varias cuentas de Facebook, y
aprovecharía la cuentas falsas para crear conversaciones y situaciones
absurdas, cómicas o complejas en su cuenta real. ¿Quién escribe esto y
contesta lo otro? Intervendría en todas las conversaciones (incluso en
el consejo sobre el mejor método para sacar manchas de grasa), pondría
centenares de "Me Gusta", colgaría videos de YouTube de jazz,
situaciones extrañas, bromas y gatos. Compartiría memes divertidos.
Hablaría de todo, incluso de deporte. Sus estatus políticos serían
serios pero también escribiría textos divertidos, con el humor del libro
de cronopios, o mostrando el lado ridículo de la seriedad como en
Último round. Obviamente,
lo suyo sería el juego de palabras.
Sería adicto al Instagram
. Subiría
fotos de objetos, carteles, personas, paisajes, animales, todos
fotografiados con su iPhone mientras pasea y acompañados por textos
breves o titulados con ingenio.
Su cuenta de Pinterest sería,
simplemente, espléndida, de visita obligatoria, como un museo
maravilloso donde cada foto es un hallazgo.
Sus enlaces seguirían la
misma lógica del asombro ante el absurdo del mundo. "
Juegos de la imaginación, dice el señor cuerdo que nunca falta entre los locos"
dijo alguna vez Cortázar, arrastrando las erres. Juegos de la
imaginación también los míos, sin duda. El Facebook de Cortázar.
¿A
quién se le ocurre?
Se me ocurre a mí y no sin razón. Se cumplen este año el cincuentenario de la primera edición de
Rayuela
y aunque el ambiente entre los lectores es festivo, los escritores -me
incluyo- somos más escépticos.
He leído varias declaraciones contra
Rayuela,
algunas incluso de inusitada violencia, y reconozco que estoy dispuesto
a aceptar como válida la mayoría de críticas. En especial aquellas que
sostienen que Cortázar es mejor cuentista y que
Rayuela es una novela desigual.
Lo es, aunque ¿qué novela de más de 300 páginas no es desigual?
Nada puede impedir que el mundo de
Rayuela haya
envejecido tan rápido, mientras envejecían o se trivializaban sus
preocupaciones. La filosofía zen, el pensamientos budista o las Mandalas
se han convertido ahora en tema de libros de auto ayuda.
Los
hipervínculos, del que fue casi un precursor, son ahora cosa de todos
los días y por eso
Rayuela, en medio de la tecnología actual,
parece un mamotreto inmanejable y tan anacrónico como solo puede serlo
lo que fue alguna vez modernísimo.
Además, la afición de Cortázar por
las frases ingeniosas o entrañables, aforismos o grafitis que pintados
en paredes cambiarían el mundo, ahora se frivolizan en memes o tuits
para etiquetar y compartir.
Sin embargo, no tengo duda de que
Rayuela sobrevivirá
nuestro escepticismo no solo porque es una novela que dice cosas, sino
porque las dice de una manera lúdica (por encima de la pomposidad de
algunas escenas o ideas) que no se ha desactualizado sino, al contrario,
se ha convertido en una marca registrada en las redes sociales
. No es
gratuito que el libro se titule como un juego de niños ni que, incluso
en sus momentos más solemnes, aflore el lado divertido, la sonrisa que
se ríe de sí mismo y celebra la travesura, el malentendido o el absurdo.
Como ninguno, Cortázar consiguió captar una instantánea de su tiempo,
aunque esa fortuna siempre pasa la factura.
Aún así, lo lúdico se alza
sobre cualquier hoguera prematura para decirnos que puede haber
envejecido el mundo que originó
Rayuela, pero jamás
Rayuela.