Un Blues

Un Blues
Del material conque están hechos los sueños

7 oct 2012

“Me gusta que mis musas hablen. Los hombres objeto, mejor callados”

Jean Paul Gaultier, ante algunas de las siluetas de la exposición, ayer en Madrid. / BERNARDO PÉREZ
Las obsesiones y pasiones de Jean Paul Gaultier (Arcueil, 1952) recorren 123 trajes que se expanden a lo largo de 35 años como diseñador de moda. Es el tema de una muestra que se inauguró en Montreal en 2011. Tras viajar a San Francisco y Dallas, esta semana se instala en la Fundación Mapfre de Madrid. La infanta Elena la visitó ayer, entre cajas, plásticos y escaleras. Jean Paul Gaultier le dedicó un catálogo y, como hace con casi todo el mundo, lo acompañó de una sonrisa contagiosa. Los vestidos no siguen orden cronológico para demostrar, precisamente, cómo el diseñador francés ha utilizado una y otra vez los mismos temas desde 1976: la religión, Londres, la música, el desnudo, las rayas marineras, Almodóvar, los corsés… “Gaultier no sigue tendencias, las crea
. Además, es un gran sastre y todas sus piezas son atemporales”, razona el comisario de la exposición, Thierry-Maxime Loriot. Junto a una pared de capitoné rosa, se proyecta Falbalas, película de 1944 que le impulsó a soñar con este oficio. Loriot revela que al rastrear en los archivos encontró los bocetos infantiles de Gaultier.
 “A los siete años elaboraba dos colecciones completas al año, con accesorios incluidos”. Su oso Nanafue su primer maniquí y sobre él ensayó algunas de las ocurrencias que luego puliría con Madonna. El humor era, entonces y ahora, su motor.
Pregunta. Es la cuarta vez que inaugura la exposición, ¿todavía hay espacio para la emoción?
Respuesta. Sí, porque España es muy especial para mí. Viajé mucho aquí con mis padres en los años sesenta y este país siempre ha alimentado mi imaginación.
P. Las figuras de la exposición tienen rostro virtual, e incluso hablan. En Gaultier, ¿ni los maniquíes se callan?
R. Me he rebelado contra muchas cosas, entre ellas la idea de que una mujer tenía que estar callada para ser elegante. Crecí rodeado de mujeres con cosas interesantes que decir y me gusta que mis musas hablen. Al mismo tiempo, he propuesto lo contrario: hombres objeto, mejor callados.
P. Acaba de presentar su colección primavera / verano 2013, un repaso a sus músicos favoritos de los años ochenta. ¿Le influye esta muestra para mirar atrás?
R. Desde luego, pero siempre lo he hecho. A finales de los setenta, me fijaba en los cincuenta y los sesenta. Necesito algo de donde partir. No soy un diseñador abstracto. El origen siempre es algo que existe, sea un recuerdo o una película, y que yo transformo. Tampoco me considero nostálgico. Estoy contento de vivir hoy.
P. ¿Cómo se ve la moda tras 35 años en ella?
R. Ahora hay mucha esquizofrenia. Estamos obsesionados con lo nuevo. Es imposible rehacerse por completo cada seis meses. Yo creo en una evolución. En ir y volver a las ideas y no descartarlas a los cinco minutos. Por otra parte, hay que ser realista: esto no es arte conceptual. Lo que la moda hace es reflejar su tiempo. Somos testigos, espejos.
P. Pero es necesario algo de anticipación. ¿Cómo se consigue?
R. Somos sensibles a lo que ocurre y, en cierta forma, olemos los cambios. Propuse el corsé por una suma de factores. No hubiera sido posible sin el precedente de las mujeres quemando su ropa interior para reclamar la igualdad. Por otra parte, estaban los corsés de los que me hablaba mi abuela. Una de mis modelos solía llevar una chaqueta de Chanel, muy burguesa, solo sobre un sujetador. Me encantaba el contraste. En los ochenta, lo provocador ya no era desnudarse, sino recuperar un corsé. Llevado como elección y no como obligación, era un arma de seducción y dotaba a las mujeres de enorme poder. No soy sociólogo y no pretendo anticipar el futuro, pero hay indicios que te llevan en cierta dirección.
P. Ahora tiene donde inspirarse con tantas protestas…
R. Desde luego. No sé qué saldrá de esto, pero el cambio está aquí. Hay demasiado de todo. Demasiada moda, consumo, revistas, imágenes. Y lo que está pasando con la religión… la gente se siente perdida. Está en un lugar y quiere estar en otro.
P. En los años ochenta usted era el rebelde de la industria y estaba más cercano a la calle que a los salones. Ahora se ha convertido en un símbolo de la alta costura. ¿Cómo se lleva el cambio?
R. Puedes ser un poco rebelde dentro del sistema, pero si lo fueras de verdad no estarías en él. Yo entré para cambiarlo. Utilizo mi posición para romper fronteras injustas: sobre la edad, la belleza o la raza. No aprecio el sistema de la moda, pero trabajo desde dentro para transformarlo.
P. ¿Qué es lo que no le gusta?
R. Sobre todo, su obsesión por odiar lo que has amado hace unos minutos. Es una forma de pensamiento único: la dictadura de lo que se lleva y lo que no. La moda, como la vida, está llena de posibilidades y lo bonito es abrazarlas.
P. Estos días ocupa tanto espacio quién va a los desfiles como lo que se presenta, y usted entra en el juego, incluso subiendo a famosos a la pasarela. ¿Qué mensaje hay en todo esto?
R. La moda es, hoy más que nunca, un asunto de egos. Todo son demostraciones de poder: quién es quién, quién se sienta dónde… En mi último desfile hice un chiste sobre eso disfrazando a unos actores como Kiss entre los invitados. Lo divertido es que cualquiera puede ser Kiss porque lo único que reconocemos de ellos es su maquillaje, pero solo por el maquillaje esas personas pasan a ser más importantes.
P. ¿Cómo lleva las críticas?
R. Todavía me afectan. ¡Después de tantos años! Una vez, en WWD escribieron que una de mis colecciones era sadomasoquista. No lo era, estaba inspirada en la lencería. Compré el libro de sadomasoquismo más subido de tono que encontré y lo mandé a la redacción con una nota en que les sugería que aprendieran la diferencia entre lencería y sadomasoquismo. Cuando mostramos nuestro trabajo nos convertimos en gladiadores esperando que el pulgar vaya arriba o abajo. No es fácil, pero hay que aceptarlo.
P. El año pasado Puig se convirtió en accionista mayoritario de su firma. ¿Se entiende con ellos?
R. El diálogo es muy bueno. No soy un hombre de negocios. Me pone enfermo toda esa parte de este trabajo. Lo intenté hacer y no soy capaz. Tengo que pensar en cosas que se me escapan.

Falta nos hace por Elvira Lindo

que será los que nos hace falta, porque Elvira tiene esa manía que solo  ocuurre lo que a ella le falta.
Hay un desánimo general, quién puede negarlo. Usted sabe de lo que hablo.
 Ese encogimiento de hombros con el que se desvanecen de pronto las conversaciones. Alguien comienza agitando el tema. Qué tema. El único. Y todos entramos al trapo.
 Nos quitamos la palabra, argumentamos con vehemencia y rumiamos de qué manera interrumpir la soflama del otro. De pronto, como si el presente nos hubiera vencido de veras y la realidad nos cerrara la boca, viene el silencio. Nos encogemos de hombros y buscamos con la mirada perdida una esperanza de futuro. Ocurre que hay veces en que alguien decide darle un giro a la conversación proclamando la necesidad del optimismo. No porque haya verdaderas razones para sentirlo, sino por esa discutible teoría de que el optimismo es constructivo y el pesimismo es una mierda sobre otra mierda. Cuando se abre paso el optimismo, se dicen tantas tonterías como cuando cabalga el pesimismo; se dice, por ejemplo, que la crisis es creativa, que hay que reinventarse, ponerse las pilas, que si no se encuentra trabajo, pues que se lo inventa uno. Y una vez que ya se han formulado los tópicos de rigor, el silencio vuelve a vencernos y las miradas a perderse.
Y si no se escucha aquella frase de “no somos nadie” no es por falta de ganas, sino porque todavía nos quedan ramalazos de aquel país cool que fuimos hasta ayer.
 Este estado de ánimo es fatal para ir a un estreno. Los estrenos siempre han sido un poco sobreactuados, con o sin crisis. Hay que ser muy actor o muy actriz para integrarse. Hay que saber abrazarse hasta tal punto que los pechos propios se aplasten con los pechos de un colega. Y no. Yo soy de una generación en la que los pechos eran pechos, entiéndaseme.
No están los tiempos para demostraciones baratas de cariño, así que para asistir a un evento hay que pensárselo mucho. Para colmo, no me gusta fingir entusiasmo, así que prefiero ir discretamente a una sesión de tarde. Si algo me gusta, se lo comunico inmediatamente a mis amistades y escribo una columna, y si no me gusta, tal y como están los tiempos, me callo. Por no perjudicar.
 Pero se dio la circunstancia de que la otra noche se estrenaba Blancanieves en el teatro de la Zarzuela y que la música de Alfonso de Vilallonga se interpretaba en directo y qué sé yo. Me dio un barrunto de que podía gustarme
. De los críticos no me acabo de fiar, porque unas veces hablan demasiado bien de una película y otras demasiado mal, y no suele ser ni una cosa ni la otra.
Cuando llegué al teatro había un coro de antitaurinos a la entrada. Sabrán que en este cuento el padre de Blancanieves es torero, la propia Blancanieves es torera y los siete enanitos forman una compañía de bombero-torero. No sé si defienden que se prohíba que los toreros protagonicen una historia de ficción, pero si fueran coherentes deberían dar la bronca también en los conciertos flamencos, en algunos desfiles de moda, quemar unos cuantos libros de temática taurina e incluso disolver esas fiestas donde los abuelos bailan y tararean ciertos pasodobles. En fin.
Entramos. Y una vez superados esos interminables minutos en que los espectadores (familia y allegados) aplauden sin que todavía haya pasado nada, la orquesta arrancó sus primeras notas y la película comenzó. Crucé los dedos para que me gustara, porque yo deseo que me guste el cine español.
 No es una cuestión patriótica, sino de supervivencia: en estos días es aún más triste que no te gusten esas historias que tanto cuesta producir. La realidad es que la película me envolvió como uno de aquellos cuentos de noche y de miedo que conformaron mi mundo imaginario infantil y que años más tarde los rejoneadores de la corrección política amansaron. Rezo tres padrenuestros por el símil taurino.
La película, por resumir, es una extraordinaria versión del cuento de los hermanos Grimm.
El padre de Blancanieves es torero, la propia Blancanieves es torera y los siete enanitos son una compañía de bombero- torero
Y para colmo, los actores tienen ojos.
 No digo más. Los ojos de los actores se ven poco en el cine español.
Pero aquí, será porque no hablan, el director ha permitido que sus actores interpreten con la mirada. Qué actrices. No las nombro porque me gustaron todas. Salí del cine flotando y sin ganas de hablar, no porque el mutismo fuera contagioso, sino porque cuando algo me gusta necesito saborearlo en silencio y siento que las palabras entonces no sirven (son palabras).
 Pero esta inagotable cabecita, con las imágenes aún frescas de la película, no paraba de cavilar en el taxi que cruzaba un Madrid tristón de lunes, de crisis
. Pensaba, por ejemplo, en lo inevitable de ese gran malentendido que está llevando a comparar todo el tiempo esta gran historia con The artist, por el simple hecho de que ambas sean mudas y en blanco y negro. ¡Por favor! The artist es una película llena de clichés; en cambio, esta apela a sentimientos más hondos, más oscuros, que arrastramos desde la infancia, sin olvidar que artísticamente es mucho más interesante.
Le iba dando vueltas a eso del optimismo, a las chorradas que nos decimos para no dejarnos vencer por esta inquietud colectiva, y me daba cuenta de que el ánimo no mejora por enunciar pensamientos gaseosos. Necesitamos presenciar algo tan sólido como una buena película. Y es que el amor por las cosas bien hechas es contagioso
. Vayan a verla, que falta nos hace.
La he visto antes que tú y menos mal porque como la recomiendas dan ganas de no verla. Simple, inmadura y deectrutarada, eso es lo que ha visto Usted Sra, Lindo mujer de Antonio Muñoz Molina, que para esa sandeces se pasa un mes en Holanda haciendo vete a saber, seguro que hasta escribió.

El teatro de nuestras vidas

El teatro de nuestras vidas

Por: | 07 de octubre de 2012
Pedro Costa, el adaptador de Babel, la obra de Andrew Bovell que se representa ahora en el Marquina de Madrid, me presentó anoche, a la entrada del teatro, al productor de la obra, Ignacio Salazar, que agarraba el cochito de su hijo. En el programa de mano de Babel, Costa cuenta cómo consiguió los derechos de la obra, cómo convenció al productor, y cómo sedujeron entre todos al plantel que la representa.
Cuando leí lo que escribe Costa ya estaba sentado en mi butaca, ante un escenario que tenía el impacto de lo más cotidiano, dos camas vestidas de rojo, iguales, contiguas, en las que luego se iba a desarrollar el drama paralelo (o los dramas paralelos) de los que se nutre Babel. Así que tuve que imaginarme esa conversación entre Costa y Salazar, y entre Salazar y los actores (Aitana Sánchez-Gijón, Pedro Casablanc, Jorge Bosch y Pilar Castro), y de todos con la directora, Tamzin Townsend.
 El efecto de ese encuentro (con el texto, con el productor, con los actores..., y finalmente con el público) es un milagro que se lleva produciendo durante siglos, y que se seguirá produciendo: la extraña materialidad que tiene el teatro, que de un sueño (es decir, de unas palabras) es capaz de construir un entramado mental en el que ya vamos a vivir los espectadores hasta que la obra concluye.
Cuando empieza a desarrollarse la trama (las tramas, o como llamen a esa secuencia los guionistas), ya no pienso ni en Costa, ni en Salazar, ni en cada uno de los actores (conocía personalmente a las mujeres, Aitana y Pilar, tan solo), sino que ya soy un espectador metido en la obra, asistiendo a la babel en que consiste este enorme malentendido (o sobreentendido) que ha escrito Bovell y que ha adaptado Pedro Costa Musté
. A veces perturbado, a veces risueño, durante hora y media viví vidas dichas o actuadas por seres de carne y hueso que de pronto me parecieron milagrosamente ficticias.
La verdad de las mentiras, como escribió Mario Vargas Llosa, y por cierto la obra va de la verdad de las mentiras.
Al final, en la calle, mientras mis amigos fumaban o debatían, apareció Aitana, apareció Jorge, estaba también Pedro... A los demás no los vi, pero sé que, como hacían función doble, iban a buscarse un bocadillo, fumaban también, o --como Aitana-- se resguardaban la garganta para poder seguir diciendo luego un papel que la transforma a ella muchas veces en otros tantos personajes que por un rato (y después) conviven con nosotros.
Dice Fernando Savater, hablando de este hurto al que someten al arte escrito o musical o cinematográfico en la red, que el teatro jamás va a morir porque nadie se lo podrá descargar de internet, hay que ir a verlo, a compartirlo y a sentirlo como parte de la ficción que es imprescindible para entender la vida. Viva el teatro, y viva la vida, que es lo mismo.

Entrevista a Javier Muguerza