Se ha mantenido ajena al ruido que rodea la maquinaria editorial y
mediática, no ha concedido entrevistas durante décadas, ni ofrecido
lecturas públicas, ni impartido clases de escritura creativa en
universidades, ni mucho menos asistido a fiestas literarias.
Sin
embargo, la distancia que la novelista Anne Tyler (Minneapolis, 1941) ha
tomado respecto del ojo público carece del dramatismo que rodea otros
célebres casos, como el de
J. D. Salinger o
Thomas Pynchon,
que han cautivado el imaginario colectivo.
Los aspavientos no forman
parte del vocabulario literario ni vital de esta autora, una de las
grandes voces de la novela estadounidense desde que saltó a escena a
finales de los sesenta, miembro de la Academia de las Letras Americana,
admirada por
John Updike y Eudora Welty, y galardonada con un
Premio Pulitzer y un
National Book Award.
Frente a la puerta de su casa en una urbanización rodeada de un
bosque a 10 minutos de la estación de tren de Baltimore, cabe pensar en
las peculiaridades de los personajes de sus novelas
. Las rarezas en el
mundo de Tyler son hábitos, no excepciones para llamar la atención.
Así
Aaron, el protagonista de
El hombre que dijo adiós
(Lumen) su novela número 19 publicada ahora en España, habla con
chocante naturalidad y sin atisbo de histrionismo sobre el fantasma de
su esposa incorporado en su rutina, en un peculiar año del pensamiento
mágico, conectado de alguna manera con aquel que describió con certera
prosa Joan Didion en su libro de memorias.
Como ya lo hiciera con
El turista accidental —una de las más célebres novelas de Tyler, cuya versión cinematográfica protagonizó
William Hurt—,
esta autora vuelve a incorporar los libros a la vida de sus personajes.
Aaron, el protagonista, es un tullido, distante y tierno director de
una editorial familiar dedicada a publicar libros de encargo,
normalmente biografías de particulares, y una serie de guías de
divulgación de temas tan diversos como los vinos, el cáncer o la
observación de los pájaros
. Tyler enfoca su pluma en vidas aparentemente
anodinas, y cava para mostrar humor y ternura, sin condescendencia, ni
ñoñería. Su territorio de ficción es Baltimore, ciudad a la que llegó
recién casada con el psiquiatra iraní y también novelista Taghi
Modarressi, fallecido en 1997.
“Es un lugar muy crudo, como
The Wire,
en muchos sentidos”, asegura Tyler, devota fan de la serie televisiva,
que ha visto ya tres veces con un grupo de amigas.
“Siempre fue
industrial con puerto, la crema de la sociedad vivía separada del resto,
en otra parte.
Yo llegué en 1967 y tenía una hija. Estaba tan aislada,
algo que siempre pasa cuando tienes hijos pequeños. Era una ciudad muy
difícil de penetrar.
Vivía en un barrio antiguo con señoras mayores de
clase alta. Un día que estaba amargada pensé que aquello era como una
máquina del tiempo, era como 1890, un lugar con reglas y guantes
blancos.
De ahí surgió la primera novela que escribí situada aquí”,
recuerda.
Nunca había hablado por teléfono hasta que salí de allí”, dice sobre la comunidad cuáquera en la que se crió
Esbelta y elegante, esta mañana viste un jersey gris de cuello
vuelto, pantalones de pinzas y lleva el pelo recogido en un moño, sus
ojos claros están enmarcados por un flequillo.
El salón con chimenea,
amplios sofás de terciopelo azul y alfombras persas se abre al jardín, y
mientras prepara una taza de té, se muestra como una conversadora
deferente, curiosa y algo tímida.
Tyler habla de su trabajo como
novelista asumiendo que su profesión es como cualquier otra, fuese esta
la carpintería o la conducción de autobuses
. Queda claro que ella
odiaría darse importancia por ello y Tyler es respetuosamente militante
en esto. “Me parece que hay cosas que están fuera de lugar. ¿Por qué a
alguien que ha escrito un libro le invitan a dar un discurso?
No hay
relación entre estas dos cosas. O ¿le piden que imparta una clase? Yo,
no sabría cómo
. Creo que todo esto forma parte de un sistema raro”,
reflexiona. No, ella no tenía intención de ser escritora, aunque siempre
tuvo debilidad por las historias realistas, que aún lee y disfruta con
pasión, “como si comiera chocolate”
. De niña le entusiasmaban aquellas
que hablaban de las chicas que habían conquistado el salvaje Oeste en
caravanas. “Me enfadaba mucho si mi madre trataba de leerme un cuento de
hadas, porque pensaba ¿cómo de tonta te crees que soy?”, recuerda con
una discreta sonrisa.
Dice que ha intentado una vez al menos cada cosa.
Dio una charla,
presentó un libro, impartió una clase, ha concedido alguna rara
entrevista en los últimos años y una vez también hizo de entrevistadora
con Eudora Welty, la escritora sureña a quien más ha admirado. Leyó uno
de sus cuentos a los 14 años y aquello revolucionó su idea de lo que era
la literatura.
“Tenía esta frase sobre cómo una chica era tan lenta que
se podía pasar todo el día mirando cómo la ele se desliza en la ce en
la etiqueta de una Coca-Cola.
Me dije, yo conozco a esta chica. Crecí en
el Sur, trabajé un verano en una plantación de tabaco.
La idea de que
pudieras escribir sobre alguien así fue un gran descubrimiento, algo
emocionante. Welty quería a sus personajes y les respetaba. ¿Has visto
sus fotos?
Es imposible no fiarse de ella”, comenta. En su lista de una
vez en la vida, también hay dos antologías de escritores sureños.
Cuenta
que cuando era joven sentía que el Sur era una cultura de narración,
con un gozo particular en la recreación de los personajes y sus
historias.
Hija de un químico pacifista y una ama de casa, la mayor de cuatro
hermanos, Tyler se crió en una comunidad cuáquera en Carolina del Norte.
Quizá por eso no teme al silencio, rasgo que ha definido buena parte de
su carrera. “No soy religiosa pero esto me ha influido muchísimo,
probablemente más de lo que yo misma creo. Estas comunidades estaban muy
aisladas, en medio de la naturaleza, y esto te enseña a sentirte fuera.
Nunca había hablado por teléfono hasta que salí de allí. Pero esto de
ser un extraño es algo muy útil para un escritor, porque miras al mundo
con distancia y te sorprende un poco más que a los demás”, apunta.
“Además, me ayudó a tener ese sentido de receptividad, esa actitud de
que me siento callada y dejo que la historia llegue cuando quiera”.
Ser un extraño es muy útil para un escritor: miras al mundo con distancia y te sorprende un poco más que a los demás”
Tyler escribe a mano, pasa el texto a ordenador y se graba leyendo
para repasar la transcripción.
Cuenta que le gusta trabajar por las
mañanas los días laborables después de dar un paseo.
Piensa que es
importante comparecer ante el escritorio, aunque se tenga un mal día.
Colgado en la pared conserva un poema que “trata sobre irse a dormir”,
pero a ella le sirve para recordarle que debe poner la mente en blanco
para que llegue algo que no se atreve a llamar inspiración.
“En la
escritura tienes que permitirte ser un plato vacío, listo para ser
llenado”, asegura.
La cocina es uno de sus temas favoritos, una metáfora
en la que la escritora encuentra algo que va estrechamente ligado al
carácter de las personas, como en el caso de su querido Ezra, su
personaje favorito de
Reunión en el restaurante nostalgia.
A medida que avanza la conversación asoma la imaginación desbordante
que se esconde tras esta ordenada dama.
Cuenta que cuando se esfuerza
por armar una trama, recurre a una caja con tarjetones que ha ido
anotando.
“A veces son apuntes tipo ¿qué pasaría si? Cosas que se me han
ocurrido al ver a una pareja por la calle y pensar que no pegan y
preguntarme cómo sería si ella esto, y él lo otro”, explica.
Las
tarjetas quedan almacenadas hasta que Tyler rebusca entre ellas, elige
unas cuantas y comienza a preguntarse cómo podría juntarlas
. “En ese
momento mis personajes empiezan a despertarse y cobrar vida en mi
cabeza, empiezan a decir frases”, asegura. ¿La imaginación es una
herramienta útil para ir por la vida?
“Sí, te mantiene atento e
interesado incluso si estás parado haciendo cola en la oficina de
Correos.
Ves cosas que pasan e intentas comprender qué está por debajo”,
dice.
Graduada en la Universidad de Duke y en Columbia, donde se
especializó en Filología Rusa (“en aquellos años era la cosa más
descabellada que uno podía hacer y me advirtieron de que podía tener al
FBI controlándome, cosa que acabó por convencerme”), Tyler afirma que
entró en la literatura gracias a profesores que la animaron a mandar
cuentos a las revistas, que fueron publicados.
También le dijeron que
debía arrancar una novela, porque solo los escritores que tienen alguna
triunfan con cuentos. “Me metí en esto sin saber lo que hacía. Ni
siquiera me gustan, veamos, mis primeras cinco novelas, porque no era
consciente del proceso”, confiesa.
PREGUNTA. ¿Cómo ha evolucionado su trabajo como escritora?
RESPUESTA. Cuando era joven intentaba eso de “déjame
que te cuente cómo me siento o qué pienso sobre esto o lo otro”, pero
es muy arrogante pensar que tienes algo que decir.
Las cosas cambiaron
cuando descubrí que escribir una novela es la manera de vivir la vida de
otra persona. Se trataba menos de ponerme yo por delante y más de
entrar en otra gente.
Empezó a ser realmente divertido. Sentía, y siento
ahora a los 71 años, que hay algo adictivo en todo esto. No puedo ni
pensar en renunciar a ello.
P. Philip Roth ha anunciado que lo deja.
Es más duro ser hombre. Un narrador masculino está más constreñido. Las mujeres pueden hablar de cómo se sienten”
R. Me puse muy triste cuando me enteré. También dijo
que había escrito en su ordenador algo tipo: no más lucha. A lo mejor
él no lo pasaba tan bien. ¿Sabes? Apostaría a que saca otro libro en
cualquier caso, después de un tiempo dirá que lo echa de menos.
P. Ha guardado las distancias con el mundo literario y la prensa. ¿Por qué?
R. Parece que si hablo sobre mi escritura luego
durante un tiempo no puedo escribir.
Me vuelvo más consciente. Es el
beso de la muerte. Sé que suena raro, pero es como si cuando hablara de
ello hubiera un hada o un elfo de la escritura que se esconde en un
calcetín y dice ya no voy a hacerlo más.
P. ¿Pensar demasiado agota el truco?
R. Es como si vieras los frenos chirriando detrás de
la escena y dices “¡oh, en el fondo esto es tan artificial!”. Hay este
dicho de los ciempiés que cuando piensan qué pie va antes se tropiezan.
Es autoprotección. Cuando escribo, en los primeros borradores intento
olvidar que alguien lo va a leer. No quiero tener a mis lectores cerca.
P. ¿Ellos le escriben?
R. Recibo cartas y ha habido gente que ha estado en
contacto, pero no tantos. Baltimore es muy privado y los escritores no
son estrellas de cine. Teóricamente me gusta saber de mis lectores, pero
si me dicen lo que piensan aunque sea positivo, me perturba. Incluso
las reseñas positivas me hacen daño porque me hacen pensar en lo que
hago.
P. ¿Como lectora tampoco mira las reseñas de otros libros?
R. Las leo, pero lo que odio es que hoy en día te cuentan todo el argumento. ¿No es una locura?
P. Es verdad que los escritores no son estrellas de
Hollywood, pero sí han tenido durante años ese grado de celebridad en
Estados Unidos.
R. Sí, tipo
Norman Mailer.
También
Dickens,
pero eso era otra época.
Quizá aún sea el caso con algunos jóvenes. Hay
algo cómodo en convertirte en un escritor mayor; no soy tan importante y
esto relaja. No espero que la gente se muera por conocerme.
Si hablo sobre mi escritura durante un tiempo no puedo escribir. Me vuelvo más consciente. Es el beso de la muerte
P. Hay tensión en sus libros entre unas vidas muy
convencionales y unos personajes muy excéntricos. ¿Se necesita un orden
formal para gente soñadora?
R. No sé. Se trata de Baltimore más bien, una ciudad
muy convencional con un férreo sistema de clase, y gente que piensa que
sabe cómo deben ser las cosas, pero a la vez es un lugar excéntrico,
fíjate en
John Waters. Esto ha permeado en mis libros. También creo que toda persona a la que mires suficientemente cerca tendrá un punto raro.
P. Las excentricidades en sus novelas están a menudo ligadas a dinámicas familiares. ¿También en su vida?
R. Sí, me pasa con mis hermanos. Me fascinan las
familias, su idioma particular, los sobrentendidos, que ni siquiera
tienen que ser comentados, cosas pequeñas. Están llenas de esos matices.
La otra cosa que me gusta como novelista es que están casi forzadas a
seguir unidas.
P. Nunca enfatiza las historias duras por las que
atraviesan sus personajes. Parece que evita el drama. ¿Es parte de su
estilo realista?
R. Una respuesta es que evito la confrontación.
Puede que sea una forma de resistencia, no me gusta demasiada sangre o
excitación. Otra respuesta es que siento que a la larga, particularmente
en las familias, estas cosas acaban quedando sordas después de un
tiempo. Cuando echas la vista atrás a un largo periodo esos picos y
valles han quedado suavizados, son simples cuestas.
P. En este libro una vez más usa una primera persona masculina. ¿Los hombres tienen un ritmo distinto que las mujeres?
R. Me educaron para pensar que no había ninguna
diferencia y creo que eso es un error. Son muy distintos, piensan de
manera diferente
. Como novelista siento que una voz narrativa masculina
está más constreñida, es más fácil narrar desde el punto de vista de una
mujer porque ellas pueden hablar de cómo se sienten. Pero me gustan los
hombres y todos los que han estado en mi vida desde que nací han sido
muy buenos. Mi padre, mi abuelo, mis tres hermanos, mi marido, eran
buena gente.
P. A Aaron el protagonista le lleva tiempo darse cuenta de las cosas. ¿Un rasgo muy masculino?
R. ¡Oh, sí, completamente! Es como si les faltase práctica.
Recuerdo leer esto de que mientras los niños están perfeccionando su
swing
con el bate de béisbol, las niñas están en la clase porque una de ellas
está llorando porque han herido sus sentimientos y todas intentan
arreglarlo. Así que no es ninguna sorpresa que ellas de mayores
solucionen mejor estas cosas. En cambio los hombres reaccionan con un
“¿Qué? No entiendo nada”.
El té hace tiempo que se terminó y han pasado cerca de tres horas.
En
la despedida resulta inevitable preguntar con algo de culpa qué hará
mañana.
“Fingiré que la entrevista no ha ocurrido”, dice con cómica
vergüenza.