La culpa fue del corazón
La enfermedad había exacerbado mis
sentidos, en vez de destruirlos o embotarlos. El más agudo de todos era
el oído. Oía todas las cosas en el Cielo y en la Tierra. Oía muchas
cosas en el Infierno. ¿Cómo, pues, puedo estar loco?
Es imposible precisar cómo esa idea
entró en mi mente por primera vez, pero, una vez concebida, me acosaba
día y noche. Quería al viejo. Nunca me había insultado ni tratado mal.
Ni codiciaba su dinero.
¡Sí, eso era! Tenía un ojo de
buitre, un ojo azul pálido cubierto de una membrana. Cada vez que lo
posaba sobre mí, se me helaba la sangre; y así, poco a poco, muy
gradualmente resolví matar al viejo y librarme de aquel ojo para
siempre.
Ahora, la cuestión es que ustedes me toman por loco. Los locos no saben nada. Pero deberían haberme visto. Deberían haber visto con cuánta astucia actué, con cuánta prudencia, con cuánta previsión y disimulo me puse manos a la obra.
Cada noche, a eso de las doce, giraba el picaporte de su puerta y la abría […] Y entonces, con la cabeza dentro de la habitación, abría la linterna cautelosamente —¡ay, cuánto!—, (pues las bisagras crujían), la abría de forma que un único y fino rayo de luz cayera sobre su ojo de buitre.
Y esto hice durante siete largas
noches, pero siempre encontraba el ojo cerrado, así que era imposible
cumplir mi tarea, pues no era el viejo quien me exasperaba, sino su mal
de ojo.
La octava noche abrí la puerta con
más cautela de la habitual. [...] Ya había metido la cabeza, y estaba a
punto de abrir la linterna cuando mi pulgar resbaló sobre el cierre
metálico y el viejo se incorporó de pronto en la cama.
Tras esperar pacientemente largo
rato, durante el cual no le oí recostarse, decidí abrir una pequeñísima
ranura en la linterna. La abrí, pues, hasta que, finalmente, un débil
rayo de luz, como el hilo de una araña, salió disparado de la ranura y
cayó sobre el ojo de buitre. [...]
¿Y no les he dicho que lo que toman
por locura no es sino una exacerbación de los sentidos? Entonces llegó a
mis oídos un ruido rápido y apagado, como el que hace un reloj cuando
está envuelto en algodón. Aquel sonido también me era familiar. Era el
latir del corazón del viejo. Eso incrementó mi furia, igual que el ruido
de un tambor enardece al soldado.
Entretanto, el infernal martilleo de
su corazón aumentó. Se volvió cada vez más rápido, cada vez más fuerte.
[…] ¡Al viejo le había llegado su hora!
En un santiamén lo arrastré al suelo
y volqué la cama sobre él. Le puse la mano en el corazón y allí la
mantuve varios minutos. Ningún latido. Estaba completamente muerto. Su
ojo no me perturbaría más.
Arranqué tres tablas del suelo de la
habitación y las deposité entre los escantillones. A continuación las
remplacé con tanta maña y habilidad que ningún ojo humano —ni siquiera
el suyo— habría detectado nada raro. No había nada que limpiar, ninguna
mancha ni rastro de sangre.
Justo cuando el reloj daba la hora, llamaron a la puerta de la calle. Bajé a abrir despreocupado, pues ¿qué podía temer?
Los agentes quedaron satisfechos. Mi
actuación los había convencido. Me sentía especialmente cómodo. Se
sentaron y, mientras yo respondía alegremente, hablaron de cosas
cotidianas. Pero, al cabo de un rato, me sentí palidecer y deseé que se
marcharan. Me dolía la cabeza y noté como un zumbido en mis oídos. [...]
El sonido seguía creciendo. ¿Qué
podía hacer? Era un sonido rápido y apagado, como el que hace un reloj
cuando está envuelto en algodón.
¡Más alto... cada vez más alto! Y no obstante, los agentes charlaban tranquilamente, sonriendo.
¿Era posible que no lo oyeran? ¡Dios Todopoderoso! ¡No, no! ¡Claro que lo oían! ¡Sospechaban! ¡Lo sabían!
Dejad de fingir! ¡Confieso mi crimen!..
¡Levantad los tablones!
¡Aquí, aquí! … ¡Donde late su espantoso corazón!
El corazón delator forma parte de Cuentos de muerte y demencia de Edgar Allan Poe. Ilustraciones de Gris Grimly. Traducción de Íñigo Jáuregui. Edición de Nórdica Libros.