Reirán hasta Bloomsday y después
El ministro irlandés de Educación es calvo y corpulento, como una cama sin hacer, que decía Sean Connery en La Casa Rusia.
Se llama Roairi Quinn y es arquitecto; a él se debe que los nacionalistas ultrarreaccionarios de Dublín no acabaran con los vestigios del estilo georgiano, que consideraban una agresión al gusto patrio
. Y por eso hoy Dublín sigue siendo la ciudad que amaron, y odiaron, Beckett y Joyce, quienes, como escribió el primero, jamás se fueron de esta isla aunque desarrollaran su vida y su literatura de uñas con la vida en otras geografías muy distantes.
Dublín es una ciudad a la escala del hombre que camina, es el escenario, aún, que siguió Bloom en aquel 16 de junio que ahora conmemorarán, como conmemoran la aventura de Ulises, con todos los ritos y los requisitos que abundan en la jornada más memorable de la literatura escrita por un irlandés.
Siempre que veo a un irlandés corpulento me acuerdo de los dublineses de Joyce, de los que se disfrazan en Bloomsday y de los que, antes y después del rescate al que los ha sometido la Unión Europea, se siguen riendo en las barras de los pubs y en las esquinas de las calles. Quinn llegó a un acto en el que se iba a hablar de El sueño del celta, de Mario Vargas Llosa, sonriente y vital, y ante los españoles que estábamos en el Instituto Cervantes, comandados por el embajador Javier Garrigues y por la directora del centro, Rosa León, nos espetó: "¡Bienvenidos a la troika!"
Viven este periodo de excepción con algunos datos escalofriantes que tienen el valor terrible de los nombres propios: el desempleo es galopante, afecta sobre todo a los jóvenes, y éstos se están yendo de Irlanda; es una sociedad diezmada que ahora es, otra vez, una sociedad que emigra, a América, están protagonizando otra vez la diáspora de sus leyendas; las calles son ahora paseos dominicales que, bajo el sol que ahora cae como una mano que predice Bloomsday, se vacían de coches y de ruido; como si Dublín se acercara a la atmósfera que debió vivir aquel día en que se inició, y acabó, la excursión de Leopoldo Bloom.
Pero la gente ríe, le dije al ministro
. Y Quinn, riendo él mismo, dijo que sí, ríe la gente, reirá hasta el Bloosmday, y después, y para reír no hay que pagar ni peajes ni rescates. ¿Una sociedad confiada?
No, una sociedad acostumbrada, al buen humor y a la herida, que curan, dicen, con whisky hecho de lágrimas...
Le conté a un amigo el clima que encontré en esta Irlanda vigilada, como vamos a estarlo nosotros, por la troika.
Y éste me contó que un día la policía detuvo a un joven que estaba pintando un graffiti en la casa donde habitaba una anciana. La anciana corrió detrás de los guardias reclamándoles que el chico siguiera pintando, le daba alegría al edificio.
Así están, arañando alegría, dándole a la vida la oportunidad de que no los entierre en la arena. Respirando con la misma ansiedad con que respiran los peces fuera del agua.
Se llama Roairi Quinn y es arquitecto; a él se debe que los nacionalistas ultrarreaccionarios de Dublín no acabaran con los vestigios del estilo georgiano, que consideraban una agresión al gusto patrio
. Y por eso hoy Dublín sigue siendo la ciudad que amaron, y odiaron, Beckett y Joyce, quienes, como escribió el primero, jamás se fueron de esta isla aunque desarrollaran su vida y su literatura de uñas con la vida en otras geografías muy distantes.
Dublín es una ciudad a la escala del hombre que camina, es el escenario, aún, que siguió Bloom en aquel 16 de junio que ahora conmemorarán, como conmemoran la aventura de Ulises, con todos los ritos y los requisitos que abundan en la jornada más memorable de la literatura escrita por un irlandés.
Siempre que veo a un irlandés corpulento me acuerdo de los dublineses de Joyce, de los que se disfrazan en Bloomsday y de los que, antes y después del rescate al que los ha sometido la Unión Europea, se siguen riendo en las barras de los pubs y en las esquinas de las calles. Quinn llegó a un acto en el que se iba a hablar de El sueño del celta, de Mario Vargas Llosa, sonriente y vital, y ante los españoles que estábamos en el Instituto Cervantes, comandados por el embajador Javier Garrigues y por la directora del centro, Rosa León, nos espetó: "¡Bienvenidos a la troika!"
Viven este periodo de excepción con algunos datos escalofriantes que tienen el valor terrible de los nombres propios: el desempleo es galopante, afecta sobre todo a los jóvenes, y éstos se están yendo de Irlanda; es una sociedad diezmada que ahora es, otra vez, una sociedad que emigra, a América, están protagonizando otra vez la diáspora de sus leyendas; las calles son ahora paseos dominicales que, bajo el sol que ahora cae como una mano que predice Bloomsday, se vacían de coches y de ruido; como si Dublín se acercara a la atmósfera que debió vivir aquel día en que se inició, y acabó, la excursión de Leopoldo Bloom.
Pero la gente ríe, le dije al ministro
. Y Quinn, riendo él mismo, dijo que sí, ríe la gente, reirá hasta el Bloosmday, y después, y para reír no hay que pagar ni peajes ni rescates. ¿Una sociedad confiada?
No, una sociedad acostumbrada, al buen humor y a la herida, que curan, dicen, con whisky hecho de lágrimas...
Le conté a un amigo el clima que encontré en esta Irlanda vigilada, como vamos a estarlo nosotros, por la troika.
Y éste me contó que un día la policía detuvo a un joven que estaba pintando un graffiti en la casa donde habitaba una anciana. La anciana corrió detrás de los guardias reclamándoles que el chico siguiera pintando, le daba alegría al edificio.
Así están, arañando alegría, dándole a la vida la oportunidad de que no los entierre en la arena. Respirando con la misma ansiedad con que respiran los peces fuera del agua.