Un Blues

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Del material conque están hechos los sueños

16 jun 2012

Mi padre, el Hemingway que se convirtió en mujer

John Hemingway, nieto de Ernest, en el Ateneo de Marbella, en julio de 2011. / GARCÍA-SANTO
 Y más si tu padre se llama Ernest Hemingway y a ti te gusta vestirte de mujer en los ratos libres y frecuentar así los bares de vaqueros de Montana.
Es lo que hacía Gregory Hemingway, el más pequeño de los tres retoños, todos varones, del gran escritor paradigma de héroe muy macho.
Gregory, conocido familiarmente como Greg y Gigi, tuvo una relación muy conflictiva con su famoso y difícil padre, en la que no ayudó que durante una estancia en 1952 en casa del novelista en Cayo Hueso, Cuba, el hijo le sustrajera –para usarlas– varias prendas de ropa a su madrastra Mary, la cuarta esposa de Ernest Hemingway, y al ser descubierto el robo acusara a una criada.
Ernest y sus hijos Patrick y Gregory, en Cuba, hacia 1940. Una imagen incluida en ‘Hemingway: Homenaje a la vida’ (Mariel Hemigway, Editorial Lumen) / COLECCIÓN HEMINGWAY
El vergonzoso episodio provocó un áspero cruce de cartas entre padre e hijo en el que el primero –que ya había pillado al segundo de niño probándose unas medias– denominaba al vástago “delincuente adolescente” y “buitre”, se refería a su “condición patológica”, le echaba en cara “no ser capaz de comportarte como un hombre” y remataba con lo que ha de doler mucho si te lo recrimina Hemingway, nada menos: “El deterioro de tu caligrafía y de tu ortografía es un síntoma muy alarmante de tu enfermedad”.
El hijo no se quedó corto en el intercambio: “Monstruo abusivo empapado en ginebra” (dos o tres botellas diarias), “mierda egocéntrica”, “cabronazo” y una terrible advertencia: “Morirás sin que nadie te llore y básicamente sin que nadie te quiera a no ser que cambies, papá”.
Hemingway no cambió: no hubiera sido Hemingway. Sí lo hizo, y mucho, su hijo: en 1994 se sometió a una operación de reasignación de sexo y se convirtió en mujer bajo el nombre de Gloria, con el alias añadido de Vanessa.
“Problemas con los padres los tenemos todos, es una historia interminable”, reflexiona al otro lado del teléfono desde Montreal el hijo de Gregory y nieto de Ernest, John Hemingway.
Este Hemingway de tercera generación, primo hermano de Margaux y Mariel (hijas del primogénito del escritor y único hijo con su primera mujer Hadley Richardson, Jack Hemingway) edita ahora en castellano un interesantísimo y muy emotivo libro sobre la conflictiva relación de su padre con su abuelo y la suya propia con su progenitor que, como pueden imaginar, también tuvo sus complicaciones (pasaron 10 años sin hablarse).
 Es una obra (Los Hemingway, una familia singular, Planeta, título original Strange tribe: a family memoir) que arroja muchísima información sobre el conjunto del clan Hemingway –especialmente en términos de mal rollo– y nueva luz sobre el autor de París era una fiesta. También tiene algo de exorcismo. “He querido entender a mi padre y arreglar las cosas con él, y en el proceso he visto lo obsesionado que estaba mi padre de manera similar con el suyo, con el que mantenía una relación de amor-odio.
 Lo detestaba y a la vez lo extrañaba y se sentía culpable de su suicidio en 1961”.
“Hay algo que no nos funciona, pero nuestra desgracia no es ser famosos ni el vudú, sino la genética, una tendencia a ser bipolares. Margaux, muerta de sobredosis, padeció la enfermedad. Yo no”
Gregory (1931-2001) y su hermano Patrick (1928) son los hijos que Ernest Hemingway tuvo con su segunda mujer, Pauline Pfeiffer. Gregory, según relata su hijo, no disfrutó lo que se dice una vida muy armónica: sufría de psicosis maniaco-depresiva, se travestía, se casó cuatro veces, tuvo siete hijos de tres de sus mujeres, fue detenido por diversos escándalos públicos –el último al pasearse en bragas (!) frente al Seaquarium de Miami– y falleció de infarto en octubre de 2001 mientras estaba preso en una celda en el centro correccional de mujeres del condado de Miami-Dade.
 Su hijo resigue su vida en el contexto de la familia Hemingway y traza un retrato pasmoso, doloroso pero muy humano, de seres sacudidos de lo lindo por la inestabilidad mental, el alcohol, el desamor y la fama.
 Gente con un talento especial para herirse entre ellos, por asuntos de afecto o dinero. No es el menor de los méritos del libro, consagrado a la comprensión, la redención y la reconciliación –aunque no anda escaso de mala baba–, que al cerrarlo te consueles pensando que hay familias más complicadas que la tuya.
Después de dos hijos varones, el mayor de los cuales peleó audazmente como paracaidista en la II Guerra Mundial cayendo prisionero de los nazis y el segundo se convirtió en cazador profesional en África, Hemingway quería una niña.
 Y llegó Gregory. Decepcionados, él y su mujer, lo pusieron en manos de una institutriz alcohólica y cruel. Gigi trató de ser un Hemingway clásico: cacerías en Tanganika, boxeo, mujeres, incluso se alistó brevemente en la 82ª Aerotransportada; pero no pudo.
“Ha sido un libro difícil de escribir”, explica John Hemingway, “observar todo ese sufrimiento…”. Le pregunto, intentando ser delicado, por la transexualidad de su padre. “Mi padre era quien era. La persona es la persona. Eso no cambia con el sexo, como no cambió mi cariño por él”.
Una vez cuando John le preguntó a su padre porqué se travestía este le contestó que le ayudaba a “gestionar el estrés”.
La tesis de John Hemingway es que su padre no fue en absoluto una “oveja negra” o una “manzana podrida” en el seno de la familia sino un producto característico de la misma.
Visto lo visto –de las terapias de electrochoque a los abundantes suicidios (Ernest, su padre, un hermano, una nieta…)– es difícil no darle la razón.
Se ve que algunos Hemingway se tienen por los Kennedy de la literatura y piensan que arrastran una maldición semejante.
 Aunque John Hemingway matiza: “Hay algo que no nos funciona, pero nuestra desgracia no es ser famosos ni el vudú, sino la genética, una tendencia a ser bipolares. Margaux, muerta de sobredosis, padeció la enfermedad. Yo no”.
“Entendí que el abuelo no era el macho puro que muchos pensaban, y eso me sirvió para comprender mejor a mi padre. Eran dos caras de la misma moneda”.
El nieto del escritor se esfuerza en demostrar que los mismos desórdenes psicológicos e impulsos que llevaron a Gregory no solo a la autodestrucción y la infelicidad sino al travestismo y la transexualidad latían en el propio Ernest Hemingway, ese icono de la masculinidad que usaba una metralleta Thompson para mantener a raya a los tiburones cuando pescaba.
 Hace tiempo que sabíamos que existían fisuras en el corajudo y correoso Papá Hemingway, que resultaban sospechosas tanta sesión de boxeo, desesperada búsqueda del riesgo, caza de búfalos, vigorosos duelos con los grandes marlins fusiformes, misoginia –“las mujeres son un estorbo en un safari”–, corrida y viril fanfarronería (para un espectacular retrato del escritor véase Hemingway, homenaje a una vida, Lumen, 2011, presentado por su nieta Mariel).
 John Hemingway subraya que en realidad marcó mucho a su abuelo el que lo vistieran de niña de pequeño y lo presentaran como la gemela de su hermana Marcelline.
 Eso le hizo ser proclive a la fascinación con los cambios de rol entre géneros y la androginia, asunto que puede observarse en su literatura si trasciendes el cliché
. “Entendí que el abuelo no era el macho puro que muchos pensaban, y eso me sirvió para comprender mejor a mi padre. Eran dos caras de la misma moneda”
. Ambos compartían además, según el nieto, un notable descuido por la higiene personal. Aunque, lo que hay que ver, Ernest ya vestía de Abercrombie & Fitch para sus aventuras outdoor.
Ya decía yo que había visto en algún sitio esas camisas de cuadros tan a la moda.
Las madres no han compensado precisamente mucho en los Hemingway la mala relación con los padres. Ernest detestaba a su madre, Grace. Gregory –el chaval tan mono en las fotos de Robert Capa con su padre en Sun Valley en 1941– dijo de la suya, Pauline: “Yo odiaba a aquella zorra.
 Nació sin instinto maternal. Nunca me cogió en brazos”. John ha tenido problemas con la suya propia, Alice: esquizofrénica, sumida en hondas crisis nerviosas y alcohólica, quiso ser monja y dejó de lado a sus hijos que como puede suponerse tampoco tuvieron un apoyo muy estable en el padre.
No puedo dejar pasar la oportunidad de preguntarle al nieto de Hemingway qué pensaría el autor de Verdes colinas de África de la cacería de elefantes del Rey. “Conozco la controversia. No puedo hablar por mi abuelo pero conociendo sus posiciones conservacionistas en pesca y caza –algo que puede sorprender a muchos– creo que hoy no estaría de acuerdo. África no es lo que era. Y él hubiera sido sensible a la nueva realidad y a los peligros de extinción de la vida salvaje”.

15 jun 2012

CUADERNOS Y LIBRETAS por Jose Carlos Cataño

Conforme avanzo en la corrección de los diarios sobre papel tangible, aparecen cuadernos y libretas con anotaciones de los años comprendidos, del 2004 al 2011.
Poco se podría añadir de las notas "descubiertas".
 Lo que nos lleva a sentir que el día tras día no tiene mayor sentido. Lo tiene una conducta, un lugar (frente al horizonte), y ello puede que reviva en doscientas, o cien o setenta y cinco páginas.

La investigación, ¿un lujo en tiempos de crisis?

Una política sensata de la ciencia debería aumentar todo tipo de exigencias, fomentar las jubilaciones anticipadas de los menos productivos e incorporar nuevo personal exigiendo estrictos criterios de excelencia.

 

EULOGIA MERLE
Hace un par de décadas, un parlamentario del norte de Europa se permitió cuestionar con sarcasmo para qué quería nuestro país más ayudas a la industrialización si, de cualquier modo, “en el futuro, en España sólo habría camareros y toreros”.
 Aquello fue una salida de tono pero reflejaba la visión que Europa tenía de nosotros.
 Sin embargo, durante los noventa y los primeros años de este siglo nuestros gobiernos reaccionaron y la inversión pública española en ciencia escaló posiciones y pareció conjurar el espectro del toro y el hotel.
 Más aún, en la Cumbre Europea de 2002 España impulsó una resolución para que las inversiones en este campo aumentaran progresivamente hasta alcanzar en 2010 el 3% del PIB. A pesar de ello, las políticas nacionales fueron erráticas e incapaces y nuestro país nunca logró el liderazgo científico. Las inversiones en aeropuertos, AVEs y parques temáticos fueron enormes en comparación con las realizadas en escuelas, universidades o parques tecnológicos.
El resultado fue que el gasto de España en ciencia no excedió nunca el 1,3% del PIB, permaneciendo tozudamente inferior a la media europea (1,8%) y misérrimo comparado con el de Francia (2, 2%), Alemania (2,8) o Finlandia (4%), y el número de investigadores no superó los 7 por cada mil empleados, cifra inferior a la de Eslovenia o Portugal y aproximadamente la mitad de la de los países más desarrollados de la UE.
Hace poco, en Barcelona se reunió la Liga de las Universidades Europeas de Investigación (LERU), un selecto club formado por la veintena de universidades del continente con un mayor nivel científico.
 Entre ellas se encuentra la UB, única universidad española que tradicionalmente logra situarse entre los ránkings de las 200 mejores del mundo.
 Esto podría ser una llamada al optimismo. Sin embargo, las estadísticas indican que ni siquiera esta universidad se halla en situación de competir: mientras que por cada 100 estudiantes las universidades de la LERU tienen en promedio 11 docentes, y algunas aventajadas como la de Cambridge superan la treintena, la UB sólo dispone de 6.
La semilla para el futuro en ciencia, y en buena medida su fuerza motriz, son los estudiantes de doctorado. Pues bien, en Cambridge uno de cada tres estudiantes matriculados pertenece a este colectivo, mientras que en la UB sólo lo hace ¡uno de cada 20! Y éstas son las cifras de la universidad puntera de España; el resto de centros está peor.
 Lo malo es que la situación, incluso antes del estallido de la crisis, no apuntaba hacia una mejora.
 Durante la última década, el número de tesis doctorales leídas en España y la nota media de los licenciados que optan por investigar han disminuido cada año como consecuencia de la desincentivación que producen los sueldos bajos y el limitado prestigio social del investigador. ¿Cómo es posible entonces que hace pocos días la secretaria de Estado de Investigación, Carmen Vela, se permitiera proclamar que el sistema español estaba sobredimensionado y que debía ser “adelgazado”? Con toda rotundidad puede afirmarse que dicho sistema es hoy ya excesivamente “delgado” para los estándares europeos
. Una dieta lo llevaría a la insuficiencia, por no decir a la anorexia, y, si algo reclaman los entendidos, es que se le eche más aliento.
En otras latitudes causa asombro la tolerancia del sistema español a la ciencia mal hecha
Pero, ¿quiere esto decir que el sistema es eficiente y que su estructura resiste el cuestionamiento? Todo indica que no. Entre un 30 y un 50% de los investigadores españoles no logran ser evaluados positivamente en los peritajes de productividad del Ministerio (los denominados “sexenios”) y en promedio sus publicaciones reciben menos de 8 citaciones, un valor comparable al de los chilenos y muy por debajo de las 13 o 14 citaciones de suizos, daneses o norteamericanos.
 La frecuencia con la que científicos españoles son reconocidos internacionalmente parece contradecir estos datos, pero el problema es que los investigadores notables coexisten con otros cuya productividad es muy baja. En otras latitudes causa asombro la tolerancia del sistema español a la ciencia mal hecha. ¿Sus causas?: la estructura masivamente funcionarial del colectivo, la falta de incentivos a la excelencia y un sistema de gobernanza de universidades y centros de investigación dominado por el clientelismo.
Sí, hay defectos. Pero la manera de reparar una máquina con tornillos oxidados no es escatimarle combustible, como apuntaba la secretaria de Estado, sino echarle aceite y ajustar las tuercas flojas
. Porque, cuando uno examina la escena actual, resulta cristalino que los países que están sorteando con éxito la crisis son también los que más han invertido en ciencia. España, Portugal, Italia, Irlanda, por no decir Grecia, han puesto su dinero en otras cosas y ahora están en aprietos. Se puede alegar que los países ricos son los que pueden darse el gusto de la ciencia, y de este modo entraríamos en una discusión sobre si es primero el huevo o la gallina, pero la lógica nos dice que esta pregunta es absurda: se precisa riqueza para tener buenas universidades y se requieren buenas universidades para que el país genere riqueza.
 Que este círculo virtuoso se complete depende de decisiones gubernamentales.
 En 1900 los estudiantes de los Estados Unidos acudían a Europa a hacer sus doctorados pues sólo una quincena de sus universidades ofrecía esta posibilidad.
Una inversión masiva en ciencia a principios del siglo XX condujo a este país a donde ahora está
. Lo mismo ha sucedido recientemente con el sudeste asiático
. A esta región han retornado formidables contingentes de científicos formados en el extranjero a los que se les ofrecen buenos salarios y magníficas infraestructuras para que apliquen en casa lo que aprendieron afuera. Los resultados son tangibles: Corea del Sur produce hoy 36 veces más patentes por habitante que España y, en los ránkings universitarios, cada año se cuelan más universidades de Taiwán, China, India y Corea del Sur mientras las europeas ceden posiciones.
 Ninguno de los países que han invertido con decisión en este campo se halla hoy en recesión.
 La ciencia es parte de la solución.
Los países que están sorteando con éxito la crisis son los que más han invertido en ciencia
Pero al dinero hay que añadirle políticas adecuadas y apostar sin complejos por la excelencia.
Algunos pasos se han dado en esta dirección, pero es preciso interrumpir inercias poderosas que anclan el sistema en viejos modos de hacer.
 En un escenario de recortes presupuestarios, diversas universidades han comenzado a reducir su personal investigador y, las que aún no lo han hecho, pronto se verán forzadas a seguir este camino.
En este contexto hay que subrayar que la ciencia en España la llevan a cabo plantillas tan envejecidas que casi la mitad de sus miembros va a jubilarse en los próximos 10 años.
El recambio son los investigadores jóvenes que hoy están realizando postdoctorados o que sobreviven con contratos precarios. Son un tesoro, pero también son el eslabón más débil de la cadena.
Cuando un rector atribulado por los balances decide emplear la tijera, allí es donde le resulta más fácil cortar, como ya hemos visto suceder en algunas universidades.
La consecuencia inmediata es el abandono o la fuga de cerebros.
Si éste camino se generaliza, la ciencia española podría entrar en pocos años en una crisis sin precedentes al desproveerse del necesario recambio.
 Una política sensata de la ciencia debería aumentar las exigencias a sus investigadores, fomentar las jubilaciones anticipadas de los menos productivos y poner en marcha sistemas de incorporación de nuevo personal exigiendo estrictos criterios de excelencia.
¿Qué camino se va a tomar? Estamos en medio de una tempestad y los golpes de timón van a resultar decisivos a largo plazo
. Que el barco llegue a buen puerto o que se quede a la deriva dependerá de la inteligencia de las decisiones que tomen tanto nuestros gobernantes como nuestros gestores universitarios.
 Y para ello es necesario un buen entendimiento entre todos.
 Que la secretaria de Estado ignore las cifras y que los rectores estén tan molestos con el ministro Wert como para darle un plantón cuando éste los convoca, como sucedió hace poco, no son buenas señales.
 El gobierno debe escuchar a los científicos, que son quienes más saben de ciencia, y las universidades deben apartarse del clientelismo y buscar, no con palabras sino con hechos, la excelencia científica
Sólo así saldremos del atolladero.
Àlex Aguilar es catedrático de la Universidad de Barcelona.

Medio siglo de 'Lolita'

Acaba de cumplir 50 años y ahí sigue, provocando los deseos prohibidos del profesor Humbert, tomando el sol en el jardín de su casa y jugando, aparentemente de forma inocente, con su hula hoop.
 Es Lolita, el personaje creado por el escritor Vladimir Nabokov y que Stanley Kubrick trasladó a las pantallas en una película protagonizada por James Mason, Sue Lyon, Shelley Winters y Peter Sellers.
 El martes pasado se celebró el 50 aniversario de su estreno.
 Con el recuerdo del escándalo que provocó, inauguramos hoy esta sección de video en la que, en colaboración con el canal de televisión TCM, recuperaremos entrevistas y reviviremos momentos clave de la historia del cine.