Un Blues

Un Blues
Del material conque están hechos los sueños

9 sept 2012

Robert Redford se pierde por Carlos Boyero


Robert Redford, retratado ayer en Venecia. / daniel dal zennaro (EFE)
Robert Redford, además de ser un espléndido actor que llenaba la pantalla y de poseer el encanto y los atributos de las verdaderas estrellas, no se resignó a disfrutar de los privilegios que le otorgaba esa condición sino que aspiró a ampliar su universo convirtiéndose en el mecenas del cine independiente estadounidense y dirigiendo sus propias películas.
 Lo ha hecho frecuentemente desde que en 1980 realizara Gente corriente, que triunfó comercialmente y logró un montón de oscars. Pero así como el Redford actor siempre estuvo inspirado, el Redford que cuenta historias con la cámara y que pretenden ser complejas, profundas, críticas o líricas nunca ha conseguido a mi juicio una película redonda.
 Los planteamientos de estas acostumbran a estar por encima de su desarrollo, es un eterno quiero y no puedo.
 En The company you keep no solo ha buscado un reparto de lujo, integrado por excelentes actores y actrices a punto de entrar en la tercera edad, como Julie Christie, Susan Sarandon, Nick Nolte, Richard Jenkins, Brendan Gleeson, Stanley Tucci y Chris Cooper, sino que confiando en su ancestral imán para la taquilla, o porque estaba convencido de que era el actor más adecuado para dar vida a ese personaje, la protagoniza él.
 Y es un error importante.
 Redford, que tiene 76 años y debe llevarse muy mal con su vejez, ya que su rostro denota las barbaridades que ha cometido en él la cirugía estética que ha privado de expresividad a un actor que la poseía a raudales, interpreta a un viudo que tiene una hija de 10 años, hace footing con actitud pretendidamente juvenil, perteneció en su juventud a un grupo de activistas radicales que trataron de dinamitar el sistema recurriendo a los atracos a bancos, matando a un policía, amenazando seriamente al Estado.
 Nos cuentan que eso ocurrió 30 años antes.
Pero si hago inevitables cuentas resulta que el subversivo juvenil del que me hablan y al que encarna Redford tenía entonces 46 años.
 Qué peligro la actitud de querer engañar al tiempo, de intentar parecer el antiguo Redford cuando ya eres un anciano, de desafiar a la lógica con el peligro de hacer el ridículo, de que el espectador de entrada no se crea a la persona que pretendes encarnar por mucha energía física y vitalismo mental que quieras imprimirle.
The company you keep describe el acoso del FBI hacia aquellas personas que cometieron delitos treinta años atrás, la identificación y persecución de los integrantes de aquel grupo, gente que se dispersó y ha vivido camuflada en nuevas personalidades desde entonces, que se ha integrado como ha podido en la sociedad que alguna vez pretendieron cambiar o destruir.
 El tema es muy interesante, pero la realización es plana, la monotonía narrativa arruina el misterio
. Y es un placer ver y escuchar a tantos actores y actrices gloriosos, pero la dirección de Redford no consigue implicarte emocionalmente en una trama que daba para mucho, entre gente amenazada por su pasado, que ve cómo se derrumba el mundo que ha construido laboriosamente y debe pagar por lo que cometieron en su antigua identidad.
En su nuevo filme, ‘The company you keep’, se rodea de grandes actores
Recuerdo el esfuerzo visual que tenía que hacer para distinguir las imágenes en las primeras y para mí irritantes películas del director filipino Brillante Mendoza.
La luz sombría lo inundaba todo aunque fuera de día y no veías nada cuando era de noche. Afortunadamente su última entrega, titulada Sinapupunan, está llena de luz, muy bien utilizada reflejando la vida en un pueblo de pescadores
. Los protagonistas son un matrimonio que lleva su dura supervivencia con amor y alegría, pero que tienen la desgracia de no poder concebir un hijo por la infertilidad de ella. Ayudados por sus compresivos y generosos vecinos deciden comprar una nueva esposa que haga posible su mutuo deseo sin que ellos tengan que separarse
. La historia está bien contada, personajes, rituales, situaciones denotan autenticidad, pero tengo que apartar los ojos de la pantalla en varias ocasiones debido al excesivo amor al naturalismo del director, como en una larga secuencia en la que vemos un parto en primer plano o en el explícito degollamiento de un toro. No me resulta apasionante esta película pero sí curiosa.
 Algo que en mi caso es sorprendente debido a la razonada fobia que me ha despertado siempre la obra de Brillante Mendoza.
El tema interesa, pero la relación es plana, se arruina el misterio
La película belga La cinquième saison, hablada en flamenco, comienza con un plano fijo e interminable de un señor hablando con un gallo.
Cualquier espectador experimentado en cine festivalero sabe que es el momento de irse, que lo que te espera va a ser terrorífico
. Pero cometo el error de quedarme y asistir a las cuatro estaciones del año en un pueblo flamenco que está estancado en otra época.
 No ocurre nada que te merezca la atención, aunque los habitantes de este lugar tengan la certeza de que va a llegar el apocalipsis y que los culpables son algunos de sus vecinos.
 Es una película infame en la que no puedes entender las razones de su selección. Como tantas otras. Como la mayoría. Y si las entiendes, el cabreo aumenta.

Chaves Nogales, que estaba allí por Elvira Lindo

Manuel Chaves Nogales (izquierda) toma notas a los testigos presenciales del asesinato de un cura en octubre de 1934, en Sama (Asturias). / REVISTA AHORA
A fuerza de apelar a la palabra “memoria” casi hemos desterrado la otra más trabajosa, “historia”.
 La palabra “memoria” tiene mucho de sentimental, y está bien que así sea, está relacionada con el recuerdo azaroso de la mente humana, con lo que la memoria de cada uno astutamente clasifica en olvidos y recuerdos. También con el homenaje íntimo que rendimos a nuestros familiares, o en el tributo colectivo que dedicamos a los que dejaron algo memorable tras su marcha.
No soy de las que abominan de lo sentimental. Al contrario. En España se suele confundir lo sentimental con el sentimentalismo y los creadores de ficción se esfuerzan en ser ásperos para que no se les tache de cursis. Pero puede ocurrir, como creo que de hecho ha ocurrido, que ese componente sentimental, tan de agradecer en los cuentos y en las películas, inunde como un tsunami la idea que se tiene de ciertos periodos históricos y que ya no importe lo que sucedió de verdad sino lo que cada uno de nosotros sienta y opine.
La opinión, en estos tiempos, se ha convertido en una cosa sagrada. Tan sagrada que ese opinador implacable que ha brotado de cada español se permite despreciar los datos que ignora o los libros que no ha leído o el juicio de los estudiosos para proclamar a los cuatro vientos que a él ningún puñetero historiador le va a mover un centímetro de lo que piensa.
 De esta manera, por ejemplo, se cumple el aniversario de la muerte de García Lorca y el comunista lo quiere convertir en comunista, el ácrata en ácrata, el gay militante en símbolo gay. Y todos parecen estar más interesados en llevarse al poeta a su terreno que en leer los reveladores libros que se han escrito sobre él o en escuchar su verdadera voz, sin permitir que una empecinada creencia la intoxique.
La memoria sentimental ha mitificado nuestra Guerra Civil hasta convertirla en el argumento de moda con el que se nutren novelas y películas, pero dudo mucho que nos haya hecho admirar más el trabajo callado y lento de los estudiosos.
 Parece superficial hablar de modas al referirse a un periodo tan trágico, pero hay que asumir que de moda está, porque los mismos que hoy la consideran un tema urgente hace dos décadas estaban a otras cosas, y esos mismos serán los que en diez años, con un olfato canino para detectar tendencias, la dejarán caer caprichosamente y a otra cosa mariposa.
La guerra se usa hoy como arma de discordia, y lo que al final consigue tanto memorioso apasionado es que olvidemos que hace ya tiempo que estábamos bastante reconciliados. Yo busco voces mesuradas en medio de tanto griterío, voces que en vez de animar y excusar las actitudes violentas apelen al análisis racional y alerten contra las opiniones que no mejoran sino empeoran un ambiente confuso y crispado.
 Así fue la voz del periodista Manuel Chaves Nogales en los años treinta, cuando dirigía el periódico Ahora y apoyaba con firmeza a la República sin dejarse tentar por las corrientes totalitarias que asolaban Europa. Chaves Nogales es el periodista que algunos quisiéramos leer ahora, los que sentimos la necesidad casi física de encontrar en la prensa una voz verdadera, sensata, ni pomposa ni simple, que no se deje llevar por discursos mitineros que se convierten en el alimento de un lector hambriento de sectarismo, que solo espera que alguien pase a limpio su bendita opinión. Chaves Nogales estuvo muchas veces en contra de sus lectores.
 Defendió activamente la República ante todo aquel que, cegado por una ideología absoluta, quisiera cargársela. Como suele ocurrir con los liberales españoles acabó en el exilio. No se puede decir que muriera fracasado, porque era un hombre alegre y vital que consiguió montar un pequeño periódico en Francia y, cuando esta fue ocupada por los alemanes, una agencia de noticias en Inglaterra.
El opinador implacable que ha brotado de cada español se permite despreciar los libros que no ha leído
Sigo su rastro desde hace tiempo. Las palabras que le han dedicado Trapiello, Espada o Muñoz Molina me lo descubrieron y me convirtieron en lectora de su Belmonte, su Juan Martínez o de ese prólogo de A sangre y fuego, que corta el aliento por no haber nada que lo supere en cuanto a análisis en tiempo presente del disparate que estaba ocurriendo.
Pero detrás del redescubrimiento total de este periodista moderno, tanto en estilo como en pensamiento, es imposible no citar el trabajo callado, de hormiga, de la profesora María Isabel Cintas que, buscando tema para su tesis doctoral, encontró un tesoro en este periodista sevillano que había escrito la biografía del torero Belmonte y de Juan Martínez, un flamenco que fue testigo por accidente de la revolución rusa.
 La profesora Cintas ha dedicado años a rastrear la existencia de un hombre apasionado en su oficio y ecuánime en sus ideas políticas.
 Sus restos reposan entre dos lápidas en un cementerio inglés
. Puede que algún día alguien tenga la iniciativa de grabar sobre piedra el nombre y los años entre los que transcurrió la peripecia vital de un hombre que dedicó gran parte de su tarea periodística a advertir a sus compatriotas de los peligros del enconamiento y el totalitarismo.
De momento, una profesora sevillana ha hecho mucho por rescatar una vida que se lee, como dicen aquellos que no le tienen mucha fe al género biográfico, como una novela.

Chaves Nogales, que estaba allí.

Un artículo superficial y hasta ofensivo, no se pone la Guerra Civil de Moda, es que en nuestra Historia de España hubo una Guerra Civil, y si no fuera por ese andar de puntillas porque el "Tema no va conmigo" diria que peligroso.

 

 

Manual del demagogo o la demagoga Por: Juan Cruz | 08 de septiembre de 2012

Manual del demagogo o la demagoga

Por: | 08 de septiembre de 2012
Esta es una modesta aportación al manual del perfecto demagogo, o de la perfecta demagoga.
[Y ya que hemos empezado por ahí, digamos que esa distinción masculino/femenino para lo que es genérico es uno de esos instrumentos que son imprescindibles para llegar a ser un perfecto demagogo.
Ellos y ellas, trabajadores y trabajadoras, maestros y maestras.
Si en un discurso, en un artículo o en una conferencia el buen demagogo no usa esos latiguillos puede encontrarse que empieza con mal pie ante su audiencia].
En todo caso, ahí va una lista de elementos que debería tener en cuenta un buen demagogo para acercarse a la perfección en el ejercicio común de su aspiración máxima: convencer al otro de golpe y sin perderse en argumentos (aunque también habría una lista de argumentos demagógicos).
1. Desprecio de la política y de los políticos. Un buen demagogo ha de tener muy presente este aserto y ha de usar adecuadamente estos adjetivos: Los políticos son indecentes, corruptos, ladrones, sus acciones son indignantes, y siempre son sospechosos, aunque se demuestre lo contrario. Son los culpables, y no es preciso indagar demasiado: son los culpables, el lector o el oyente ya entenderá. Para qué perderse en argumentos si todos estamos de acuerdo (y ahí la palabra TODOS es esencial). Este rasgo de la demagogia (la TOTALIDAD de los que piensan distinto está equivocada) ataca por igual a izquierdas y a derechas. En la derecha ha habido ahora un conspicuo ejemplo de ese desprecio demagógico de la política en María Dolores de Cospedal, que un día fue famosa por los sueldos que percibía y que ahora, como presidenta de Castilla La Mancha, ha tenido la idea (oportunista, dice El País, en su editorial de hoy: el oportunismo es demagógico) de obligar a los políticos a trabajar gratis.
2. El demagogo ha de mostrar indignación en el discurso oral. Cuanto más gritas, mejor se entiende, parecen creer los demagogos. Es rasgo del demagogo tener asumida ya la respuesta del contrincante, de modo que no importa lo que éste diga. Según de donde venga, además, ya se sabe qué va a decir el adversario, y aunque matice el demagogo ya tiene asumida su respuesta, pues su cerebro de demagogo no consiste de interrogantes sino de respuestas. Y ya él sabe que la razón la asiste. El que está enfrente generalmente actúa de la misma manera, por eso hay este guirigay que observamos.
3. Cargarse de razón. Es justamente este extremo, cargarse de razón, lo que convierte al demagogo en un espectador de sus propios argumentos, independientemente de los que traiga el otro. Es rasgo común de su actitud, por tanto, la sordera. "Sí, ahora me vas a convencer, si ya sé lo que me vas a decir".
4. La ideología del demagogo. No hay demagogos en un solo lado del espectro; hay demagogos de derechas y hay demagogos de izquierdas. Hay demagogos que dicen, desde una perspectiva ideológica, que los demagogos son los otros, y viceversa. En este juego de demagogias nadie puede tirar la primera piedra, pero lo cierto es que las piedras silban. Y también hay demagogos que suelen decir de sí mismos que no son ni de izquierdas ni de derechas. Esos suelen ser los más peligrosos, pues no hay peor demagogo que el demagogo de la neutralidad.
5. El lenguaje del demagogo. El lenguaje del demagogo está teñido por adjetivos mejorativos para los suyos y despectivos para los otros. Unos y otros abrevan del mismo diccionario, pero las intenciones son en un caso y en otro totalmente opuestas. Pero el efecto es el mismo. Lo menos que le apetece al demagogo es ponerse a conversar a ver si el argumento ajeno le arruina su propio pensamiento.
6. La demagogia es una enfermedad sorda. Solo sabemos que la tenemos cuando ya es incurable. Mientras tanto sólo somos capaces de verla en los otros.
7. Como decía Sartre del infierno, los demagogos son los otros.

8 sept 2012

IDA Y VUELTA Patrimonios perdidos de Antonio Muñoz Molina

“La singularidad de la iglesia de San Lorenzo era su alta espadaña sin campanas, pero cubierta de hiedra”
Viniendo a Úbeda desde el sur, desde la carretera vieja de Granada que atravesaba la sierra de Mágina, la iglesia de San Lorenzo se distingue con dificultad del lienzo de la muralla almohade del que forma parte.
 Por encima de la ladera de huertas, la muralla es un mirador sobre el que se asientan las casas blancas que miran al valle del Guadalquivir.
 La iglesia se construyó aprovechando como contrafuertes uno de sus torreones, y está hecha con bloques de la misma piedra, la arenisca rubia que brilla al sol y se repite tanto en las otras iglesias y en los palacios de la ciudad, y también en los dinteles de muchas casas campesinas.
 En las fachadas de los palacios la piedra está desnuda y muy labrada, algunas veces con cariátides de una extraordinaria elegancia, obra de un escultor francés que trabajó en la ciudad en el siglo XVI, y que recuerdo haber leído que tuvo conflictos con la Inquisición, quizás porque sus figuras se parecen más a divinidades clásicas que a santos católicos.
 En las casas campesinas la cal cubre todo el espacio de las fachadas, dejando solo al descubierto la piedra de los dinteles de las puertas y los marcos de las ventanas.
Me gusta la elegancia sobria de la cal y la piedra, que favorece la impresión de una sola trama urbana, en la que los monumentos no son islas separadas de los lugares de la vida común, sino espacios empapados y habitados por ella. Cuando yo era niño muchas más casas que ahora se apoyaban en la muralla, como nuevos organismos que aprovechan una ruina o un tronco caído para medrar en ellos.
 Palacios con patios de columnas de mármol eran populosas casas de vecinos. En una torre intacta de la muralla un agricultor conocido de mis padres tenía su almacén de grano.
Caserones medio abandonados e iglesias cerradas desataban las imaginaciones de los niños. Antes de que la restauraran y en parte la inventaran para convertirla en escuela de Artes y Oficios, la Casa de las Torres era como un castillo lóbrego de cuento, con ventanucos estrechos de los llegaba un frío de cripta, con un portalón viejo con llamadores enormes y clavos oxidados, con gárgolas ennegrecidas por la humedad y los líquenes, caras de bocas redondas y abiertas asomadas a los aleros y mirando hacia abajo, como si quisieran infundirnos miedo.
La singularidad de la iglesia de San Lorenzo era su alta espadaña sin campanas, pero cubierta de hiedra. La hiedra disolvía las diferencias entre la obra humana y los reinos de la naturaleza. Trepaba hasta lo más alto del campanario con un verdor lujuriante de jardín vertical.
 El misterio de la iglesia era que estaba cerrada. Había una señora mayor a la que llamaban la Campanera, y que vivía en una casita blanca encaramada al filo de la muralla, pero que yo recuerde en la iglesia no quedaban campanas. A veces encontrábamos entornada la puerta y veíamos en su interior grandes bloques de sombra como de un almacén, cristos y santos de madera tallada apoyados contra las paredes, quizás también planchas de madera olorosas y polvo de serrín de una carpintería.
La iglesia estaba cerrada desde los tiempos de la guerra, cuando fue asaltada y expoliada. Desde entonces no había vuelto a salir la procesión del señor del Consuelo. Debía de ser una procesión modesta, a la escala de la iglesia y de las calles empedradas y las plazuelas por las que se pasearía la figura del santo, una procesión gremial en la que participaban los hortelanos que vivían en ellas. Junto al costado de la iglesia bajaba una calle estrecha hacia todos los caminos de las huertas cercanas y de los olivares.
 Los cascos de los caballos, los mulos y los burros, las pezuñas de las vacas, repicaban duramente sobre el empedrado. Años después, cuando la mayor parte de los vecinos antiguos habían muerto o se habían marchado, instaló su estudio delante de la iglesia de San Lorenzo el pintor y escultor salvadoreño Mauricio Jiménez Larios.
 Viniendo desde tan lejos, descubrió que su lugar en el mundo sería ese rincón del que tantos se habían ido, nos habíamos ido.
La iglesia de San Lorenzo puede derrumbarse, el Obispado de Jaén prefiere no hacer nada, y las autoridades parecen tener otras prioridades
Mauricio tuvo el proyecto de establecer en la iglesia un centro cultural. Sabía que estando abandonada corría el peligro de la ruina. Yo le propuse que fuera un centro dedicado a recoger la memoria popular del barrio de San Lorenzo: los oficios, los linajes de los hortelanos, las artesanías diversas de los hombres y las mujeres, el patrimonio oral de los relatos y las canciones, el de la memoria de la guerra y de la posguerra.
Nada es más desolador que ver desalentarse a un hombre entusiasta y razonable. Tras años de buenas palabras y dilaciones políticas estuvo claro que el centro no iba a salir, y la iglesia siguió cerrada, su decrepitud cada vez más visible por comparación la pujanza de la hiedra en la espadaña (Ricardo Martín anduvo por allí y le hizo fotos muy hermosas). Las autoridades en España suelen ser temibles cuando no remedian nada, pero a veces más temibles todavía cuando deciden remediar algo. A algún talento municipal o episcopal se le ocurrió que la hiedra ponía en peligro la estabilidad de la espadaña
. Secaron la hiedra y entonces descubrieron que ahora es cuando la espadaña está de verdad en peligro, porque eran justo sus tallos y sus raíces los que la sostenían.
Ahora la iglesia de San Lorenzo está tan deteriorada que puede derrumbarse, y el Obispado de Jaén, al que pertenece, prefiere no hacer nada, y las numerosas autoridades locales, provinciales y regionales parecen tener otras prioridades. Al fin y al cabo es una iglesia sin mucha importancia en un barrio antiguo de gente trabajadora en el que ya hay muchas casas vacías.
El escritor Jerónimo Maesso publicó un artículo denunciando ese abandono: algún paisano iracundo le ha respondido que no hace ninguna falta proteger una iglesia cuando hay tanta gente necesitada. Parece que a esas personas justicieras no se les ocurre que para una ciudad como Úbeda, como tantas de España, preservar el patrimonio no es un gasto superfluo, una blandura sentimental, sino una inversión que puede rendir beneficios y crear prosperidad durante generaciones, y además hacer más grata la vida de todos.
Una de las fuentes más seguras de trabajo y riqueza, inagotable a poco que se cuide, no contaminante, es un patrimonio histórico bien gestionado, que incluye no sólo los monumentos que antes salían en las postales, sino el entorno en el que cobran su pleno sentido: lugares en los que se puede vivir y a los que llegarán esos viajeros que no arman bronca y que están dispuestos a pagar un buen hotel, un buen restaurante, un café civilizado, servicios de alta calidad que crean puestos de trabajo cualificados.
No es ese el camino elegido. Se hundirá San Lorenzo, como se han hundido o se han destruido tantos edificios, tantas vistas singulares de esa ciudad, y es posible que en el solar, convenientemente recalificado, construyan un bloque de viviendas con reflejos de falso mármol, tejadillos típicos, barandas de escayola, con vistas al valle del Guadalquivir. Me niego a creer que sea siempre eso lo que nos merecemos.
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