Oscar Wilde escribió: “De pequeños, los hijos quieren a sus padres; de mayores, los juzgan, rara vez los perdonan”. Como todos los aforismos, este admite salvedades y matices; hay hijos que no quieren a sus padres, los hay que nunca los juzgan. Para bien o para mal, la familia nos determina desde el primer día que asomamos al mundo nuestra cabecita. Nuestros padres configuran nuestra identidad: nos dan el nombre y los apellidos, que nos señalan como hijos suyos. En el imaginario colectivo, los hijos pertenecen a los padres, son una extensión suya. En la Biblia, Dios ordena a Abraham que le sacrifique a su hijo Isaac, y solo una vez ha comprobado que Abraham le obedece, manda a un ángel para que impida el sacrificio. Ese es el término empleado: sacrificio, no ejecución, ni asesinato, ni, en terminología jurídica moderna, parricidio. Abraham al matar a su hijo se sacrifica; ofrece a Dios algo suyo. Ninguna divinidad ha exigido nunca a un hijo que le demuestre su fidelidad sacrificándole a su padre. Los padres no pertenecen a los hijos. Quizá por ello los descendientes heredan la culpa, y no al revés.
¿Qué sucede cuando las leyes del Estado las dicta tu padre? ¿Cuando lo que está bien y lo que está mal, no solo en el seno familiar, sino en todo el país, lo determina su voluntad o su capricho? Cuando tu padre es lo más parecido a una divinidad de carne y hueso que conoces; cuando su efigie adorna los billetes, cuando las calles llevan su nombre… Y de pronto llega un día en que el mundo que conoces sufre un vuelco y tu padre, que era un héroe, se convierte en el enemigo público número uno y los medios de comunicación denuncian sus crímenes. ¿Cómo es la vida de la hija de un tirano? ¿Se hereda la culpa? ¿Juzgan a sus padres? Y si lo hacen, ¿los absuelven o los condenan?
La conclusión a la que he llegado tras analizar las biografías de las hijas de cinco tiranos, o dictadores, o genocidas, Svetlana Stalina, Carmen Franco, Alina Fernández (hija de Fidel Castro), Gudrun Himmler y Ana Mladic, es que, como era previsible, no hay una norma o un patrón general: unas buscan sacudirse la pesada carga del apellido paterno cambiándoselo y huyendo a otro país; otras, por el contrario, se enorgullecen de su filiación y reivindican con fanatismo la figura del padre, cuyos crímenes niegan; la quinta y última, Ana Mladic, tiene una reacción trágica e imprevisible. Unas se presentan como víctimas, otras eligen ser cómplices; de lo que no cabe duda es de que su trayectoria personal, su identidad, lo que hacen o dicen, quiénes son y cómo las ven los demás, viene determinado por su apellido y que ninguna de ellas ha logrado evadirse de la ominosa sombra paterna.
I. Svetlana
Svetlana Alilúyeva, nacida Svetlana Stalina, fue la única hija de Iósif Stalin. Nació en Rusia el 28 de febrero de 1926. Murió en Wisconsin el 22 de noviembre de 2011 bajo el nombre de Lana Peters.
Según contó en un libro autobiográfico,
Veinte cartas a un amigo, tuvo una infancia privilegiada, de princesa comunista: la educó una institutriz y su padre la adoraba. La llamaba “mi pequeño gorrión”, le regalaba juguetes fuera del alcance de otros niños rusos, solía cogerla en brazos, besarla, acariciarla… Hay fotos que inmortalizan esos recuerdos; en una de ellas se ve a Svetlana, una niña de unos diez años, en brazos de un mostachudo Stalin, de uniforme y con gorra de plato. Su madre, Nadya, era más distante con ella, menos cariñosa. En noviembre de 1932, los jerifaltes comunistas celebraron un banquete en conmemoración del decimoquinto aniversario de la revolución. Stalin exigió en público a su mujer que bebiera alcohol; Nadya se negó. Su marido insistió hasta que Nadya se levantó de la silla, salió corriendo de la sala y regresó a su apartamento en el Kremlin, donde se pegó un tiro. A la pequeña Svetlana le dijeron que su madre había muerto de apendicitis. Circularon rumores que atribuían la muerte de Nadya al propio Stalin. Svetlana desmiente esa acusación; su madre se suicidó y dejó una carta dirigida a su marido llena de reproches y acusaciones, no solo personales, sino también políticas.
Los siguientes diez años de la vida de Svetlana transcurrieron sin mayores sobresaltos, en un mundo de privilegios y envuelta en el cariño de su padre, quien no era igual de tierno con sus otros hijos. Svetlana tenía un medio hermano, Yakov, que intentó suicidarse, sin conseguirlo, provocando el comentario de su padre: “Es tan inútil que ni matarse sabe”. Durante la II Guerra Mundial, Yakov cayó prisionero de los alemanes, quienes exigieron a Stalin la entrega de un general alemán a cambio de su liberación. Stalin rechazó el trueque y el ejército alemán ejecutó a su hijo.
Al cumplir Svetlana los 17 años, las relaciones con su padre cambiaron. Fue cuando descubrió que su madre no había muerto de enfermedad y fue testigo del maltrato de sus dos hermanos por su padre: a uno lo dejó morir; al otro, Vassily, lo humilló y acosó de tal modo que se volvió alcohólico. Svetlana inició un romance con un joven realizador de cine judío. Su padre, antisemita, montó en cólera al enterarse, la abofeteó y acusó al joven de ser un espía inglés, deportándolo a Siberia. Svetlana desafió a su padre casándose a continuación con otro hombre judío, a quien Stalin nunca quiso conocer y del cual Svetlana se divorció tras dar a luz un niño.
Su segundo matrimonio fue de conveniencia: por indicación de su padre se casó con el hijo de un alto cargo del partido, con el que tuvo una hija y de quien también se divorciaría. Tras la muerte de Stalin en 1953, Svetlana dejó de ser una princesa comunista. Jruschov denunció públicamente los crímenes de su padre y ella fue despojada de sus prerrogativas. Su apellido ya no le abría todas las puertas, al contrario: era el del déspota caído en desgracia, al que todos odiaban. Quizá por eso, en 1957 adoptó de forma legal el apellido de su madre, Alilúyeva. En 1963 se enamoró de un comunista indio que visitaba Moscú, Brajesh Singh. No llegaron a casarse, el Gobierno no se lo permitió, aunque ella siempre se refería a él como a su marido. Singh murió enfermo en Moscú en 1966 y Svetlana obtuvo permiso para viajar a India con las cenizas de su marido. En ese viaje, la vida de Svetlana dio un giro: para escándalo del Gobierno soviético y regocijo del norteamericano, pidió asilo político en la Embajada de Estados Unidos en Nueva Delhi. Llegó a Nueva York en abril de 1967 y en una multitudinaria conferencia de prensa tildó a su padre de déspota y de monstruo y afirmó que huía a Estados Unidos en busca de la libertad de que estaba privada en Rusia, donde imperaba un régimen corrupto. Dejó en Rusia a sus dos hijos. En Estados Unidos escribió el libro autobiográfico que he mencionado, por el que cobró medio millón de dólares y en el que, reconociendo las atrocidades cometidas por su padre, atenuaba la culpa de este atribuyendo sus desmanes a un trastorno paranoico que se le habría declarado tras el suicidio de su mujer y a la influencia de su insidioso jefe de policía, el taimado Beria. En 1970 se casó con el arquitecto William Wesley Peters, discípulo de Frank Lloyd Wright. Actuó como celestina Olgivanna, la viuda de Wright, una mujer que creía en el espiritismo y que había llegado a la conclusión de que Svetlana era la reencarnación de su propia hija, también llamada Svetlana, quien murió en un accidente de tráfico tras su matrimonio con Peters. A Olgivanna se le metió en la cabeza casar al viudo con la reencarnación de su hija y lo consiguió. Peters fue el padre de Olga, la tercera hija de Svetlana. Ese matrimonio tampoco duró. Svetlana se fue a vivir a Inglaterra con Olga, y en 1984, en otro viraje sorprendente, volvió a la Unión Soviética, donde fue recibida como una hija pródiga y donde no se cansó de condenar “los sufrimientos y miserias” del mundo occidental.
Su regreso coincidió, y no por casualidad, con la rehabilitación oficial de la figura de Stalin; Svetlana, que tanto lo había criticado en América, le dedicó todo tipo de elogios e inauguró un museo en su honor. Volvió a ver a su hijo Yosef; su hija Ekaterina no quiso encontrarse con ella. El idilio ruso duró poco; su hijo y ella se pelearon, el Gobierno la trató bien, aunque no tanto como esperaba, y en 1986 regresó a Estados Unidos, donde llevó una vida solitaria bajo la identidad de Lana Peters. Allí murió hace unos meses en una residencia de la tercera edad. ¿Era Svetlana Stalin una oportunista que solo dejó la URSS tras la muerte de su padre y su caída en desgracia? ¿Lo habría criticado públicamente en otro caso? Es difícil saber.
Lo cierto es que fue una mujer inestable que no encontró el equilibrio ni la paz en ningún sitio y que su vida estuvo marcada de principio a fin por su filiación. “La sombra de mi padre me envuelve haga lo que haga o diga lo que diga”, se quejó. Puede que fuera eso lo que intentara, inútilmente: escapar de la sombra del padre, del peso del apellido, del estigma o la mancha de ser la hija del tirano, de una culpa heredada de la que no consiguió librarse.
II. Carmen
Debe de ser muy extraño criarte en un país en el que las calles principales de todas las poblaciones llevan el nombre de tu padre, su foto preside las oficinas administrativas, los despachos oficiales, las aulas escolares, los hospitales; estatuas suyas a caballo o en pose marcial adornan las plazas, y los sacerdotes ruegan por su salud y su alma en todas las misas. Es como si el país entero fuera parte del patrimonio familiar, y todos sus habitantes, súbditos de tu padre, siervos suyos.
Tu padre hace y deshace a su antojo; ordena construir una carretera o un aeropuerto, nombra y depone a los ministros del Gobierno, sus subalternos, dicta las leyes, cambia la geografía: por una decisión suya, un valle entero queda sumergido bajo un pantano… Tu padre es omnipotente: ante él tiemblan generales cubiertos de medallas y galones y cardenales purpurados. En las películas del cine, los actores van cambiando, solo hay uno permanente: tu padre, en el No-Do, donde a veces también sales tú, acompañando a mamá, las dos con los brazos cargados de flores. Te acostumbras desde que tienes razón a ver a tu papá rodeado de cortesanos que le rinden tributo y le lisonjean. Si has de dar crédito a tus ojos, es un hombre muy querido. Lo llaman salvador de la patria, Caudillo… Y a ti también te quieren mucho; todo el mundo te hace fiestas, se te consienten todos los caprichos, las niñas se pelean por ser tus amigas y hay un consenso unánime sobre lo guapa que eres, lo lista y lo simpática. Es como vivir en un país encantado, en un lugar de cuento, y como en los cuentos, también hay malos: los rojos, esos seres siniestros a los que tu padre derrotó en la guerra, y los judíos y los masones, los cuales están constantemente conspirando contra ese héroe, tu padre, quien con mano firme los persigue y castiga: mata a los malos o los mete en la cárcel, hace justicia y asegura la paz y la prosperidad de esta gran finca vuestra, donde sois tan amados y que se llama España.
En su familia la llamaban
Nenuca y
Carmencita. Fue educada por su madre, porque su padre tenía ocupaciones más importantes. Se casó con el marqués de Villaverde y tuvo siete hijos, todos nacidos en el palacio del Pardo. En el año 2008 publicó un libro titulado
Franco, mi padre, en el que cuenta que su padre era muy cariñoso y extravertido y que solía cantar zarzuela, pero la guerra le cambió el talante “por el sentido de la responsabilidad”. Dijo que a su padre no le molestaba que le llamaran dictador porque a él no le parecía que eso fuera algo malo, lo cual es coherente con su forma de pensar: a Franco lo que le parecía mal era la democracia.
Según carmen franco, su padre hizo mucho bien: elevó el nivel de vida de España y creó la clase media, “que ahora existe y antes de él no existía”. El progreso del país, para su hija, fue mérito de su padre y no de sus habitantes. Sobre la represión política bajo la dictadura de su padre, aclara que “no se hablaba de eso en casa”, y en cuanto a la pena de muerte, su padre era partidario de la ley del Talión. También era muy monárquico, dice, y confiaba en que el rey Juan Carlos seguiría fiel a los principios del régimen, dando a entender que los franquistas, y entre ellos la hija de Franco, se han sentido traicionados.
Nuestra transición fue incruenta, por fortuna, pero hubo que pagar un precio por ello. No hubo condena oficial del régimen franquista, ni de las atrocidades y excesos del dictador; una ley de amnistía impide pedir cuentas por los crímenes de la Guerra Civil. La familia de Franco no fue empujada al exilio, ni desposeída del enorme patrimonio que el dictador acumuló durante sus años de gobierno; siguieron veraneando en el pazo de Meirás y a Carmen Franco se le otorgó el título de duquesa de Franco con grandeza de España y vive muy tranquila, salvo por algún percance, como cuando la detuvo la policía en el aeropuerto de Barajas, cargada de joyas, con destino a Suiza. Dudo que Carmen Franco sienta compunción o vergüenza alguna por lo que hizo su padre; supongo que ella considera que era un mal necesario y que, fuera como fuere, había que poner coto a los rojos. Por tanto, sospecho que, a diferencia de Svetlana Stalina, no se siente abrumada por el peso de la culpa de su padre, porque para ella este no era culpable de nada.
III. Alina
Alina Fernández es la única hija de Fidel Castro, que además tiene siete hijos varones. Su madre, Natalia Revuelta, pertenecía a la alta burguesía cubana de la época de Batista. Nati Revuelta era una mujer muy guapa y bastante osada, que entregó al rebelde Fidel Castro la llave de un apartamento suyo en La Habana para que este pudiera organizar desde allí sus actividades clandestinas. Nati y Fidel se hicieron amantes. En 1953, Castro fue detenido y acabó en prisión, pero siguió comunicándose con Nati en secreto.
Un día envió por error a su mujer, Myrta Díaz-Balart, una carta dirigida a su amante. El adulterio se descubrió; Myrta Díaz-Balart pidió el divorció y abandonó Cuba. En 1959, cuando la revolución triunfó, fue el doctor Fernández, el marido de Nati, quien huyó de Cuba con su hija mayor. En La Habana se quedaron Nati y Alina, la hija ilegítima y no reconocida de Fidel Castro. Según Alina, aunque Fidel siguió visitando regularmente a su madre en los primeros años de la revolución, nunca ofreció casarse con Nati, ni reconoció a su hija como tal; para Alina, Fidel Castro era un amigo muy simpático de su madre que le hacía regalos.
A los diez años se enteró de que Fidel Castro era su verdadero padre. En su libro autobiográfico
La hija de Castro: Memorias del exilio de Cuba, escribió que reaccionó pidiendo a su madre que llamara a Fidel Castro. “Dile que venga ahora mismo. ¡Tengo tantas cosas que decirle!”, y Nati le contestó que no podía hacerlo porque no sabía cómo localizarlo. Sea verdad o mentira, esta es la historia que cuenta Alina. Escribe en su relato que su padre acabó por reconocerla y le ofreció su apellido, pero ella no lo aceptó, la oferta llegó demasiado tarde. Sus detractores sostienen que durante su adolescencia y juventud, Alina gozó de los privilegios propios de los hijos de los altos cargos del partido comunista: tenía coche, chófer, fue aceptada en el equipo de natación sincronizada y en la escuela de ballet sin ningún requisito previo, le bastaba con pedir un trabajo para conseguirlo…
Ella afirma que su vida no fue fácil; solo una vez visitó en su casa a Fidel Castro, sus contactos con él eran esporádicos y vivía como cualquier otro cubano “en un país sin comida, ni electricidad, ni libertad de opinión o movimientos”. Ser hija de Fidel, protesta, suponía vivir bajo vigilancia permanente. “No puedo poner una pata en la calle sin que me hagan un informito. Si voy a un cabaret, intimidan a la gente que me invita. No puedo entrar dos veces a una embajada, está prohibido que me monte en un avión. No encuentro trabajo si
alguien no lo autoriza. Si me ves con una amiga, se convierte en tu amante. Soy una isla dentro de esta dichosa isla. ‘¿Quieres que acabe por pegarme un tiro?”, le preguntó una desesperada Alina al ministro del Interior cuando intentaba conseguir la autorización de Fidel para casarse, según recoge su autobiografía. Lo cierto es que pese a su carácter rebelde, su apoyo a la disidencia y sus críticas constantes al Gobierno de su padre, no fue perseguida ni encarcelada: es obvio que sí tenía privilegios, por lo menos este. Su padre quería que estudiara Químicas; ella emprendió, y no terminó, estudios de medicina, fue modelo, editora y prostituta (“jinetera”), o eso afirma, para poder dar de comer a su hija. “Ser hija de Fidel Castro no es fácil, ni en Cuba ni fuera”, se lamenta. “Cuando la gente me ve, se acuerda de su verdugo. Cuando me encuentro con sus víctimas, no puedo evitar angustiarme, sentir culpa”.
Se casó con un mexicano y pidió permiso para viajar a México; le fue denegado. En 1993, haciéndose pasar por una turista española, con un pasaporte falso y una peluca, escapó de Cuba y se instaló en Miami, sede del exilio cubano. Como Svetlana Stalin, huyó sola, dejando atrás una hija, Mumin, aunque poco después Castro permitió que saliera del país para reunirse con su madre.
Alina Fernández ha dedicado su vida en el exilio a criticar a su padre y su régimen político. Dice de Fidel que en un principio fue un revolucionario, empeñado en lograr la justicia social, pero que cuando accedió al poder y empezó a fusilar gente, el revolucionario se tornó en déspota. Ella se presenta como otra víctima más de Fidel Castro. Puede que influya en su reacción el ser hija ilegítima y no querida, tal vez haya un fondo de resentimiento en su postura. Al igual que Svetlana Stalin, tiene un carácter inestable, con bruscos cambios de humor. Ha tenido problemas de anorexia, dicen de ella que es imprevisible y caprichosa. Niega haber sido nunca una hija de papá y se considera una disidente como cualquier otra. “Nuestros padres son un accidente genético, no los escogimos”, alega, y lleva razón, pero es y será hasta que muera la hija de Fidel, el héroe para algunos, el tirano para otros; como Svetlana Stalina, haga lo que haga, diga lo que diga, no podrá escapar de su sombra.
IV. Gudrun
La culpa heredada puede ser colectiva. En la Alemania de la posguerra, una generación de niños creció sabiendo que sus padres habían sido nazis. Para escribir su libro
Nacido culpable, Peter Sichrovsky entrevistó a 40 descendientes de nazis. La mayoría de ellos confesaron que una cosa es condenar los asesinatos, las torturas, las vejaciones cometidas por los nazis, y otra, enterarte de que tu padre fue uno de ellos. En muchos casos lo descubrieron tarde y a través de terceras personas, en sus familias había un pacto de silencio.
Las reacciones de los hijos de los nazis oscilaban del odio y el rechazo a la vergüenza callada, la distancia, el disgusto o la lealtad.
Ninguno hablaba de amor al referirse a su padre. Peter Sichrovsky estaba empeñado en que esos hijos se atrevieran a preguntar a sus padres: “¿por qué lo hiciste?”, y esa, quizá, es la pregunta que no querían o no podían hacer, por temor a la respuesta: “Porque para mí estaba bien, no me arrepiento de nada; lo volvería a hacer”.
No me arrepiento de nada es precisamente el título de una biografía de Rudolph Hess publicada por su hijo, Wolf-Rüdiger Hess, negador del Holocausto y quien sostiene que su padre no murió de forma natural en la cárcel, sino que fue asesinado. Niklas Frank, uno de los dos hijos de Hans Frank, el gobernador nazi de Polonia, contó a la revista alemana
Stern que el día que ahorcaron a su padre tras el juicio de Núremberg se masturbó sobre una foto de aquel hombre a quien calificaba de cobarde, corrupto, ansioso de poder, cruel y asesino, “el hombre que hizo posible Auschwitz”.
Niklas Frank dedicó gran parte de su vida a publicar libros y artículos contra su padre. Su hermano Norman declaró en 1959 que su progenitor era culpable sin paliativos. “Cometió crímenes terribles y pagó por ello con su vida”. Norman no ha querido tener hijos propios para no propagar la simiente maldita, para extinguir ese apellido infame.
Martin Bormann, el hijo del lugarteniente de Hitler, se aplicó a la misión de investigar la vida de su padre, con un objetivo: averiguar si aquel tenía conocimiento del Holocausto y los crímenes perpetrados por el régimen al que sirvió o si era inocente. Llegó a la conclusión de que su padre lo sabía todo; su firma estaba al pie de demasiados documentos y órdenes importantes.
Sin embargo, lleva siempre en su bolsillo una vieja postal que su padre le mandó en 1943 en la que le llamaba “hijo de mi corazón”. Se disculpa diciendo: “Entienda usted que esa es la imagen que yo tengo como hijo y no me la pueden quitar”.
Dentro de la jerarquía de los criminales nazis, tras Hitler, quizá el que más horror o espanto provoca es Heinrich Himmler, el jefe de las temibles SS, quien dirigió, como ministro del Interior, a la policía secreta de la Gestapo y fue el impulsor, organizador y responsable del programa de exterminio de los judíos, a los que odiaba. Himmler se enorgullecía de sus SS, en sus palabras “una Organización Nacional Socialista integrada por hombres escogidos por sus características nórdicas y unidos por un juramento de sangre… Con el coraje de ser impopulares…
Con el valor de ser duros e insensibles…”. En esa alocución de octubre de 1943, Himmler explicó a sus generales de las SS que “el pueblo judío está siendo exterminado… Muchos de vosotros sabréis lo que es contemplar una montaña de 100, 500 o 1.000 cadáveres…
Esta es una página gloriosa de nuestra historia”.
Los judíos, según himmler, aunque física y biológicamente idénticos a los demás seres humanos, eran mental y espiritualmente inferiores, menos que animales: subhumanos. Himmler era un fanático, un tipo gris, frío, metódico, tremendamente eficaz, obsesionado con medrar y complacer al Führer, pero era también un padre cariñoso que idolatraba a su única hija, Gudrun, una niña rubia de aspecto angelical a quien llamaba
Puppi (muñeca). En una fotografía muy difundida se ve a Heinrich Himmler ataviado con el uniforme negro de las SS, en la manga izquierda un brazalete con la esvástica, sosteniendo en sus rodillas a la pequeña Gudrun, y hay un gran contraste entre ese hombre de perfil ratonil, con nariz afilada, gafas redondas, bigotito fascista, mejillas fofas y barbilla huidiza y esa niña guapa, de trenzas rubias, piel transparente y rasgos delicados, la perfecta aria. Gudrun adoraba a su padre; solía entretenerse recortando las fotos de Himmler que aparecían en la prensa y pegándolas en un álbum.
Al final de la guerra, Himmler fue capturado por los ingleses y se suicidó antes de ser juzgado, como su venerado Hitler. Gudrun y su madre fueron detenidas en Italia por los americanos, quienes las recluyeron en un campo de prisioneros, donde Gudrun dio muestras de su obstinación y su carácter. En el libro
My Father’s Keeper (en español,
Tú llevas mi nombre), de Stephan y Norbert Lebert, sobre las vidas de seis hijos de gerifaltes nazis, se recoge una anécdota muy ilustrativa: a Gudrun no le gustaba el rancho que les daban los americanos e inició una huelga de hambre. Se puso enferma, perdió peso de forma alarmante, pero consiguió su propósito: al cabo de unas semanas, ella y su madre fueron las únicas prisioneras que tenían el privilegio de comer lo mismo que los oficiales norteamericanos. Gudrun y su madre pasaron dos años en sucesivos campos de concentración; las llevaron a Núremberg, en calidad de testigos. A Gudrun le preguntaron si alguna vez había ido a un campo de concentración.
–Una vez fui a Dachau –respondió.
¿Con tu padre?
–Sí.
–¿Y qué viste allí?
–Mi padre me mostró un jardín plantado con hierbas y me enseñó a diferenciar unas de otras –dijo Gudrun.
–Ya veo… ¿Quieres darme a entender que no viste a ningún prisionero?
–Vi algunos prisioneros… –admitió Gudrun.
–¿Y qué te explicó tu padre sobre ellos?
–Me dijo que los que llevaban un triángulo rojo eran presos políticos, y los otros, criminales.
No le pudieron sacar nada más. Gudrun se enteró de la muerte de su padre por casualidad, sus captores se la habían ocultado, pero un día un periodista americano fue a entrevistar a la mujer de Himmler en su celda y Gudrun aprovechó para hacerle aquella pregunta que nadie le respondía:
–¿Dónde está mi padre?
–Muerto –respondió el periodista–. Se envenenó con cianuro hace algún tiempo.
Gudrun, que ya había cumplido los quince años, sufrió un colapso físico y mental. Era una chica pálida, enfermiza, extremadamente delgada, propensa a los desmayos y poco desarrollada; a los dieciséis años la tomaban por una niña de doce.
Siempre ha negado el suicidio de su padre y afirma que fue asesinado.
Los americanos no sabían cómo sacarse de encima a la viuda y la hija del gerifalte nazi.
Estas les confesaron que no tenían familia, ni conocidos, ni nadie a quien acudir
. Estaban solas en el mundo y tenían un apellido maldito. Los americanos les aconsejaron que se lo cambiaran, pero Gudrun se resistió; mantuvo el apellido Himmler, y cuando le preguntaban sobre la ocupación de su padre, contestaba: “Era el jefe de las SS”.
Tuvo problemas para ser admitida en la escuela y en la universidad y perdió varios trabajos debido a su apellido, pero se negó en redondo a modificarlo; por voluntad propia se convirtió en una especie de mártir del nazismo. Con el tiempo se casó y pasó a llamarse Gudrun Burwitz.
Tuvo varios hijos y fue una típica madre de familia alemana, con un
hobby muy especial: Gudrun Burwitz es el alma de una organización de apoyo a los exmiembros del régimen nazi denominada Stille Hilfe (ayuda tranquila), que les presta ayuda financiera, médica y legal, tanto en Alemania como en otros países donde buscaron refugio los nazis prófugos. Stille Hilfe nació en 1951 como una organización humanitaria, promovida por la aristocracia nazi, la Iglesia católica y la protestante, que contó con el beneplácito del papa Pío XII, de un obispo y del sacerdote responsable de Cáritas de Alemania.
Dispone de amplios recursos y más de un millar de benefactores. Gudrun Burwitz es asidua a los mítines neonazis y ha consagrado su vida a rehabilitar la figura de su padre y a glorificar su memoria. Es una nazi convencida; para ella, su padre no fue culpable, sino víctima. Al parecer, tiene mal carácter, es una mujer áspera, desabrida y terca que ha hecho de su vida una cruzada: Gudrun Himmler contra el mundo.