Un Blues

Un Blues
Del material conque están hechos los sueños

5 feb 2013

Ningún hombre es una isla

La colusión de corrupción, crisis y extrema desigualdad puede hacerse estructural.

Hace unos meses, la organización no gubernamental Transparencia Internacional hizo público un estudio titulado Dinero, política y poder. Peligros de la corrupción en Europa, que alineaba en varios puntos a países como España, Grecia, Italia y Portugal.
De ellos se decía que eran casos claros de cómo la ineficacia, los abusos y la corrupción no están suficientemente controlados o sancionados; también consideraba que la relación entre la corrupción y la crisis económica debía dejar de ignorarse.
Los mismos cuatro países vuelven a estar unidos en la clasificación de campeones del desempleo que la semana pasada hizo pública Eurostat, la oficina de estadísticas de la Comisión Europea.
 En la misma había una novedad: por primera vez la tasa de paro griega (26,8%) fue superior en diciembre a la española (26,1%), en un entorno generalizado de caída del empleo en Europa.
No puede haber solo casualidad, sino algún tipo de relación entre los datos del paro y los de la corrupción, que deben analizar los científicos sociales.
 Se trata de lo que los economistas llaman “externalidades”: lo que hace una persona, o un grupo, puede beneficiar o dañar a los demás
. Como dice el poema, ningún hombre es una isla.
 Cuando quienes causan perjuicio a otros no tienen que asumir las consecuencias plenas de sus abusos logran un incentivo inadecuado.
 Las leyes y las instituciones están para proporcionar los incentivos correctos que eviten los daños a los demás, a sus propiedades, a su salud, su educación y a los bienes públicos (como la naturaleza) que disfrutan.
El problema surge cuando fallan las responsabilidades legales y las políticas.
Se trata sobre todo de estas últimas cuando quienes ostentan posiciones de poder dicen estar haciendo lo correcto y perseguir el interés general, aunque sus convicciones sean lo suficientemente maleables como para dejarse convencer por “intereses especiales”.
 Defienden teóricamente el interés general cuando en realidad apoyan numantinamente sus propios intereses.
El triángulo del descontento tiene ahora un tercer vértice, que es la extrema desigualdad en las sociedades. Cuando a la corrupción se le une la crisis económica y la desigualdad la situación se hace explosiva
. El aumento y distribución de las dificultades, después de cinco años, está teniendo consecuencias drásticas sobre el reparto de la renta y la riqueza
. Mientras que los indicadores básicos de desigualdad apenas han cambiado para el promedio de la Unión Europea desde 2007, España está sufriendo un aumento extraordinario de las diferencias económicas entre los hogares
. El nivel de concentración de las rentas de capital es de los mayores en la UE y hay una alta incidencia de las políticas de ajuste sobre todo en las rentas del trabajo de bajos salarios.
Según el catedrático de Economía de la Universidad Rey Juan Calos, Luis Ayala (Las consecuencias de la austeridad, EL PAÍS del 10 de mayo de 2012), hay tres características del caso español que lo hacen único: primera, que el mayor ajuste se está produciendo en las rentas de los hogares con menos recursos. Segunda, que los incrementos transitorios de la pobreza y la desigualdad tienden a convertirse en crónicos a largo plazo, si se tiene en cuenta lo que ha sucedido en anteriores fases recesivas en España.
 Y tercera, que frente al aserto habitual de que el bienestar social se recuperará si lo hacen la actividad económica y el empleo, los datos son contundentes: las estimaciones de la relación entre el ciclo económico y la pobreza muestran una acusada asimetría en la respuesta de esta a las recesiones y a las expansiones, siendo mucho más sensibles a las primeras.
 Por tanto, volver a altas tasas de crecimiento de la economía española no garantiza que los problemas de insuficiencia de ingresos de un segmento importante de la sociedad española vayan a reducirse drásticamente.
Evitar la consolidación de ese triángulo compuesto por crisis económica, corrupción (política y económica) y desigualdad (de oportunidades, rentas, patrimonios y resultados) es cada día más urgente para evitar las explosiones sociales
. Estas tres características negativas de la coyuntura pueden tener efectos intensos y duraderos sobre todo en las expectativas de las generaciones que se hallan actualmente en las fases especialmente vulnerables de su ciclo vital, y en particular sobre los jóvenes, convirtiéndose en estructurales.

 

Nuestro querido yo Vicente Verdú

No somos nada sin los demás.
 Somos buenos o malos, odiados o queridos, simpáticos o antipáticos gracias a los juicios emitidos por los otros.
Porque los otros, a fin de cuentas, en el balance definitivo, no son otra cosa que productores de la identidad de mi yo.
¿Cómo no sentir, pues, interés por lo que opinan, hacen, prefieren y desprecian los prójimos?
 El querer saber sobre los demás no es una forma de cotilleo, sino realmente una exploración básica y alimenticia sobre el ello freudiano en donde nos cotejamos y perfilamos como definidos personajes del ego.
 Este ego que resulta ser, en consecuencia, una producción de los egos interrelacionados de los demás puesto que no somos sino en comandita.
 No nos hallamos, pues, como tales sino en consecuencia social.
Durante unos 400 años o más la intimidad fue una completa quimera.
 Los habitantes de un domicilio dormían arracimados, padres e hijos, parientes y caminantes del lugar.
 La modernidad, que inauguró el sentido del ciudadano, individuo (indivisible), fue estableciendo una frontera entre el interior privado, reino del yo, y el espacio público, reino de todas las cosas.
La cosa pública pertenecía, en efecto, al teórico reino de la claridad mientras la intimidad se correspondía con las impenetrables sombras del hogar, desde el comedor a la alcoba.
Antes de este tiempo, los reyes y reinas se apareaban por primera vez ante una concurrencia de nobles, eclesiásticos o no, y morían, hasta los principios del siglo XX, en presencia de un coro de allegados y una algarabía de plañideras.
El sexo, tan taimado, se hizo público solo en el último tercio del siglo XX pero, a cambio, la muerte fue pasando a la clandestinidad de las herméticas residencias de ancianos, las celadas camas de los hospitales y los encastillados tanatorios del extrarradio.
 El deseo de saber sobre la vida de los otros fue circunscribiéndose, en el mejor de los casos, a los parientes y allegados. Pero ni eso.
 La intimidad alcanzó el valor de un tesoro máximo que no se podía revelar.
De ahí que, como marca la ley de la oferta y la demanda, creciera su valor mercantil y vivencial.
Viviendo como vivimos en enjambre, el secreto ha pasado a convertirse en el mayor caudal doméstico.
 Pero no saber de los otros y sus historias personales es igual a perder el sustento fundamental del propio yo.
 No se trata, pues, de perversión el interés por el secreto o los secretos existenciales de los demás sino la manifestación de un hambre biológica por llegar a ser yo.
 Una necesidad tan primaria, en suma, como la de existir identitariamente entre el embrollo de lo que somos y lo que no somos en contraste con los percances y el carácter de nuestro querido yo.

Parisinas: podéis llevar pantalones

Una ley con más de 200 años prohibía a las mujeres llevar esta prenda masculina.

 

Una modelo posa con unos pantalones en París. / Associated Press

Las mujeres de París pueden desde hoy enfundarse los pantalones sin miedo a una persecución penal.
 La ministra de los derechos de la Mujer, Najat Belkacem-Vallaud, ha depuesto la medida –que obviamente, llevaba décadas sin ser efectiva- porque es incompatible con la moral y las leyes francesas actuales.
Mucho han cambiado las cosas desde el 17 de noviembre de 1800, cuando se impuso esta ley.
 En ella se estipulaba que aquella mujer que quisiera llevar pantalones, es decir, "vestir como un hombre", debía tener permiso expreso de la policía local.
Y no es que esta ley haya permanecido invariable desde su promulgación.
 En 1892 y 1909 fue modificada para permitir que las mujeres usaran pantalones si se daba la circunstancia de que fueran "sobre un manillar de bicicleta o las riendas de un caballo".
Para la ministra francesa, esta limitación tenía como objetivo limitar el acceso de la mujer a ciertos oficios y ocupaciones.
El atuendo femenino está presente en la política francesa desde la Revolución de 1789, cuando las mujeres exigieron poder llevar los pantalones de los revolucionarios, los sansculottes, para diferenciarse de las clases altas.
Y esto es algo que no ha cambiado. El pasado mes de mayo, la ministra de Vivienda, del partido de los Verdes, Cecile Duflot, fue muy criticada por acudir a su primer encuentro oficial con el presidente François Hollande con unos vaqueros, saltándose el protocolo de la Asamblea.
 Otras parlamentarias copiaron la iniciativa en los últimos días, cuando se tramitaba en el parlamento la nueva ley de matrimonio homosexual.

¿Ser fiel a Wagner?... ¿Por qué? Por: EL PAÍS | 05 de febrero de 2013 Por JESÚS RUIZ MANTILLA

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Ensayo general de 'Parsifal'./ JAVIER DEL REAL
La buena fe y el rigor son atributos muy recomendables donde quiera que se apliquen.
 En la vida, en el póquer –bueno, ahí no tanto-, en el fútbol, en la música.
 La fidelidad ya es más discutible, aunque, en muchos casos, loable.
Pero no conviene cerrarse demasiado ni fanatizarse en ese concepto cuando hablamos de arte.
 El debate cuadra a la perfección después de haber escuchado con toda atención y expectante ante la emoción –que rara vez se produjo- de experimentar en carne y oído propio lo que el director Thomas Hengelbrock predica que son las tablas de la ley en la interpretación wagneriana.
El músico es un referente en la pelea por la pureza del sonido que Richard Wagner aportó en su constante revolución del arte operístico. Hengelbrock nos lo ha demostrado la semana pasada en el Teatro Real y en versión concierto con la última gran ópera que éste escribió: Parsifal
. Ha sido en un proyecto que ha contado con el empeño de Gerard Mortier, director artístico del Real. Interesante en su propuesta, fascinante en su planteamiento, pero pobre, decepcionante, en el resultado.

Y es que puede que nuestros oídos, nuestra ansia wagneriana haya rebasado ya demasiados límites constantemente superados desde la línea de salida en cada uno de sus títulos. 
Pero para entender la coherencia de Hengelbrock hay que acudir al barroco. O mejor, a la nueva idea del barroco –concretamente de Bach- que el maestro Nikolaus Harnoncourt quiso redescubrirnos en la Viena de los años cincuenta cuando se empeñó en resucitar con instrumentos de la época del compositor la idea primigenia, su más pura autenticidad histórica, dando inicio a lo que luego se conoció como la Corriente Auténtica. Aquello supuso una maravillosa sacudida que transformó la interpretación hasta hoy y que Hengelbrock también reivindica. Harnoncourt creó escuela y contribuyó haciendo renacer sonidos enterrados a la recuperación del inmenso repertorio antiguo en toda Europa. Una vez fraguó todo un ejército de fieles y también fanáticos, se apartó del asunto. Pero el empeño en esa fidelidad historicista ha traspasado las épocas –también se contagió después al clasicismo, al romanticismo o al belcanto- y ha llegado hasta Wagner con Hengelbrock y su Balthasar-Neumann Ensemble.
Aunque su grupo fue creado para ahondar en la fidelidad al espíritu mozartiano, la labor de investigación del director le ha conducido al terreno de los mitos wagnerianos, una tarea mucho más ambiciosa. Las teorías y las aportaciones del sonido en Wagner, su persecución de una identidad propia, le llevaron a construir su propio teatro en la colina de Bayreuth, a organizar su personal disposición de los músicos e incluso a atemperar la fuerza de su masa sonora tapando el foso.
Hoy, teniendo en cuenta que las teorías de Hengelbrock son fieles al autor, nuestra propia sensibilidad las convierte en extrañas hasta el punto de dejar al desnudo su verdadero sentido. Cabría preguntarse, con toda legitimidad, en qué manos prefería escuchar hoy Wagner su propia música. Si ha existido algo que ha caracterizado su desarrollo es la constante ansia de superación. Bien es cierto que inhumana, en muchos casos, pero en otros, muy válida. El vigor, la tensión, los timbres, la grandiosidad han ido de la mano históricamente en las referencias wagnerianas.
Desde Hans von Bülow –que fue su intérprete en vida y su devoto seguidor hasta el punto de dejar que le arrebatara el amor de su esposa Cosima sin rechistar- a Daniel Barenboim, pasando por la referencia que en su día marcó en el templo de Bayreuth Hans Knappertsbusch, su trayectoria histórica ha sido la del desafío. Hasta el punto de perjudicar, quizás enjaulados en una dinámica de exceso, un término absolutamente wagneriano, lo mismo que la ansiedad, su propia idea original.
Pero cabe suponer que el compositor, en su desmedida ambición por superar todas las barreras, aprobaría coherentemente muchas de las bravatas que se han conseguido con su música
. Es lo mismo que nos ocurre a quienes nos hemos acostumbrado a acudir a la llamada wagneriana empeñados en descubrir una ruptura constante de los límites.
Tanto es así, que la propuesta fiel, esmerada y tan sensible de Hengelbrock nos desazona en su visión plana, en su ausencia de emoción, en su renuncia a la audacia del poderío.
 Es claramente otra audacia la que busca Hengelbrock. Muy legítima, pero que nos deja un tanto decepcionados, acostumbrados como estamos al sobrecogimiento cuando se trata de escuchar a Wagner
. Tanto que cabe preguntarse si serle tan fiel realmente, tan obsesivamente fiel, con lo que se ha transformado su música a estas alturas, merece de verdad la pena.
La música es aire sonoro, dice Barenboim, en una descripción limpia y quizás desesperadamente objetiva. La obsesiva fidelidad a los instrumentos históricos es legítima, útil, interesante, muy necesaria.
Pero no debe ser dogma. Es una manera de conocer y acceder a sonidos que se creían perdidos.
Pero, tomando como ejemplo al propio Bach, si le preguntamos a un aficionado actual qué prefiere habrá respuestas para todos los gustos.
 Y es el aficionado, el público, quien debe ser el destinatario de la pregunta, no el autor
. Incluso en este caso y, sabiendo que Bach en su día despreció aquel nuevo instrumento naciente que dieron en llamar pianoforte, si hoy, en una guija, es convocado su espíritu y le someten a la audición de sus Variaciones Goldberg a mano de un clave de su época por Gustav Leonhardt o le colocan en un piano de cola a Glenn Gould, créanme, el mismo Bach lo dudaría.