Puede que la crisis tenga algo que ver, o que la coincidencia sea
solo fortuita, pero últimamente se suceden los pronósticos agoreros
sobre el porvenir de la humanidad. Con apenas un día de diferencia, los
titulares de dos noticias publicadas la semana pasada en este diario
interpelaban directamente a nuestra especie y su capacidad de
pervivencia en el planeta: “Los humanos son una plaga sobre la Tierra”,
sentencia del naturalista británico
David Attenborough sobre el exceso de población,
y “que se den prisa y se mueran”, recomendación del ministro japonés de
Finanzas, Taro Aso, a los ancianos de su país para aliviar los gastos
en atención sanitaria del Estado.
Dejando a un lado la pertinencia de la segunda frase, neutralizada
luego con la habitual disculpa de haber sido sacada de contexto, ambos
mensajes abundan en una idea fuerza: el control de la población —incluso
mediante métodos tan expeditivos como la eutanasia implícita en las
declaraciones de Aso— para una adecuada satisfacción de las necesidades
básicas mediante los recursos disponibles. O, dicho de otra manera, para
el precario equilibrio entre bocas y alimentos, agua y tierra
suficientes.
Ninguno de los dos mensajes suena a nuevo; al contrario, ambos se
amparan en la alargada sombra del malthusianismo, esa alarma lanzada
durante la revolución industrial por el pastor Thomas Malthus que
preveía la pauperización de la especie humana por falta de recursos, e
incluso su desaparición, si no mediaban mecanismos de regulación
periódicos como guerras o epidemias.
Así pues,
Attenborough, premio Príncipe de Asturias en 2009,
recoge casi dos siglos después el guante de Malthus y los ecos de la
teoría neomalthusiana de la bomba demográfica de los años sesenta para
urgir a controlar el crecimiento de la población antes de que lo haga la
naturaleza, como ya ocurre en algunas zonas de África golpeadas por la
hambruna. Taro Aso, más tradicional, apela a la cultura del haraquiri
igual que, en los albores de la historia, la población de algunas
sociedades tradicionales esperaba que los mayores, cuando devenían una
carga para el resto, se autoeliminaran. Un escenario inquietante, pero
demográficamente revelador, que podría sustanciarse en una de las
representaciones más dramáticas de la crisis, los suicidios de mayores:
“Esas muertes de matrimonios ancianos que se etiquetan como violencia de
género pero que resultan ser suicidios, quitarse del medio al sentirse
una carga, son claras señales de alerta” de uno de los principales
problemas de las sociedades desarrolladas, el envejecimiento de la
población, apunta la demógrafa Margarita Delgado, investigadora del
Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC). “Pero al
procedimiento expeditivo de Taro Aso yo no lo llamaría
neomalthusianismo, le pondría una etiqueta más fuerte”, añade.
El ministro japonés Aso aconseja a los ancianos que se den prisa en morir
Para Honorio Manuel Velasco, catedrático de Antropología Social de la
UNED, no cabe lugar a dudas sobre el calificativo: “Estos mensajes
suenan a Malthus redivivo. Confiar en que uno de los factores es posible
de controlar: la supervivencia en un medio ambiente limitado”. Ese
control pertenecería a la especie humana, apunta el antropólogo —igual
lo hace Attenborough en su advertencia—, “en un estado de cosas que
presenta a la naturaleza como si fuera un sistema regulado cuyo control
recae en manos humanas”.
“Lo cierto es que todo está en manos de la especie humana; también la
distribución de los recursos”, añade el catedrático de la UNED, lo que
trasciende el planteamiento puramente demográfico e introduce en el
debate cuestiones tales como el modelo de crecimiento económico y hasta
los derechos humanos, el primero de ellos, a la alimentación. “Pero no
estamos ante una crisis planetaria, sino que afecta más a unos que a
otros. Las hambrunas, las guerras, son mecanismos de regulación
demográfica tradicionales, pero no los únicos; también la frecuencia de
las catástrofes”.
Pero ni el de Aso ni el de Attenborough son mensajes reduccionistas,
“a menos que algunos poderes los aprovechen para erigirse en reguladores
únicos; entonces estaríamos hablando de totalitarismo”, explica
Velasco. Como la política del hijo único en China, o las campañas de
esterilizaciones forzosas en India a mediados de los setenta del pasado
siglo, bajo el Gobierno de Indira Gandhi, o en el Perú de Fujimori. Para
el antropólogo no cabe llegar tan lejos: “Creo más bien que
Attenborough está enviando un mensaje de sensibilización”.
El naturalista británico vuelve a la teoría de la “bomba demográfica”
Con más de 7.000 millones de habitantes, la Tierra parecería estar a
punto de agotarse, pero, según los expertos consultados, no se trata
tanto de una cuestión de concepto como de estructura: el reparto
desigual de la población y, sobre todo, la distribución inequitativa
—vale decir también desproporcionada, injusta— de los recursos. Porque,
por ejemplo, con la fortuna de 2012 de los 100 hombres más ricos del
mundo se podría eliminar cuatro veces la pobreza global, según la ONG
Oxfam International. “Somos muchos si comparamos el número con décadas
pasadas, pero lo más importante es la distribución”, sostiene Margarita
Delgado. “Han cambiado los equilibrios tradicionales. Europa tenía 728
millones de habitantes en 1995, y África, poco más de 700. En 2000,
África superaba los 970 millones, mientras que Europa tenía unos 730.
Ser muchos o pocos en un país, depende: en Japón hay más de 120 millones
de habitantes, pero nadie lo asocia a la sobrepoblación. Es decir, más
que un problema de volumen, estamos ante un problema de estructura: ha
descendido la fecundidad en los países más desarrollados y a la vez ha
aumentado la esperanza de vida por la reducción de la mortalidad, por lo
que la pirámide se ensancha por arriba con el progresivo envejecimiento
de la población. El volumen sí condiciona el desarrollo de muchos
países —en África, algunos de Asia—, pero en otros casos, como el de
España o el entorno europeo, el problema es el desequilibrio entre
grupos de edad”.
España crece al ritmo de 1,36 hijos por mujer, según los últimos
datos de INE (2011). Muchos países del África subsahariana, y algunos en
América Latina, tienen una tasa de fecundidad de 4,5 nacimientos por
mujer; alrededor de 40 países en el mundo, según la ONU, rondan los
cinco hijos por mujer. Aparte de la dirección de los flujos migratorios
—una salida natural para un excedente de población sin acceso a recursos
básicos—, el crecimiento determina también la viabilidad o la
impotencia de numerosas políticas. “Somos muchos en algunos países y en
otros se puede considerar que somos pocos”, prosigue Delgado. “El
envejecimiento pone en riesgo los pilares del Estado de bienestar. Según
el INE, los mayores de 65 años somos ahora el 20% de la población, pero
en 2049 serán en torno al 37%-38%. Y la ecuación entre dependientes y
activos será cada día más difícil de resolver, ya estamos viendo los
recortes en el presupuesto de la dependencia”, concluye la demógrafa,
que incide en los casos de mayores que se suicidan —algunos matando
antes a sus parejas dependientes o enfermas— como una clara señal de
alarma.
Si no se gestiona en común, el agua se convertirá en factor de guerra
“Los reguladores históricos de la población han sido las guerras y
las pandemias. En el siglo XX, por primera vez en la historia de la
humanidad, la población se ha cuadriplicado: de 1.500 millones pasamos a
6.000 [la ONU elevó la cifra a 7.000 en octubre de 2011]; en todos los
siglos anteriores ni siquiera se había doblado. Pero la clave
demográfica no es una amenaza: un país tan estable como Japón tiene 120
millones de habitantes”, sostiene Jesús A. Núñez Villaverde, codirector
del Instituto de Estudios sobre Conflictos y Acción Humanitaria (IECAH).
“Es el contexto sociopolítico y económico el que nos acerca o aleja de
la amenaza. Es decir, que estén satisfechas las necesidades básicas,
porque, a mayor población, mayor lucha por los recursos. Hoy hay
alimentos suficientes para alimentar a la población mundial; el factor
belígero es la desigualdad de acceso de la población a los mismos”.
Aunque en los últimos años se ha acelerado la convergencia entre
países desarrollados y los que están en vías de desarrollo —con desafíos
tan claros al predominio de los primeros como la pujanza de los
emergentes BRICS—, la desigualdad horizontal entre grupos que conviven
en un mismo territorio —es decir, la desigual asignación de recursos—
resulta una clave insoslayable para plantear el debate de la
sobrepoblación. La competencia por el acceso a bienes escasos —tierra,
agua, materias primas— marca la pauta de la supervivencia. “Lo que
caracteriza al modelo económico actual es la sobreexplotación de los
recursos como si fueran infinitos: tierras de cultivo, agua, fuentes de
energía. Pero no lo son. En el mundo, por ejemplo, hay 260 ríos
compartidos por dos o más países. Si no hallamos fórmulas de gestión
común del agua, el agua será un factor belígero”. La tantas veces
anunciada guerra del agua en Oriente Próximo, las construcciones
faraónicas en China o la lucha por el control de los acuíferos del este
de África son ejemplos de ello.
La compra masiva de tierras en África introduce un desequilibrio fatal
La hipotética sobrepoblación, pues, funcionaría como el sistema de
las matrioskas rusas: el factor demográfico encierra dimensiones como la
ecología —el ecosistema humano—, la economía o incluso los derechos
humanos, cuando no la amenaza del cambio climático, un fenómeno que no
solo hay que leer en clave ambiental. Con la compra masiva de tierras en
África, China está introduciendo un desequilibrio fatal en las
sociedades nativas. “De Madagascar a Sudán, en connivencia con los
Estados locales, la compra de tierra por los chinos provoca el
desplazamiento de poblaciones que se quedan sin tierras que cultivar.
Son poblaciones que antes se alimentaban de una forma más o menos
modesta, pero que al menos podían abastecerse”.
La provisión de seguridad alimentaria para evitar conflictos es otra
de las patas de este polifacético asunto, igual que la amenaza el cambio
climático, “que debemos leer en clave de competencia por los recursos,
como una cuestión de desarrollo humano más que ecológica”, sentencia
Núñez Villaverde, autor del
blog Extramundi en EL PAÍS.
Olivier Longué, director general de la ONG Acción contra el Hambre,
niega la mayor: la relación directa entre exceso de población y hambre.
“El Sahel tiene una densidad de población bajísima, y sin embargo
periódicas y graves hambrunas. En un país donde hay democracia no hay
hambre; Japón tiene 120 millones de habitantes y no pasan hambre”. En el
precario equilibrio entre factores tan volátiles como los que componen
la ecuación hambre por falta de cosecha por falta de lluvia, hay
factores incidentales que dan un vuelco al escenario, “como la guerra o
un desastre natural, que son elementos de ruptura” de la balanza.
“El viejo argumento de la demografía como explicación del hambre
empezó con Malthus, pero lo cierto es que un europeo o un americano
consumen 150 y 200 veces más recursos, respectivamente, que un
africano”, añade Longué en referencia a la desigualdad distributiva. “En
las declaraciones de Attenborough resuena esa visión religiosa, mística
del mundo: hay gente que dijo lo mismo cuando apareció el sida: no solo
que era una plaga que castigaba a pecadores, sino también un mecanismo
de regulación poblacional”.
De hecho, el propio Attenborough nació cuando en el mundo solo había
2.000 millones de habitantes; “cuando la pervivencia del planeta se
cifraba en un tope de 900 millones; ahora, los modelos demográficos más
pesimistas prevén que en 2050 la humanidad empezará a declinar”, apunta
Longué, que plantea una solución para neutralizar la inoperancia de
muchos Gobiernos: “Que la gestión de los recursos recaiga en manos de
las mujeres; solo la educación de las madres puede revertir la curva
demográfica”. Para que sociedades como las africanas, donde los hijos
son la seguridad social —la mano de obra para las cosechas y el báculo
en la vejez—, puedan desarrollarse y avanzar hacia la convergencia con
las sociedades desarrolladas, donde, sin embargo, los viejos son cada
vez más un estorbo. A juzgar por las referencias geográficas más
repetidas a lo largo de este reportaje, el mapa de la sobrepoblación
traza una línea de África a Japón, como casilla de salida y de llegada;
como el recorrido de la especie humana desde los albores al ocaso.