Son algunos de los rostros más memorables del cine, la música o la moda en España.
De Elena Anaya a Rossy de Palma y de Marisa Paredes a Alaska, todas aceptaron participar en una sesión tan única como ellas, llamada a demostrar que el estilo no es esclavo de ningún canon.
Frente a frente, a un palmo de distancia, es imposible apartar la vista del rostro maquillado de Rossy de Palma. Esa piel blanquísima, ese pelo negro, esos ojillos quizá un poco demasiado juntos, esa bocaza roja. Esa nariz superlativa partiéndole la cara en infinidad de ángulos. Da igual que sea celebérrima, que su imagen forme parte del imaginario colectivo de tres generaciones de españoles. En persona, impresiona lo suyo. Desconcierta. Inquieta. Enmudece. Noquea. No es, desde luego, una beldad al uso. De Palma es atractiva en el sentido más literal del término. No se puede dejar de mirarla. Y una vez vista, se recuerda.
“Puedo ser una guapa fea o una fea guapa, da igual, pero sí, sé que llamo la atención. Ya me lo decía Victoria Abril de jovencitas: ‘te has tragado una bombilla, hija de puta, es entrar tú en un sitio y capturar toda la luz”, dice la interesada cuando se le pregunta desde cuándo es consciente del efecto que produce su presencia en el prójimo. “Claro que algunos se burlaban de mí en el cole”, admite. “Pero precisamente por eso, desde niña, mi nariz fue un escudo. La gente que no me interesaba se quedaba ahí y, y me dejaba en paz. La belleza no tiene nada que ver con eso, sino con la energía que te habita”. Si alguien puede encarnar en su propio físico el concepto de fuerza y singularidad, es esta resuelta artista –actriz, cantante, modelo– de 47 años, cuyos rasgos exteriores –y carisma interior– han enamorado, antes y después de a Pedro Almodóvar, a algunos de los mejores fotógrafos, cineastas y diseñadores de moda del mundo. Para quienes la consideran bella, porque también son legión quienes no opinan así en absoluto, la de De Palma es una belleza rara. Por poco común. Por escasa. Por extraña. Por única.
Ella, que conoce y domina al milímetro su rostro y su cuerpo, acaba de ofrecerle un recital antológico a la cámara de Nico, uno de los más reputados retratistas de moda del circuito internacional. Perfiles, escorzos y quebrados inverosímiles de una cara inefable, un cuerpo rotundo y unas piernas sensacionales, para sus años y para los de cualquiera. El fotógrafo y su equipo de jovencísimos ayudantes parecen a punto de ponerse a levitar de la emoción mientras pululan como imantados por un fluido invisible que emana de la poderosa imagen que componen la intérprete y su colega Vladimir, un mulato de dos metros largos de altura, exmodelo de Gaultier, que sigue quitando el hipo a sus 45 años, y que ha aceptado divertido el envite de hacerle de atrezzo humano a “Rosssy”, como él llama con cadencia carioca a su “amiga del alma”.
Fue de Nico (Barcelona, 1970), un esteta con pinta de gamberro de barrio acostumbrado a trabajar con las mejores y más sofisticadas supermodelos, mujeres impuestas por la industria como las más canónicamente guapas del planeta, la idea de convocar a algunas de sus musas de toda la vida para ejecutar su particular celebración de la belleza. De la belleza “atípica”. De la belleza “habitada”. De la belleza “con alma”. Lo explica él mismo: “Las modelos son guapísimas, claro, muy eficientes y muy profesionales. Son tan perfectas que es difícil sacarles una mala foto. Pero la belleza no reside en la perfección. O no solo. Lo perfecto puede ser previsible, plano, aburrido. Con este álbum de retratos quería resaltar la individualidad sublime de estas mujeres, que son bellísimas de dentro afuera. Cada una en su edad, en su estilo, en su piel. Huir del canon. Crear con ellas el clima de complicidad imprescindible para intentar robarles, con su permiso, el aura que destilan”.
Rossi de Palma, Elena Anaya, Marisa Paredes, Ángela Molina, María Valverde, Alaska, Laura Ponte y Bimba Bosé, actrices, modelos y cantantes con algunas de las agendas más infernales del momento, dijeron sí a todo y a la primera. Y lo dieron todo, también, en unas sesiones que, si fueron largas, fue más por el trabajo previo de maquillaje, peluquería y estilismo, que por las contadas ráfagas de Nico, quien, como el cazador que ha soñado largamente con cobrarse una pieza a la que codicia y acecha en secreto, y por fin la tiene delante del objetivo, fue a por ellas casi a tiro hecho.
Cuando la española Laura Ponte hacía cola en alguno de los mejores castings del Nueva York, Milán o París de los años 90, donde era asidua, algunas de sus colegas modelos internacionales cuchicheaban entre ellas asesinándola con la mirada. Alguna, incluso, se atrevió a soltárselo a la cara: “¿Y tú qué haces para estar aquí? ¿Cómo es que trabajas tanto con esa pinta”, dice Ponte que le decían. “Y yo, la verdad, no sabía qué contestarles. Todavía me lo pregunto. No soy la típica monada. Nunca me he visto nada de especial. Si acaso, cierta fuerza y cierta expresividad”. A día de hoy, a ojos del espectador, Laura tiene y no tiene razón. A cara lavada, con el pelo lacio sin marcar, una chaqueta extragrande, y unas ojeras imponentes, Ponte, esta mujer de 39 años y madre de dos niños, no es exactamente una presencia despampanante. Pero sí especial. Con ese perfil exquisito y ese tipo longuilineo de las modelos que les permite bajarse el tiro del pantalón hasta límites inverosímiles sin perder la elegancia ni la compostura. Un cuerpo armónico y un rostro raro cuyo magnetismo reside, según su propietaria, en la imperfección. “Soy asimétrica. Tengo dos perfiles totalmente diferentes. En el colegio, había quien me consideraba una borde, y otros una triste, según del lado que me viera”. “Creo que la belleza está en la emoción, la proporción y la intención. Eso que te hace girarte por la calle para poder ver aunque sea un segundo más a alguien no necesariamente espectacular, pero sí único”.
Si con Rossy de Palma y Vladimir había risas y bromas en el plató, en la sesión de Marisa Paredes se respira un silencio de iglesia. Se oye hasta el fru-fru del vestido de gasa que le cae a plomo desde los omoplatos y le cubre los pies descalzos que no ha querido realzar con ninguno de los maravillosos tacones que le ha traído el estilista: “Son incómodos, y, además, así soy yo, ¿os parezco baja?”. “Qué va, es totalmente Uma, la diva de Todo sobre mi madre”, se atreve a decirle, arrobado, uno de los jóvenes asistentes. Es verdad. Incluso con el cisne y el pantalón negro, la piel pálida y el pelo fosco con el que ha llegado, Paredes lleva incorporada la majestad de serie. Vestida y maquillada exquisitamente, y desplegando su vasto repertorio de poses ante la cámara, sobrecoge. El porte y el esqueleto que la hicieron célebre desde su aparición en escena en los años 70, aguanta incólume el poso, que no el peso, de sus 66 años. La piel, luce elegantísima bajo una fina malla que no parece hollada por agujas o bisturíes. “Estoy normal para mi edad”, responde cuando se le dice lo estupenda que luce. “Las primeras operaciones de estética fueron tan desastrosas que dije no, nunca, jamás, ¿por qué me voy a cargar mi expresividad por parecer diez minutos más joven? Es una pena que la gente no soporte el tiempo en su rostro, porque eso no tiene arreglo. Pero no soy ingenua. En este oficio, la juventud es una cualidad por encima de todo, cada vez hay menos trabajo, las operaciones son cada vez más satisfactorias, y entonces te planteas ¿Y si mi operara? ¿Y si me retocara? ¿Y si…? Digamos que estoy en el y si”.
La boca, los pómulos, la nariz, la frente. Bajo los focos, la cara de María Valverde restalla con la luz, la tersura y la plenitud de los 25 años. El tiempo ha añadido elegancia a la insolencia del rostro que volviera loco al personaje que interpretaba Luis Tosar en La flaqueza del bolchevique, la película que lanzó a la fama a los 16 años a esta actriz que, desde entonces, se ha convertido, además, en una de las mujeres más requeridas por las firmas de lujo como percha de sus creaciones en eventos y alfombras rojas. Esa clase natural, más que una belleza epatante, es su mejor activo, tanto para brillar en primera línea de su profesión como para poder pasar desapercibida cuando lo desea. “Siempre me he considerado una mujer que no llama la atención a primera vista, y tampoco lo pretendo. De hecho, cuando me encuentro más favorecida es cuando me voy a ir a la cama. Justo cuando me he desmaquillado y estoy cansada. Creo que la actitud que uno tenga, la verdad con la que uno quiere vivir, es lo que te hace estar guapa por dentro y por fuera”.
El físico de Bimba Bosé –alta, atlética, angulosa- sí que impone lo suyo. Por no hablar de la voz: seca, expeditiva, segurísima de sí misma. Una primera impresión que se diluye solo si ella, o el interlocutor, se decide a vadear el foso. “Lo sé. Soy muy dura. Tengo una coraza. A veces, los taxistas, después de un trayecto en el que hemos ido charlando, me dicen: pues no eres tan antipática como pareces. Siempre he tenido la autoestima muy bien amueblada, y eso puede imponer, pero prefiero dar esa imagen de borde, que de constantemente perfecta. Para mí, lo bello, lo atractivo, reside precisamente en la imperfección y el error”. Bosé, cantante, modelo y diseñadora de moda de 37 años, ha llegado a la cita en bici, con pantalones y jersey de batalla y el pelo a lo Juana de Arco aplastado bajo el casco. Parecía un mensajero fuerte y andrógino a la vez. Cuesta reconocerla cuando emerge del camerino convertida en una chica-bomba, divertida e hipersexy que coquetea con la cámara de Nico . “Me gusta jugar, experimentar, probar. No decir no a nada a priori. Conozco a mucha gente operada que me fascina, y otra que me parecen trozos de carne vacíos por dentro. Lo importante es que puedas diferenciarte, la individualidad. No todas somos flacas de ojos azules con piernas perfectas depiladas, me niego a que me impongan ese canon, que además es inconsciente y dañino, porque todas, íntimamente, hemos deseado parecernos a algo así y hay que ser muy fuerte para resistir”.
En un momento determinado de su sesión de retratos de Ángela Molina sucede algo inaudito. “La mujer más guapa de España”, en palabras del fotógrafo Nico, decide que le “agobia” el maquillaje y le pide permiso para quitárselo y posar a cara descubierta. El maquillador, el estilista, los ayudantes, esta reportera, no dan crédito a lo que escuchan. Una estrella madura que desea exponerse al objetivo sin más luz que la de su propia estela. Pero Molina, esta actriz de 57 años que lleva deslumbrando a la cámara desde que Buñuel la dirigió en Ese oscuro objeto de deseo a los 22, se lo puede y se lo quiere permitir. “Con o sin maquillaje, con o sin canas, con mis mil arrugas, tengo los años que tengo y soy como soy. Nunca me juzgo. Soy una cretina y me gusto como soy”, dirá después, cuando se le recuerde que hay mujeres que no son capaces de salir sin maquillar ni a por el pan. Ya puede gustarse. Menuda y fibrosa, con una cinturita y un pelazo de adolescente, Molina es, sobre todo, un rostro memorable en el que la fuerza de las aristas y la luz de los ojos ganan siempre la partida a la por otra parte exquisita telaraña de arrugas que le labra el cutis. “No he sentido ninguna presión para operarme. Soy lo que la naturaleza ha hecho en mí, y eso me sobrecoge, y me emociona, y me llena de respeto.
Tanto como me merece quien decide retocarse. Lo primero es como uno se sienta y como necesite verse a sí mismo”.
“Yo, recién levantada, soy como un huevo duro. No tengo cejas, no tengo ángulos, soy un rostro plano. Me tengo casi que dibujar la cara cada día para vérmela. Y eso no es lo que yo siento que soy, ni lo que quiero ser”, replica Alaska, citando una frase que dice que le oyó al ambiguo cantante británico Boy George y que le pareció “sublime”. Olvido Gara, Alaska para el mundo desde que empezó su carrera artística a los 14 años, está a punto de cumplir medio siglo en junio y, no solo es de las que no sale de casa sin maquillar, sino que lleva toda la vida “customizándose” –en el tocador, en el gimnasio, en el quirófano- en un proceso continuo de acercamiento entre lo que “la maldita genética” le dio al nacer, y lo que ella desea parecer porque, en su cerebro, de hecho, lo es. “Todo ese debate entre la belleza natural y la artificial es falso. Desde el momento en que te depilas, o te maquillas, ya no eres natural. Porque además, cada uno tiene una idea de la belleza. A mi hay supermodelos que me parecen horrorosas. En el fondo, soy como una transexual sin problemas de identidad de género. He ido reconstruyéndome para parecerme a lo que quiero ser”. La primera revelación de ese particular camino de perfección fue, confiesa, cuando se operó el pecho y la nariz, a los 25 años. “Nunca me he sentido más guapa en mi vida. Es como si tienes una gotera en casa y, por fin, te la quitas. Y no lo hice cuadrar con el canon de nadie, sino en tu propio canon, por muy exagerado o desafortunado le pueda parecer a los demás”.