"La gente dice que va a pasear por el campo y lo que hace es caminar
entre escombros.
Miras a los lados del tren y ahí los tienes: váteres,
cañerías, ladrillos”.
El tren del que habla Rafael Chirbes es el que le
ha traído hasta Valencia
. Nacido en Tavernes de la Valldigna en 1949,
vive en Beniarbeig, un pueblo de Alicante, y es imposible oírle hablar
de los escombros que ve desde el cercanías y no pensar en los que llenan
su nueva novela,
En la orilla, que
Anagrama
publica la semana que viene.
Escombros reales y personales: los que
produce el cierre de una carpintería que, arrastrada por la codicia de
su dueño y por la crisis de la construcción, pone en la calle a cinco
empleados cuyos hijos tienen cuatro problemas: desayuno, comida,
merienda y cena.
Amarrados a los 400 euros del paro, a la beneficencia y
a una rabia que crece —“vosotros lo tenéis todo, yo tengo una
escopeta”—, sus voces se alternan con la del jefe, Esteban, consagrado a
sus 70 años a camuflar el embargo de la empresa y a cuidar de su padre.
Los obreros ven difícil llenar la nevera; el patrón, llenar lo que le
queda de vida.
“Yo soy todos los personajes”, dice Chirbes, que cuenta que lo único
que tenía claro al sentarse a escribir era esto: en la novela habría un
pantano, el lugar al que durante décadas han ido a parar los residuos de
las obras y la carroña de animales y hombres. La palabra carroña está
en la primera frase de
En la orilla y estaba en la última de su anterior novela,
Crematorio, publicada en octubre de 2007 y
premio de la Crítica la primavera siguiente.
En el fondo, una es la cara B de la otra. Si
Crematorio
era el pelotazo y la burbuja inmobiliaria pilotados por un arquitecto
valenciano que cambió ideales políticos por corrupción política,
En la orilla es el largo y resacoso invierno que sigue a aquella fiesta. Y que todavía dura.
Si te pones del lado del personaje que más odias descubres tus propias contradicciones. ¿Contra quién escribo? Contra mí mismo
“Escribo de lo que veo. La relación entre las novelas viene después.
En cada libro empiezas de cero: lo que en uno fue un hallazgo en el
siguiente es un lastre”, subraya el novelista. “En el fondo, el tema es
una excusa para las digresiones de los personajes. Por eso digo que
todos son yo. Además, ninguno es del todo bueno ni malo, incluso las
víctimas tienen sus mezquindades.
No me gusta que los malos sean,
además, tontos. ¿Un díptico con
Crematorio? Pues vale. Aquella me dejó arrasado y esta me ha salido así de brutal: es mi novela más amarga”. En 2011
Crematorio, corrosiva sucesión de monólogos escritos a cuchillo, fue convertida en
serie de televisión por
Jorge Sánchez-Cabezudo, con un soberbio
José Sancho
en el papel principal. Primero la emitió Canal Plus. Luego, La Sexta. A
Chirbes, al que muchos vecinos de su pueblo descubrieron por la tele
como escritor, le gustó: “Estaba muy bien hecha, pero tiene poco que ver
con el libro. Yo quería huir por todos los medios de la parte
policiaca, y la serie es muy policiaca. Tenía que ser así. Lo entiendo,
una serie tiene que tener intriga. En una novela la tensión debe estar
en el lenguaje y no en la trama. En el libro la corrupción está como
está en la vida.
Y no es ya la diferencia entre imagen y palabra, es que
era televisión: el cine se puede permitir una película divagante de una
sentada, pero en la tele, como no dejes a uno en este capítulo con el
cuchillo en alto, al mes que viene ya no sales.
Luego, cuando dicen una
frase del libro, te pones colorado. Escuchas a Pepe Sancho diciendo
‘porque el bien solo tiene un camino”.
En las novelas de Rafael Chirbes la crítica social es evidente, pero
no maniquea, una actitud que él ilustra con una imagen tomada de D. H.
Lawrence, enemigo de los escritores que ponen el dedo en un platillo de
la balanza para inclinarla según sus gustos o su idea de la justicia:
“Cuando escribo me importa un carajo la ideología de los personajes, la
mía ya saldrá, inevitablemente. Inclinar la balanza es ir contra la
literatura, que si tiene algo es que nos hace plantearnos las cosas y
corregir nuestra mirada. Si te pones del lado del que más odias
descubres tus propias contradicciones. Para personajes de una pieza ya
tenemos a los políticos. No me gusta tratar al lector como a un gato al
que se le pasa la mano a favor del pelo. Hay que pasársela a la contra,
para que se levante. ¿Contra quién escribo? Contra mí mismo”. Con una
voz tallada a base de Ducados, Rafael Chirbes insiste en esa idea a lo
largo de la charla: mientras camina desde la estación del Norte, delante
de un arroz caldoso, de paseo por Valencia (en esta iglesia hay una
copia del San Pedro de Caravaggio; en ese hotel se celebró en 1937 el
Congreso de Intelectuales Antifascistas; ahí estaba la librería a la que
vino Max Aub en 1969…).
Para el autor de ensayos como
El novelista perplejo o
Por cuenta propia,
una novela tiene algo de “almacén de voces”. De ahí su idea del artista
como “un pararrayos que atrae las tensiones de su época”. “¿De qué va
lo que escribo? Del estado del alma humana a principios del siglo XXI.
Si para Balzac el alma de su tiempo eran 8.000 libras de renta, echemos
cuentas”.
En su opinión, el escritor que huyendo de la Historia no
quiere ser testigo de su época termina siendo síntoma de ella. “Si no lo
hubiera usado ya Lérmontov, el título de
En la orilla podría haber sido
Un héroe de nuestro tiempo”,
explica. Finalmente, se inclinó por “un título de poco aspaviento;
luego tú le buscas el simbolismo: en la orilla de Caronte, en la del
pantano, en la de la vida, en la de la Historia”.
La Historia es importante para Chirbes: “¿No decían que el arte te
lleva al psiquiátrico y la Historia, a la cárcel?”. Él, hijo de familia
republicana, estudió Historia en Madrid después de pasar por Ávila, León
y Salamanca como interno en colegios para huérfanos de ferroviarios: su
padre murió cuando él tenía cuatro años. “Nunca he vivido con mi
familia y con mi hermana no he discutido jamás, pero es cierto, la
familia no deja de aparecer en mis libros, y nunca queda muy bien
parada.
Tal vez porque ha sido un núcleo de la historia de España. Y
vuelve a serlo. Uno de los personajes de
En la orilla repite
eso que ahora se oye tanto: ‘Si esto no explota es porque la familia
está ahí, porque los parados viven de la jubilación de sus padres”.
El escritor tiene que ser pulga y liebre para que no te atrapen. En cuanto te descuidas, te han trincado. Dicen: ‘Crematorio, ¡cómo anunciaba! ¡qué lucidez!’.
Tras años de militancia antifranquista, Carabanchel incluido, el
escritor en ciernes se marchó a dar clases a la universidad de Fez. En
Marruecos, sin exotismo alguno, está ambientada
Mimoun,
finalista del Premio Herralde en 1988. Era la cuarta novela que
escribía, pero la primera que publicaba.
Otras ocho vendrían luego a
retratar los fantasmas de su autor, los claroscuros de su generación y
las sombras de un país borracho de dinero rápido. En 1992, ese año,
Chirbes publicó
La buena letra,
una novela corta que, protagonizada por una mujer represaliada durante
la posguerra, se adelantó una década a la ola de ficciones sobre la
Guerra Civil. “Una voz de mujer que le devuelve el pasado al hijo que
quiere convertir la incómoda casa familiar en un solar”, así ha descrito
La buena letra su propio autor, al que le gusta “bromear”
diciendo que, en el fondo, era un libro contra el Decreto ley de
Ordenación y Medidas Económicas aprobado el 30 de abril de 1985 y
bautizado popularmente como ley Boyer, por el ministro de Economía de
Felipe González. Aquel decreto permitía, por una parte, transformar las
viviendas en locales comerciales independientemente de la calificación
que tuvieran en los planes urbanísticos; por otra, suprimía la prórroga
forzosa de los contratos de alquiler. “En 1991, poco antes de que se
publicara la novela apareció en EL PAÍS un artículo que hablaba de esa
ley”, cuenta Chirbes. “Lo escribió Isabel Vilallonga [entonces portavoz
de Izquierda Unida en la Asamblea de Madrid], y si lo lees ahora ves
cómo anunciaba todo lo que vino luego: subida de los precios, expulsión
de los pobres del centro de las ciudades, especulación”.
Pese a su calidad literaria, sociología aparte, una novela así era
entonces la voz en un desierto en fase de recalificación.
Malos tiempos
para la memoria. Nadie necesitaba un aguafiestas. ¿Cómo se hubiese leído
10 años después? “Quizás hubiera sido parte del coro, nada más”,
responde su autor. “El escritor tiene que ser pulga y liebre para que no
te atrapen. En cuanto te descuidas, te han trincado. Dicen: ‘
Crematorio, ¡cómo anunciaba! ¡qué lucidez!’. Te atrapan, pero nadie se da por aludido. Todo son modas. ¿Quién habla ahora de las fosas?”.
Con todo,
La buena letra está detrás de un argumento que se
repite cada vez que se habla de Rafael Chirbes: tiene más lectores en
Alemania que en España. “Fue mérito de Reich-Ranicki, no de los libros”,
dice él refiriéndose al prestigioso crítico literario que proclamó en
su programa de televisión que
La larga marcha,
su quinta novela, era “el libro que necesitaba Europa”. Algo más tarde,
cosa rara en alguien que pocas veces recomendaba dos obras de un mismo
autor, se deshizo en elogios hacia
La buena letra.
La novela, además, protagonizó la tercera edición del programa del ayuntamiento de Colonia
Un libro para una ciudad. Vendió 50.000 ejemplares en una semana. Los dos autores que habían precedido al escritor español eran
Orhan Pamuk y
Haruki Murakami.
No aguanto la doble moral, y me molesta el que llega arriba y
desprecia al de abajo. Hay una especie de amor por los de abajo en todos
mis libros. No me acabo de curar de eso.
A aquella historia de una mujer vencida le siguió, dos años más tarde y con idéntica maestría,
Los disparos del cazador,
la novela de un vencedor, un padre que —“es otro de mis temas”— carga
con el desprecio de su hijo por haber ganado dinero. En su caso, con la
guerra.
En el caso del protagonista de
Crematorio, con la corrupción inmobiliaria. “Los desprecian pero aceptan su dinero”, avisa el escritor. Como dice una de las voces de
En la orilla,
durante la posguerra no todo fue represión, “hubo su parte de negocio”:
tierras, puestos administrativos y cátedras cambiaron de manos.
“La
Transición no quiso revisar todo eso.
Nadie devolvió nada.
La memoria
llevada a sus últimas consecuencias es una amenaza para el presente
porque todo sale de un crimen originario. Puro Walter Benjamin”.
Posguerra y Transición, padres e hijos recorren también novelas como
La larga marcha (1996),
La caída de Madrid (2000) y
Los viejos amigos
(2003), que retratan la llegada al poder de una generación que, según
Chirbes, rebajó sus ideales con un disolvente: el dinero. “La izquierda
llegó al poder diciendo ‘no se puede porque están los militares’ y
terminó ‘esto es un chollo”.
De la ideología a la economía, de la
resistencia a la abundancia: “Fue un ministro socialista el que dijo que
España era el país de Europa en el que se podía ganar más dinero en
menos tiempo”. “De la gran ilusión a la gran ocasión”, se lee en la
nueva novela
. “Esa frase es de Gregorio Morán. El libro está lleno de
homenajes”.
“Si para algo sirve el dinero es para comprarles inocencia a tus descendientes”, dice otro de los personajes de
En la orilla,
cuyo protagonista es hijo de una víctima del franquismo pero íntimo del
hijo de una familia franquista, un crítico gastronómico un tanto
fantasma al que Chirbes ha prestado parte de su experiencia. “Sí, podría
ser yo, pero engrandecido”, dice con sorna el escritor, que llegó a
dirigir la revista
Sobremesa. Allí publicó los reportajes de viaje —Pekín, Halifax, Leningrado, Coimbra— que en 2004 formaron el volumen
El viajero sedentario.
“Entrar en la revista evitó que entrara en política”, explica. “Ya no
viajo. Vivo solo en Beniarbeig, fuera del pueblo, con dos perros y dos
gatos. Leo, apenas escribo. Cocino. Si cocinas manchas mucho.
Lo limpio.
Pasa el tiempo. Ya sé que tan solo te puedes volver majara”.
Dice Chirbes que para escribir hace falta un desparpajo que a él se
le ha ido. Aunque matiza: “Están las novelas, cierto, pero como son
mentira… Aun así, tengo miedo de que venga un carpintero y me diga: ‘en
las serradoras no se apoya uno”.
El escritor sostiene que entre los
valores que le quedan está la defensa de “las cosas bien hechas”, pero
admite que sus libros defienden todavía ciertas ideas: “Y sobre todo,
repugnan ciertos comportamientos: no aguanto la doble moral, y me
molesta el que llega arriba y desprecia al de abajo. Hay una especie de
amor por los de abajo en todos mis libros.
No me acabo de curar de eso.
Será porque vengo de clase baja. Su culpa o su inocencia se la ganan con
el sudor de su frente. Aunque a veces los odias”.
Si los libros de Chirbes no dejan títere con cabeza,
En la orilla
deja aún menos resquicios para la esperanza. “Es una novela de sexo y
dinero porque todo ya es envoltorio, una estafa”, dice el novelista, que
escribe sin concesiones, pero es todo cordialidad en el trato. Cuando
habla pregunta, se pregunta, se revuelve, duda. Bien pensado, como en
sus libros: “Siempre había tenido momentos de emoción con las novelas.
Con
Mimoun estaba feliz, y cuando acabé
La buena letra
pasé tres meses que lloraba todos los días. Ahora, ni un instante de
emoción. Ni siquiera mientras corregía, que siempre dices: ‘esto me ha
quedado bien’. Nada. Como si fuera de otro, esquinado. Eso es una
putada. Si no escribo, leo y doy de comer a los perros. Ya está. Antes
escribía
cuadernitos, ideas, lo que estaba leyendo, tonterías.
Ahora ni eso. Tampoco sé la posición que tengo ante las cosas.
Por eso
en mis novelas haya tantas voces. Es lo que permite ver la realidad como
un prisma… uf, eso sí que queda cursi; digamos que viéndole las
distintas caras.
No sé qué pensar. Leo: ‘las redes sociales arden’. Y se
me ponen los pelos de punta. Digo: ‘esto es la Inquisición’.
Clandestina y extendida. Lo mejor, estar
calladito y escondido,
pero ¿no será una cobardía? Digamos que he renunciado a mi vida social,
lo cual está en contradicción con el hecho de que estemos hablando
ahora, así que eso me provoca otra contradicción más.
Como tampoco trato
con gente literata, pienso: ‘vaya, por un libro cuánto revuelo’'. O
sea, que estoy raro”.
La tramoya de la España de los últimos 70 años
Los libros de Rafael Chirbes, publicados por
Anagrama, destilan un trabajo obsesivo de lenguaje y montaje, pero también dejan ver la tramoya de la España de los últimos 70 años.
La buena letra
(1992). “La buena letra es el disfraz de las mentiras”, dice la
narradora, que en centenar y medio de páginas dirigidas a su hijo
despliega lo que el crítico Santos Alonso describió como una “dura
reflexión sobre las consecuencias de la Guerra Civil en los vencidos y
el poder de la cultura sobre los que no han tenido acceso a ella”. Su
complemento perfecto es otra novela corta,
Los disparos del cazador (1994), retrato de un viejo franquista con hijo ingrato. Sin maniqueísmos. Son la mejor manera de empezar a leer a Chirbes.
La larga marcha (1996). Guerra y posguerra; el franquismo y la lucha antifranquista de sus propios herederos. Le siguió
La caída de Madrid (2000), centrada en el 19 de noviembre de 1975, el día anterior a la muerte de Franco.
Crematorio (2007). Precedida por
Los viejos amigos
(2003), las palabras corrupción y prostitución, desencanto y cinismo
servirían para resumir una novela que es mucho más que sus temas: el
retrato del pelotazo inmobiliario en la costa levantina, también un
testamento. Literatura grande escrita a degüello, en tensión, sin
consuelos. Ganó el Premio de la Crítica.
Por cuenta propia (2010). Junto a
El novelista perplejo (2002), reúne los ensayos de Rafael Chirbes sobre literatura: de
La Celestina
a Max Aub pasando por Galdós o Aldecoa. La legitimidad del presente a
la luz del pasado es otro de sus asuntos. Se abre con el magistral ‘La
estrategia del boomerang’, donde el escritor se explica a sí mismo y
explica su teoría de la novela.