La universidad fue siempre su casa. Durante alguno de los cierres con los que la dictadura obsequiaba a los estudiantes, Trías se negaba a cortar el discurso y se reunía con ellos en su propio domicilio o en bares más o menos cercanos al edificio universitario. Allí estaba en su salsa: sin tribuna ni distancia. Quizá era una respuesta a sus orígenes familiares, una alta burguesía catalana a la que perteneció su padre, Carlos Trías Beltrán, político falangista. La política nunca le llamó del todo, como sí le ocurrió a su hermano Jorge Trías. Un tercero, Carlos Trías, con el que llegó a compartir de joven algún libro a cuatro manos en 1970 (Santa Ava de Adis Abebas, firmando bajo el seudónimo común de Cargenio Trías), tiró por la literatura y se hizo escritor.
Él se había licenciado en Filosofía en 1964 en su fundacional Universidad de Barcelona y su brillantez le llevó a que inmediatamente, apenas un año después, fuera profesor ayudante, que pasaría a ser en breve adjunto en el mismo centro y en la Universidad Autónoma de Barcelona. Nada del pensamiento le era ajeno: la ética, la reflexión cívico-política, la filosofía de la religión, la estética… Quizá por ello había publicado ya varios libros antes de haber cumplido los 30 años. Luego, de repente, se fue. A Brasil. Una época explicada con no poco sentido del humor en su autobiografía El árbol de la vida (2003). Pero volvió pronto, y con solo 32 años ya recibía el primero de cerca de una quincena de reconocimientos. Sería en 1974 por Drama e identidad, donde ya dejaba ver su pasión por la música al buscar estructuras comunes entre la sonata y la tragedia. El estudio obtendría el premio Nueva Crítica, que abría un palmarés que le llevaría, solo un año después, al Anagrama de ensayo por El artista y la ciudad. Otro hito de esa trayectoria sería, en 1983, el Nacional de Ensayo por Lo bello y lo siniestro.
Convencido de que la filosofía debía tener “antenas poéticas”, intentó impregnar de ello sus títulos más celebrados en el métier, quizá La filosofía y su sombra y Teoría de las ideologías. Catedrático de Estética desde 1986 en la Escuela Técnica Superior de Arquitectura de Barcelona adonde había llegado invitado por Xavier Rubert de Ventós una década antes, se decía que era el introductor del estructuralismo y de Foucault. Era mucho más, claro, y sabía mucho más, como demostró a lo largo de los casi 30 títulos que publicó hasta casi ayer mismo. En su obra escrita (hay otra obra difusa en las clases impartidas en varias universidades, la última la Pompeu Fabra de Barcelona, en donde desde 1992 ejercía como catedrático de Historia de las Ideas), hay conceptos que resultan clave. En especial, el de límite. La filosofía es pensamiento en el límite y es la noción de límite lo que ilumina el conjunto del ser. Resulta difícil no ver en esta visión del sujeto en el mundo una imagen de una de sus pasiones: el cine. En el cine clásico, la pantalla es el límite que confiere sentido al haz de proyecciones de luz que, sin ese límite, se perderían en la nada, dejaría de ser percibidas por el espectador-sujeto. El desarrollo de esta cosmovisión la expuso en Lógica del límite (1991).