Un Blues

Un Blues
Del material conque están hechos los sueños

13 jun 2012

Reirán hasta Bloomsday y después

Reirán hasta Bloomsday y después

Por: | 12 de junio de 2012
El ministro irlandés de Educación es calvo y corpulento, como una cama sin hacer, que decía Sean Connery en La Casa Rusia.
 Se llama Roairi Quinn y es arquitecto; a él se debe que los nacionalistas ultrarreaccionarios de Dublín no acabaran con los vestigios del estilo georgiano, que consideraban una agresión al gusto patrio
. Y por eso hoy Dublín sigue siendo la ciudad que amaron, y odiaron, Beckett y Joyce, quienes, como escribió el primero, jamás se fueron de esta isla aunque desarrollaran su vida y su literatura de uñas con la vida en otras geografías muy distantes.
Dublín es una ciudad a la escala del hombre que camina, es el escenario, aún, que siguió Bloom en aquel 16 de junio que ahora conmemorarán, como conmemoran la aventura de Ulises, con todos los ritos y los requisitos que abundan en la jornada más memorable de la literatura escrita por un irlandés.
Siempre que veo a un irlandés corpulento me acuerdo de los dublineses de Joyce, de los que se disfrazan en Bloomsday y de los que, antes y después del rescate al que los ha sometido la Unión Europea, se siguen riendo en las barras de los pubs y en las esquinas de las calles. Quinn llegó a un acto en el que se iba a hablar de El sueño del celta, de Mario Vargas Llosa, sonriente y vital, y ante los españoles que estábamos en el Instituto Cervantes, comandados por el embajador Javier Garrigues y por la directora del centro, Rosa León, nos espetó: "¡Bienvenidos a la troika!"
Viven este periodo de excepción con algunos datos escalofriantes que tienen el valor terrible de los nombres propios: el desempleo es galopante, afecta sobre todo a los jóvenes, y éstos se están yendo de Irlanda; es una sociedad diezmada que ahora es, otra vez, una sociedad que emigra, a América, están protagonizando otra vez la diáspora de sus leyendas; las calles son ahora paseos dominicales que, bajo el sol que ahora cae como una mano que predice Bloomsday, se vacían de coches y de ruido; como si Dublín se acercara a la atmósfera que debió vivir aquel día en que se inició, y acabó, la excursión de Leopoldo Bloom.
Pero la gente ríe, le dije al ministro
. Y Quinn, riendo él mismo, dijo que sí, ríe la gente, reirá hasta el Bloosmday, y después, y para reír no hay que pagar ni peajes ni rescates. ¿Una sociedad confiada?
 No, una sociedad acostumbrada, al buen humor y a la herida, que curan, dicen, con whisky hecho de lágrimas...
Le conté a un amigo el clima que encontré en esta Irlanda vigilada, como vamos a estarlo nosotros, por la troika.
 Y éste me contó que un día la policía detuvo a un joven que estaba pintando un graffiti en la casa donde habitaba una anciana. La anciana corrió detrás de los guardias reclamándoles que el chico siguiera pintando, le daba alegría al edificio.
 Así están, arañando alegría, dándole a la vida la oportunidad de que no los entierre en la arena. Respirando con la misma ansiedad con que respiran los peces fuera del agua. 

Las doradas manzanas del sol de Ray Bradbury por Luis Junco

Las doradas manzanas del sol de Ray Bradbury


La semana pasada, en su casa de Los Ángeles y con 91 años de edad, murió Ray Bradbury, escritor de referencia para todos aquellos que nos gusta la literatura y en particular la ciencia ficción. Una buena parte de mi generación fue marcada por sus dos más importantes libros: Crónicas marcianas y Fahrenheit 451. Y sin embargo, antes de estas dos obras de referencia, yo le conocí a través de otro pequeño relato que aparecía en un número de una de esas revistas publicadas en los años sesenta y que mi padre coleccionaba. ¿Tal vez Selecciones Reader´s? No puedo asegurarlo, pero sí que aquel relato, que se titulaba Las manzanas doradas del sol, me impresionó. Como volvió a impresionarme cuando lo leí otra vez mucho más tarde, en una edición que recogía el conjunto de cuentos bajo ese mismo nombre y que publicaba la Editorial Minotauro.
El relato Las doradas manzanas del sol nos narra la expedición de un grupo de humanos que a bordo de la nave interplanetaria Prometeo tiene como objetivo arrancar del Sol un pequeño trozo de su superficie y traerlo a la Tierra. De la misma manera que hacía un millón de años –en palabras de la propia narración– un hombre desnudo en una senda norteña vio un rayo que hería un árbol y recogió una rama ardiente que dio a su gente el verano, ahora el grupo de expedicionarios siderales quería obtener aquel otro fuego que llevaba en su seno el secreto de su energía inacabable, los frutos dorados de aquel árbol en llamas.
En el momento más arriesgado de la misión, sobrecogía la descripción de cómo el capitán de la nave, con una leve torsión de su mano enfundada en un guante robot, movía allá una enorme mano con gigantescos dedos metálicos que arañaban la candente superficie y obtenía en su vasta copa de oro un trozo de la carne del Sol, la sangre del universo, la enceguecedora filosofía que había amamantado a una galaxia. Y cómo, con aquella prodigiosa carga, el pulso de la nave se aceleraba, el corazón batía con violencia, hasta que por fin se apaciguaba y los expedicionarios podían regresar.
Y de igual forma que al final de la narración la nave Ícaro (que así también se llamaba) se hundía rápidamente en la fría oscuridad alejándose de la luz, así Ray Bradbury ha emprendido su último viaje.
Además de su recuerdo, para calentarnos nos deja relatos tan emocionantes como estas doradas manzanas del sol. 

La Camisa de Jose Miguel Junco Ezquerra

Durante muchos años me cupo, aunque encogía,
perfecta en mi cuerpito de niño en un barbecho,
casando con mis ojos tan llenos de inquietudes,
haciéndose amarilla según pasaba el frío.

Era como un pequeño amuleto incrustado
en mi pecho aterido y propenso a las nubes
y llevaba en las mangas sus medallas y estrellas
y la humilde conciencia de trepar las alturas.

Con el arte en la aguja de mi madre de noche
resistió no sé cuántos agujeros y augurios,
y otra vez al combate silenciosa y solemne
despertaba a la vida como un peto de acero.

En el cuello portaba cicatrices y auroras,
una historia siniestra contra el hambre enemiga,
un resumen de tela de una guerra inclemente
y los ojos zurcidos de una manos sagradas.