Un Blues

Un Blues
Del material conque están hechos los sueños

15 dic 2012

El asesino de Newtown se ensañó con varios disparos a cada niño

  • Las autopsias indican que 26 víctimas de la matanza de EE UU, entre ellas 20 menores, recibieron más de un tiro
  • Adam Lanza usó las armas de su madre para matarla en su propia casa antes de dirigirse al colegio
  • El riesgo de diagnosticar

    La retracción social, la timidez o el aislamiento no convierten a nadie en un asesino.

    Resulta difícil comprender qué pasa por la mente de un joven de 20 años para cometer un crimen tan atroz.
     Si ya es difícil justificar el parricidio, ampliarlo al asesinato de 20 niños y otros 6 adultos, y al posterior suicidio, requiere una reflexión prudente y alejada de prejuicios.
    Diagnosticar comportamientos es un error en sí; lo que se diagnostica son enfermedades.
     Según los datos de que disponemos hasta ahora, Adam Lanza carecía de antecedentes de tratamiento psiquiátrico.
     Quienes le conocían hablan de un niño retraído, tímido, con tendencia al aislamiento social
    . Según distintas fuentes los síntomas son compatibles con enfermedades de lo más heterogéneo: trastorno de la personalidad, autismo, paranoia, fobia social
    . Son todo conjeturas. En una visión retrospectiva puede parecer un enfermo mental, pero ¿por qué su madre no pidió ayuda? No se trata de una persona con claros síntomas de un Trastorno Generalizado del Desarrollo (autismo, Asperger...) en la infancia.
     Las alteraciones de la capacidad de empatía propia de los niños con este tipo de patologías les inhabilita para sentir y mostrar afectos, que incluyen tanto el amor como el odio, y está claro que Adam Lanza estaba cargado de odio y de ira.
     No se trata de una persona que no desee el trato social sino que huye de él por falta de habilidades. La incapacidad para inculparse por sus propias carencias le convierte en una víctima del rechazo social, que le llena de ira y agresividad.
    La retracción social, la timidez o el aislamiento no convierten a nadie en un asesino, sin embargo necesitamos que nos hablen de enfermedad mental, en un intento de poner una barrera entre estos sujetos y nosotros, sabernos incapaces de cometer una barbaridad porque nos sabemos sanos.
    Los crímenes en masa perpetrados por jóvenes en EE UU en las últimas décadas escapan a nuestra capacidad de comprensión.
     Sin embargo, existe una amplia bibliografía en estudios de investigación en psicología social que demuestran que cualquier ser humano, aparentemente adaptado, es capaz de llevar a cabo acciones de las que ni él ni las personas cercanas les considerarían jamás capaces.
    Me pregunto por qué el empeño de algunos medios de comunicación estadounidenses en buscar un diagnóstico psiquiátrico para un asesino que convivía con armas de fuego desde la infancia, y que para perpetrar el asesinato se vistió con ropas de combate.
     Tal vez los interrogantes tengan más que ver con la naturalidad con la que se vive el uso de armas que con la existencia o no de trastornos mentales.
    Lola Morón es psiquiatra.

     

     

     

     

     

Película de Oxido y de Hierro

Jacques Audiard nos tenía muy bien acostumbrados con sus personales filmes de serie negra planteados de muy distintas maneras, de la historia de venganza y conocimiento de Regarde les hommes tomber al relato carcelario de Un profeta, pasando por la exposición de una conducta heroica inventada en Un héroe muy discreto, el drama criminal trufado de elementos de thriller sicológico entre personajes contrapuestos de Sur mes lèvres, y la reescritura de un excelente thriller de James Toback (Melodía para un asesinato) en la también espléndida De latir mi corazón se ha parado.

Con De óxido y hueso (De rouille et d'os, sugerente y enigmático título), Audiard da un considerable giro, deja de lado cualquier tipo de intriga criminal o derivados –aunque el protagonista masculino del filme podría muy bien participar de algunas de las cintas precedentes del director–, se somete a los designios del star system francés (presencia de Marion Cotillard) y bascula entre el melodrama social y el romance turbulento sin acabar de decantarse por ninguna de las dos claras opciones.

De óxido y hueso enfrenta de nuevo a dos personajes opuestos a partir de una tragedia individual.
 La mujer que encarna Cotillard trabaja como entrenadora de orcas en un parque acuático.
 Durante uno de los espectáculos sufre un aparatoso accidente, pierde ambas piernas a la altura de las rodillas y tiene que aprender a caminar, y a vivir, con prótesis.
 Lo que sigue es un ejercicio de superación y supervivencia matizado por la relación, atropellada, previsible y repleta de secuencias esforzadas porque sí –algo extraño tratándose de un filme firmado por el meticuloso Audiard–, que la mujer entabla con un individuo desarraigado y marginal, sin trabajo y sin dinero, y que también debe aprender a vivir de otra manera a partir del momento en que se encarga del cuidado de su hijo de cinco años.

Encuentros y desencuentros. Cuando se conocen, él no es nadie y ella goza de cierta estabilidad.
 Cuando se reencuentran, él comienza a atisbar un lugar en el mundo y ella ya no es, ya no puede ser, lo que era, sumida en el caos y la depresión
. Las prótesis pueden oxidarse como se oxidan, víctimas de la herrumbre del tiempo, las emociones y las relaciones
. Pero el hueso se mantiene firme. Esa parece ser la lógica de los acontecimientos y el punto de vista del director en relación al personaje de Cotillard, quien acaba perdonando a la orca que le amputó las piernas en un bello plano ralentizado que parece ajeno al resto del relato.
 Pero para llegar a expresar ese punto de vista, Audiard da demasiados requiebros, adorna la historia con elementos innecesarios, se somete al obligado tour de force de "estrella cinematográfica encarnando un personaje con limitaciones físicas" y filma momentos impensablemente previsibles en su filmografía.

Subversión y moraleja


Hacia 1900 el Vaudeville Theatre escenifica la ceremonia del té de 'Alicia en el País de las Maravillas'. / [AUTFOTO]Hulton-Deutsch Collection / Corbis
Mis primeros compañeros de juegos fueron Noddy, el muñeco de Enid Blyton, y el Pequeño Muck, un descendiente alemán de Las mil y una noches, soñado por Wilhelm Hauff.
 Más tarde, a estos personajes supuestamente correctos y pulcros se agregaron otros de la misma especie: la tan atenta Hormiguita Viajera de Constancio C. Vigil y Narizinha, la niña respingada de los cuentos de Monteiro Lobato. Luego vinieron Pinocho, el títere de Collodi que aspira a la condición humana; Bomba, el musculoso niño de la selva copiado por un tal Roy Rockwood del Tarzán de Edgar Rice Burroughs, la servicial Jo de Mujercitas de Louise May Alcott, y también los lacrimógenos y empalagosos héroes de Cuore de Edmundo d’Amicis que con devoción y arrojo salvan la vida de la abuela, defienden el honor de la patria y atraviesan el mar en busca de una madre supuestamente desaparecida.
 Todos parecían bien educados, más o menos obedientes, responsables, y si bien varios se mostraban a veces traviesos y aventureros, al final de la historia reconocían sus faltas y eran recompensados con los aplausos de sus mayores.
Sandokan visto por Marisol Calés.
Poco a poco, a estos paragones fueron sumándose otros que, si bien seguían siendo perfectamente ejemplares, se permitían ciertos deslices y travesuras.
 La conducta de Mowgli, el niño adoptado por los lobos, emblema del amor que Kipling sintió por los paisajes de la India, no es irreprochable, como tampoco lo es la de Ana de las Tejass Verdes, a través de quien Lucy Maud Montgomery inmortalizó su Isla del Príncipe Eduardo. Algo en la naturaleza rebelde de estos lugares tan diversos contamina a los dos protagonistas. Lo mismo sucede con el pirata Sandokán y la Malasia de Emilio Salgari, y con los místicos aventureros de ciertas novelas orientales de Karl May. Robinsón Crusoe, en cambio, a pesar de la descorazonadora isla, que le atribuyó Daniel Defoe, sigue hasta la última página siendo nada más que un caballero inglés. De niño, sus desventuras y quejas me aburrían, y no terminé de leer el libro hasta muchos años después.
Pero en vísperas de mi adolescencia, pasé a admirar a otros personajes más arriesgados, individuos que misteriosamente viven al margen de la sociedad. El embustero Till Eulenspiegel, el astuto Huckleberry Finn, el drogadicto Sherlock Holmes me sedujeron (y siguen seduciéndome) porque sospecho que yo adivinaba, en sus artimañas y artificios, estrategias para sobrevivir en un mundo que empezaba a parecerme de más en más despiadado.
El mundo real, tangible, de reglas coherentes y mágicas, era para mí el de las páginas del libro
Mis lecturas infantiles tuvieron esto de diferente de las que las sucedieron: el mundo real, tangible, de reglas coherentes y mágicas, era para mí el de las páginas del libro, y no el de los inconvenientes rituales cotidianos de mi casa y de mi escuela, por lo demás absurdos y contradictorios. Me daba un placer enorme reconocer en las aventuras de Jim Hawkins en La isla del tesoro, o de Alicia en el País de las Maravillas, una desobediencia, una mínima rebeldía.
 Cuando Jim roba el mapa al espantoso ciego Blind Pew, o cuando Alicia se pone de pie en la corte de los reyes de naipes y desmantela el ridículo juicio, yo me regocijaba secretamente.
 Quizás ni Stevenson ni el reverendo Dogson (al menos bajo su identidad carrolliana) se hubiesen escandalizado al descubrir que sus cuentos infantiles fueron para mí las primeras lecciones de anarquismo.
Sin bien, sobre todo en el siglo XIX, los editores trataron de alimentar las bibliotecas infantiles con obras moralizadoras y crónicas de vidas ejemplares, los autores más inspirados minaron esas endebles redacciones dogmáticas y permitieron que, siempre dentro de un marco socialmente aceptable, sus pequeños protagonistas pudiesen cuestionar de vez en cuando las autoridades supremas y vivir peligrosamente, al menos hasta la redención final, las deseadas aventuras.
 Si bien Mowgli acaba rindiéndose a la sociedad de los hombres, Alicia regresa al mundo victoriano y Pinocho acepta la mentirosa promesa del Hada Azul (“sé bueno y honesto y serás feliz”) y se vuelve un niño de carne y hueso, ningún niño cree verdaderamente que la historia acaba así. Otro es el final que buscamos.
El capitán Nemo sobre el Nautilus en el Sena,
En 1914, el escritor inglés Hector Hugh Munro firmó, bajo el seudónimo de Saki, un cuento llamado El narrador, en el que un hombre joven, encerrado en un compartimento de tren con dos hermanitas inquietas y su desesperada tía, intenta calmar a las pequeñas salvajes contándoles un cuento acerca de una niña “horriblemente buena”, tan “horriblemente” buena que ha recibido numerosas medallas por su excelente comportamiento. El novedoso adverbio es todo lo que las hermanas necesitan para quedar embelesadas con el cuento que acaba, después de numerosos e ingeniosos apartes, cuando la heroína, que al contrario de Caperucita no se desvía nunca del camino recto, es devorada por un lobo que la oye acercarse gracias al tintineo de sus medallas. No desviarse del recto camino no es una estrategia que asegura la sobrevivencia: eso quiso hacer explícito el marqués de Sade al narrar las interminables desventuras de la virtuosa Justine. Los niños secretamente saben que plegarse a los hipócritas requisitos de la sociedad de adultos no los ayudará a sobrevivir en un mundo de lobos ni a encontrar su propia senda en el mundo de Caperucita. Desvíos, artimañas, astucias, invenciones taimadas es lo que los verdaderos héroes requieren. Ulises, el ingenioso embustero, sobrevive y vuelve a casa. Héctor, el noble guerrero que obedece las reglas, no.
Exposición sobre Caperucita, en la Biblioteca Nacional.
Pero para poseer el vigor de un personaje que logra sobreponerse a la estupidez del mundo, los ardides del argumento deben ser sutiles, los motivos ocultos, la subversión casi invisible.
 La historia debe aparentar respetar las reglas de civilidad y buenas maneras, sostener sin reservas los códigos de conducta tradicionales, someterse al poder de la autoridad, y todo esto sin dejar ver que, en realidad, lo que el autor se propone es cuestionar la autoridad de tal poder, infringir las reglas, oponerse a la tradición. Así los libros de Alicia fueron leídos por los victorianos sin percibir (o sin confesar que percibían) los meticulosos e implacables ataques contra el absurdo cotidiano, y el viaje submarino del Capitán Nemo fue disfrutado por generaciones de complacidos burgueses sin adivinar (o sin querer adivinar) que las acciones del personaje de Julio Verne anticipaban los estragos terroristas de nuestro tiempo. Los niños, en cambio, incapaces de lecturas inocentes, sospechan que algo innombrado se oculta en la sombra de sus héroes.
Los héroes de la literatura infantil de nuestro tiempo son por esa razón mayormente inconsecuentes: publicitados y explicados como objetos de consumo
Hoy en día, temo que gran parte de esta enseñanza secreta, de este fortalecedor placer en los prohibido, haya sido recuperado y emasculado, como tantas otras cosas íntimas y esenciales, por el mundo comercial. Los mercaderes que Cristo, con tanta razón, echó a patadas del templo, han vuelto y se han instalado en cada una de las áreas de nuestra existencia.
 Las canciones de protesta forman ahora parte del catálogo de las grandes compañías de música, los harapientos uniformes revolucionarios desfilan en las más costosas casas de moda, las series de televisión más contestatarias son producidas por cadenas reaccionarias como la Fox, los libros infantiles más subversivos son publicados por editoriales multinacionales y exhibidos sin temor en listas de best sellers. Así, convertido en producto de consumo, el panfleto más inflamatorio se hace inocuo y banal.
 Los héroes de la literatura infantil de nuestro tiempo son por esa razón mayormente inconsecuentes: publicitados y explicados como objetos de consumo, se han vuelto inofensivos y obvios puesto que los adultos los han aceptado con todos sus excesos y atrevimientos, desenmascarándolos desde el “érase una vez”. Harry Potter, Adrian Mole, Greg y los otros son audaces aventureros que se oponen a la sociedad pero sólo entre las cubiertas de sus libros.
 Un niño entiende que no tiene gracia sentirse, junto a su héroe, fuera de la ley si los adultos aprueban la supuesta transgresión y hasta la juzgan divertida.
 La imaginación no caza en jaurías: para imaginar eficazmente, el niño necesita la soledad mental absoluta; saber que únicamente entre las páginas del libro, si tiene suerte y si el libro lo interpela, descubrirá por sí mismo el hilo de una historia secreta contada únicamente para él. A esa singular lección aspira toda la literatura.

Que arta estoy de Montoro, encima feísimo111

Que se mueran los feos, que se mueran los feos
que no quede ninguno, niguno, ninguno, ninguno de feos
pues les quitan las extras, que tienen mucha vista
nadie sabe que tienen un arte especial para quitarnos el sueldo
Yo, yo,yo soy muy feo
y la estetica por mucho que avance no me salvará

Que se muera Montoro, que se muera Rajoy

que no quede ninguno, niguno, ninguno, ninguno de feos
pues les ponen las Primas, que tienen mucha vista
nadie sabe que tienen un arte especial para

arruinarte
Que se mueran los feos, que se mueran los feos
que no quede ninguno, niguno, ninguno, ninguno de feos
pues nos suben la Prima, que tienen mucha vista
nadie sabe que tienen un arte especial para las conquistas
que se mueran

que se mueran.