Un Blues

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Del material conque están hechos los sueños

31 mar 2013

“Doné sangre para comer”

Jose y su pareja han pasado de tener dos comercios en Albacete a comer gracias a Cáritas y Cruz Roja.

 

José Blanco y su pareja esperan el desahucio. / tania castro
Hace dos años, José Blanco, de 27 años, tenía una cristalería en Albacete. Su pareja, de 32, una papelería. Todo iba bien. Ahora, esta familia formada por los dos y el hijo de ella, de seis años, se alimenta de la comida que les entregan Cáritas el último jueves de mes y Cruz Roja cada día 15.
José se ha propuesto no dejarse arrastrar por la situación.
 Y, por encima de todo, blindar al pequeño. El desánimo se lo guarda para él. Lo combate por las noches con lorazepam (un sedante) y por las mañanas con escitalopram (un antidepresivo).
“Me lo iban a quitar en enero pero al bajarme la dosis una mañana no pude levantarme, el desánimo era total”. Su pareja, que está embarazada, también necesita antidepresivos (toma Adofén).
A ella apenas le apetece hablar.
 Ni que se la identifique o se la reconozca en la fotografía que acompaña este artículo. “Si te digo que estoy bien te miento”, musita desde un extremo del sofá del comedor de su casa —de la que tienen un procedimiento de desahucio en marcha y que en breve dejarán por otra más barata—.
 “Con lo bien que nos iba y vernos así... Lo llevo mal”.
 Desde el otro extremo del sofá José no se guarda un detalle. “¿Por qué tendría que negarme a contar lo que nos pasa? Esto no es ningún pecado, y seguro que hay miles de personas en mi situación”. Y narra anécdotas como cuando acudió a donar sangre para comer un bocadillo cuando acompañó a su pareja a Murcia, donde permaneció ingresada una semana para someterse a un control por los desfallecimientos repentinos que sufre.
 “A los tres días sin apenas comer, no me tenía en pie”.
José y su compañera se conocían del pueblo, Beas de Segura (Jaén). En 2010 dieron un cambio a su vida y eligieron Albacete para este proyecto en común. Él abrió un almacén de distribución de cristales. Ella, una papelería
. Lo que se presentó como su mejor pedido —“me daba trabajo para todo el año”— fue una trampa de la que no pudo salir.
 Fue un encargo de 37.000 euros que nunca le pagaron y que le atrapó. Demasiado dinero para dos negocios que acababan de arrancar. “Entonces empecé a ver que tenía un problema”, explica. Aguantó hasta finales de 2011. Reunió a los proveedores y les dijo que no podía pagarles
. Cerró.
 Le embargaron por las deudas de las cuotas de la Seguridad Social de su empleado. Su cotización de autónomo no incluía paro, por lo que ninguno ha percibido prestación.
 Sin ayuda familiar y sin empleo —“me he llegado a ofrecer como carpintero por 300 euros”—, su situación era cada vez más agónica. “Lo pasamos muy mal”. En septiembre de 2012 se dieron de bruces con la realidad. “No teníamos leche para el niño”, comenta.
 Entonces se acercaron a los servicios sociales municipales. “Verte en esta situación es muy duro”, explica. Le remitieron a Cáritas. “A la cola de la iglesia a por comida voy yo, a la vista de los vecinos. Lo que sea para que no le falte nada al niño”.
José está ilusionado con un negocio que le puede salir con ayuda de Cáritas
. Su otra esperanza es que Pepa, la responsable de su oficina de empleo, le dé la noticia que lleva meses aguardando: “José, tengo un trabajo para ti”.

Dolce y Gabbana deben pagar más de 340 millones al fisco italiano

Los diseñadores Stefano Gabbana y Domenico Dolce, el pasado 21 de marzo en un desfile de su última colección. / CORDON PRESS

Tan italianos a la hora de aprovechar los tópicos sicilianos para publicitar sus prendas, pero a la vez tan poco patrióticos cuando toca pagar los impuestos.
 Finalmente, la justicia ha dictaminado que Domenico Dolce y Stefano Gabbana, dos de los diseñadores más famosos del mundo, tienen que devolver a Hacienda ni más ni menos que 343,4 millones de euros.
 Se trata de una sentencia en la que el sábado el Tribunal Fiscal de Milán confirmó la decisión de la primera instancia, que condenó a los padres de la firma Dolce & Gabbana por evasión fiscal en noviembre de 2011. En aquella ocasión, ambos diseñadores no dudaron en apelar el fallo, pero la jugada, de momento, les ha salido mal.
La guerra de los reyes del made in Italy contra Hacienda se viene librando desde hace varios años.
 En 2004, ambos modistos crearon dos sociedades en Luxemburgo, con las que se compraron a sí mismos por un precio de 360 millones de euros gran parte de su imperio de la moda.
 Sin embargo, acabaron gestionando las ganancias de igual manera, solo que bajo las leyes fiscales de aquel pequeño estado, donde el impuesto de sociedades es muchísimo más bajo que el italiano, uno de los más caros del mundo.
 El chollo era evidente. Tanto, que las operaciones, aunque bien encubiertas, despertaron las sospechas de la policía fiscal. En 2010, los diseñadores fueron acusados de haber montado “una caja fuerte” en el extranjero, para “generar una planificación fiscal internacional ilícita con el único objetivo de ahorrarse impuestos”. La Fiscalía de Milán vio en sus operaciones delitos de fraude fiscal y de estafa contra el Estado.
La sesión preliminar del juicio, sin embargo, se cerró con la suspensión de los cargos:
 “La transferencia se desarrolló a la luz del día”, escribió entonces el juez. Tras meses de batalla en los tribunales, a finales de 2011 el Supremo volvió a abrir el juicio, al considerar que sí existían motivos suficientes para que los dos creadores se sentaran en el banquillo.
 En noviembre de aquel año llegó la sentencia de la primera instancia: la operación en Luxemburgo era ilícita porque los diseñadores pagaron apenas 360 millones, cuando, según los investigadores, la parte de la empresa que compraron valía más de 730.
Ahora Hacienda gana su segunda gran batalla y pide su dinero de vuelta.
 Para evitar meterse la mano al bolsillo, Domenico y Stefano solo tienen una opción: jugar su última carta ante el Supremo.

Las sopas de Mitterrand..........Una Película sobre una interesante mujer.

Una antigua cocinera del expresidente francés inspira una película y revela algunas de sus debilidades

Daniele Mazet-Delpeuch le hizo la comida al mandatario durante dos años, de 1988 a 1990, en los que mantuvo largas conversaciones con él: "Había perdido ya la ilusión en la naturaleza humana”.

 

La cocinera de François Mitterrand, Daniele Delpeuch, en un restaurante de Madrid. / SAMUEL SÁNCHEZ

Hay formas de viajar en el tiempo, de regresar a la niñez, a la pubertad o a la juventud… Hay transportes más rápidos y más lentos.
 Entre estos últimos están la memoria, el sentido de la vista, el del oído… Pero hay viajes fulminantes al pasado, inesperados, que se hacen casi sin querer, con el olfato y el gusto.
 Lo sabía bien el expresidente de Francia François Mitterrand (Jarnac, Charente, 1916 - París, 8 de enero de 1996). Quizá por eso era un gastrónomo empedernido.
 Quizá por eso, pocos años antes de morir, —antes de elegir el día exacto de su deceso y después de diez años ocultando su cáncer de páncreas—, hizo dos cosas.
 La primera fue dirigir pormenorizadamente la preparación de una última cena.
Y la segunda, contratar a una cocinera que le hiciera las comidas de su abuela en el Elíseo.
 Cuentan las leyendas, que para aquel homenaje culinario de despedida en la Navidad de 1995 cerca de Burdeos eligió un menú que incluía ostras de Marennes, foie gras, capón y un plato prohibido, coup d’effet’, unas cazuelitas con escribanos hortelanos, unos preciados pajarillos de colores.
Para cocinarle diariamente en el palacio del número 55 de la calle Faubourg Saint-Honoré de París eligió —dejándose recomendar por el chef Joel Robuchon— a Daniele Mazet-Delpeuch, una mujer del campo, del suroeste de Francia, con una debilidad muy propia de su región, Périgord: las trufas.
El presidente era feliz pero estaba cansado, no tenía nada más que esperar y quiso darse un respiro
Las trufas de Périgord son conocidas como diamantes negros, son tan caprichosas como el clima y suelen dejarse oler a finales del otoño y principios del invierno.
 Desde que los egipcios las incorporasen a su cocina, se han difundido toda clase de cuentos que perfuman, más si cabe, a estos hongos amorfos y negruzcos que se encuentran esturreados por los bosques de robles o castaños y que llevan el sabor de sus tierras en las entrañas.
 Que si son afrodisiacos, que si están endemoniados… Al expresidente francés le gustaban tanto como para dejar el despacho, bajar las escaleras hasta los sótanos de palacio y meterse en la cocina para aspirar profundamente su olor mientras las desenvolvían del trapo.
 Tanto como para sentarse allí en un taburete con su cocinera y comerse una tostada con aceite y trufa laminada… Mmm… Uno segundos de silencio y, a continuación, un viaje privado, de esos que se hacen con los ojos cerrados mientras se mastica.
Y, de regreso, una frase: “La adversité me donne la force” (“La adversidad me da la fuerza”).
Así ocurrió. La escena está contada en Carnets de cuisine du Périgord à l'Elysée, escrito por Delpeuch en 1994, dos años después de dejar el Eliseo. “Lo escribí para dejar constancia de esa experiencia, porque sabía que se me olvidarían muchas cosas de esos días”, dice esta mujer de 71 años que, desde los fogones del Eliseo, ha popularizado “la cocina burguesa francesa” por todo el mundo
. Porque ese libro, que asegura que escribió para sus nietos, ha servido de guión en el rodaje de La cocinera del presidente (Les saveurs du palais), la película del director galo Christian Vincent que se estrenó la semana pasada en los cines españoles con Catherine Frot y Jean d'Ormesson como protagonistas, en los papeles de Delpeuch y Mitterrand, respectivamente.
Yo tenía el poder en la cocina y él en su sitio. Había confianza y distancia. Era un hombre que respetaba mucho al personal y el trabajo
“El 98% de lo que se ve en la cinta es cierto”, asegura Delpeuch, que ahora recorre el mundo como embajadora de este filme que cuenta los dos años, de 1988 a 1990, que pasó junto al hombre que más tiempo fue presidente de la república francesa, de 1981 a 1996.
“Cuando yo llegué, acababan de elegirle por segunda vez, ya no tenía nada que esperar de ese cargo, simplemente no había nadie para tomarle el relevo y por eso le reeligieron”, cuenta Delpeuch, en lo que dura un café en la cafetería de un hotel de Madrid. “Él había crecido en una familia donde cocinaba la abuela junto a otra cocinera y, llegado este punto de su trayectoria vital y profesional, y teniendo en cuenta que tenía otros siete años por delante, quiso darse un respiro”, prosigue la cocinera —que sigue impartiendo cursos de cómo hacer foie gras en su granja de Périgord—.
“El presidente era feliz pero estaba un poco cansado, había perdido ya un poco la ilusión en la naturaleza humana”, agrega.
 Puede que buscara sosiego en los sabores de aquellos días porque la única directriz que le dio fue: “Hágame la cocina de mi abuela”.
Las conversaciones de horas que Delpeuch mantuvo con Mitterrand, y que dieron lugar a toda clase de intrigas y de envidias en el Eliseo, comenzaron cuando ella le pidió audiencia para que destensara las relaciones entre su pequeña cocina y la central del palacio, que se encargaba de la comida del personal.
Un director de gabinete es solo un director de gabinete y un presidente es solo un presidente
“Mi intención era trasladarle los problemas para que tomara decisiones.
 Pero siempre empezábamos y acabábamos hablando de recetas, de la preparación de los espárragos o de libros de cocina
. Era tan exigente como se ha dicho”, cuenta, quien por aquel entonces ya había trabajado seis años en Estados Unidos “para devolverle un dineral al fisco”, y había sacado adelante a sus cuatro hijos, comprado su granja y cedido un terreno a su marido.
 “Al día siguiente de esos encuentros nadie me ponía ningún problema para nada porque se corría la voz de que había pasado varias horas charlando con el presidente”, recuerda.
Según relata esta cocinera, era habitual que Mitterrand se dejara caer por su cocina. “Simplemente porque le resultaba más sencillo que llamar al servicio”. Y con tono desmitificador añade: “No había nada de sentimental en ese comportamiento. Yo tenía el poder en la cocina y él en su sitio. Había confianza y distancia
. Era un hombre que respetaba mucho al personal y el trabajo [fue en esos años en los que Mitterrand instauró el salario social] , lo que en mi caso implicaba curiosidad, generosidad y humanidad hacia la gastronomía”.
Delpeuch se fue cuando consideró que “la aventura había acabado”, conoció a mucha gente importante en el Eliseo y sacó una conclusión: “Un director de gabinete es solo un director de gabinete y un presidente es solo un presidente
”. Eso sí: “Preparar una sopa diferente cada día es un arte”.

El otoño del comunista

Eugen Ruge narra el desplome de la RDA en 'En tiempos de luz menguante'

En 2011 la novela recibió el Premio del Libro que concede el gremio de libreros alemanes.

Policías de frontera de la Alemania del Este durante la caída del muro de Berlín en la puerta de
Cada vez que en Alemania se publica un libro en el que salen más de tres veces las palabras comunismo y Alemania Oriental, se levanta una tormenta en las hojas literarias de los diarios y todos susurran excitados: la gran novela sobre la RDA.
 Resultaría risible si no correspondiese, casi un cuarto de siglo después de la caída del Muro, a una demanda lectora cada vez más justificada, aparte de implicar un interrogante grave para la literatura alemana actual: ¿es realmente capaz de aportar una novela que recoja e ilumine este periodo histórico como lo hacían Berlín Alexanderplatz con la época de entreguerras, o El tambor de hojalata con los años treinta, cuarenta y cincuenta?
Lo cierto es que no han faltado libros que salían al paso de esta exagerada expectativa —Es cuento largo, del propio Günter Grass; Bajo el nombre de Norma, de Ingrid Burmeister; Simple Stories, de Ingo Schulze, por nombrar sólo los más conocidos—, pero la excesiva proximidad a las vivencias propias y ajenas de la fracasada utopía socialista ha cargado la “novela de la reunificación” de un superávit de heroicidad y bufonadas, cuando no derivaba directamente en el ajuste de cuentas; excepciones aparte, como La torre, de Uwe Tellkamp, el fascinante panorama de un microcosmos intelectual en la Dresde de los años ochenta.
En tiempos de luz menguante. Novela de una familia de Eugen Ruge. Traducción de Richard Gross. Anagrama. Barcelona, 2013. 394 páginas. 19,90 euros (electrónico, 15,99)
En tiempos de luz menguante, sin embargo, tiene poco en común con estos antecedentes. Tal vez porque su autor, Eugen Ruge (Sosva, Urales, 1954), matemático geofísico en la RDA y luego dramaturgo y guionista, ha escrito esta su primera novela en la madurez y desde la distancia del tiempo.
 Sin pretensiones estilísticas, pero con escrupulosa precisión verbal y observación crítica, cuenta la historia de una familia de comunistas y su decadencia, al compás del decaimiento de la sociedad en la que viven. Y a juzgar por la vibrante presencia de los personajes, por los a veces solo insinuados detalles íntimos de sus relaciones y por la minuciosa recreación de los espacios interiores, hay mucho de la historia propia del autor.
En todo caso, es una saga familiar que repasa con magnífica serenidad y gran sentido de la ironía medio siglo de historia alemana, oriental y occidental, haciéndonos comprender, a través de la mirada interior de los personajes, algo más de los grandes desastres políticos del siglo XX. En este sentido, la comparación con las novelas de Alfred Döblin y Günter Grass no resulta tan desencaminada.
El relato arranca en el año 2001, pero se adentra mediante sucesivos saltos en el pasado de las distintas generaciones de los Powileit-Umnitzer, en los años cincuenta, sesenta y setenta, para fijar la atención en el 1 de octubre de 1989, el noventa cumpleaños del patriarca, Wilhelm Powileit.
Este día crepuscular, no solo para Wilhelm sino también para la RDA, se describe en seis capítulos desde seis perspectivas distintas, muy divergentes entre sí: la del mismo homenajeado, un terco cascarrabias y defensor del estalinismo; la de su esposa, la amargada oportunista Charlotte; la de su hijo Kurt, destacado historiador del régimen, pero inconformista; de la esposa rusa de Kurt, Irina, que ahoga su marginación en Alemania Oriental en alcohol; la de la madre anciana de Irina, casi analfabeta y replegada en el mundo de sus recuerdos, y la del bisnieto Markus, un adolescente desconectado ya del todo del politizado contexto familiar.
Este es el procedimiento narrativo en todo el libro y su gran acierto, pues nunca juzga ni pronuncia verdades, simplemente ofrece varias versiones de la verdad.
 De este modo tan discreto como eficaz se hace transparente el funcionamiento de este pequeño y privilegiado núcleo familiar que con sus egoísmos, ideales, titubeos y deserciones interiores resulta bastante representativo para la sociedad que lo rodea.
Y si bien Eugen Ruge evita, con su racionalidad narrativa y su admirable sentido del ritmo dramático, los momentos “denunciatorios”, sabe hablar a las claras, como en la escena del discurso de condecoración del “camarada Powileit”, en la que el pacífico historiador Kurt ve toda la inconsistencia de la labor política de su padrastro: “Bien mirado y con toda objetividad, pensó Kurt mientras seguía aplaudiendo, Wilhelm fue corresponsable de que las fuerzas de la izquierda se pulverizaran mutuamente durante la década de los veinte, facilitando así la victoria del fascismo en Alemania. (…) La historia de la resistencia antifascista no era más que una historia del fracaso, de las luchas fratricidas, de los errores de juicio y la traición cometida por ‘el gran timonel’ contra aquellos que pusieron el pellejo en la clandestinidad”.
Ruge escribe una prosa eficaz y cuidada —traducida por Richard Gross con fino oído para los distintos registros verbales de cada figura—, que se lee con auténtico placer: acompaña con suma discreción giros de acción inteligentes, emociones creíbles, pequeños clímax de humor sutil. Por una vez, el Premio del Libro, que desde 2005 concede a bombo y platillo el gremio de libreros alemanes en la Feria de Fráncfort, ha galardonado una novela de sólida sustancia que perdurará.
En tiempos de luz menguante. Novela de una familia de Eugen Ruge. Traducción de Richard Gross. Anagrama. Barcelona, 2013. 394 páginas. 19,90 euros (electrónico, 15,99)