Consumida por los rigores milenarios de la casa imperial nipona, la esposa del príncipe heredero de Japón no levanta cabeza
Madre de una niña, presionada para alumbrar un hijo varón, ve ahora cómo su sobrino empieza la formación para ser emperador.
La princesa Masako no pudo concebir el hijo varón exigido por el
Trono del Crisantemo y se derrumbó emocionalmente. A partir del próximo
mes de abril, el príncipe Hisahito, de seis años, tercero en la línea de sucesión, único hijo varón de los príncipes Akishino y Kiko, cursará estudios en la escuela primaria de la elitista Universidad de Ochanomizu,
en Tokio. Arranca así la formación del futuro emperador de Japón, que
será dura, espartana, casi de clausura. Una ley sálica impide serlo a la
princesa Aiko, hija del heredero, el primogénito Naruhito, y de su
esposa, Masako. El príncipe Akishino es el segundo hijo de los
emperadores Akihito y Michiko.
Triste y monacal, consumida por protocolos del pleistoceno, la melancólica existencia de la frustrada madre, la princesa Masako, solo puede entenderse recordando que los emperadores japoneses fueron divinos hasta el término de la II Guerra Mundial, en 1945, año en el que dos bombas atómicas rindieron el imperio y Estados Unidos humanizó por decreto a Hirohito, última deidad en el Trono del Crisantemo. Hace años, en Tokio, una nonagenaria confesaba a este periodista que descubrió la mentira siendo niña, al observar que el emperador tiraba una colilla por la ventanilla de la limusina imperial al paso por su aldea. “Los dioses no fuman, pensé”. La plebeya Masako Owada emparentó con esta dinastía arcana, la más antigua del mundo, sin pretenderlo: el príncipe heredero Naruhito la eligió a dedo, ignoró sus primeras calabazas y consiguió desposarla en 1993, después de que la joven de 30 años sucumbiera a las presiones palaciegas y a las invocaciones al patriotismo de sus padres. Al no poder concebir el hijo varón que garantizase la sucesión dinástica, entró en un abatimiento que una reciente recaída acerca a la depresión crónica.
Felipe de Borbón y Letizia Ortiz son Romeo y Julieta, y los reinos europeos, verbenas comparados con el sacerdotal romance de Naruhito y Masako y la impenetrable sobriedad del trono japonés, fundado en el siglo V antes de Cristo y administrado por una plantilla de funcionarios alérgicos a las transigencias occidentales. La princesa, de 49 años, ha reducido sus apariciones, y aunque sonreía ante las cámaras y saludó a las multitudes en las dos únicas apariciones en público de 2012, su estado emocional en privado sigue siendo un misterio y ha desatado todo tipo de especulaciones, según alertó el pasado 29 de enero el diario The Asahi Shimbun, el más prestigioso de Japón. Tras más de un decenio de tratamientos clínicos y psicológicos, conviene renunciar a los partes oficiales eufemísticos y hablar abiertamente de depresión, aconsejan las fuentes consultadas por el rotativo.
La hija de un diplomático ex viceministro, licenciada en Ciencias Económicas por Harvard, en Derecho por la Universidad de Tokio y con un posgrado de Oxford en Relaciones Internacionales, entró en el asfixiante radar de la casa imperial muy a su pesar, mientras ascendía con rapidez en el organigrama de la cancillería nipona. El perfil de la joven, moderna y emancipada hasta su transformación en vestal sintoísta, imantó a los celestinos encargados del casting de jóvenes casaderas. El príncipe la había conocido fugazmente en 1986, durante una recepción oficial a la infanta Elena, y no tardó en decidirse. Sigue enamorado, dicen. Ella rechazó sus requerimientos en varias ocasiones porque el matrimonio concertado no entraba en sus planes y menos la inmolación profesional: la renuncia al ejercicio de la diplomacia a cambio del enclaustramiento y la sistemática persecución del hijo varón.
Tras un breve noviazgo, siempre con carabina, y superado un curso intensivo en urbanidad palaciega, el 9 de junio de 1993 se celebraron los esponsales. Poco a poco, el ánimo de la princesa se deslizó hacia la melancolía. Sometida a tratamientos de fertilidad, abortó en 1999 y dos años después alumbró una niña. El Trono del Crisantemo es de naturaleza dinástica y la sucesión se producirá conforme a la ley sálica promulgada por la Dieta (Cámara baja del Parlamento japonés). Las líricas reflexiones de la princesa en fechas previas al nacimiento de la hija revelaban ilusión, voluntad y complicidad de pareja: “Con mi marido guiándome a lo largo de estos siete años, nuestros sentimientos son más profundos día a día”. Pero un trienio después sobrevino el primer derrumbe, y la adaptación a los preceptos se manifestó lenta, agónica. El primer aldabonazo depresivo obligó a Naruhito a viajar solo a la boda de Felipe y Letizia en 2004. El autor Ben Hills escribió que la tribulación es entendible: no puede salir de palacio sin permiso, no tiene tarjeta de crédito, no dispone de acceso ilimitado a las comunicaciones telefónicas y a los familiares directos, ni cuenta con pasaporte individual, ni rutina propia. Articulada, sobresaliente, fluida en inglés, francés, ruso, alemán y español, pudo haber sido una excelente embajadora, pero en lugar de eso se hundió en un ambiente mohoso, y extemporáneo, donde le aconsejaron caminar tres pasos por detrás de su marido, no hablar a menos que se le hable, sonreír un poco, saludar un poco…
Ni el cariño del esposo, que el pasado 22 de febrero cumplió 53 años, ni la alegría de la hija, Aiko, de 12, parecen ser suficiente para levantar el ánimo de una mujer agotada, cautiva de un sistema refractario a la modernidad. Masako sigue recibiendo terapia y medicación y “está mejorando”, según aseguró Kyoji Koamchi, funcionario de palacio. Hace siete años el heredero reconocía que su compañera era víctima de los extenuantes esfuerzos de adaptación a la tradición imperial. “De alguna manera, su carrera y su personalidad fueron negadas”. Los emperadores Akihito, de 79 años, y Michiko, de 78, se dijeron “sorprendidos” por las declaraciones del hijo mayor.
Los esfuerzos contra el desaliento parecen tan baldíos como previsible fue el desmoronamiento de una mujer abocada al desengaño y el empequeñecimiento. Debió empaquetar ambiciones profesionales, arrumbar su tesis de Harvard sobre Ajustes externos en los precios de importación. El petróleo en el comercio de Japón, renunciar al deporte en equipo y sumergirse en clases de poesía, protocolo y violín. La relajación mental no es fácil cuando cerca de mil funcionarios de la casa imperial escrutan las necesidades y movimientos de los 23 miembros de la familia real.
Lejos de la mansedumbre que el machismo japonés reclama, la princesa se sublevó en ocasiones contra los mandamientos del comisariado monárquico: llamó “gusano” a un paparazi, corneó a funcionarios cargantes y acudió a restaurantes de su gusto para separar su vida pública de la privada.
A veces decide en el último minuto ir o no a determinados actos, según publicó la prensa cortesana.
La emperatriz le prometió en su día no ser una suegra entrometida, pero la nuera habría de conocer muy temprano otras intromisiones, las legalmente vigentes en el conventual palacio de Togu.
La osadía de hablar 39 segundos más que Naruhito en la conferencia de prensa del anuncio del compromiso matrimonial le costó el primer tirón de orejas, y también fueron reprendidas sus lecturas del nobel Kenzaburo Oe, crítico con el funcionamiento de la casa imperial.
Masako sigue luchando contra la postración, pero hay pocas certezas sobre su última recaída.
“Es imposible saber en qué condiciones se encuentra y qué tipo de tratamiento sigue”, dicen los médicos citados por los principales periódicos de Japón.
La opacidad informativa alimentó rumores y disparates de alcoba en los tabloides. La revista Shukan Shincho publicó que la casa imperial había importado abundantes dosis de extracto de ginseng, un tubérculo originario de Asia supuestamente portentoso contra la pereza sexual.
La tristeza y la ansiedad son viejas conocidas en palacio.
Hace seis años, la emperatriz confesó haber recurrido a la fantasía infantil, haberse imaginado invisible, escapando de las rigideces monárquicas en una feliz ensoñación.
Volaba hacia una estación abarrotada de transeúntes y caminaba entre la multitud, desapercibida, liberada, llena de vida; después se detenía en una de las librerías del barrio más bohemio de Tokio para extasiarse largamente con las novedades de su preferencia
. Víctima de crisis nerviosas y estrés crónicos, la emperatriz era también plebeya cuando se casó en 1959 con el hijo de Hirohito, antecediendo a Masako en el vía crucis hacia la perfección de modales exigida por una dinastía emparentada con Amaterasu Omikami, la diosa sol, según sus sacerdotes.
La princesa triste batalla de nuevo contra los grilletes imperiales, reclama aire fresco, libertad y presente para que el Trono del Crisantemo deje de ser la institución herrumbrosa y vacua criticada en el Japón liberal y moderno.
De ser yo esa Princesa habría hu´do o me montaría una vida como Sissi Emperatriz, tuvo ue imaginarse cuando le pusieron 7 kimonos para la boda ue cargaría con ese peso toda su vida, 2 pasitos o 3 detrás del Emperador porque arrastra mucha tela bordada.
Triste y monacal, consumida por protocolos del pleistoceno, la melancólica existencia de la frustrada madre, la princesa Masako, solo puede entenderse recordando que los emperadores japoneses fueron divinos hasta el término de la II Guerra Mundial, en 1945, año en el que dos bombas atómicas rindieron el imperio y Estados Unidos humanizó por decreto a Hirohito, última deidad en el Trono del Crisantemo. Hace años, en Tokio, una nonagenaria confesaba a este periodista que descubrió la mentira siendo niña, al observar que el emperador tiraba una colilla por la ventanilla de la limusina imperial al paso por su aldea. “Los dioses no fuman, pensé”. La plebeya Masako Owada emparentó con esta dinastía arcana, la más antigua del mundo, sin pretenderlo: el príncipe heredero Naruhito la eligió a dedo, ignoró sus primeras calabazas y consiguió desposarla en 1993, después de que la joven de 30 años sucumbiera a las presiones palaciegas y a las invocaciones al patriotismo de sus padres. Al no poder concebir el hijo varón que garantizase la sucesión dinástica, entró en un abatimiento que una reciente recaída acerca a la depresión crónica.
Felipe de Borbón y Letizia Ortiz son Romeo y Julieta, y los reinos europeos, verbenas comparados con el sacerdotal romance de Naruhito y Masako y la impenetrable sobriedad del trono japonés, fundado en el siglo V antes de Cristo y administrado por una plantilla de funcionarios alérgicos a las transigencias occidentales. La princesa, de 49 años, ha reducido sus apariciones, y aunque sonreía ante las cámaras y saludó a las multitudes en las dos únicas apariciones en público de 2012, su estado emocional en privado sigue siendo un misterio y ha desatado todo tipo de especulaciones, según alertó el pasado 29 de enero el diario The Asahi Shimbun, el más prestigioso de Japón. Tras más de un decenio de tratamientos clínicos y psicológicos, conviene renunciar a los partes oficiales eufemísticos y hablar abiertamente de depresión, aconsejan las fuentes consultadas por el rotativo.
La hija de un diplomático ex viceministro, licenciada en Ciencias Económicas por Harvard, en Derecho por la Universidad de Tokio y con un posgrado de Oxford en Relaciones Internacionales, entró en el asfixiante radar de la casa imperial muy a su pesar, mientras ascendía con rapidez en el organigrama de la cancillería nipona. El perfil de la joven, moderna y emancipada hasta su transformación en vestal sintoísta, imantó a los celestinos encargados del casting de jóvenes casaderas. El príncipe la había conocido fugazmente en 1986, durante una recepción oficial a la infanta Elena, y no tardó en decidirse. Sigue enamorado, dicen. Ella rechazó sus requerimientos en varias ocasiones porque el matrimonio concertado no entraba en sus planes y menos la inmolación profesional: la renuncia al ejercicio de la diplomacia a cambio del enclaustramiento y la sistemática persecución del hijo varón.
Tras un breve noviazgo, siempre con carabina, y superado un curso intensivo en urbanidad palaciega, el 9 de junio de 1993 se celebraron los esponsales. Poco a poco, el ánimo de la princesa se deslizó hacia la melancolía. Sometida a tratamientos de fertilidad, abortó en 1999 y dos años después alumbró una niña. El Trono del Crisantemo es de naturaleza dinástica y la sucesión se producirá conforme a la ley sálica promulgada por la Dieta (Cámara baja del Parlamento japonés). Las líricas reflexiones de la princesa en fechas previas al nacimiento de la hija revelaban ilusión, voluntad y complicidad de pareja: “Con mi marido guiándome a lo largo de estos siete años, nuestros sentimientos son más profundos día a día”. Pero un trienio después sobrevino el primer derrumbe, y la adaptación a los preceptos se manifestó lenta, agónica. El primer aldabonazo depresivo obligó a Naruhito a viajar solo a la boda de Felipe y Letizia en 2004. El autor Ben Hills escribió que la tribulación es entendible: no puede salir de palacio sin permiso, no tiene tarjeta de crédito, no dispone de acceso ilimitado a las comunicaciones telefónicas y a los familiares directos, ni cuenta con pasaporte individual, ni rutina propia. Articulada, sobresaliente, fluida en inglés, francés, ruso, alemán y español, pudo haber sido una excelente embajadora, pero en lugar de eso se hundió en un ambiente mohoso, y extemporáneo, donde le aconsejaron caminar tres pasos por detrás de su marido, no hablar a menos que se le hable, sonreír un poco, saludar un poco…
Ni el cariño del esposo, que el pasado 22 de febrero cumplió 53 años, ni la alegría de la hija, Aiko, de 12, parecen ser suficiente para levantar el ánimo de una mujer agotada, cautiva de un sistema refractario a la modernidad. Masako sigue recibiendo terapia y medicación y “está mejorando”, según aseguró Kyoji Koamchi, funcionario de palacio. Hace siete años el heredero reconocía que su compañera era víctima de los extenuantes esfuerzos de adaptación a la tradición imperial. “De alguna manera, su carrera y su personalidad fueron negadas”. Los emperadores Akihito, de 79 años, y Michiko, de 78, se dijeron “sorprendidos” por las declaraciones del hijo mayor.
Los esfuerzos contra el desaliento parecen tan baldíos como previsible fue el desmoronamiento de una mujer abocada al desengaño y el empequeñecimiento. Debió empaquetar ambiciones profesionales, arrumbar su tesis de Harvard sobre Ajustes externos en los precios de importación. El petróleo en el comercio de Japón, renunciar al deporte en equipo y sumergirse en clases de poesía, protocolo y violín. La relajación mental no es fácil cuando cerca de mil funcionarios de la casa imperial escrutan las necesidades y movimientos de los 23 miembros de la familia real.
Lejos de la mansedumbre que el machismo japonés reclama, la princesa se sublevó en ocasiones contra los mandamientos del comisariado monárquico: llamó “gusano” a un paparazi, corneó a funcionarios cargantes y acudió a restaurantes de su gusto para separar su vida pública de la privada.
A veces decide en el último minuto ir o no a determinados actos, según publicó la prensa cortesana.
La emperatriz le prometió en su día no ser una suegra entrometida, pero la nuera habría de conocer muy temprano otras intromisiones, las legalmente vigentes en el conventual palacio de Togu.
La osadía de hablar 39 segundos más que Naruhito en la conferencia de prensa del anuncio del compromiso matrimonial le costó el primer tirón de orejas, y también fueron reprendidas sus lecturas del nobel Kenzaburo Oe, crítico con el funcionamiento de la casa imperial.
Masako sigue luchando contra la postración, pero hay pocas certezas sobre su última recaída.
“Es imposible saber en qué condiciones se encuentra y qué tipo de tratamiento sigue”, dicen los médicos citados por los principales periódicos de Japón.
La opacidad informativa alimentó rumores y disparates de alcoba en los tabloides. La revista Shukan Shincho publicó que la casa imperial había importado abundantes dosis de extracto de ginseng, un tubérculo originario de Asia supuestamente portentoso contra la pereza sexual.
La tristeza y la ansiedad son viejas conocidas en palacio.
Hace seis años, la emperatriz confesó haber recurrido a la fantasía infantil, haberse imaginado invisible, escapando de las rigideces monárquicas en una feliz ensoñación.
Volaba hacia una estación abarrotada de transeúntes y caminaba entre la multitud, desapercibida, liberada, llena de vida; después se detenía en una de las librerías del barrio más bohemio de Tokio para extasiarse largamente con las novedades de su preferencia
. Víctima de crisis nerviosas y estrés crónicos, la emperatriz era también plebeya cuando se casó en 1959 con el hijo de Hirohito, antecediendo a Masako en el vía crucis hacia la perfección de modales exigida por una dinastía emparentada con Amaterasu Omikami, la diosa sol, según sus sacerdotes.
La princesa triste batalla de nuevo contra los grilletes imperiales, reclama aire fresco, libertad y presente para que el Trono del Crisantemo deje de ser la institución herrumbrosa y vacua criticada en el Japón liberal y moderno.
De ser yo esa Princesa habría hu´do o me montaría una vida como Sissi Emperatriz, tuvo ue imaginarse cuando le pusieron 7 kimonos para la boda ue cargaría con ese peso toda su vida, 2 pasitos o 3 detrás del Emperador porque arrastra mucha tela bordada.