Un Blues

Un Blues
Del material conque están hechos los sueños

13 may 2012

Telma Ortiz se casó el viernes en Leyre, Navarra, con Jaime del Burgo

Aquí cada uno va a l
o suyo menos yo que voy a lo mio

Telma Ortiz, en una imagen de archivo.
Después de semanas de intensos rumores, finalmente la hermana de la princesa de Asturias, Telma Ortiz, se casó el pasado viernes con Jaime del Burgo Azpíroz en el Monasterio navarro de Leyre y en una íntima ceremonia a la que solo asistieron los padres del novio, la hija de la novia, Amanda, y un matrimonio amigo.
La obsesión de Telma por mantener su privacidad no pasó por alto tampoco el día de su boda, que se desarrolló de forma secreta y en la más estricta intimidad, según ha podido confirma El País.
 No asistieron los Príncipes de Asturias ni ningún miembro de la familia Ortiz –Rocasolano. Tampoco los hermanos del novio, que se unieron después a la cena en un reservado del restaurante del Castillo de Gorraiz, en una urbanización a las afueras de Pamplona, donde los novios pasaron también la noche.
De esta forma, Telma Ortiz, que tuvo que casarse con muletas, ya que todavía se recupera de la operación de rodilla que se le practicó tras sufrir una lesión mientras esquiaba en Aspen, se ha casado finalmente con el hijo del expresidente de la Diputación foral, Jaime Ignacio del Burgo, tras una corta pero intensa relación.
Los novios se conocen desde hace años, ya que él es amigo de su hermana Letizia, pero no comenzaron su noviazgo hasta hace solo uno meses.
En este tiempo, Telma no ha confirmado ni desmentido los rumores que apuntaba a que la ceremonia tendría lugar el próximo 7 de julio, día de San Fermín.
 Parece que la pareja una vez haya contraído matrimonio se instalará en Londres
Se trata del primer matrimonio de Telma, que en 2010 rompió con el abogado toledano Enrique Martín Llop con quien mantuvo una relación de cinco años y tuvo a su hija Amanda, que ya ha cumplido cuatro
. Del Burgo, de 41 años, forma parte de una numerosa familia muy conocida en Navarra.
Con tan solo 20 años, publicó su primer libro, El sendero para la paz, que patrocinó la Fundación Víctimas del Terrorismo.

Pandemia de pesimismo

Unos ciudadanos están angustiados por lo que han perdido y otros, por lo que pueden perder. / SANTI BURGOS
"Con la que está cayendo". La muletilla se ha instalado en las conversaciones cotidianas, en un día a día atravesado de malas noticias, pendientes del Ibex o de una prima de riesgo "que ya parece de nuestra familia", ironiza el sociólogo Daniel Kaplún. Así, desde hace meses. Muchos. Y sin saber hasta cuándo. La crisis económica extiende un halo de pesimismo social, un manto de tristeza y falta de expectativas que cala en los ciudadanos
. No se ve la salida. "No hay futuro y, por tanto, tampoco hay presente", plantea el catedrático de Sociología Enrique Gil Calvo, de la Universidad Complutense. "Hemos pasado de la preocupación a la angustia", diagnostica su colega José Juan Toharia, de la Autónoma madrileña. La que está cayendo refleja un sentimiento colectivo y, también, emociones individuales. Las negativas, el trío de ansiedad, ira y depresión, se pueden disparar, advierte el psicólogo Antonio Cano. Los médicos de familia ya lo notan. ¿Hay salida a la falta de salidas?
"Estamos en una situación de miedo generalizado y pocas veces ha habido tantas razones para sentirlo: cae la economía, la cifra de parados ha subido de 1,8 millones a 5,6 en apenas cuatro años. Además, cuando pensábamos que ya salíamos de una crisis que tenía forma de uve resulta que se ha recrudecido, que la uve era en realidad una uve doble.
 Y ha llegado la austeridad", diagnostica Gil Calvo. Ello ha llevado a la sensación de "pesadilla" desde que, en 2010, comenzaron los recortes. Un mal sueño vestido de impotencia y que abona un "desánimo general" sin fin. "Ni hay remedio, ni hay remediadores.
 No se ve la salida. El PSOE ha fracasado. El PP, también, y ya no hay bomberos". Sin apagafuegos, ni soluciones o liderazgos interiores, según Gil Calvo
. Y mientras, "cada vez una nueva vuelta de tuerca más en el fondo del pozo". Y "con el síndrome de los viernes: a ver dónde pasan la cuchilla [en el Consejo de Ministros]", añade el psiquiatra Julio Bobes.
Fuente: Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS). / EL PAÍS
"A lo más que podemos aspirar es a no empeorar. Hemos perdido las expectativas y estamos sin horizonte, sin esperanza", explica Daniel Kaplún, sociólogo experto en opinión pública. La víctima es la clase media, "depauperada". "Son los que han perdido el empleo o la fuente de ingresos, como los pequeños empresarios o los autónomos, incluidos los que no logran cobrar lo que se les debe. Muchos están al límite de la exclusión social, o han caído en ella", describe. Suponen "más de un tercio de la población", calcula.
Gente acostumbrada a una vida más o menos rumbosa enfrentada a una secuencia de "pérdida de ingresos, reducción de los gastos con visibilidad social y que otorgan estatus —como el coche— y, también, de los dispendios fuera de casa", a menudo un elemento de socialización. Sobra el tiempo, algo que sufren más los hombres, por ser menos dados a ocuparlo en tareas domésticas o en socializar, prosigue. Pero unos y otras "sienten una mezcla de culpa y vergüenza que les lleva al ensimismamiento, a aislarse, en parte para no gastar", prosigue Kaplún. Una situación que se atenúa en la medida en que sus compañeros o vecinos caen en la misma pauperización que ellos. "Entonces se asume que es un fenómeno colectivo y ya no hay que ocultar las dificultades". Mal de muchos...
La sensación de horizonte cerrado resulta excesiva
Luego, están los "asustados", casi otro tercio de la población, estima Kaplún. Son "gente que conserva íntegro, o casi, su salario o su tasa de beneficio".
 "Se preguntan 'cuándo me va a tocar'. Están paralizados, mirando las barbas del vecino, y dejan de consumir por las dudas".
Unos gastan menos a la fuerza y otros, por temor al futuro. Se derrumba la confianza. La del consumidor, según el índice que elabora el Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS) se situó bajo mínimos en abril: 50,3 —sobre un máximo de 200, que indican el optimismo total—, 13 puntos menos que en marzo. La valoración del momento actual es peor aún: 31,9, 18 puntos menos. Solo uno de cada cinco entrevistados cree que la situación de la economía y el empleo mejorarán en los próximos seis meses.
Tristeza, desánimo, ensimismamiento. Y, con la autoestima por los suelos. "Hemos pasado de ser los nuevos ricos de Europa, hasta 2008 y con dinero de los alemanes, a ser los nuevos pobres, cuya salvación depende, de nuevo, de Alemania, y quizá de Francia", apunta Gil Calvo. "Lo que me asusta es que se nos dice que somos culpables, que lo tenemos merecido y que tenemos que hacer penitencia por haber vivido por encima de nuestras posibilidades. Estamos interiorizando lo que creen de nosotros". De ahí que renazca el sentimiento de inferioridad respecto a la Europa del norte, apunta.
"Estamos en estado de shock, pero no es un accidente, es una estrategia de clase que busca objetivos determinantes. Hay un 1%, los especuladores, que se están forrando", apunta Kaplún. "Decimos 'la que está cayendo', pero es un eufemismo que implica que nadie tiene la culpa.
 Como si fuera un accidente, una lluvia incontrolable que provoca inundaciones. Pero no. No es la que está cayendo, es la que nos han tirado encima. Los mercados son, en realidad, personas". Verlo así supone cierto alivio, porque la toma de conciencia ayuda, plantea.
Un parado tiene 2,2 veces más riesgo de sufrir ansiedad o depresión
Cayendo por su cuenta o arrojado, pero está ahí. Un clima social de parálisis, resignación y pesimismo. A la espera de que algún día escampe. O no. Solo el 18,7% de los españoles cree que la situación económica será mejor dentro de un año, según el último barómetro del CIS. Casi nueve de cada diez consideran que ahora es mala o muy mala y seis de cada diez la consideran peor que hace un año. El gran problema es la epidemia de paro —lo es para seis de cada diez encuestados—. Es el que más afecta en términos personales —al 38,4% de los entrevistados—.
La crisis económica como enfermedad social y, también, individual. "Genera un sentimiento de que ya no está en manos de cada uno lo que pase con su vida", asegura José Luis Linaza, catedrático de Psicología de la Universidad Autónoma de Madrid. "Uno de los problemas más serios que tenemos es que muchos seres humanos no ven un futuro en el plazo de años. Y no son uno ni dos", prosigue. Un futuro que está ligado a un empleo, que es la llave maestra de las expectativas vitales.
 "Eso se traduce, o bien en el intento de hacer algo o en la sensación de imposibilidad para hacerlo, en una indefensión aprendida que lleva a decir 'no puedo intervenir en el futuro de mi vida'. Esto último lleva a la apatía y a la depresión. Y cuando la depresión, aunque siempre individual, se convierte en una especie de fenómeno colectivo, es un problema mayor", describe Linaza.
"Crece exponencialmente la sensación de desesperanza y de horizonte cerrado, aunque a veces responda más a un temor que a una situación real. Y si no hay esperanza ni horizonte, ¿para qué esforzarse?", prosigue el psicólogo. "Me impresiona la gente que deja de mandar currículos porque tiene la certeza de que no servirá de nada", añade. Es el desaliento personal, alimentado por el colectivo. "El pesimismo general contribuye a la depresión individual", explica Linaza. Y eso, en una recesión "peor que la de 1929", que deja una estela de "ciudadanos mucho más replegados sobre sí mismos y con la familia como balón de oxígeno". Una sociedad "más ensimismada", y bombardeada con malas noticias día tras día, recorte tras recorte, lo que "genera un clima de pesimismo colectivo", un ambiente quizás alentado "porque el mal de muchos beneficia a unos pocos, los especuladores".
La clase media depauperada es más de un tercio de la población
El pesimismo colectivo se alimenta con malas noticias, que producen "saturación", afirma Linaza. El cansancio lleva a veces a querer ignorarlas, pero "todos hemos tenido que aprender economía", tercia Kaplún. "Las malas noticias aumentan las emociones negativas", asegura Antonio Cano, catedrático de Psicología de la Complutense y presidente de la Sociedad Española de Ansiedad y Estrés.
 "La información amenazante, como la posibilidad de despidos, genera ansiedad. Las noticias sobre pérdidas, como las estadísticas que reflejan el aumento del paro, provocan tristeza", explica.
La pesada factura de la crisis.
"Ocasiona cambios en el estilo de vida y en las emociones", prosigue Cano "y los políticos no ayudan a que los ciudadanos manejen mejor las emociones". En la situación actual pueden aumentar las emociones negativas, "aunque todavía no hay datos que lo corroboren". Se refiere sobre todo a tres, que ya menudeaban antes de la crisis "y que son estables": ansiedad, ira y depresión. "La primera surge cuando tememos que suceda algo malo. Por ejemplo, el miedo a perder el empleo. Cuando eso ocurre, aparece la ira, por vernos en esa situación. Y llega la tristeza por la pérdida, que suele ser un paso para la depresión", describe.
Este experto asegura que aún no hay estudios que midan los posibles efectos del deterioro económico en la salud mental de los españoles. Pero no los descarta, habida cuenta de que una persona sin empleo tiene "2,2 veces más probabilidades de tener trastornos depresivos o de ansiedad", señala este catedrático. Con todo, es cauto sobre una posible depresión colectiva. "No se corresponde con las cifras: el 6% de la población tiene síntomas de trastorno de ansiedad y el 4%, de depresión", afirma.
Sin datos, pero con certezas
. "La situación de restricción a la que estamos abocados por todos los frentes, incluido el económico y las presiones laborales, tiene un impacto indudable en aspectos psicológicos", tercia Julio Bobes, de la Fundación Española de Psiquiatría y Salud Mental.
 "Provoca trastornos adaptativos, porque hay que modificar el esquema existencial. Es como cuando uno pasa de comer lo que quiere a estar a dieta". "Muchos ciudadanos se ven en riesgo vital y eso les genera más ansiedad y angustia y más dificultades para dormir, para hacer las cosas", describe. Sin embargo, los trastornos de adaptación, "aunque pesan en la salud mental, no se traducen en un aumento de este tipo de enfermedades", sentencia.
Se va menos al médico de familia, pero con más males psíquicos
El malestar tampoco desemboca en más consultas a los psiquiatras, según Bobes, pero sí llega a las de primaria. "Llevamos nuestra incomodidad al médico de familia", asegura. Los profesionales lo corroboran: "Con la crisis ha aumentado la proporción de consultas por problemas que derivan de un malestar psíquico", asegura Josep Basora, presidente de la Sociedad Española de Medicina Familiar y Comunitaria.
Mucha subida de la tensión, mucho insomnio, mucha fatiga, ansiedad, angustia de anticipación. Síntomas o consecuencias de un malestar psíquico que se extiende no solo a los protagonistas de una situación difícil, sino también a sus familias, a menudo sobrecargadas de tareas.
"Antes de la crisis, el 28% de las consultas al médico de familia se debía a problemas de malestar psíquico. Ahora el porcentaje es mayor, aunque ha caído el número de visitas de pacientes", añade Basora.
 Una paradoja.
Los españoles van menos al médico —"quizá por la sobrecarga de tareas en casa y el miedo a perder tiempo de trabajo", esboza Basora—, pero lo necesitarían más:
 "Estamos constatando que el malestar social influye en la salud de las personas", añade.
Empobrecidos, culpables, sin futuro... Y temerosos. "El miedo es el único valor que se transmite más rápido que las enfermedades, y es altamente contagioso", advierte el psiquiatra Bobes. Así las cosas, ¿qué salida existe cuando no se ve ninguna?
“Ni hay remedio ni hay remediadores. No se ve la salida”, dice Gil Calvo
"Vivimos con temor. A que nos despidan, a que los gastos aumenten más que los ingresos... pero luego cada individuo reacciona de distinta manera.
 En la misma situación, unos son optimistas y otros, depresivos. Influye mucho cómo interpreta cada uno la realidad", plantea Cano. La reacción está marcada por la personalidad, la genética y elementos sociales, como el apoyo familiar, que en España es "muy fuerte" y amortigua los efectos de la crisis sobre las personas. Cano propone dosis de optimismo —"ayuda a blindarse"— y memoria: "Hemos superado otras crisis. Podemos aprovechar para corregir errores".
"Hay que tener metas personales claras, apoyos aunque solo sean morales, y no tirar la toalla", propone Linaza. "Tenemos que pensar que nadie va a resolver nuestros propios problemas.
O pensamos que somos parte de la solución o no habrá solución", añade.
 "No encontramos una salida, que tiene que ser colectiva", afirma Kaplún. Pero ve algún rayo para la esperanza, como los que nacen de una suerte de "cabreo" compartido y se traducen en iniciativas como la plataforma contra los desahucios por impagos de hipoteca o los trueques de tiempo, entre otras cosas, "porque cada vez hay menos dinero"
. A lo 15-M, quizá. Pero Gil Calvo echa un jarro de agua fría: "La indignación era posible hace un año, cuando parecía que algunas cosas podían cambiar. Ahora eso parece haber pasado. Frente a la indignación de entonces, la resignación de ahora", zanja.
Cuestión de talante. Aislamiento frente a colectivización del malestar. Y mientras, sigue cayendo.

Mi padre es un tirano


Himmler con su hija Gudrun en 1938 / AP
Oscar Wilde escribió: “De pequeños, los hijos quieren a sus padres; de mayores, los juzgan, rara vez los perdonan”. Como todos los aforismos, este admite salvedades y matices; hay hijos que no quieren a sus padres, los hay que nunca los juzgan. Para bien o para mal, la familia nos determina desde el primer día que asomamos al mundo nuestra cabecita. Nuestros padres configuran nuestra identidad: nos dan el nombre y los apellidos, que nos señalan como hijos suyos. En el imaginario colectivo, los hijos pertenecen a los padres, son una extensión suya. En la Biblia, Dios ordena a Abraham que le sacrifique a su hijo Isaac, y solo una vez ha comprobado que Abraham le obedece, manda a un ángel para que impida el sacrificio. Ese es el término empleado: sacrificio, no ejecución, ni asesinato, ni, en terminología jurídica moderna, parricidio. Abraham al matar a su hijo se sacrifica; ofrece a Dios algo suyo. Ninguna divinidad ha exigido nunca a un hijo que le demuestre su fidelidad sacrificándole a su padre. Los padres no pertenecen a los hijos. Quizá por ello los descendientes heredan la culpa, y no al revés.
¿Qué sucede cuando las leyes del Estado las dicta tu padre? ¿Cuando lo que está bien y lo que está mal, no solo en el seno familiar, sino en todo el país, lo determina su voluntad o su capricho? Cuando tu padre es lo más parecido a una divinidad de carne y hueso que conoces; cuando su efigie adorna los billetes, cuando las calles llevan su nombre… Y de pronto llega un día en que el mundo que conoces sufre un vuelco y tu padre, que era un héroe, se convierte en el enemigo público número uno y los medios de comunicación denuncian sus crímenes. ¿Cómo es la vida de la hija de un tirano? ¿Se hereda la culpa? ¿Juzgan a sus padres? Y si lo hacen, ¿los absuelven o los condenan?
La conclusión a la que he llegado tras analizar las biografías de las hijas de cinco tiranos, o dictadores, o genocidas, Svetlana Stalina, Carmen Franco, Alina Fernández (hija de Fidel Castro), Gudrun Himmler y Ana Mladic, es que, como era previsible, no hay una norma o un patrón general: unas buscan sacudirse la pesada carga del apellido paterno cambiándoselo y huyendo a otro país; otras, por el contrario, se enorgullecen de su filiación y reivindican con fanatismo la figura del padre, cuyos crímenes niegan; la quinta y última, Ana Mladic, tiene una reacción trágica e imprevisible. Unas se presentan como víctimas, otras eligen ser cómplices; de lo que no cabe duda es de que su trayectoria personal, su identidad, lo que hacen o dicen, quiénes son y cómo las ven los demás, viene determinado por su apellido y que ninguna de ellas ha logrado evadirse de la ominosa sombra paterna.
Un retrato oficial de Stalin
I. Svetlana
Svetlana Alilúyeva, nacida Svetlana Stalina, fue la única hija de Iósif Stalin. Nació en Rusia el 28 de febrero de 1926. Murió en Wisconsin el 22 de noviembre de 2011 bajo el nombre de Lana Peters.
Según contó en un libro autobiográfico, Veinte cartas a un amigo, tuvo una infancia privilegiada, de princesa comunista: la educó una institutriz y su padre la adoraba. La llamaba “mi pequeño gorrión”, le regalaba juguetes fuera del alcance de otros niños rusos, solía cogerla en brazos, besarla, acariciarla… Hay fotos que inmortalizan esos recuerdos; en una de ellas se ve a Svetlana, una niña de unos diez años, en brazos de un mostachudo Stalin, de uniforme y con gorra de plato. Su madre, Nadya, era más distante con ella, menos cariñosa. En noviembre de 1932, los jerifaltes comunistas celebraron un banquete en conmemoración del decimoquinto aniversario de la revolución. Stalin exigió en público a su mujer que bebiera alcohol; Nadya se negó. Su marido insistió hasta que Nadya se levantó de la silla, salió corriendo de la sala y regresó a su apartamento en el Kremlin, donde se pegó un tiro. A la pequeña Svetlana le dijeron que su madre había muerto de apendicitis. Circularon rumores que atribuían la muerte de Nadya al propio Stalin. Svetlana desmiente esa acusación; su madre se suicidó y dejó una carta dirigida a su marido llena de reproches y acusaciones, no solo personales, sino también políticas.
Los siguientes diez años de la vida de Svetlana transcurrieron sin mayores sobresaltos, en un mundo de privilegios y envuelta en el cariño de su padre, quien no era igual de tierno con sus otros hijos. Svetlana tenía un medio hermano, Yakov, que intentó suicidarse, sin conseguirlo, provocando el comentario de su padre: “Es tan inútil que ni matarse sabe”. Durante la II Guerra Mundial, Yakov cayó prisionero de los alemanes, quienes exigieron a Stalin la entrega de un general alemán a cambio de su liberación. Stalin rechazó el trueque y el ejército alemán ejecutó a su hijo.
Al cumplir Svetlana los 17 años, las relaciones con su padre cambiaron. Fue cuando descubrió que su madre no había muerto de enfermedad y fue testigo del maltrato de sus dos hermanos por su padre: a uno lo dejó morir; al otro, Vassily, lo humilló y acosó de tal modo que se volvió alcohólico. Svetlana inició un romance con un joven realizador de cine judío. Su padre, antisemita, montó en cólera al enterarse, la abofeteó y acusó al joven de ser un espía inglés, deportándolo a Siberia. Svetlana desafió a su padre casándose a continuación con otro hombre judío, a quien Stalin nunca quiso conocer y del cual Svetlana se divorció tras dar a luz un niño.
Su segundo matrimonio fue de conveniencia: por indicación de su padre se casó con el hijo de un alto cargo del partido, con el que tuvo una hija y de quien también se divorciaría. Tras la muerte de Stalin en 1953, Svetlana dejó de ser una princesa comunista. Jruschov denunció públicamente los crímenes de su padre y ella fue despojada de sus prerrogativas. Su apellido ya no le abría todas las puertas, al contrario: era el del déspota caído en desgracia, al que todos odiaban. Quizá por eso, en 1957 adoptó de forma legal el apellido de su madre, Alilúyeva. En 1963 se enamoró de un comunista indio que visitaba Moscú, Brajesh Singh. No llegaron a casarse, el Gobierno no se lo permitió, aunque ella siempre se refería a él como a su marido. Singh murió enfermo en Moscú en 1966 y Svetlana obtuvo permiso para viajar a India con las cenizas de su marido. En ese viaje, la vida de Svetlana dio un giro: para escándalo del Gobierno soviético y regocijo del norteamericano, pidió asilo político en la Embajada de Estados Unidos en Nueva Delhi. Llegó a Nueva York en abril de 1967 y en una multitudinaria conferencia de prensa tildó a su padre de déspota y de monstruo y afirmó que huía a Estados Unidos en busca de la libertad de que estaba privada en Rusia, donde imperaba un régimen corrupto. Dejó en Rusia a sus dos hijos. En Estados Unidos escribió el libro autobiográfico que he mencionado, por el que cobró medio millón de dólares y en el que, reconociendo las atrocidades cometidas por su padre, atenuaba la culpa de este atribuyendo sus desmanes a un trastorno paranoico que se le habría declarado tras el suicidio de su mujer y a la influencia de su insidioso jefe de policía, el taimado Beria. En 1970 se casó con el arquitecto William Wesley Peters, discípulo de Frank Lloyd Wright. Actuó como celestina Olgivanna, la viuda de Wright, una mujer que creía en el espiritismo y que había llegado a la conclusión de que Svetlana era la reencarnación de su propia hija, también llamada Svetlana, quien murió en un accidente de tráfico tras su matrimonio con Peters. A Olgivanna se le metió en la cabeza casar al viudo con la reencarnación de su hija y lo consiguió. Peters fue el padre de Olga, la tercera hija de Svetlana. Ese matrimonio tampoco duró. Svetlana se fue a vivir a Inglaterra con Olga, y en 1984, en otro viraje sorprendente, volvió a la Unión Soviética, donde fue recibida como una hija pródiga y donde no se cansó de condenar “los sufrimientos y miserias” del mundo occidental.
Su regreso coincidió, y no por casualidad, con la rehabilitación oficial de la figura de Stalin; Svetlana, que tanto lo había criticado en América, le dedicó todo tipo de elogios e inauguró un museo en su honor. Volvió a ver a su hijo Yosef; su hija Ekaterina no quiso encontrarse con ella. El idilio ruso duró poco; su hijo y ella se pelearon, el Gobierno la trató bien, aunque no tanto como esperaba, y en 1986 regresó a Estados Unidos, donde llevó una vida solitaria bajo la identidad de Lana Peters. Allí murió hace unos meses en una residencia de la tercera edad. ¿Era Svetlana Stalin una oportunista que solo dejó la URSS tras la muerte de su padre y su caída en desgracia? ¿Lo habría criticado públicamente en otro caso? Es difícil saber.
Lo cierto es que fue una mujer inestable que no encontró el equilibrio ni la paz en ningún sitio y que su vida estuvo marcada de principio a fin por su filiación. “La sombra de mi padre me envuelve haga lo que haga o diga lo que diga”, se quejó. Puede que fuera eso lo que intentara, inútilmente: escapar de la sombra del padre, del peso del apellido, del estigma o la mancha de ser la hija del tirano, de una culpa heredada de la que no consiguió librarse.
II. Carmen
Debe de ser muy extraño criarte en un país en el que las calles principales de todas las poblaciones llevan el nombre de tu padre, su foto preside las oficinas administrativas, los despachos oficiales, las aulas escolares, los hospitales; estatuas suyas a caballo o en pose marcial adornan las plazas, y los sacerdotes ruegan por su salud y su alma en todas las misas. Es como si el país entero fuera parte del patrimonio familiar, y todos sus habitantes, súbditos de tu padre, siervos suyos.
La familia Franco / EFE
Tu padre hace y deshace a su antojo; ordena construir una carretera o un aeropuerto, nombra y depone a los ministros del Gobierno, sus subalternos, dicta las leyes, cambia la geografía: por una decisión suya, un valle entero queda sumergido bajo un pantano… Tu padre es omnipotente: ante él tiemblan generales cubiertos de medallas y galones y cardenales purpurados. En las películas del cine, los actores van cambiando, solo hay uno permanente: tu padre, en el No-Do, donde a veces también sales tú, acompañando a mamá, las dos con los brazos cargados de flores. Te acostumbras desde que tienes razón a ver a tu papá rodeado de cortesanos que le rinden tributo y le lisonjean. Si has de dar crédito a tus ojos, es un hombre muy querido. Lo llaman salvador de la patria, Caudillo… Y a ti también te quieren mucho; todo el mundo te hace fiestas, se te consienten todos los caprichos, las niñas se pelean por ser tus amigas y hay un consenso unánime sobre lo guapa que eres, lo lista y lo simpática. Es como vivir en un país encantado, en un lugar de cuento, y como en los cuentos, también hay malos: los rojos, esos seres siniestros a los que tu padre derrotó en la guerra, y los judíos y los masones, los cuales están constantemente conspirando contra ese héroe, tu padre, quien con mano firme los persigue y castiga: mata a los malos o los mete en la cárcel, hace justicia y asegura la paz y la prosperidad de esta gran finca vuestra, donde sois tan amados y que se llama España.
En su familia la llamaban Nenuca y Carmencita. Fue educada por su madre, porque su padre tenía ocupaciones más importantes. Se casó con el marqués de Villaverde y tuvo siete hijos, todos nacidos en el palacio del Pardo. En el año 2008 publicó un libro titulado Franco, mi padre, en el que cuenta que su padre era muy cariñoso y extravertido y que solía cantar zarzuela, pero la guerra le cambió el talante “por el sentido de la responsabilidad”. Dijo que a su padre no le molestaba que le llamaran dictador porque a él no le parecía que eso fuera algo malo, lo cual es coherente con su forma de pensar: a Franco lo que le parecía mal era la democracia.
Según carmen franco, su padre hizo mucho bien: elevó el nivel de vida de España y creó la clase media, “que ahora existe y antes de él no existía”. El progreso del país, para su hija, fue mérito de su padre y no de sus habitantes. Sobre la represión política bajo la dictadura de su padre, aclara que “no se hablaba de eso en casa”, y en cuanto a la pena de muerte, su padre era partidario de la ley del Talión. También era muy monárquico, dice, y confiaba en que el rey Juan Carlos seguiría fiel a los principios del régimen, dando a entender que los franquistas, y entre ellos la hija de Franco, se han sentido traicionados.
Nuestra transición fue incruenta, por fortuna, pero hubo que pagar un precio por ello. No hubo condena oficial del régimen franquista, ni de las atrocidades y excesos del dictador; una ley de amnistía impide pedir cuentas por los crímenes de la Guerra Civil. La familia de Franco no fue empujada al exilio, ni desposeída del enorme patrimonio que el dictador acumuló durante sus años de gobierno; siguieron veraneando en el pazo de Meirás y a Carmen Franco se le otorgó el título de duquesa de Franco con grandeza de España y vive muy tranquila, salvo por algún percance, como cuando la detuvo la policía en el aeropuerto de Barajas, cargada de joyas, con destino a Suiza. Dudo que Carmen Franco sienta compunción o vergüenza alguna por lo que hizo su padre; supongo que ella considera que era un mal necesario y que, fuera como fuere, había que poner coto a los rojos. Por tanto, sospecho que, a diferencia de Svetlana Stalina, no se siente abrumada por el peso de la culpa de su padre, porque para ella este no era culpable de nada.
III. Alina
Alina Fernández es la única hija de Fidel Castro, que además tiene siete hijos varones. Su madre, Natalia Revuelta, pertenecía a la alta burguesía cubana de la época de Batista. Nati Revuelta era una mujer muy guapa y bastante osada, que entregó al rebelde Fidel Castro la llave de un apartamento suyo en La Habana para que este pudiera organizar desde allí sus actividades clandestinas. Nati y Fidel se hicieron amantes. En 1953, Castro fue detenido y acabó en prisión, pero siguió comunicándose con Nati en secreto.
Fidel Castro en 1959 / Reuters
Un día envió por error a su mujer, Myrta Díaz-Balart, una carta dirigida a su amante. El adulterio se descubrió; Myrta Díaz-Balart pidió el divorció y abandonó Cuba. En 1959, cuando la revolución triunfó, fue el doctor Fernández, el marido de Nati, quien huyó de Cuba con su hija mayor. En La Habana se quedaron Nati y Alina, la hija ilegítima y no reconocida de Fidel Castro. Según Alina, aunque Fidel siguió visitando regularmente a su madre en los primeros años de la revolución, nunca ofreció casarse con Nati, ni reconoció a su hija como tal; para Alina, Fidel Castro era un amigo muy simpático de su madre que le hacía regalos.
A los diez años se enteró de que Fidel Castro era su verdadero padre. En su libro autobiográfico La hija de Castro: Memorias del exilio de Cuba, escribió que reaccionó pidiendo a su madre que llamara a Fidel Castro. “Dile que venga ahora mismo. ¡Tengo tantas cosas que decirle!”, y Nati le contestó que no podía hacerlo porque no sabía cómo localizarlo. Sea verdad o mentira, esta es la historia que cuenta Alina. Escribe en su relato que su padre acabó por reconocerla y le ofreció su apellido, pero ella no lo aceptó, la oferta llegó demasiado tarde. Sus detractores sostienen que durante su adolescencia y juventud, Alina gozó de los privilegios propios de los hijos de los altos cargos del partido comunista: tenía coche, chófer, fue aceptada en el equipo de natación sincronizada y en la escuela de ballet sin ningún requisito previo, le bastaba con pedir un trabajo para conseguirlo…
Ella afirma que su vida no fue fácil; solo una vez visitó en su casa a Fidel Castro, sus contactos con él eran esporádicos y vivía como cualquier otro cubano “en un país sin comida, ni electricidad, ni libertad de opinión o movimientos”. Ser hija de Fidel, protesta, suponía vivir bajo vigilancia permanente. “No puedo poner una pata en la calle sin que me hagan un informito. Si voy a un cabaret, intimidan a la gente que me invita. No puedo entrar dos veces a una embajada, está prohibido que me monte en un avión. No encuentro trabajo si alguien no lo autoriza. Si me ves con una amiga, se convierte en tu amante. Soy una isla dentro de esta dichosa isla. ‘¿Quieres que acabe por pegarme un tiro?”, le preguntó una desesperada Alina al ministro del Interior cuando intentaba conseguir la autorización de Fidel para casarse, según recoge su autobiografía. Lo cierto es que pese a su carácter rebelde, su apoyo a la disidencia y sus críticas constantes al Gobierno de su padre, no fue perseguida ni encarcelada: es obvio que sí tenía privilegios, por lo menos este. Su padre quería que estudiara Químicas; ella emprendió, y no terminó, estudios de medicina, fue modelo, editora y prostituta (“jinetera”), o eso afirma, para poder dar de comer a su hija. “Ser hija de Fidel Castro no es fácil, ni en Cuba ni fuera”, se lamenta. “Cuando la gente me ve, se acuerda de su verdugo. Cuando me encuentro con sus víctimas, no puedo evitar angustiarme, sentir culpa”.
Se casó con un mexicano y pidió permiso para viajar a México; le fue denegado. En 1993, haciéndose pasar por una turista española, con un pasaporte falso y una peluca, escapó de Cuba y se instaló en Miami, sede del exilio cubano. Como Svetlana Stalin, huyó sola, dejando atrás una hija, Mumin, aunque poco después Castro permitió que saliera del país para reunirse con su madre.
Alina Fernández ha dedicado su vida en el exilio a criticar a su padre y su régimen político. Dice de Fidel que en un principio fue un revolucionario, empeñado en lograr la justicia social, pero que cuando accedió al poder y empezó a fusilar gente, el revolucionario se tornó en déspota. Ella se presenta como otra víctima más de Fidel Castro. Puede que influya en su reacción el ser hija ilegítima y no querida, tal vez haya un fondo de resentimiento en su postura. Al igual que Svetlana Stalin, tiene un carácter inestable, con bruscos cambios de humor. Ha tenido problemas de anorexia, dicen de ella que es imprevisible y caprichosa. Niega haber sido nunca una hija de papá y se considera una disidente como cualquier otra. “Nuestros padres son un accidente genético, no los escogimos”, alega, y lleva razón, pero es y será hasta que muera la hija de Fidel, el héroe para algunos, el tirano para otros; como Svetlana Stalina, haga lo que haga, diga lo que diga, no podrá escapar de su sombra.
IV. Gudrun
La culpa heredada puede ser colectiva. En la Alemania de la posguerra, una generación de niños creció sabiendo que sus padres habían sido nazis. Para escribir su libro Nacido culpable, Peter Sichrovsky entrevistó a 40 descendientes de nazis. La mayoría de ellos confesaron que una cosa es condenar los asesinatos, las torturas, las vejaciones cometidas por los nazis, y otra, enterarte de que tu padre fue uno de ellos. En muchos casos lo descubrieron tarde y a través de terceras personas, en sus familias había un pacto de silencio.
Las reacciones de los hijos de los nazis oscilaban del odio y el rechazo a la vergüenza callada, la distancia, el disgusto o la lealtad.
 Ninguno hablaba de amor al referirse a su padre. Peter Sichrovsky estaba empeñado en que esos hijos se atrevieran a preguntar a sus padres: “¿por qué lo hiciste?”, y esa, quizá, es la pregunta que no querían o no podían hacer, por temor a la respuesta: “Porque para mí estaba bien, no me arrepiento de nada; lo volvería a hacer”.
No me arrepiento de nada es precisamente el título de una biografía de Rudolph Hess publicada por su hijo, Wolf-Rüdiger Hess, negador del Holocausto y quien sostiene que su padre no murió de forma natural en la cárcel, sino que fue asesinado. Niklas Frank, uno de los dos hijos de Hans Frank, el gobernador nazi de Polonia, contó a la revista alemana Stern que el día que ahorcaron a su padre tras el juicio de Núremberg se masturbó sobre una foto de aquel hombre a quien calificaba de cobarde, corrupto, ansioso de poder, cruel y asesino, “el hombre que hizo posible Auschwitz”.
Niklas Frank dedicó gran parte de su vida a publicar libros y artículos contra su padre. Su hermano Norman declaró en 1959 que su progenitor era culpable sin paliativos. “Cometió crímenes terribles y pagó por ello con su vida”. Norman no ha querido tener hijos propios para no propagar la simiente maldita, para extinguir ese apellido infame.
Martin Bormann, el hijo del lugarteniente de Hitler, se aplicó a la misión de investigar la vida de su padre, con un objetivo: averiguar si aquel tenía conocimiento del Holocausto y los crímenes perpetrados por el régimen al que sirvió o si era inocente. Llegó a la conclusión de que su padre lo sabía todo; su firma estaba al pie de demasiados documentos y órdenes importantes.
 Sin embargo, lleva siempre en su bolsillo una vieja postal que su padre le mandó en 1943 en la que le llamaba “hijo de mi corazón”. Se disculpa diciendo: “Entienda usted que esa es la imagen que yo tengo como hijo y no me la pueden quitar”.
Dentro de la jerarquía de los criminales nazis, tras Hitler, quizá el que más horror o espanto provoca es Heinrich Himmler, el jefe de las temibles SS, quien dirigió, como ministro del Interior, a la policía secreta de la Gestapo y fue el impulsor, organizador y responsable del programa de exterminio de los judíos, a los que odiaba. Himmler se enorgullecía de sus SS, en sus palabras “una Organización Nacional Socialista integrada por hombres escogidos por sus características nórdicas y unidos por un juramento de sangre… Con el coraje de ser impopulares…
 Con el valor de ser duros e insensibles…”. En esa alocución de octubre de 1943, Himmler explicó a sus generales de las SS que “el pueblo judío está siendo exterminado… Muchos de vosotros sabréis lo que es contemplar una montaña de 100, 500 o 1.000 cadáveres…
 Esta es una página gloriosa de nuestra historia”.
Los judíos, según himmler, aunque física y biológicamente idénticos a los demás seres humanos, eran mental y espiritualmente inferiores, menos que animales: subhumanos. Himmler era un fanático, un tipo gris, frío, metódico, tremendamente eficaz, obsesionado con medrar y complacer al Führer, pero era también un padre cariñoso que idolatraba a su única hija, Gudrun, una niña rubia de aspecto angelical a quien llamaba Puppi (muñeca). En una fotografía muy difundida se ve a Heinrich Himmler ataviado con el uniforme negro de las SS, en la manga izquierda un brazalete con la esvástica, sosteniendo en sus rodillas a la pequeña Gudrun, y hay un gran contraste entre ese hombre de perfil ratonil, con nariz afilada, gafas redondas, bigotito fascista, mejillas fofas y barbilla huidiza y esa niña guapa, de trenzas rubias, piel transparente y rasgos delicados, la perfecta aria. Gudrun adoraba a su padre; solía entretenerse recortando las fotos de Himmler que aparecían en la prensa y pegándolas en un álbum.
Al final de la guerra, Himmler fue capturado por los ingleses y se suicidó antes de ser juzgado, como su venerado Hitler. Gudrun y su madre fueron detenidas en Italia por los americanos, quienes las recluyeron en un campo de prisioneros, donde Gudrun dio muestras de su obstinación y su carácter. En el libro My Father’s Keeper (en español, Tú llevas mi nombre), de Stephan y Norbert Lebert, sobre las vidas de seis hijos de gerifaltes nazis, se recoge una anécdota muy ilustrativa: a Gudrun no le gustaba el rancho que les daban los americanos e inició una huelga de hambre. Se puso enferma, perdió peso de forma alarmante, pero consiguió su propósito: al cabo de unas semanas, ella y su madre fueron las únicas prisioneras que tenían el privilegio de comer lo mismo que los oficiales norteamericanos. Gudrun y su madre pasaron dos años en sucesivos campos de concentración; las llevaron a Núremberg, en calidad de testigos. A Gudrun le preguntaron si alguna vez había ido a un campo de concentración.
–Una vez fui a Dachau –respondió.
¿Con tu padre?
–Sí.
–¿Y qué viste allí?
–Mi padre me mostró un jardín plantado con hierbas y me enseñó a diferenciar unas de otras –dijo Gudrun.
–Ya veo… ¿Quieres darme a entender que no viste a ningún prisionero?
–Vi algunos prisioneros… –admitió Gudrun.
–¿Y qué te explicó tu padre sobre ellos?
–Me dijo que los que llevaban un triángulo rojo eran presos políticos, y los otros, criminales.
No le pudieron sacar nada más. Gudrun se enteró de la muerte de su padre por casualidad, sus captores se la habían ocultado, pero un día un periodista americano fue a entrevistar a la mujer de Himmler en su celda y Gudrun aprovechó para hacerle aquella pregunta que nadie le respondía:
–¿Dónde está mi padre?
–Muerto –respondió el periodista–. Se envenenó con cianuro hace algún tiempo.
Gudrun, que ya había cumplido los quince años, sufrió un colapso físico y mental. Era una chica pálida, enfermiza, extremadamente delgada, propensa a los desmayos y poco desarrollada; a los dieciséis años la tomaban por una niña de doce.
 Siempre ha negado el suicidio de su padre y afirma que fue asesinado.
 Los americanos no sabían cómo sacarse de encima a la viuda y la hija del gerifalte nazi.
 Estas les confesaron que no tenían familia, ni conocidos, ni nadie a quien acudir
. Estaban solas en el mundo y tenían un apellido maldito. Los americanos les aconsejaron que se lo cambiaran, pero Gudrun se resistió; mantuvo el apellido Himmler, y cuando le preguntaban sobre la ocupación de su padre, contestaba: “Era el jefe de las SS”.
Tuvo problemas para ser admitida en la escuela y en la universidad y perdió varios trabajos debido a su apellido, pero se negó en redondo a modificarlo; por voluntad propia se convirtió en una especie de mártir del nazismo. Con el tiempo se casó y pasó a llamarse Gudrun Burwitz.
 Tuvo varios hijos y fue una típica madre de familia alemana, con un hobby muy especial: Gudrun Burwitz es el alma de una organización de apoyo a los exmiembros del régimen nazi denominada Stille Hilfe (ayuda tranquila), que les presta ayuda financiera, médica y legal, tanto en Alemania como en otros países donde buscaron refugio los nazis prófugos. Stille Hilfe nació en 1951 como una organización humanitaria, promovida por la aristocracia nazi, la Iglesia católica y la protestante, que contó con el beneplácito del papa Pío XII, de un obispo y del sacerdote responsable de Cáritas de Alemania.
 Dispone de amplios recursos y más de un millar de benefactores. Gudrun Burwitz es asidua a los mítines neonazis y ha consagrado su vida a rehabilitar la figura de su padre y a glorificar su memoria. Es una nazi convencida; para ella, su padre no fue culpable, sino víctima. Al parecer, tiene mal carácter, es una mujer áspera, desabrida y terca que ha hecho de su vida una cruzada: Gudrun Himmler contra el mundo.

12 may 2012

Carla cogió su maleta....Un dia vino Carla a España y el Pais se paralizó.

Una imagen difícilmente repetible: Letizia Ortiz y Carla Bruni, juntas en La Zarzuela en 2009. / PEDRO ARMESTRE (AFP)
En Europa las cosas se repiten. Como ya lo explicara Milan Kundera, no vivimos una vida propia, sino que repetimos una ajena. 
Por eso resulta curioso que Sarkozy se descabalgara de la escena política coincidiendo con un nuevo aniversario de la muerte de Napoleón. Durante un tiempo, los dos hombres fueron comparables, más que nada por sus estaturas y por su afán de influir más allá de sus fronteras naturales.
 Pero es que Francia es toda ella influencia, con el triunfo de Hollande el domingo pasado crece la idea de que la nación vecina es el equivalente de Estados Unidos en el Viejo Continente. Influye, determina, perfuma y, desde luego, siempre se adelanta. 
Ahora que pareciera que la crisis lo devora todo, Francia se erige como la primera que se planta ante el furor caníbal de la austeridad. Lo ha hecho otras veces, fue la primera nación en separar Estado e Iglesia, ¡qué moderna! 
Y la primera en cortar por lo sano una corona despilfarradora, ¡qué atrevida!
La victoria de Hollande coincide con la derrota de Rato y la incertidumbre sobre la banca y Bankia. Todo encaja, Rato y Sarkozy hacen maletas al mismo tiempo mientras el morbo del encuentro de Rato y su sucesor, Goirigolzarri, solo es comparable al de Belén Esteban y María José Campanario en el pasado concierto de Isabel Pantoja.
 Sarkozy, siempre gestual, abandona la política como las divas del ballet o el canto dedicando la última etapa de sus carreras a grandes despedidas
. Rato ha dicho poco, y su rostro no parece reflejarlo todo. Está en ese momento en que prefiere que otros hablen por él. ¿Pero quién? A Mariano no le gusta explicarse, y los ministros están boquiabiertos y sin habla. Mientras, ya ni en su partido se le recuerda como aquel gran líder que no pudo ser. Rato ha hecho primero su papelón en el FMI, antes que este reaccionara ante la crisis, y ahora remata sin reflotar Bankia.
 Se marcha, eso sí, con todo su sueldo anual en el bolsillo o ingresado en Bankia, junto a los ahorros de Florentino y de Rubalcaba, que muy ufano aseguró que no pensaba moverlos de allí. Lo de Bankia es la peor noticia que Draghi pudo dar a Rajoy en la reunión de Barcelona la semana pasada. Le llenó la cabeza de cajas de ahorros y ladrillos. Y, claro: ¿por dónde se coge una caja intoxicada?
Pues como la guitarra y la maleta de Carla Bruni: por las asas. Esa María Antonieta contemporánea con melena y jeans, que tiene que desalojar su palacio, el Elíseo, a toda mecha este fin de semana, pues nada: ¡carretera y manta!
 Y ¡con la música a otra parte! Eso sí, con la cabeza sobre los hombros. Los señores Hollande se mudan allí el martes. ¡Qué prisas! Así que es verdad que no hay tiempo para nada. “Me voy con lo puesto”, susurró al coger la guitarra, a la niña y al perro, “pero no sé si dejar algo, por si acaso vuelvo…”, pensó.
Después del magnicidio de Kennedy, a su viuda, Jackie, le dieron tres semanas para dejar la Casa Blanca. Eran otros tiempos, hoy una semana es el plazo límite. Muchos vieron aquello como un gesto cruel, pero al parecer los desalojos de los domicilios presidenciales son así, tan inflexibles como las leyes de Merkel.
 Unas amigas pudientes consiguieron para Jackie una coqueta casa en el barrio de Georgetown, donde la viuda, según sus biógrafos, se dio a los tranquilizantes y la desesperación hasta que su cuñado Robert Kennedy la socorrió.
 En España tenemos el caso de la viuda de Franco, doña Carmen, que abandonó El Pardo tres meses después de la muerte del caudillo, su esposo, batiendo todos los récords de permanencia post mortem. 
 No le hacía ninguna gracia cambiar de casa, y casi se entiende, porque en España vemos las mudanzas como algo largo, agobiante y que necesita tiempo, seas el inquilino que seas.
Resulta muy francés que los nuevos vecinos del Elíseo no sean matrimonio.
 Valerie y François son divorciados y han evitado casarse entre ellos.
 Saben que el matrimonio, como la política, también está sometido a un hervor terrible, aunque vivas en una república. Mientras, nuestros Reyes, que cumplen 50 años de cocción el lunes, deciden no celebrarlo sin importarles que se hable de ello, de esta negación a celebrar la fecha
. Los comentaristas políticos, porque el Rey es jefe de Estado, dicen que no se puede celebrar un matrimonio que vive distanciado
. Otros sugieren que el amor flaquea en ese matrimonio.
 Pero eso es confundir matrimonio con amor.
 Tienen que ver, pero no significan lo mismo.
 El matrimonio es una labor, un proyecto, como Bankia, y por eso se considera un triunfo prolongarlo, de la manera que sea.
 El amor es un hechizo, un disparo, como la felicidad.
 Por eso no parece tan buena la idea de no celebrar, siquiera con una tortilla o una ensalada griega, los 50 años de vida en común de la pareja más visible del país.
 Porque su matrimonio representa también a todos los matrimonios, incluso con los que no estén muy de acuerdo
. Dar portazo a su celebración permite que la foto de los Reyes juntos tenga el mismo valor que un bono de banco malo. Como convertirla en un ladrillo, en una caja o en una maleta.