Qué felices seremos los dos y qué dulces los besos serán, pasaremos la
noche en la luna, viviendo en mi casita de papel: eso cantaba Jorge
Sepúlveda con voz de terciopelo allá en la posguerra.
En esa época gran
parte del país aun estaba bajo los efectos de las bombas, pero en medio
de los escombros comenzó a brotar el afán de poseer, aunque fuera en la
luna, esa casita de papel donde pasar la noche, un sueño que muchos
españoles no pudieron cumplir hasta 60 años después.
Durante ese tiempo
se pasó del boniato a las cocochas carameladas de la nueva cocina, de la
nublada tiranía de un general galápago a la soleada playa azul de la
libertad, del bacilo de Koch a los espléndidos cuerpos de una juventud
saludable y bien alimentada.
Finalmente todo parecía ir bien.
Por todas
partes las grúas de la construcción ayudaban a tapar con ladrillos el
horizonte.
Por lo demás solo había que entrar en el banco de la esquina,
llenar unos formularios, firmar abajo sin leer la letra pequeña y
recibías un crédito junto con los parabienes del director y del notario
.
Ya eras el dueño de aquella casita de papel, que cantaba Sepúlveda
echando caramelos por la boca
. La casita no estaba en la luna, sino en
una barriada de extrarradio; era un piso conseguido con mucho trabajo,
con mucho sudor
. Allí los besos de las parejas fueron muy dulces durante
algunos años, en los patios de luz goteaba felizmente la colada y en el
hueco de la escalera resonaban los gritos y las risas de los niños
.
Pero aquella casita era de un papel repleto de trampas de la hipoteca
que habías firmado con ilusión en el banco ante un notario muy afable y
un director sonriente.
Un día te quedaste sin trabajo y un dogal de
hierro comenzó a constreñirte la garganta.
Todos los papeles de la
casita que llevaban tu firma se volvieron sentencias ejecutivas
. El
banquero acudió al juez y el juez llamó a la policía.
Te echaron de casa
sin piedad para que siguieras pagando la deuda al banco desde la calle.
En la crisis del 29 se arrojaban al vacío los banqueros, ahora son sus
hipotecados los únicos que se tiran por la ventana.
Me dijo un notario:
antes era la fiesta de la compraventa, ahora es la tragedia del
desahucio la que salva de la crisis mi despacho.
18 nov 2012
‘Firmemos’ Maruja Torres
Me revolqué de gozo en una charca cuando comprendí que el empeño de los denostados progres
por salvar el Hospital La Princesa había conseguido poner de su lado
nada menos que a doña Ana Botella.
Sé de pocos casos de conversiones al Bien aunque, como comprenderán, caídas en el Mal las he contabilizado a punta pala.
Ésta, sin embargo pero con desahucio, resulta ejemplar, y merece que fantaseemos.
Yo lo hago. Ello empieza en el exclusivo SPA portugués en donde la alcaldesa madrileña, con el bello rostro impregnado en ese lodo deluxe que convierte en rutilante a la mujer-mujer, dejándola inmune al fango real en que se mueve, recibe una llamada telefónica
. A su lado, cubierto por y realimentándose de su propia bilis, se encuentra su amado cónyuge. “Es Alex (o quizá Sandro)”, notifica la señora de Aznar, escupiendo un grumo.
“Nuestro yerno cree que la van a liar parda cuando descubran que estoy aquí después de lo del Arena”. El cónyuge masculla: “Algo se le ocurrirá a mi yerno, no te preocupes. Es de la escuela de Silvio, que sabe salir de todas”.
Pero el escándalo estalla antes de lo esperado.
La canallesca prensa -poca pero chillona- se ceba en la frivolidad de la alcaldesa, y Agag no da señales de vida.
Hasta que aparece: “Lo tengo”. Y se la lleva -en moto- al Hospital La Princesa, donde se recogen adhesiones para mantenerlo tal como es.
“Firmemos”, ordena el yerno. “¿Quieres decir?”. “A la princesa le va a encantar, ya sabes cómo es de campechana. Y, en adelante, los madrileños te llamarán La Botella del Pueblo”. “Ah, entonces...”, firma ella.
Siente una contracción en la mano, como si hubiera sufrido un transplante de estrangulador según Mariló Montero.
Suspira, recordando los baños de parafina del SPA.
Sé de pocos casos de conversiones al Bien aunque, como comprenderán, caídas en el Mal las he contabilizado a punta pala.
Ésta, sin embargo pero con desahucio, resulta ejemplar, y merece que fantaseemos.
Yo lo hago. Ello empieza en el exclusivo SPA portugués en donde la alcaldesa madrileña, con el bello rostro impregnado en ese lodo deluxe que convierte en rutilante a la mujer-mujer, dejándola inmune al fango real en que se mueve, recibe una llamada telefónica
. A su lado, cubierto por y realimentándose de su propia bilis, se encuentra su amado cónyuge. “Es Alex (o quizá Sandro)”, notifica la señora de Aznar, escupiendo un grumo.
“Nuestro yerno cree que la van a liar parda cuando descubran que estoy aquí después de lo del Arena”. El cónyuge masculla: “Algo se le ocurrirá a mi yerno, no te preocupes. Es de la escuela de Silvio, que sabe salir de todas”.
Pero el escándalo estalla antes de lo esperado.
La canallesca prensa -poca pero chillona- se ceba en la frivolidad de la alcaldesa, y Agag no da señales de vida.
Hasta que aparece: “Lo tengo”. Y se la lleva -en moto- al Hospital La Princesa, donde se recogen adhesiones para mantenerlo tal como es.
“Firmemos”, ordena el yerno. “¿Quieres decir?”. “A la princesa le va a encantar, ya sabes cómo es de campechana. Y, en adelante, los madrileños te llamarán La Botella del Pueblo”. “Ah, entonces...”, firma ella.
Siente una contracción en la mano, como si hubiera sufrido un transplante de estrangulador según Mariló Montero.
Suspira, recordando los baños de parafina del SPA.
Los desahucios: emergencia nacional
Los desahucios se han convertido en una emergencia nacional. Habrá
que felicitarse, ya que constituye un logro de la sociedad civil, que ha
conseguido movilizar a los medios y partidos, aunque para ello haya
habido que llegar a la pérdida literal de vidas humanas. Parece que, in extremis,ante
el dilema de si es más importante el pago de las deudas o las vidas
humanas, la sociedad —que no seguramente el Bundesbank— duda. Sea
bienvenida la duda. El problema planteaba la necesidad de un real
decreto inmediato, mientras se revisaba la legislación. El decreto está
ya decidido y ahora hay que discutir su alcance y su contenido. Pero
también hay que hacer hincapié en otros mensajes:
1.Hay acuerdo en revisar la ley... pero es del 2000.
Se dice que es de 1909. De hecho resulta así, pero lo es por cuanto en el reciente 2000, cuando se aprobó la nueva Ley de Enjuiciamiento Civil, hoy vigente, no se modificó el vetusto enfoque, contenido y procedimientos de la legislación de 1946 y de 1909. En el año 2000 se estaban creando las bases de la burbuja inmobiliaria.
2.Ha cambiado todo y en 1978 se aprobó la Constitución.
Las razones que reclaman el cambio legislativo son tan llamativas como hasta ahora desatendidas. En 1946, y no digamos en 1909, a la inmensa mayoría de los solicitantes de hipotecas de hoy no solo no se las concederían, sino que seguramente no se les dejaría siquiera entrar en el banco. La legislación hipotecaria fue concebida para regular una relación inter pares, terratenientes/propietarios y banqueros, en que la solvencia previa se daba por supuesto. Era requisito.
Si se solicitaba un crédito y se afectaba como garantía alguna propiedad, el valor de esta era usualmente superior al de aquel. La reconocida solvencia (y/o la amistad con el banquero) era lo que permitía la solicitud y concesión. En ese contexto, pudiera resultar coherente la ejecutividad de la regulación y tasar las razones de oposición, para evitar las dilaciones de los supuestos, que de entrada tendían a suponerse, de impago doloso.
¡Qué lejos queda ese escenario, entre iguales, del actual, con millones de casos! Con la “democratización” de hipoteca, es mediante esta que, quien la obtiene, alcanza precisamente su solvencia, al adquirir la condición de propietario.
El Derecho Civil, a diferencia de lo que ha ocurrido con el Penal, no ha hecho su necesaria adecuación constitucional.
Las posibilidades que se abrieron con el reconocimiento de los derechos de los consumidores no se han abordado en modo alguno. Resulta evidente la actual indefensión legal de los prestatarios ante las entidades financieras.
Estas no han tenido empacho en aprovechar las condiciones y ventajas que les proporciona un vetusto sistema concebido para otros actores y otras condiciones, pero que se viene aplicando, con síntomas claramente de abuso, en un escenario tan radicalmente distinto.
3.La Constitución va más allá: la vivienda es un bien protegible.
Tiende a olvidarse. Además de esa profunda transformación social, también con la Constitución irrumpe otro componente que tampoco se tuvo cuenta en la Ley del 2000. La Constitución incorporó la vivienda (digna) en tanto bien protegible, al menos de igual rango (algunos dirían que superior) al del pago de las deudas.
Esa novedad constitucional afecta pues, en principio, a la vivienda habitual, no a todos los bienes inmuebles que puedan ponerse como garantía hipotecaria. Estos, aportados por familias o empresas, cuando no son la vivienda habitual, se parecen algo más a lo previsto en su momento en la legislación hipotecaria. La distinción entre ambos tipos de hipotecas, que no se hace, se muestra entonces como crucial.
La pérdida de patrimonio es siempre un trauma, pero lo es aún en mucha mayor medida perder la vivienda habitual. Esa pérdida, además, es reconocida causa de exclusión social.
4.No hay datos para distinguir vivienda habitual y otras garantias.
Cuando se habla de los cientos de miles de desahucios, se refieren al conjunto de estos, sin distinguir los que son de vivienda habitual de los que responden a otros inmuebles, aportados como garantía hipotecaria. En las estadísticas oficiales, de los juzgados, ambos se mezclan, dando lugar, precisamente tras la burbuja, a un número ciertamente elevado.
El único caso que conocemos en que esa diferenciación se haya hecho es en un estudio realizado en el País Vasco, tomando una muestra de cuatro juzgados de Primera Instancia de Bilbao. El porcentaje de desahucios de vivienda habitual respecto al total era del 22%. Aunque no se conoce ese porcentaje en el global de desahucios en España, el estudio apunta a que los desahucios de vivienda habitual serán, se podría decir felizmente, muchos menos que las cifras totales que se manejan. Estos, se insiste, no se conocen.
5.Hace falta información urgente.
Ante ese desconocimiento, el decreto de emergencia tiene que abordar, junto a la suspensión de los lanzamientos, un proceso urgente de información, que permita elaborar un texto legislativo anclado en cifras ciertas.
La requerida suspensión debería afectar de entrada a todos los procedimientos de desahucio, mientras no se desglose el tipo de garantías que se ejecuta: vivienda habitual y otras. En el decreto se debería exigir a todas las entidades financieras con créditos hipotecarios, listados en los que se recojan, uno a uno, todos ellos. Los listados, exhaustivos, serían lógicamente despersonalizados. No haría falta que figurase la entidad financiera. La primera distinción sería entre hipotecas de vivienda habitual y el resto, diferenciando en este entre aquellas que son viviendas, otros inmuebles o locales y suelo. Las entidades financieras habrían de aportar esos listados con la máxima urgencia, en el plazo que fije el decreto. En tanto no lo hagan no podrá haber ningún lanzamiento, aunque se sigan tramitando expedientes de desahucios y, obviamente, pagando las cuotas de las hipotecas. Una vez distinguidos los dos tipos de créditos, vivienda habitual y resto, quizás se podrían volver a poner en marcha los lanzamientos en este segundo tipo.
Las entidades tienen que saber qué créditos corresponden a vivienda habitual.
6.Se requieren listados pormenorizados.
En ese primer listado de vivienda habitual se habría de exigir a las entidades financieras que incluyeran, para cada crédito: el municipio, el año de concesión, si se trató de la primera compra de vivienda o de mejora, mediante la venta a su vez de la anterior vivienda habitual, el valor de tasación de la vivienda, la cuantía del crédito, los años de amortización, la cuota mensual aproximada y, además, la estimación de ingresos anuales del prestatario sobre la base con la que la entidad concedió el crédito y si hubo o no avalistas.
Los listados de los créditos con garantía hipotecaria que no sean sobre la vivienda habitual podrían ser menos exhaustivos, pero convendría que fueran también pormenorizados y, en todo caso, con datos individualizados para cada crédito.
Esa información no se conoce. Las entidades financieras se han cuidado celosamente de guardarla. Sería fundamental para entender el fenómeno que ahora estalla como emergencia. Ayudaría a entender la “burbuja” misma y habría de ser la base, sobre todo, para la elaboración de la nueva legislación.
7.Un decreto de emergencia con una doble tarea.
El decreto habrá de taponar la hemorragia, impidiendo que se queden aún más familias en la calle, mientras que la elaboración de la nueva ley se toma ese tiempo imprescindible que se precisa para hacer una buena norma, respondiendo a razonamientos diversos y apoyada en datos ciertos, evitando volver a repetir lo ocurrido en el 2000 y lo que ha acontecido con los fallidos decretos del 2011 o del de hace escasos meses. Solo tras la aprobación de la nueva legislación se habría de levantar la suspensión de lanzamientos en vivienda habitual.
El decreto de emergencia debe permitir, aunque por ahora solo de forma provisional, que se haga aquí como parece que se hace en Francia, donde los lanzamientos se interrumpen en invierno. Fuera hace mucho frío; también en España.
1.Hay acuerdo en revisar la ley... pero es del 2000.
Se dice que es de 1909. De hecho resulta así, pero lo es por cuanto en el reciente 2000, cuando se aprobó la nueva Ley de Enjuiciamiento Civil, hoy vigente, no se modificó el vetusto enfoque, contenido y procedimientos de la legislación de 1946 y de 1909. En el año 2000 se estaban creando las bases de la burbuja inmobiliaria.
2.Ha cambiado todo y en 1978 se aprobó la Constitución.
Las razones que reclaman el cambio legislativo son tan llamativas como hasta ahora desatendidas. En 1946, y no digamos en 1909, a la inmensa mayoría de los solicitantes de hipotecas de hoy no solo no se las concederían, sino que seguramente no se les dejaría siquiera entrar en el banco. La legislación hipotecaria fue concebida para regular una relación inter pares, terratenientes/propietarios y banqueros, en que la solvencia previa se daba por supuesto. Era requisito.
Si se solicitaba un crédito y se afectaba como garantía alguna propiedad, el valor de esta era usualmente superior al de aquel. La reconocida solvencia (y/o la amistad con el banquero) era lo que permitía la solicitud y concesión. En ese contexto, pudiera resultar coherente la ejecutividad de la regulación y tasar las razones de oposición, para evitar las dilaciones de los supuestos, que de entrada tendían a suponerse, de impago doloso.
¡Qué lejos queda ese escenario, entre iguales, del actual, con millones de casos! Con la “democratización” de hipoteca, es mediante esta que, quien la obtiene, alcanza precisamente su solvencia, al adquirir la condición de propietario.
El Derecho Civil, a diferencia de lo que ha ocurrido con el Penal, no ha hecho su necesaria adecuación constitucional.
Las posibilidades que se abrieron con el reconocimiento de los derechos de los consumidores no se han abordado en modo alguno. Resulta evidente la actual indefensión legal de los prestatarios ante las entidades financieras.
Estas no han tenido empacho en aprovechar las condiciones y ventajas que les proporciona un vetusto sistema concebido para otros actores y otras condiciones, pero que se viene aplicando, con síntomas claramente de abuso, en un escenario tan radicalmente distinto.
3.La Constitución va más allá: la vivienda es un bien protegible.
Tiende a olvidarse. Además de esa profunda transformación social, también con la Constitución irrumpe otro componente que tampoco se tuvo cuenta en la Ley del 2000. La Constitución incorporó la vivienda (digna) en tanto bien protegible, al menos de igual rango (algunos dirían que superior) al del pago de las deudas.
Esa novedad constitucional afecta pues, en principio, a la vivienda habitual, no a todos los bienes inmuebles que puedan ponerse como garantía hipotecaria. Estos, aportados por familias o empresas, cuando no son la vivienda habitual, se parecen algo más a lo previsto en su momento en la legislación hipotecaria. La distinción entre ambos tipos de hipotecas, que no se hace, se muestra entonces como crucial.
La pérdida de patrimonio es siempre un trauma, pero lo es aún en mucha mayor medida perder la vivienda habitual. Esa pérdida, además, es reconocida causa de exclusión social.
4.No hay datos para distinguir vivienda habitual y otras garantias.
Cuando se habla de los cientos de miles de desahucios, se refieren al conjunto de estos, sin distinguir los que son de vivienda habitual de los que responden a otros inmuebles, aportados como garantía hipotecaria. En las estadísticas oficiales, de los juzgados, ambos se mezclan, dando lugar, precisamente tras la burbuja, a un número ciertamente elevado.
El único caso que conocemos en que esa diferenciación se haya hecho es en un estudio realizado en el País Vasco, tomando una muestra de cuatro juzgados de Primera Instancia de Bilbao. El porcentaje de desahucios de vivienda habitual respecto al total era del 22%. Aunque no se conoce ese porcentaje en el global de desahucios en España, el estudio apunta a que los desahucios de vivienda habitual serán, se podría decir felizmente, muchos menos que las cifras totales que se manejan. Estos, se insiste, no se conocen.
5.Hace falta información urgente.
Ante ese desconocimiento, el decreto de emergencia tiene que abordar, junto a la suspensión de los lanzamientos, un proceso urgente de información, que permita elaborar un texto legislativo anclado en cifras ciertas.
La requerida suspensión debería afectar de entrada a todos los procedimientos de desahucio, mientras no se desglose el tipo de garantías que se ejecuta: vivienda habitual y otras. En el decreto se debería exigir a todas las entidades financieras con créditos hipotecarios, listados en los que se recojan, uno a uno, todos ellos. Los listados, exhaustivos, serían lógicamente despersonalizados. No haría falta que figurase la entidad financiera. La primera distinción sería entre hipotecas de vivienda habitual y el resto, diferenciando en este entre aquellas que son viviendas, otros inmuebles o locales y suelo. Las entidades financieras habrían de aportar esos listados con la máxima urgencia, en el plazo que fije el decreto. En tanto no lo hagan no podrá haber ningún lanzamiento, aunque se sigan tramitando expedientes de desahucios y, obviamente, pagando las cuotas de las hipotecas. Una vez distinguidos los dos tipos de créditos, vivienda habitual y resto, quizás se podrían volver a poner en marcha los lanzamientos en este segundo tipo.
Las entidades tienen que saber qué créditos corresponden a vivienda habitual.
6.Se requieren listados pormenorizados.
En ese primer listado de vivienda habitual se habría de exigir a las entidades financieras que incluyeran, para cada crédito: el municipio, el año de concesión, si se trató de la primera compra de vivienda o de mejora, mediante la venta a su vez de la anterior vivienda habitual, el valor de tasación de la vivienda, la cuantía del crédito, los años de amortización, la cuota mensual aproximada y, además, la estimación de ingresos anuales del prestatario sobre la base con la que la entidad concedió el crédito y si hubo o no avalistas.
Los listados de los créditos con garantía hipotecaria que no sean sobre la vivienda habitual podrían ser menos exhaustivos, pero convendría que fueran también pormenorizados y, en todo caso, con datos individualizados para cada crédito.
Esa información no se conoce. Las entidades financieras se han cuidado celosamente de guardarla. Sería fundamental para entender el fenómeno que ahora estalla como emergencia. Ayudaría a entender la “burbuja” misma y habría de ser la base, sobre todo, para la elaboración de la nueva legislación.
7.Un decreto de emergencia con una doble tarea.
El decreto habrá de taponar la hemorragia, impidiendo que se queden aún más familias en la calle, mientras que la elaboración de la nueva ley se toma ese tiempo imprescindible que se precisa para hacer una buena norma, respondiendo a razonamientos diversos y apoyada en datos ciertos, evitando volver a repetir lo ocurrido en el 2000 y lo que ha acontecido con los fallidos decretos del 2011 o del de hace escasos meses. Solo tras la aprobación de la nueva legislación se habría de levantar la suspensión de lanzamientos en vivienda habitual.
El decreto de emergencia debe permitir, aunque por ahora solo de forma provisional, que se haga aquí como parece que se hace en Francia, donde los lanzamientos se interrumpen en invierno. Fuera hace mucho frío; también en España.
Manuela Carmena fue magistrada y Eduardo Leira es arquitecto-urbanista.
Los generales y las faldas Mario Vargas Llosa
La CIA, el FBI y los más altos jerarcas militares de los Estados
Unidos están descubriendo sólo ahora lo que cualquier lector de
literatura ha sabido desde siempre: que una amante celosa es de temer y
puede provocar grandes catástrofes.
Estos son, hasta ahora, los hechos conocidos del extraordinario culebrón que remece al país más poderoso de la tierra.
La señora Jill Kelley, una vistosa morena, esposa de un respetado cardiólogo de Tampa (Florida), empezó a recibir hace algunos meses unos e-mails anónimos amenazantes, acusándola de coquetear con el general David H. Petraeus, jefe de la Agencia Central de Inteligencia y el militar más condecorado, distinguido y admirado del país
. Uno de los e-mails responsabilizaba a la señora Kelley de haber “tocado” al general por debajo de la mesa.
Alarmada con este hostigamiento, la señora Kelley alertó a un agente del FBI, que era su amigo y que, sea dicho de paso, acostumbraba enviarle fotos cibernéticas con el pecho desnudo y luciendo sus bíceps.
El agente informó a sus jefes y el FBI inició una investigación a resultas de la cual descubrió que la anónima fuente de los e-mails era la señora Paula Broadwell, también esposa de médico, madre de dos hijos, antigua reina de belleza, campeona deportiva en la Academia Militar de West Point, con una maestría en Harvard y autora de una ditirámbica biografía del general Petraeus.
Interrogada por los agentes del FBI, Paula reconoció los hechos y entregó su ordenador a los investigadores.
En él estos descubrieron documentos clasificados relativos a la seguridad nacional y abundantes e-mails del general Petraeus a Mrs. Broadwell de, señala el informe, “exaltada sexualidad”.
La dama en cuestión negó que hubiera recibido esos documentos secretos del jefe de la CIA, pero reconoció que ambos habían sido amantes
. Los investigadores entrevistaron al general quien, negando también categóricamente haber suministrado información confidencial a su biógrafa, admitió el adulterio.
(Paula Broadwell viajó seis veces a Afganistán, documentándose para su biografía, cuando el general Petraeus era allí el jefe militar de todas las fuerzas de la OTAN). Aunque no se haya podido probar falla alguna en el ejercicio de sus funciones como consecuencia de su relación con Paula Broadwell, el general Petraeus renunció a su cargo, el Presidente Obama aceptó su renuncia y, de la noche a la mañana, una de las figuras más prestigiosas de Estados Unidos y poco menos que un ídolo para los oficiales y reclutas de sus Fuerzas Armadas, quedó desacreditado, bañado en la mugre de la prensa escandalosa y, probablemente, con un serio contencioso conyugal por resolver.
Esta es sólo una de las ramas de la historia.
Porque ésta se bifurca, a partir de su punto de partida, es decir, de Mrs. Jill Kelley, la que recibía los anónimos belicosos de la amante celosa.
Cuando los investigadores del FBI la entrevistaron, Jill accedió a entregarles su ordenador, y, allí, aquellos se encontraron un tesoro chismográfico-sexual de proporciones ciclópeas: decenas de miles de e-mails de picante retórica enviados a Jill nada menos que por el general John Allen, que desde hace año y medio sucedió al general Petraeus como Comandante en Jefe de las fuerzas militares en Afganistán y a quien el Gobierno de Estados Unidos había propuesto para ser el próximo comandante supremo de la OTAN (esta propuesta ha sido suspendida a raíz del escándalo).
El Ministerio de Defensa, que investiga estos e-mails, los califica provisionalmente de “indebidos e impropios”.
El general John Allen, un marine lleno de condecoraciones y de guerras a cuestas, ha negado haber tenido jamás relaciones adúlteras con la señora Kelley y sus amigos y defensores alegan que el general lo más que se permitía, en estos intercambios cibernéticos con Jill, eran picardías verbales.
Esto, si es verdad, en vez de exonerarlo, agrava su culpa y demuestra que, aunque no sea un adúltero, sí es, sin la menor duda, un cacaseno.
Porque, según The New York Times de esta mañana (14 de noviembre), el número de páginas de los textos requisados de la computadora de la señora Jill Kelley que proceden del general Allen oscila entre “20 mil a 30 mil páginas”. Yo me paso la vida escribiendo y sé el tiempo que toma redactar una página.
Para borronear de 20 a 30 mil el general Allen, aunque escribiera con la velocidad del viento que se atribuye a Alexander Dumas, debe haber dedicado varias horas diarias de los 16 meses que lleva en Afganistán. ¡Y lo hacía sólo para matar el tiempo y provocar sonrisas y algún sonrojo a una dama a la que ni siquiera amaba!
No me extraña que la guerra en Afganistán ande como anda, que cada día los fanáticos talibanes cometan atentados más exitosos
. Pero lo que es desolador es que a diario caigan víctimas de esos horrores tantos jóvenes soldados enviados allí por los Estados Unidos y sus aliados a defender unas ideas y unos valores que ciertos jerarcas militares parecen tomar muy poco en serio.
Siempre me ha impresionado en los países de tradición protestante y puritana, como Inglaterra y Estados Unidos, la exigencia de que las figuras públicas no sólo cumplan con sus deberes oficiales sino, además, sean en su vida privada ejemplos de virtud.
Escándalos como el que protagonizó el Presidente Clinton con la famosa becaria de la Casa Blanca, que estuvo a punto de ser depuesto por ello de su cargo, serían poco menos que imposibles en la mayor parte de los países europeos y no se diga en los latinoamericanos, donde se suele diferenciar claramente la vida privada de los políticos de su actuación pública.
A menos que la incontinencia y los desafueros del personaje repercutan directamente en su función oficial, aquella se respeta y presidentes, ministros, parlamentarios, generales, alcaldes lucen a veces a sus amantes con total desenfado puesto que, ante cierto público machista, ese exhibicionismo, en vez de desprestigiarlos, los prestigia.
Pero ahora, gracias a la gran revolución audiovisual y cibernética, lo privado ya no existe, en todo caso nadie lo respeta, y transgredirlo es un deporte que practican a diario los medios de comunicación ante un público que ávidamente se lo exige.
Desde que estalló este escándalo, las televisiones, las radios, los periódicos y no se digan las redes sociales explotan lo ocurrido de una manera incesante y frenética, hasta la náusea.
Esto es la civilización del espectáculo cruda y dura, vomitando insidia a raudales por supuesto, pero, también, hay que reconocerlo, sometiendo al sistema a una autocrítica despiadada, implacable, mostrando la fragilidad que esconde detrás de su aplastante poderío, y cómo las miserias y debilidades humanas encuentran siempre la manera de enquistarse en los reductos que parecen mejor defendidos contra ellas.
¿Qué conclusiones sacar de esta historia? Que ella tiene para rato y que mucha gente sacará buen partido del interés enorme que despierta en el gran público. Habrá libros, números especiales de revistas, programas de televisión y películas que la aprovechen.
Es seguro que la biografía del general David H. Petraeus escrita por Paula Broadwell entrará en las listas de libros más vendidos y acaso la haga rica.
Apuesto que Jill Kelley será tentada por algún editor oportunista para que escriba su propia versión de la historia (que ni siquiera tendrá que escribir ella misma, pues lo hará por ella un polígrafo profesional que la aderezará con todos los condimentos adecuados para que parezca —sólo parezca— más pecaminosa y grave de lo que fue).
Si el libro tiene éxito, servirá para que el señor y la señora Kelley amorticen sus deudas, pues una de las cosas que este escándalo ha sacado a la luz, es que los negocios de la pareja están al borde de la ruina. Probablemente el general John Allen se quedará sin el formidable nombramiento que iba a convertirlo en el comandante supremo de la OTAN.
Su caso no me apena para nada y no creo que las fuerzas militares del mundo libre perderían con él a un gran estratega.
En cambio, el caso del general Petraeus sí es trágico. Ha sido un gran militar, con una hoja de servicios impecable y que consiguió algo que parecía imposible: darle la vuelta a la guerra de Irak en la última etapa y permitir que Estados Unidos saliera de esa trampa diabólica si no victorioso, por lo menos airoso.
Un “error de juicio” que duró cuatro meses lo ha hundido en la ignominia y, si es recordado en el futuro, no lo será por todas las guerras en que se jugó la vida, ni por las heridas que recibió, ni por las vidas que ayudó a salvar, sino por una furtiva aventura sexual.
Estos son, hasta ahora, los hechos conocidos del extraordinario culebrón que remece al país más poderoso de la tierra.
La señora Jill Kelley, una vistosa morena, esposa de un respetado cardiólogo de Tampa (Florida), empezó a recibir hace algunos meses unos e-mails anónimos amenazantes, acusándola de coquetear con el general David H. Petraeus, jefe de la Agencia Central de Inteligencia y el militar más condecorado, distinguido y admirado del país
. Uno de los e-mails responsabilizaba a la señora Kelley de haber “tocado” al general por debajo de la mesa.
Alarmada con este hostigamiento, la señora Kelley alertó a un agente del FBI, que era su amigo y que, sea dicho de paso, acostumbraba enviarle fotos cibernéticas con el pecho desnudo y luciendo sus bíceps.
El agente informó a sus jefes y el FBI inició una investigación a resultas de la cual descubrió que la anónima fuente de los e-mails era la señora Paula Broadwell, también esposa de médico, madre de dos hijos, antigua reina de belleza, campeona deportiva en la Academia Militar de West Point, con una maestría en Harvard y autora de una ditirámbica biografía del general Petraeus.
Interrogada por los agentes del FBI, Paula reconoció los hechos y entregó su ordenador a los investigadores.
En él estos descubrieron documentos clasificados relativos a la seguridad nacional y abundantes e-mails del general Petraeus a Mrs. Broadwell de, señala el informe, “exaltada sexualidad”.
La dama en cuestión negó que hubiera recibido esos documentos secretos del jefe de la CIA, pero reconoció que ambos habían sido amantes
. Los investigadores entrevistaron al general quien, negando también categóricamente haber suministrado información confidencial a su biógrafa, admitió el adulterio.
(Paula Broadwell viajó seis veces a Afganistán, documentándose para su biografía, cuando el general Petraeus era allí el jefe militar de todas las fuerzas de la OTAN). Aunque no se haya podido probar falla alguna en el ejercicio de sus funciones como consecuencia de su relación con Paula Broadwell, el general Petraeus renunció a su cargo, el Presidente Obama aceptó su renuncia y, de la noche a la mañana, una de las figuras más prestigiosas de Estados Unidos y poco menos que un ídolo para los oficiales y reclutas de sus Fuerzas Armadas, quedó desacreditado, bañado en la mugre de la prensa escandalosa y, probablemente, con un serio contencioso conyugal por resolver.
Los países de tradición puritana exigen a las figuras públicas ejemplos de virtud en su vida privada
Porque ésta se bifurca, a partir de su punto de partida, es decir, de Mrs. Jill Kelley, la que recibía los anónimos belicosos de la amante celosa.
Cuando los investigadores del FBI la entrevistaron, Jill accedió a entregarles su ordenador, y, allí, aquellos se encontraron un tesoro chismográfico-sexual de proporciones ciclópeas: decenas de miles de e-mails de picante retórica enviados a Jill nada menos que por el general John Allen, que desde hace año y medio sucedió al general Petraeus como Comandante en Jefe de las fuerzas militares en Afganistán y a quien el Gobierno de Estados Unidos había propuesto para ser el próximo comandante supremo de la OTAN (esta propuesta ha sido suspendida a raíz del escándalo).
El Ministerio de Defensa, que investiga estos e-mails, los califica provisionalmente de “indebidos e impropios”.
El general John Allen, un marine lleno de condecoraciones y de guerras a cuestas, ha negado haber tenido jamás relaciones adúlteras con la señora Kelley y sus amigos y defensores alegan que el general lo más que se permitía, en estos intercambios cibernéticos con Jill, eran picardías verbales.
Esto, si es verdad, en vez de exonerarlo, agrava su culpa y demuestra que, aunque no sea un adúltero, sí es, sin la menor duda, un cacaseno.
Porque, según The New York Times de esta mañana (14 de noviembre), el número de páginas de los textos requisados de la computadora de la señora Jill Kelley que proceden del general Allen oscila entre “20 mil a 30 mil páginas”. Yo me paso la vida escribiendo y sé el tiempo que toma redactar una página.
Para borronear de 20 a 30 mil el general Allen, aunque escribiera con la velocidad del viento que se atribuye a Alexander Dumas, debe haber dedicado varias horas diarias de los 16 meses que lleva en Afganistán. ¡Y lo hacía sólo para matar el tiempo y provocar sonrisas y algún sonrojo a una dama a la que ni siquiera amaba!
No me extraña que la guerra en Afganistán ande como anda, que cada día los fanáticos talibanes cometan atentados más exitosos
. Pero lo que es desolador es que a diario caigan víctimas de esos horrores tantos jóvenes soldados enviados allí por los Estados Unidos y sus aliados a defender unas ideas y unos valores que ciertos jerarcas militares parecen tomar muy poco en serio.
Siempre me ha impresionado en los países de tradición protestante y puritana, como Inglaterra y Estados Unidos, la exigencia de que las figuras públicas no sólo cumplan con sus deberes oficiales sino, además, sean en su vida privada ejemplos de virtud.
Escándalos como el que protagonizó el Presidente Clinton con la famosa becaria de la Casa Blanca, que estuvo a punto de ser depuesto por ello de su cargo, serían poco menos que imposibles en la mayor parte de los países europeos y no se diga en los latinoamericanos, donde se suele diferenciar claramente la vida privada de los políticos de su actuación pública.
A menos que la incontinencia y los desafueros del personaje repercutan directamente en su función oficial, aquella se respeta y presidentes, ministros, parlamentarios, generales, alcaldes lucen a veces a sus amantes con total desenfado puesto que, ante cierto público machista, ese exhibicionismo, en vez de desprestigiarlos, los prestigia.
Pero ahora, gracias a la gran revolución audiovisual y cibernética, lo privado ya no existe, en todo caso nadie lo respeta, y transgredirlo es un deporte que practican a diario los medios de comunicación ante un público que ávidamente se lo exige.
Desde que estalló este escándalo, las televisiones, las radios, los periódicos y no se digan las redes sociales explotan lo ocurrido de una manera incesante y frenética, hasta la náusea.
Esto es la civilización del espectáculo cruda y dura, vomitando insidia a raudales por supuesto, pero, también, hay que reconocerlo, sometiendo al sistema a una autocrítica despiadada, implacable, mostrando la fragilidad que esconde detrás de su aplastante poderío, y cómo las miserias y debilidades humanas encuentran siempre la manera de enquistarse en los reductos que parecen mejor defendidos contra ellas.
¿Qué conclusiones sacar de esta historia? Que ella tiene para rato y que mucha gente sacará buen partido del interés enorme que despierta en el gran público. Habrá libros, números especiales de revistas, programas de televisión y películas que la aprovechen.
Es seguro que la biografía del general David H. Petraeus escrita por Paula Broadwell entrará en las listas de libros más vendidos y acaso la haga rica.
Apuesto que Jill Kelley será tentada por algún editor oportunista para que escriba su propia versión de la historia (que ni siquiera tendrá que escribir ella misma, pues lo hará por ella un polígrafo profesional que la aderezará con todos los condimentos adecuados para que parezca —sólo parezca— más pecaminosa y grave de lo que fue).
Si el libro tiene éxito, servirá para que el señor y la señora Kelley amorticen sus deudas, pues una de las cosas que este escándalo ha sacado a la luz, es que los negocios de la pareja están al borde de la ruina. Probablemente el general John Allen se quedará sin el formidable nombramiento que iba a convertirlo en el comandante supremo de la OTAN.
Su caso no me apena para nada y no creo que las fuerzas militares del mundo libre perderían con él a un gran estratega.
En cambio, el caso del general Petraeus sí es trágico. Ha sido un gran militar, con una hoja de servicios impecable y que consiguió algo que parecía imposible: darle la vuelta a la guerra de Irak en la última etapa y permitir que Estados Unidos saliera de esa trampa diabólica si no victorioso, por lo menos airoso.
Un “error de juicio” que duró cuatro meses lo ha hundido en la ignominia y, si es recordado en el futuro, no lo será por todas las guerras en que se jugó la vida, ni por las heridas que recibió, ni por las vidas que ayudó a salvar, sino por una furtiva aventura sexual.
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